La madre Yseult, cuyos pulmones ya aspiran más gas carbónico que oxígeno, se asfixia. La llama de la vela es tan débil que su luz se reduce a un punto naranja en la oscuridad. Luego oscila y se apaga, mientras la mecha termina de consumirse con un chisporroteo. Las tinieblas se cierran sobre la religiosa, que solloza sin hacer ruido.
Un frotamiento al otro lado de la pared hace que se estremezca. Sofocada por el grosor del muro, la voz de Braganza suena de nuevo, mucho más cerca. Tocando con la mano la pared, la novicia susurra como un niño jugando al escondite en la oscuridad.
—Dejad de huir, madre. Venid con nosotras. Estamos todas aquí.
Otros susurros responden a los de Braganza. A la madre Yseult se le eriza el pelo de la nuca al reconocer la risa contenida de sor Sonia, el tartamudeo de sor Edith, el horripilante rechinar de dientes de sor Margot y la risita nerviosa de Clemencia, cuya sonrisa terrosa continúa atormentando sus recuerdos. Doce pares de manos muertas se deslizan por las paredes al mismo tiempo que las de Braganza.
Cuando los frotamientos se detienen a su altura, la anciana religiosa emparedada contiene lo que le queda de respiración para no delatar su presencia. Silencio. Después, Yseult oye que algo olfatea al otro lado de la pared y el susurro de sor Braganza suena de nuevo en la oscuridad:
—Puedo olerte.
Nuevo olfateo, más sonoro.
—¿Me oyes, vieja marrana? Percibo tu olor.
Yseult ahoga un gemido de terror. No, la Bestia que se ha apoderado del cuerpo de Braganza no puede olerla. Si lo hiciera, ¿por qué iba a molestarse en llamarla?
La madre superiora se aferra con todas sus fuerzas a esa certeza. Mientras las manos de sus hermanas muertas empiezan a deslizarse de nuevo por la pared, se da cuenta de que un ronquido de asfixia se abre camino a través de su pecho y de que no logrará contenerlo. Entonces, mientras unas lágrimas de pesar trazan surcos en sus mejillas, la madre Yseult cierra los dedos alrededor de su propio cuello. Y, para no exponerse a delatar su presencia ni la del evangelio de Satán, cuyas filigranas rojas brillan débilmente en las tinieblas, se estrangula con sus propias manos.