Capítulo 13

Sucedía siempre durante el crepúsculo, a la hora en que las sombras del campanario acariciaban el cementerio. La noche del duodécimo día, mientras ella y sor Braganza se hallaban refugiadas en el torreón, la madre Yseult permaneció en la ventana que daba a las tumbas de sus hermanas asesinadas.

A lo largo de esas mortíferas noches, las sepulturas habían sido profanadas una tras otra, como si la muerta del día anterior hubiera salido de debajo de la tierra para asesinar a la siguiente. Esa idea descabellada había germinado en la mente de Yseult cuando, arrastrando una mañana el cadáver de sor Clemencia, descubrió la tumba abierta de sor Edith, que había sido asesinada la noche anterior. Vio tierra amontonada y las huellas de los pies desnudos y ensangrentados de sor Edith alrededor del cadáver de la desdichada; los mismos rastros de barro en los pasillos que llevaban a la celda de Clemencia. Yseult y Braganza habían enterrado a esta última, y era esa sepultura, apartada de las demás, la que la superiora observaba al anochecer. Le pareció que la tumba, iluminada por la luna, se movía. Se había producido un desprendimiento de tierra fresca, como si algo excavara desde el interior. En la penumbra, Yseult entrevió unos dedos, luego unas manos y unas muñecas, un trozo de sudario y la manga de una vestidura mortuoria. Finalmente, un rostro, el de sor Clemencia, con la boca llena de tierra, el pelo pegado al cráneo por efecto del barro y los ojos muy abiertos.

Aquel cuerpo que había sido Clemencia había liberado sus hombros del sudario que la aprisionaba y seguía saliendo de la tumba. Alzó los ojos hacia Yseult, y la madre superiora recordó con horror que, mostrando los dientes cubiertos de tierra, Clemencia le había sonreído antes de desaparecer cojeando en las tinieblas del claustro.

A medianoche, sor Braganza gimió mientras dormía. En ese momento fue cuando Yseult oyó el arrastrar de pies de Clemencia subiendo la escalera del torreón.