Después de enterrar a sor Sonia, la madre superiora y sus religiosas se atrincheraron en el refectorio con víveres y mantas. Rezaron a la luz de las velas estrechándose las unas contra las otras para luchar contra el frío y el miedo. Finalmente, mientras los cirios se consumían, se durmieron.
Muy entrada la noche, las religiosas oyeron a lo lejos gritos que atribuyeron al silbido del viento en las murallas. Al amanecer encontraron a sor Isaura, cuya cama estaba fría, clavada contra la puerta de la porqueriza, destripada, con los ojos desmesuradamente abiertos.
Pese a las lágrimas, pese a los rosarios y a las oraciones de indulgencia que la congregación recitaba sin descanso, hubo doce noches como esa, otros doce asesinatos rituales, doce religiosas que murieron al amanecer, con el cuerpo y el alma martirizados por la Bestia.
Al alba del decimotercer día, Yseult enterró los restos de sor Braganza, su novicia más joven. Luego, después de coger el cráneo y guardar el evangelio de Satán en su bolsa de lona, se emparedó con ladrillos y mortero en los sótanos del convento, un trabajo de hombre que le llevó el resto del día.
A la hora del crepúsculo, puso la última piedra y, atenta a los síntomas de la asfixia, grabó en la pared la advertencia que había aparecido en letras rojas en la cubierta del manuscrito. Debajo, nombrando al asesino de su congregación, añadió:
Entre estos santos muros, el vil Ladrón de Almas
se ha instalado.
El sin rostro. La Bestia que jamás muere.
El caballero de las Profundidades.
Caleb el viajero es su nombre.
Debajo, suplicaba a quien encontrara sus restos en los siglos venideros que devolviese el evangelio y la calavera de Dios a las autoridades de la Iglesia católica y romana de su época, personalmente a Su Santidad, ya reinara en Aviñón o en Roma, a ella y a nadie más. O que arrojase esos vestigios a una fragua si resultaba que la Iglesia no había sobrevivido a la gran peste negra.
Desde ese momento, esperó a que cayera la noche y el Ladrón de Almas despertara.