La puerta de la celda estaba atrancada. Tiritando bajo la camisa mojada, la madre Yseult la golpeó con un hombro. Al otro lado, sor Sonia continuaba gritando. Gritos salvajes y alaridos de terror intercalados con los chasquidos de un látigo sobre la carne desnuda.
Empujando con todas sus fuerzas, las religiosas lograron entreabrir la hoja e Yseult vio el cuerpo martirizado de sor Sonia, a la que una fuerza maléfica había crucificado en la pared. La desdichada, cuyos pies golpeaban la piedra a unos centímetros del suelo, estaba desnuda. Su barriga blancuzca y sus pechos se bamboleaban bajo los azotes que hendían su piel. Sus manos, atravesadas por gruesos clavos, sangraban en abundancia. En el centro de la celda había un monje que manejaba el látigo, una forma oscura y gigantesca a la luz de las velas. Llevaba un sayal negro y una capucha cubría por completo su rostro. Un pesado medallón de plata saltaba sobre su torso: una estrella de cinco puntas enmarcando un demonio con cabeza de macho cabrío, el emblema de los adoradores de Satán.
Cuando, con los ojos brillando en la sombra, el monje volvió la cabeza hacia Yseult, la madre superiora notó que una fuerza irrefrenable cerraba la puerta. La misma fuerza que mantenía a sor Sonia contra la pared, la fuerza del monje. Tuvo el tiempo justo de ver cómo el demonio sacaba un puñal de una funda de cuero. El tiempo justo de cruzar una mirada con Sonia mientras la hoja se hundía en su vientre. Y de ver luego que las entrañas de la desgraciada se esparcían por el suelo; una corriente de aire glacial hizo temblar a las religiosas, la misma que habían notado cuando la recoleta había muerto.
Yseult bajó los ojos. Unas huellas de pasos acababan de aparecer en el suelo. Huellas de pies desnudos y ensangrentados, que la madre superiora vio cómo se alejaban en la oscuridad del pasillo. El corazón le dio un vuelco. Faltaba un dedo en la huella izquierda; unas semanas atrás, sor Sonia estaba desramando un árbol muerto cuando calculó mal el movimiento del hacha y clavó la pala del instrumento en su sandalia. Se amputó el dedo meñique del pie izquierdo.
La anciana religiosa estaba tocando todavía las huellas cuando la puerta de la celda se abrió con un chirrido de goznes. Al otro lado, los restos de la infeliz seguían clavados en la pared, con el vientre abierto y los ojos aterrorizados. Un manojo de entrañas humeaba a sus pies en un charco de sangre. Yseult, aunque avergonzándose de ese pensamiento, se sorprendió de que un cuerpo pudiera contener tanto líquido y materia blanda.