Capítulo 10

Las agustinas, silenciosas y tristes, enterraron a la vieja recoleta en el cementerio del convento. La madre Yseult leyó una epístola de Pablo mientras un viento frío gemía en las murallas. Luego, acompañando el tañido de las campanas, las voces llorosas entonaron un canto fúnebre que se elevó en el aire glacial junto con el vaho blanco de los alientos. Solo respondieron el graznido de los cuervos y el lejano aullido de los lobos. El día declinaba; la luz quedaba difuminada por la bruma que reptaba sobre el suelo. Por ello, ninguna de aquellas piadosas mujeres encorvadas por la pena vio la forma oscura que las espiaba desde el claustro. Una forma humana vestida con un sayal de monje, cuyo rostro desaparecía bajo una amplia capucha.

El primer asesinato tuvo lugar poco después de medianoche, mientras la madre Yseult hacía sus abluciones. Envuelta en la humedad del lavadero, se puso una gruesa camisa de lana y cogió un guante de crin para que sus manos no entraran en contacto con su cuerpo. Después se sumergió hasta las ingles en la tina de madera, llena de un agua gris y humeante donde las exudaciones del resto de mujeres de la comunidad se mezclaban con la suciedad de sus cuerpos. Esforzándose en olvidar su cuello hinchado, Yseult se frotó los brazos y las piernas con un trozo de piedra alumbre y polvo de arena, dejando con cada movimiento de la mano una estela blanca en la película de mugre que recubría su piel. Fue en ese momento cuando oyó los gritos de sor Sonia y las llamadas de socorro de sus religiosas, que corrían por los pasillos.