Capítulo 6

El círculo de monjas se cerró alrededor de este descubrimiento; la madre Yseult se arrodilló para desanudar el cordón con el que estaba atado el hatillo. Este contenía un cráneo humano que parecía haber sido partido a pedradas por la región posterior y las sienes. La madre Yseult levantó la calavera hacia la luz.

Era un cráneo muy viejo cuya superficie había empezado a reducirse a polvo. Yseult observó también que lo ceñía una corona de espinos y que un pincho había atravesado el arco superciliar del torturado. La madre superiora pasó los dedos sobre las ramas secas. Poncirus. Según las Escrituras, los romanos habían utilizado uno de estos arbustos espinosos para trenzar la corona con la que habían ceñido la cabeza de Jesucristo después de haberlo flagelado. La santa corona, una espina de la cual había traspasado su arco superciliar. La madre Yseult notó que una punzada de miedo le atravesaba el vientre: el cráneo que tenía entre sus manos mostraba todos los detalles de la Pasión que Jesucristo había sufrido antes de morir en la cruz. Los mismos tormentos que citaban los Evangelios. Con la diferencia de que esa calavera estaba partida por varios lugares, mientras que las Escrituras afirmaban que ninguna piedra había herido el rostro de Cristo.

La madre Yseult se disponía a dejarla cuando notó un extraño hormigueo en la superficie de los dedos. Entre la bruma que enturbiaba su vista, vio a lo lejos la séptima colina que dominaba Jerusalén, donde Jesucristo había sido crucificado trece siglos atrás. El lugar llamado «del cráneo», que en los Evangelios se citaba como el Gólgota o Calvario.

En su visión, que se hacía poco a poco más precisa, una muchedumbre rodeaba la cima de la colina, donde los legionarios romanos habían clavado tres cruces: la mayor en el centro y las otras dos ligeramente más atrás. Los dos ladrones y Jesucristo: los primeros inmóviles bajo el sol, el tercero profiriendo gritos salvajes ante la mirada aterrada de la multitud.

Frunciendo los ojos para distinguir mejor la escena, Yseult se dio cuenta de que los ladrones estaban muertos desde hacía tiempo y de que el Jesucristo que se retorcía sobre la cruz se parecía tanto al de los Evangelios que podía llevar a engaño. Salvo por el hecho de que este Jesucristo estaba lleno de odio y de ira.

Mientras sus novicias se inclinaban para ayudarla a levantarse, Yseult contempló el crepúsculo rojo sangre que iluminaba ahora su visión. Eso tampoco encajaba: según las Escrituras, Jesucristo había entregado su alma a la decimoquinta hora del día, mientras que en su visión esa cosa que se retorcía en la cruz todavía no estaba muerta. Arrodillada sobre el polvo, Yseult comenzó a tiritar de la cabeza a los pies. Había una explicación para eso, una explicación tan evidente que estuvo a punto de hacer perder la razón a la madre superiora: esa cosa que tiraba de los clavos insultando a la muchedumbre y al cielo, esa bestia llena de odio y de dolor que los romanos estaban golpeando con palos para partirle los miembros, esa abominación no era el hijo de Dios, sino el de Satanás.

Con manos temblorosas. Yseult guardó el cráneo en el hatillo. Luego, secándose las lágrimas con la manga del hábito, recogió del suelo la bolsa de lona.

Mientras se ahoga en la humedad de su cubículo, Yseult recuerda la horrible sensación de codicia y de odio que la invadió al levantar la bolsa. Sin duda, las pociones avinagradas que tomaba para aplacar el dolor de sus huesos le provocaban esa acidez. Después fue el miedo lo que la empujó a hacer una mueca mientras abría la bolsa. Una ráfaga de viento helado levantó sus cabellos bajo la toca. La bolsa contenía un libro muy viejo, grueso y pesado como un misal. Un manuscrito provisto de un cierre de acero. Ninguna inscripción en el lomo o en la cubierta, ningún sello estampado en la piel. Un libro similar a muchos otros. Sin embargo, por el extraño calor que parecía emanar de esa encuadernación, la madre superiora presintió inmediatamente que una gran desgracia acababa de abatirse sobre el convento.