Mientras se ahoga en su cubículo, la madre Yseult recuerda a aquel jinete de mal agüero que surgió de la bruma once días después de que los regimientos romanos hubieran incendiado Venecia. El hombre tocó el cuerno al acercarse al convento y la madre Yseult subió a la muralla para escuchar lo que tenía que decir.
El jinete ocultaba el rostro bajo un capuchón mugriento. Una tos gargajosa cargaba sus bronquios y le hacía lanzar perdigones de sangre contra la tela gris. Tuvo que gritar con las manos a los lados de la boca para cubrir el estruendo del viento:
—¡Ah de las murallas! El obispo me ha encargado que alerte a los monasterios y a los conventos de la negra desgracia que se acerca. La peste ha llegado a Bérgamo y a Milán. El mal se extiende también hacia el sur, y en Rávena, Pisa y Florencia se han encendido las hogueras de alarma.
—¿Tenéis noticias de Parma?
—Desgraciadamente, no, madre. Pero he visto mares de antorchas en camino para incendiar la cercana Cremona y procesiones que se aproximaban a los muros de Bolonia. Después he rodeado Padua, donde el fuego purificador ya iluminaba la noche, así como Verona, donde unos supervivientes me han dicho que los desdichados que no han podido escapar se ven reducidos a disputar a los perros los cadáveres amontonados en las calles. Hace días que solo paso junto a osarios y fosas llenas que los sepultureros ni siquiera tienen fuerzas para tapar.
—¿Y Aviñón? ¿En qué situación se encuentra Aviñón y el palacio de Su Santidad?
—Aviñón ya no responde. Al igual que Arles y Nîmes. Lo único que sé es que en todas partes incendian los pueblos, sacrifican los rebaños y se dicen misas para dispersar las nubes de moscas que infestan el cielo. En todas partes se queman especias y plantas para detener los miasmas que se desplazan con el viento. La gente muere y miles de cadáveres fulminados por el mal y las armas de los soldados se amontonan en los caminos.
Se produjo un silencio, tras el cual las religiosas suplicaron a la madre Yseult que dejara entrar al desdichado. Después de haberlas hecho callar con un gesto, la madre superiora se asomó de nuevo por encima de la muralla.
—¿Qué obispo habéis dicho que os envía?
—Su excelencia monseñor Benvenuto Torricelli, obispo de Módena, de Ferrara y de Padua.
Un estremecimiento recorrió a Yseult; su voz vibró en el aire glacial:
—Lamentándolo mucho, señor, debo informaros de que monseñor Torricelli murió el verano pasado a consecuencia de un accidente con su carruaje. Debo pediros, pues, que prosigáis vuestro camino. Antes de hacerlo, ¿necesitáis que os eche víveres y ungüentos para friccionaros el pecho?
Unos gritos de estupor se elevaron de las murallas cuando, tras quitarse el capuchón, el jinete mostró su rostro abotargado por la peste.
—¡Dios ha muerto en Bérgamo, madre! ¿Ungüentos para estas llagas? ¿Oraciones? ¡Mejor abre tus puertas, vieja marrana, para que expanda mi pus en el vientre de tus novicias!
Se produjo otro silencio, apenas turbado por el silbido del viento. Luego, el jinete volvió grupas y, espoleando a su caballo hasta hacerlo sangrar, desapareció, como engullido por el bosque.
Desde entonces, la madre Yseult y sus religiosas no volvieron a ver un alma desde las murallas. Hasta el día mil veces maldito en que un carro de provisiones se presentó ante la puerta del convento.