EL «BUEN» LIBRO Y EL CAMBIANTE «ZEITGEIST» MORAL[71]
La política ha asesinado a miles, pero la religión ha asesinado a decenas de miles.
SEAN O’CASEY
Hay dos formas en que la Escritura pudo ser una fuente de moral o de reglas para la vida. Una es por instrucción directa, por ejemplo, gracias a los Diez Mandamientos, que son el objeto de tan amargas controversias en las guerras culturales de la América profunda. La otra es mediante el ejemplo: Dios, o cualquier otro personaje bíblico, pudo servir como —por usar jerga contemporánea— un rol modélico. Ambas rutas de la Escritura, si se siguen religiosamente (el adverbio se usa en su sentido metafórico, aunque con un ojo puesto en su origen), fomentan un sistema moral que cualquier persona moderna civilizada, tanto si es religiosa como si no, encontraría —no puedo decirlo de forma más amable— repugnante.
Para ser justos, gran parte de la Biblia no es sistemáticamente mala, sino lisa y llanamente extraña, como podría esperarse de una antología caóticamente improvisada de documentos inconexos, compuesta, revisada, traducida, distorsionada y «mejorada» durante nueve siglos por cientos de autores, editores y copistas anónimos, desconocidos para nosotros y principalmente desconocidos entre ellos(90). Esto puede explicar algo de la total rareza de la Biblia. Pero, desafortunadamente, es este mismo extraño volumen el que los fanáticos religiosos nos presentan como ejemplo de fuente infalible de nuestra moral y reglas de vida. Aquellos que desean basar su moralidad literalmente en la Biblia, o no la han leído o no la han entendido, tal como acertadamente observó el obispo John Shelby Spong, en Los pecados de las Escrituras. El obispo Spong, por cierto, es un delicioso ejemplo de obispo liberal cuyas creencias son tan avanzadas que casi son irreconocibles para la mayoría de aquellos que se llaman cristianos a sí mismos. Un homólogo británico es Richard Holloway, recientemente jubilado como obispo de Edimburgo. El obispo Holloway incluso se describe a sí mismo como un «cristiano recuperado». Tuve una discusión pública con él en Edimburgo, uno de los encuentros más estimulantes e interesantes que he tenido jamás(91).
Comienza con el Génesis, con la bienamada historia de Noé, derivada del mito babilónico de Utnapishtim y conocido por las mitologías más antiguas de diversas culturas. La leyenda de los animales entrando en el Arca de dos en dos es encantadora, pero la moral de la historia de Noé es horrorosa. Dios veía a los humanos con malos ojos, por lo que (a excepción de una familia) ahogó a la mayoría de ellos, incluyendo niños y también, en buena medida, al resto de los (presumiblemente libres de culpa) animales.
Por supuesto, hay teólogos irritados que protestarán diciendo que no debemos interpretar el libro del Génesis de una forma literal. ¡Pero si es eso precisamente lo que yo pretendo! Nosotros elegimos en qué partes de las Escrituras creemos y qué partes son símbolos o alegorías. Esta forma de elegir pasajes es un asunto de decisión personal, en la misma medida en que la decisión de un ateo de seguir este o aquel precepto moral es otra decisión personal, sin fundamento alguno. Si una de ellas es «moralidad sin guía ni instrucción», también lo es la otra.
En cualquier caso, a pesar de las buenas intenciones del sofisticado teólogo, un número terroríficamente grande de personas todavía interpretan literalmente las Escrituras, incluyendo la historia de Noé. Según Gallup, en este grupo se incluye el 50 por 100 del electorado de Estados Unidos. También, sin duda, muchos de aquellos hombres santos asiáticos que afirmaban que el tsunami de 2004 no fue el producto del choque de dos placas tectónicas, sino el de los pecados humanos(92), desde la bebida y el baile en los bares hasta el quebrantamiento de alguna trivial regla del sabbath. Empapados de la historia de Noé e ignorantes de todo excepto del aprendizaje bíblico, ¿quién puede culparlos? Toda su educación les ha llevado a ver los desastres naturales relacionados con los asuntos humanos como pago por las fechorías humanas, en vez de algo tan impersonal como las placas tectónicas. A propósito, qué presuntuoso egocentrismo creer que los terremotos, en la escala en la que puede operar un dios (o una placa tectónica), deben tener siempre una conexión humana. ¿Por qué debería importarle un rábano a un ser divino, con la creación y la eternidad en mente, todas las nimias ofensas humanas? ¡Nosotros, los humanos, nos damos tales aires, incluso magnificando nuestros minúsculos pecadillos hasta el nivel de la trascendencia cósmica!
Cuando entrevisté en televisión al reverendo Michael Bray, un prominente activista antiaborto americano, le pregunté por qué los cristianos evangélicos estaban tan obsesionados con las inclinaciones sexuales privadas, tales como la homosexualidad, que no interferían en la vida de nadie más. Su respuesta invocaba algo similar a la autodefensa. Hay ciudadanos inocentes que están en riesgo de convertirse en daños colaterales cuando Dios decide golpear una ciudad con un desastre natural por sus pecadores habitantes. En 2005, la elegante ciudad de Nueva Orleans resultó catastróficamente anegada como consecuencia del huracán Katrina. Se dijo que el reverendo Pat Robertson, uno de los teleevangelistas más conocidos de Estados Unidos y anteriormente candidato presidencial, afirmaba que la culpa del huracán la tenía una actriz lesbiana que resultó vivía en Nueva Orleans[72]. Uno pensaría que un Dios omnipotente adoptaría un método más orientado para atacar a los pecadores: quizá un sensato ataque cardíaco, en vez de la destrucción total de toda una ciudad, simplemente porque resulta ser el domicilio de una actriz lesbiana.
En noviembre de 2005, los ciudadanos de Dover (Pensilvania) eliminaron de la lista de candidatos al consejo de su escuela local a los fundamentalistas que habían atraído notoriedad a la ciudad, por no decir ridículo, intentando forzar la enseñanza del «diseño inteligente». Cuando Pat Robertson oyó que los fundamentalistas habían sido democráticamente eliminados de la votación, lanzó una severa advertencia a Dover:
Me gustaría decir a los ciudadanos de Dover que si hay un desastre en su área, no busquen a Dios. Ustedes le han echado de su ciudad, y no se pregunten por qué Él no les ha ayudado cuando comiencen los problemas, si comienzan, aunque no estoy diciendo que comenzarán. Pero si lo hacen, simplemente recuerden que han eliminado a Dios de su ciudad. Y si ese es el caso, no pidan su ayuda, porque puede que Él no esté ahí(93).
Pat Robertson es inofensivo, porque es menos típico que aquellos que hoy detentan el poder y la influencia en Estados Unidos. En la destrucción de Sodoma y Gomorra, el equivalente de Noé, elegido para ser perdonado junto con su familia por ser el único justo, fue el sobrino de Abraham, Lot. Dos ángeles masculinos fueron enviados a Sodoma para advertir a Lot que abandonara la ciudad antes de que llegara el fuego del infierno. Hospitalariamente, Lot acogió a los ángeles en su casa, con lo que todos los hombres de Sodoma se acercaron y pidieron a Lot que soltara a los ángeles para que pudieran (¿qué, si no?) sodomizarlos: «¿Dónde están los hombres que entraron en tu casa esta noche? Sácanoslos para que los conozcamos» (Génesis 19: 5). Sí, «conocer» tiene el eufemístico significado normal de la Versión Autorizada, cuyo contexto es muy gracioso. La valentía de Lot al rehusar la demanda sugiere que Dios buscaba algo cuando le escogió como el único hombre bueno de Sodoma. Pero la aureola de Lot se ve tamizada por los términos de su rehúse: «Os ruego, hermanos míos, que no cometáis tal maldad. Mirad, tengo dos hijas que no han conocido varón; os las sacaré fuera y haced con ellas como bien os parezca. Pero no hagáis nada a estos hombres, puesto que se cobijaron a la sombra de mi techo» (Génesis 19: 7-8).
Sea lo que sea lo que esta extraña historia signifique, seguramente nos dice mucho acerca del respeto con que se trataba a las mujeres en esa cultura tan intensamente religiosa. Como sucedió, la cesión de Lot de la virginidad de sus hijas se demostró innecesaria, porque los ángeles consiguieron repeler a los merodeadores haciendo que se quedaran ciegos. Luego advirtieron a Lot que se marchara inmediatamente, con su familia y sus animales, porque la ciudad estaba a punto de ser destruida. Toda la familia escapó, a excepción de la desafortunada mujer de Lot, a quien el Señor convirtió en estatua de sal porque cometió la ofensa —comparativamente ligera, uno podría pensar— de mirar por encima de su hombro cuando comenzó la exhibición de fuegos artificiales.
Las dos hijas de Lot hacen una breve reaparición en la historia. Después de que su madre fuera convertida en estatua de sal, vivieron con su padre en una cueva de una montaña. Hambrientas de compañía masculina, decidieron emborrachar a su padre y copular con él. Lot estaba inconsciente cuando su hija mayor llegó a su lecho o cuando lo abandonó, aunque no estaba tan borracho como para no fecundarla. La siguiente noche, las hijas acordaron que era el turno de la hermana menor. De nuevo, Lot estaba demasiado borracho para notarlo y también la fecundó (Génesis 19: 31-36). Si esta disfuncional familia era lo mejor que Sodoma tenía que ofrecer en materia de moral, alguien puede empezar a sentir cierta comprensión hacia Dios y su justiciero castigo de fuego.
La historia de Lot y los sodomitas se repite misteriosamente en el capítulo 19 del Libro de los Jueces, donde un anónimo levita (sacerdote) viajaba con su concubina hacia Guibá. Pasaron la noche en la casa de un hospitalario anciano. Cuando estaban tomando su cena, llegaron los hombres de la ciudad y llamaron a la puerta, requiriendo que el anciano sacara a su invitado masculino «para que podamos conocerle». Con unas palabras casi exactamente iguales a las de Lot, el anciano dijo: «Por favor, hermanos míos, no hagáis tal maldad; puesto que este hombre ha entrado a hospedarse en mi casa, no cometáis tal infamia. Ahí tenéis a mi hija, que es virgen, y a la concubina de mi invitado; os las voy a sacar, para que abuséis de ellas y hagáis con ellas lo que mejor os parezca, pero a este hombre no le hagáis tal infamia» (Jueces 19: 23-24). De nuevo aparece el espíritu misógino, alto y claro. Encuentro que la frase «para que abuséis de ellas» es particularmente espeluznante. Disfruten humillando y violando a mi hija y a la concubina de este sacerdote, pero muestren el debido respeto a mi huésped que, después de todo, es un varón. A pesar de la similitud entre las dos historias, el desenlace fue menos feliz para la concubina del levita que para las hijas de Lot. El levita la sacó a la muchedumbre, que la violó en grupo toda la noche: «Ellos la conocieron y abusaron de ella toda la noche hasta la mañana, y por fin la dejaron al despuntar la aurora. Al amanecer, vino la mujer y cayó delante de la casa del hombre donde estaba su señor; allí estuvo hasta que fue de día» (ibídem: 25-26). Por la mañana, el levita encontró a su concubina yaciendo postrada en el umbral y dijo —con lo que hoy veríamos como una dura brusquedad—: «¡Levántate y vamos!». Pero ella no se movió. Estaba muerta. Por lo que «tomó un cuchillo; y asiendo a su concubina, la descuartizó, hueso por hueso, en doce trozos, y los envió a todo el territorio de Israel». Sí, estás leyendo correctamente. Mira en Jueces 19: 29. De nuevo, digamos caritativamente que esto se debe a la omnipresente extrañeza de la Biblia. Realmente, no estaba tan loco como parece. Había un motivo —provocar una venganza— y tuvo éxito, en tanto que el incidente provocó una ola de venganzas contra la tribu de Benjamín, en la que, tal como registra con cariño el capítulo 20 del Libro de los Jueces, fueron asesinados más de 60.000 hombres. Esta historia es tan similar a la de Lot que uno no puede dejar de preguntarse si un fragmento del manuscrito se extravió en algún scriptorium largamente olvidado: una ilustración de la errática proveniencia de los textos sagrados.
El tío de Lot, Abraham, fue el padre fundador de las tres «grandes» religiones monoteístas. Su estatus patriarcal le convierte en algo solo un poco menos probable que Dios para ser tomado como modelo. Pero ¿qué moderno moralista desearía seguirle? Relativamente pronto en su larga vida, Abraham fue a Egipto huyendo de una hambruna con su mujer, Sara. Se dio cuenta de que una mujer tan hermosa sería deseable para los egipcios, por lo que su propia vida, como marido suyo, estaría en peligro. Por lo que decidió hacerla pasar por su hermana. En tal calidad fue llevada al harén del faraón, y Abraham, en consecuencia, se hizo rico en los favores del faraón. Dios desaprobó este artero arreglo, y envió plagas al faraón y a su casa (¿por qué no a Abraham?). Un comprensiblemente ofendido faraón quiso saber por qué Abraham no le había dicho que Sara era su esposa. Entonces la devolvió a Abraham y expulsó a ambos fuera de Egipto (Génesis 12: 18-19). Extrañamente, parece que más tarde la pareja intentó de nuevo este truco con Abimélec, el rey de Guerar. También él fue inducido por Abraham a que se casara con Sara, de nuevo haciéndole creer que ella era su hermana, no su mujer (ibídem 20: 2-5). Él expresó también su indignación, en casi idénticos términos a los del faraón, y uno no puede dejar de compadecerse de ambos. ¿Es la similitud otro indicador de la poca fiabilidad de los textos?
Tales desagradables episodios de la historia de Abraham son pecadillos comparados con la infame historia del sacrificio de su hijo Isaac (las Escrituras musulmanas cuentan la misma historia acerca del otro hijo de Abraham, Ismael). Dios ordenó a Abraham que sacrificara a su largamente deseado hijo. El patriarca construyó un altar, puso leña sobre él y ató a Isaac encima de las maderas. Su cuchillo homicida ya estaba en su mano cuando un ángel intervino dramáticamente con las noticias de un cambio de planes de última hora: después de todo, Dios solo estaba bromeando, «tentando» a Abraham y comprobando su fe. Un moralista moderno no puede dejar de pensar de qué forma pudo jamás recuperarse el niño de tal trauma psicológico. En los estándares de la moralidad moderna, esta desgraciada historia es un ejemplo simultáneo de abuso infantil y de coacción en forma de relaciones de dos poderes asimétricos, encontrándonos con el primer registro en la defensa del juicio de Núremberg: «Yo solo obedecía órdenes». Pero esta leyenda es uno de los grandes mitos fundacionales de las tres religiones monoteístas.
De nuevo, los modernos teólogos protestarán diciendo que la historia del sacrificio de Isaac por parte de Abraham no debe tomarse como un hecho literal. Y, otra vez de nuevo, la respuesta apropiada es doble. Primero, mucha, mucha gente, incluso hoy día, asume que todas las Escrituras son hechos literales, y tienen un gran poder político sobre el resto de nosotros, especialmente en Estados Unidos y en el mundo islámico. Segundo, si no es un hecho literal, ¿cómo deberíamos tomarnos esta historia? ¿Como una alegoría? ¿Como alegoría de qué? Seguramente de nada digno de elogio. ¿Como lección moral? Pero ¿qué tipo de moral puede uno extraer de esta horrorosa historia? Recordemos: todo lo que estoy tratando de establecer por el momento es que, en realidad, no derivamos nuestra moral de las Escrituras. O, si lo hacemos, elegimos entre las Escrituras los episodios agradables y rechazamos los desagradables. Pero, entonces, debemos tener algún criterio independiente para decidir cuáles son los episodios morales: un criterio que, venga de donde venga, no puede provenir de las Escrituras en sí mismas, y que presumiblemente está disponible para todos nosotros, tanto si somos religiosos como si no.
Los apologistas incluso buscan salvar alguna decencia del personaje de Dios en esta deplorable historia. ¿No fue bueno por parte de Dios salvar la vida de Isaac en el último minuto? En el improbable caso de que alguno de mis lectores estuviera convencido de esta obscena pieza de especial alegato, les remitiré a otra historia de sacrificio humano, que terminó de una forma más infeliz. En Jueces, capítulo 11, el líder militar Yefté acordó con Dios que, si garantizaba su victoria sobre los ammonitas, ofrecería como sacrificio, sin falta, «al primero que salga de las puertas de mi casa a mi encuentro cuando yo regrese». Efectivamente, Yefté derrotó a los ammonitas («con una grandísima derrota», como era normal en el Libro de los Jueces) y regresó victorioso a su hogar. Como es lógico, su hija, su único vástago, salió de la casa para recibirlo (con panderos y coros de danza) y —¡ay!— fue la primera cosa viviente en hacerlo. Comprensiblemente, Yefté rasgó sus vestiduras, pero no había nada que pudiera hacer. Como es obvio, Dios estaba esperando el sacrificio prometido, y dadas las circunstancias, la hija accedió decentemente a ser sacrificada. Ella solo pidió que se le permitiera ir a las montañas durante dos meses para lamentarse por su virginidad. Cuando finalizó el plazo, regresó mansamente y Yefté la sacrificó. Dios no encontró adecuado intervenir en esta ocasión. Su monumental cólera cuando sus elegidos coquetean con un dios rival se parece nada más que a celos sexuales de la peor clase, y de nuevo chocaría a un moralista moderno considerarlo un material modélico. La tentación de la infidelidad sexual es fácilmente comprensible incluso para aquellos que no sucumben a ella, y es típica de la ficción y del drama, desde Shakespeare hasta las comedias de alcoba. Pero la aparentemente irresistible tentación de prostituirse con dioses ajenos es algo que los modernos encontramos más difícil de empatizar. Para mis ingenuos ojos, «No tendrás otros dioses más que yo» parecería un mandamiento más fácil de cumplir: pan comido, uno podría pensar, comparado con «No codiciarás a la mujer de tu prójimo». O a su burro (o a su buey). Por todo el Antiguo Testamento, con la misma predecible regularidad que en las comedias de alcoba, Dios solo tenía que distraerse un momento y los hijos de Israel se darían la vuelta hacia Baal o hacia cualquier tipo de imagen enterrada[73]. O, en una calamitosa ocasión, un becerro de oro…
Moisés, incluso más que Abraham, es un probable modelo para los seguidores de las tres religiones monoteístas. Abraham puede ser el patriarca original, pero si alguien debiera llamarse el fundador doctrinal del judaísmo y de sus religiones derivadas, ese es Moisés. Con ocasión del episodio del becerro de oro, Moisés estaba, con toda seguridad, fuera de su camino, en la cima del monte Sinaí, en comunión con Dios y recibiendo las tablas de piedra talladas por Él. La gente que había abajo (quienes estaban bajo pena de muerte si no se abstenían de tocar la montaña) no perdieron el tiempo:
Viendo el pueblo que Moisés tardaba en bajar de la montaña, se congregó en torno a Aarón y le dijo: Anda, haznos dioses que vayan delante de nosotros, pues a ese Moisés, a ese hombre que nos sacó de Egipto, no sabemos qué le ha pasado (Éxodo 32: 1).
Aarón animó a todo el mundo a que reunieran todo el oro que tuvieran, que lo fundieran y con el metal fundido fabricar un becerro de oro, a quien le habían inventado cualidad divina y luego le construyeron un altar para poder empezar a ofrecerle sacrificios.
Bien, deberían haber tenido más conocimiento como para no hacer el tonto a espaldas de Dios de esa forma. Puede que estuviera en la cima de la montaña, pero era, después de todo, omnisciente, por lo que no perdió el tiempo y despachó a Moisés como su enviado para que su ley fuera cumplida. Moisés bajó la montaña a toda prisa, llevando las tablas de piedra sobre las que Dios había escrito los Diez Mandamientos. Cuando llegó y vio el becerro de oro, se puso tan furioso que dejó caer las tablas y las rompió (más tarde, Dios le dio unas de repuesto, por lo que todo quedaba como estaba). Moisés agarró el becerro de oro, lo quemó, lo redujo a polvo, lo mezcló con agua e hizo que la gente se lo tragara. Luego dijo a todo el mundo de la tribu sacerdotal de Leví que cogiera una espada y que matara a tanta gente como fuera posible. Esto sumó cerca de tres mil que, uno podría esperar, deberían haber sido suficientes como para saciar el celoso enfado divino. Pero no, Dios no había terminado todavía. En el último versículo de este terrible capítulo, su amenaza fue enviar una plaga sobre todo lo que estaba a la izquierda de la gente «porque habían fabricado el becerro que había modelado Aarón».
El Libro de los Números nos cuenta cómo Dios incitó a Moisés a atacar a los madianitas. Su ejército hizo poco esfuerzo para asesinar a todos los hombres, y quemaron las ciudades madianitas, aunque evitaron dañar a las mujeres y a los niños. Esta misericordiosa moderación de los soldados enfureció a Moisés, que dio órdenes para que los niños varones fueran asesinados, y también todas las mujeres que no fueran vírgenes. «Pero dejad con vida, para vosotros, a todas las jóvenes que no hayan conocido varón». No, Moisés no sería un buen modelo para los moralistas modernos.
Del mismo modo en que los modernos escritores religiosos atacan cualquier tipo de significado simbólico o alegórico a la masacre de los madianitas, el simbolismo apunta precisamente en la dirección contraria. Los desafortunados madianitas, en lo que uno puede contar del pasaje bíblico, fueron las víctimas de un genocidio en su propio país. Todavía sus nombres viven en el saber popular cristiano solo en ese himno popular (que todavía puedo cantar de memoria, después de cincuenta años, en dos tonos distintos, ambos en tono menor):
Cristianos, ¿los habéis visto
en el terreno sagrado?
¿Cómo las tropas de Madián
merodean por los alrededores?
Cristianos, levantaos y golpeadlos,
contad ganancias pero no pérdidas;
golpeadlos por el mérito
de la Santa Cruz.
¡Ay, pobres difamados, sacrificados madianitas! ¡Ser recordados solo como símbolos poéticos de la maldad universal en un himno victoriano!
El dios rival Baal parece haber sido un seductor siempre tentador para una adoración indisciplinada. En Números, capítulo 25, muchos de los israelitas fueron seducidos por las mujeres moabitas para que hicieran sacrificios a Baal. Dios reaccionó con su furia característica. Ordenó a Moisés: «Toma todas las cabezas de las personas y cuélgalas frente al Señor, cara al sol, para que se aleje de Israel la cólera del Señor». Uno no puede dejar de maravillarse, de nuevo, acerca de la extraordinariamente draconiana visión que se adopta por el pecado de coquetear con dioses rivales. Según nuestro moderno sentido de valores y justicia, parece un pecado insignificante comparado con, digamos, ofrecer a tu hija para que la violen en grupo. Este es otro ejemplo de la desconexión entre la moral de las Escrituras y la moderna (uno está tentado a decir civilizada) moral. Por supuesto, puede comprenderse fácilmente en términos de la teoría de los memes, y de las cualidades que una deidad necesita para sobrevivir en el fondo común de memes.
La tragicomedia de los celos maniáticos de Dios contra dioses alternativos es algo recurrente en todo el Antiguo Testamento. Esos celos motivan el primero de los Diez Mandamientos (los que estaban en las tablas que Moisés rompió: Éxodo 20; Deuteronomio 5), y es incluso más importante que los (por otra parte, bastante diferentes) mandamientos sustitutivos que Dios proporcionó para reemplazar a las tablas rotas (Éxodo 34). Habiendo prometido sacar de su tierra natal a los infortunados amoritas, cananitas, hititas, perizeos, hivitas y jebusitas, Dios vuelve a lo que realmente le importa: ¡dioses rivales!
Por el contrario, derribad sus altares, romped sus estelas y cortad sus arboledas. No te postres delante de otro dios, porque Yahvé tiene por nombre celoso, es un Dios celoso. No concluyas alianza con los habitantes del país, no sea que, cuando se prostituyan ellos ante sus dioses y les ofrezcan sacrificios, te inviten a ti y tú comas de sus sacrificios, y tomes sus hijas para mujeres de tus hijos; porque al prostituirse sus hijas ante sus propios dioses, pueden arrastrar a tus hijos a que se prostituyan a su vez ante los dioses de ellas. No te harás dioses de metal fundido (Éxodo 34: 13-17).
Sé, sí, por supuesto, por supuesto, que los tiempos han cambiado y que ningún líder religioso de hoy (aparte de algunos como los talibanes o sus equivalentes entre los cristianos americanos) piensa como Moisés. Pero eso es lo que yo defiendo. Todo lo que estoy estableciendo es que la moralidad moderna, venga de donde venga, no proviene de la Biblia. Los apologistas no pueden escaparse afirmando que la religión les proporciona cierto tipo de vía para definir qué es bueno y qué es malo —una fuente privilegiada, no disponible para los ateos—. No pueden escaparse con eso, no incluso cuando emplean ese predilecto truco de interpretar las Escrituras seleccionadas como «simbólicas» en vez de como literales. ¿Con qué criterio decides qué pasajes son simbólicos y cuáles son literales? La limpieza étnica iniciada en el tiempo de Moisés se convierte en sangrienta fruición en el Libro de Josué, un texto extraordinario por las masacres sedientas de sangre que recoge y por el deleite xenófobo con que lo hace. Como esa encantadora antigua canción lo cuenta, «Josué peleó en la batalla de Jericó y los muros se vinieron abajo… No hay nada como el buen viejo Josué en la batalla de Jericó». El buen viejo Josué no descansó hasta que «destruyeron totalmente todo lo que estaba en la ciudad, tanto hombres como mujeres, jóvenes y ancianos, el ganado mayor y menor, y los asnos, con el filo de la espada» (Josué 6: 21).
De nuevo protestarán los teólogos, diciendo que eso no sucedió. Bien, no —la historia dice que los muros se vinieron abajo por el mero sonido de hombres gritando y soplando cuernos, por lo que efectivamente no sucedió—; mas esa no es la cuestión. La cuestión es que, tanto si es cierta como si no, la historia bíblica de la destrucción de Jericó por parte de Josué y la invasión de la Tierra Prometida en general es moralmente indistinguible de la invasión de Polonia por parte de Hitler, o las masacres de Saddam Hussein de los kurdos y chiíes. La Biblia puede ser una llamativa y poética obra de ficción, pero no es el tipo de libro que uno daría a sus hijos para formar su moral. Da la casualidad de que la historia de Josué en Jericó es el objeto de un interesante experimento sobre moralidad infantil, que será discutido más adelante en este capítulo.
A propósito, no piense que el personaje de Dios en la historia alberga cualquier duda o escrúpulo sobre las masacres y los genocidios que acompañaron al embargo de la Tierra Prometida. Por el contrario, sus órdenes, por ejemplo en Deuteronomio 20, fueron despiadadamente explícitas. Él hizo una clara distinción entre las personas que vivían en la tierra que se necesitaba y las que vivían lejos de ella. Los últimos serían invitados a rendirse pacíficamente. Si rehusaban, todos los hombres serían asesinados y las mujeres serían reclutadas para la cría. En contraste con este relativamente humano tratamiento, veamos qué les esperaba a esas tribus lo bastante desafortunadas como para vivir en el prometido Lebensraum[74]: «Pero de las ciudades de esos pueblos que Yahvé, tu Dios, te va a dar en posesión, no dejarás con vida a ningún ser animado; sino que los destruirás por completo; a saber, los hititas, los amorreos, los cananeos, los perizeos, los hivitas y los jebuseos; como Yahvé, tu Dios, te ha ordenado».
¿Tienen esas personas que utilizan la Biblia como inspiración para la rectitud moral la más ligera noción de lo que realmente está escrito en ella? Los siguientes pecados están castigados con la pena de muerte, según lo que se indica en el capítulo 20 del Levítico: maldecir a los padres; cometer adulterio; hacer el amor a tu madrastra o a tu nuera; homosexualidad; casarse con una mujer y con su hija; bestialismo (y, para añadir más injuria al insulto, la desafortunada bestia también debe ser matada). Asimismo serás ejecutado, por supuesto, por trabajar en el día sagrado: este punto se repite una y otra vez en todo el Antiguo Testamento. En el capítulo 15 de los Números, los hijos de Israel encontraron a un hombre en el desierto reuniendo trozos de madera en el día sagrado. Le arrestaron y preguntaron a Dios qué hacer con él. Como sucedió, Dios no estaba para medias tintas ese día. «Y el Señor dijo a Moisés: Ese hombre debe morir sin remedio; toda la comunidad lo apedreará fuera del campamento. Toda la comunidad le hizo salir del campamento, lo apedreó y le dio muerte». ¿Tenía este inofensivo leñador mujer e hijos que le lloraran? ¿Se quejaba aterrado cuando las primeras piedras volaban y gritaba con dolor cuando la lluvia lítica se estampó contra su cabeza? Lo que me conmociona hoy acerca de esas historias no es que sucedieran en realidad. Probablemente no sucedieron. Lo que me deja boquiabierto es que hoy esas personas basarían sus vidas en un terrible modelo como Yahvé —e incluso peor, que intentarían imponer ese monstruo malvado (tanto si existió de hecho como si fue ficción) al resto de nosotros—.
El poder político de los porteadores americanos de las tablas de los Diez Mandamientos es especialmente lamentable en esa gran república cuya Constitución, después de todo, fue redactada por hombres de la Ilustración en términos explícitamente laicos. Si tomamos en serio los Diez Mandamientos, debemos clasificar la adoración a los dioses incorrectos y esculpir imágenes como el primero y segundo de los pecados. En vez de condenar el inenarrable vandalismo de los talibanes, que dinamitaron los Budas bamiyanos de 55 y 36,5 metros de alto en las montañas de Afganistán, les elogiamos por su justa piedad. Lo que pensamos que era vandalismo estaba ciertamente motivado por un sincero celo religioso. Esto está informado de forma explícita en una historia verdaderamente extraña, que apareció en The Independent de Londres del 6 de agosto de 2005. Bajo el titular de la primera página, «La destrucción de La Meca», The Independent decía:
La histórica Meca, cuna del islam, está siendo sepultada por una acometida sin precedentes de fanáticos religiosos. Casi toda la rica y multiestratificada historia de la ciudad santa se ha evaporado… Ahora, el lugar real de nacimiento del profeta Mahoma se enfrenta a las excavadoras, con la connivencia de las autoridades religiosas saudíes, cuya interpretación de línea dura del islam les obliga a aniquilar su propia herencia… El motivo que hay tras esta destrucción es el fanático miedo de los wahhabitas a que los sitios de interés histórico y religioso puedan dar paso a la idolatría o al politeísmo, a la adoración de múltiples y potencialmente iguales dioses. La práctica de la idolatría en Arabia Saudí sigue siendo, en principio, castigable con la decapitación[75].
No creo que haya un ateo en el mundo que hubiera destrozado con una excavadora La Meca —o Chartres, la catedral de York o la de Notre-Dame, la pagoda de Shwedagon, los templos de Kioto o, por supuesto, los Budas de Bamiyan—. Como dijo el físico americano, ganador de un premio Nobel, Steven Weinberg, «La religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin ella, hay buena gente haciendo buenas obras y mala gente haciendo malas obras. Pero para que la buena haga cosas malas se necesita la religión». Blaise Pascal (el de la apuesta) dijo algo similar: «Los hombres no hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa».
Mi propósito principal aquí no ha sido mostrar que no deberíamos basar nuestra moral en las Escrituras (aunque esa sea mi opinión). Mi propósito ha sido demostrar que nosotros (y eso incluye a la mayoría de la gente religiosa), en realidad, no basamos nuestra moral en las Escrituras. Si lo hiciéramos, deberíamos observar el sabbath estrictamente y pensar que es justo y necesario ejecutar a quien no lo haga. Podríamos lapidar a una novia que no pudiera demostrar que es virgen, si su marido dice que no está satisfecho con ella. Ejecutaríamos a los niños desobedientes. Podríamos… pero, un momento. Quizá he sido injusto. Los buenos cristianos habrán estado protestando en toda esta sección: todo el mundo sabe que el Antiguo Testamento es muy desagradable. El Nuevo Testamento de Jesús deshace el daño y hace que todo sea bueno. ¿No?
Bien, no puede negarse que, desde un punto de vista moral, Jesús es una gran mejora con respecto al ogro cruel del Antiguo Testamento. En efecto, Jesús, si es que existió (o quien redactara su Escritura si no fue así), fue seguramente uno de los grandes innovadores éticos de la historia. El Sermón de la Montaña está muy adelantado a su tiempo. Su «poner la otra mejilla» se anticipó a Gandhi y a Martin Luther King en dos mil años. No en balde escribí un artículo llamado «Ateos por Jesús» (y más tarde me obsequiaron con una camiseta con este lema estampado)(94).
Pero precisamente la superioridad moral de Jesús confirma mi punto de vista. Jesús no estaba satisfecho de que su ética proviniera de las Escrituras de sus antepasados. Se apartó explícitamente de ellos, por ejemplo, cuando bajó los humos a quienes advertían gravemente acerca de la ruptura del sabbath. «El sabbath fue hecho para los hombres, no los hombres para el sabbath» se ha generalizado hasta llegar a ser un proverbio común. Dado que la principal tesis de este capítulo es que no debemos, y no deberíamos, derivar nuestra moral de las Escrituras, Jesús debe ser honrado como modelo de esa misma tesis.
Los valores familiares de Jesús, justo es admitirlo, no eran del tipo de los que uno desearía utilizar. Era cortante, hasta llegar a la brusquedad, con su propia madre, y animó a sus discípulos a abandonar a sus familias y seguirle. «Si algún hombre viene a Mí y no rechaza a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, no puede ser mi discípulo». La actriz americana Julia Sweeney expresó su desconcierto en su monólogo Dejemos marchar a Dios(95): «¿No es esto lo que pretenden las sectas? ¿Hacer que rechaces a tu familia para poder adoctrinarte?»(96).
A pesar de sus, de algún modo, sospechosos valores familiares, las enseñanzas éticas de Jesús fueron —al menos por comparación con la catastrófica área ética que es el Antiguo Testamento— admirables; pero hay otras enseñanzas en el Nuevo Testamento que ninguna buena persona podría apoyar. Me refiero especialmente a la doctrina central del cristianismo: a la «expiación» del «pecado original». Esta enseñanza, que supone el centro de la teología del Nuevo Testamento, es casi tan moralmente detestable como la historia de Abraham dispuesto a sacrificar a Isaac, y recuerda —no por casualidad— a lo que Geza Vermes dejó claro en Las cambiantes caras de Jesús. En sí mismo, el pecado original proviene directamente del mito del Antiguo Testamento de Adán y Eva. Su pecado —comer el fruto de un árbol prohibido— parece lo suficientemente leve como para no merecer más que una reprimenda. Pero la naturaleza simbólica del fruto (conocimiento del bien y del mal, que en la práctica se mostró haciéndoles tomar conciencia de que estaban desnudos) fue suficiente para convertir su escapada para robar manzanas en la madre y el padre de todos los pecados[76]. Ellos y todos sus descendientes fueron expulsados para siempre del Jardín del Edén, despojados del regalo de la vida eterna y condenados a generaciones de trabajos llenos de dolor, en el campo y en el momento del parto, respectivamente.
Hasta ahora, siempre tan vengativo: lo normal en el ámbito del Antiguo Testamento. La teología del Nuevo Testamento añade una nueva injusticia, rematada por un nuevo sadomasoquismo cuya malevolencia incluso raramente se supera en el Antiguo Testamento. Cuando se piensa en ello, es extraordinario que una religión adoptara un instrumento de tortura y ejecución como su símbolo sagrado, a menudo llevado alrededor del cuello. Lenny Bruce observó con agudeza que «Si Jesús hubiera sido ejecutado hace veinte años, los niños de las escuelas católicas llevarían sillas eléctricas alrededor de sus cuellos, en vez de llevar cruces». Pero la teología y la teoría del castigo que están detrás son incluso peores. Se piensa que el pecado de Adán y Eva se transmite por línea paterna —se transmite por el semen, de acuerdo con san Agustín—. ¿Qué tipo de filosofía ética es esta que condena a todos los niños, antes incluso de su nacimiento, a heredar el pecado de un remoto antepasado? Por cierto, san Agustín, quien adecuadamente se consideraba a sí mismo una autoridad sobre el pecado, fue el responsable de acuñar la frase «pecado original». Antes de él se conocía como «pecado ancestral». Los pronunciamientos y debates de san Agustín reflejan, a mi entender, la insana preocupación de los primeros teólogos cristianos por el pecado. Podían haber dedicado sus páginas y sermones a exaltar el cielo salpicado de estrellas, o las montañas y los verdes bosques, los mares y el canto de los pájaros al amanecer. En ocasiones los mencionan, pero el foco cristiano se dirige fundamentalmente al pecado, pecado, pecado, pecado, pecado, pecado. Qué desagradable preocupacioncilla para dominar nuestra vida. Sam Harris lo dice de una forma terriblemente cáustica en su Carta a una nación cristiana: «Parece ser que nuestra principal preocupación es que el Creador del Universo se ofenderá con algo que la gente hace cuando está desnuda. Esta gazmoñería contribuye diariamente al aumento de la miseria humana».
Ahora, vayamos al sadomasoquismo. Dios se encarnó como hombre, Jesús, para que pudiera ser torturado y ejecutado como expiación del pecado heredado de Adán. A partir de que san Pablo expusiera su repelente doctrina, Jesús ha sido adorado como el redentor de todos nuestros pecados. No solo del pecado pasado de Adán: también de los pecados futuros, ¡tanto si las personas futuras deciden cometerlos como si no!
Como otro inciso, se les ha ocurrido a varias personas, incluyendo a Robert Graves en su novela épica Rey Jesús, que al pobre Judas Iscariote le ha tocado recibir el maltrato de la historia, dado que su «traición» fue una parte necesaria del plan cósmico. Lo mismo podría decirse de los presuntos deicidas. Si Jesús quería ser traicionado y, por lo tanto, asesinado para que pudiera redimirnos a todos nosotros, ¿no es bastante injusto por parte de aquellos que se consideran redimidos sacar ese provecho de Judas y de los judíos por los siglos de los siglos? Ya he mencionado anteriormente la larga lista de evangelios no canónicos. Recientemente se ha traducido un manuscrito que pretende ser el evangelio perdido de Judas y, en consecuencia, ha tenido gran publicidad(97). Las circunstancias de este descubrimiento no están claras, pero parecen encontrarse en Egipto, en algún momento entre los años sesenta o setenta. Está escrito en lengua copta en un papiro de 62 páginas, cuya data de carbono-14 puede establecerse alrededor del año 300 d. C., aunque probablemente esté basado en un manuscrito griego anterior. Sea quien fuere su autor, el evangelio muestra el punto de vista de Judas Iscariote y propone la cuestión de que Judas traicionó a Jesús solo porque el propio Jesús le pidió que jugara ese papel. Todo era parte del plan de Jesús de ser crucificado para poder redimir a la humanidad. Detestable como es esta doctrina, parece conformar el resentimiento con el que Judas ha sido vilipendiado desde entonces[77].
He descrito la expiación, la doctrina central del cristianismo, como cruel, sadomasoquista y repelente. También podríamos desestimarla por ser una locura, aunque es su omnipresente familiaridad la que ha rebajado nuestra objetividad. Si Dios quería perdonar nuestros pecados, por qué no perdonarlos simplemente, sin tener que ser torturado y ejecutado en pago —y por lo tanto, y a propósito, condenando a futuras generaciones de judíos al pogromo y a la persecución como «asesinos de Cristo»: ¿ese pecado hereditario se transmite también por el semen?—.
San Pablo, como dejó claro el erudito judío Geza Vermes, estaba empapado del antiguo principio teológico judío de que sin sangre no hay expiación(98). Efectivamente, en su Carta a los Hebreos (9: 22) lo deja claro. Los éticos progresistas de hoy día encuentran difícil defender cualquier tipo de teoría retributiva del castigo, dejando de lado la teoría del chivo expiatorio —ejecutar a un inocente para pagar por los pecados del culpable—. En cualquier caso (uno no puede dejar de preguntarse), ¿a quién trataba Dios de impresionar? Probablemente, a sí mismo —juez y jurado, así como víctima de la ejecución—. Para coronarlo todo, en primer lugar, Adán, el supuesto perpetrador del pecado original, nunca existió: un hecho embarazoso —excusablemente desconocido para san Pablo, pero tal vez conocido para un Dios omnisciente (y para Jesús, si uno cree que es Dios)— que fundamentalmente socava la premisa de toda la tortuosamente desagradable teoría. Oh, pero, por supuesto, la historia de Adán y Eva siempre ha sido simbólica, ¿no? ¿Simbólica? Así que, para impresionarse a sí mismo, ¿hizo Jesús que le torturaran y ejecutaran, como castigo en cabeza ajena, por un pecado simbólico, cometido por un individuo inexistente? Como ya he dicho, una locura, así como salvajemente desagradable.
Antes de dejar la Biblia, tengo que llamar la atención sobre un aspecto difícil de aceptar acerca de su enseñanza ética. Los cristianos raramente se dan cuenta de que muchas de las consideraciones morales que aparentemente promueven tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento se concibieron originalmente para aplicar solo a un grupo definido muy limitado. «Ama a tu prójimo» no significa lo que ahora pensamos que significa. Solo significa «Ama a otro judío». La idea ha sido creada por el físico y antropólogo evolutivo John Hartung. Él ha escrito un documento excepcional acerca de la evolución y la historia bíblica de la moralidad grupal, poniendo el acento también en la otra cara, en la hostilidad hacia quienes están fuera de ese grupo.
El humor negro de John Hartung es evidente desde el principio(99), donde cuenta la iniciativa de un baptista sureño para contar el número de habitantes de Alabama que están en el infierno. Como informó The New York Times y el Newsday, la suma final total, de 1,86 millones, se obtuvo mediante una fórmula de ponderación secreta por la que era más probable que se salvaran los metodistas, antes que los católicos romanos, mientras que «prácticamente todos los que no pertenezcan a una congregación eclesial estarán entre los perdidos». La suficiencia preternatural de esas personas se refleja hoy día en las diversas páginas web «ascensionales», donde el autor siempre asume como completamente cierto que él estará entre los que «desaparecerán» hacia el cielo cuando llegue «la hora final». Aquí hay un ejemplo típico, tomado del autor de «Rapture Ready»[78], uno de los más odiosamente santurrones especímenes de ese género: «Si la ascensión tiene lugar, originando mi ausencia, será necesario para los santos de la tribulación que se refleje en el apoyo financiero de este sitio»[79].
La interpretación de la Biblia que hace Hartung sugiere que ofrece un campo para esa engreída complacencia entre cristianos. Jesús limitó su grupo de salvados estrictamente a los judíos, y a este respecto estaba siguiendo la tradición del Antiguo Testamento, que es todo lo que Él conocía. Hartung muestra claramente que «No matarás» no se dijo para indicar lo que ahora pensamos que significa. Muy específicamente, significa «no matarás judíos». Y todos aquellos mandamientos que hacen referencia a «tu prójimo» son igualmente exclusivos. «Prójimo» significa compañero judío. Moisés Maimónides, el respetado rabino y médico judío del siglo XII, expuso el significado completo de «No matarás» como sigue: «Si alguien mata a un único israelita, viola un mandamiento negativo, ya que las Escrituras dicen “No matarás”; si alguien asesina premeditadamente en presencia de testigos, debe ser matado a espada. No es necesario decirlo, uno no debe ser matado si asesina a un pagano». ¡No es necesario decirlo!
Hartung cita al Sanedrín (el Tribunal Supremo judío, encabezado por el sumo sacerdote) de modo similar, exculpando al hombre que hipotéticamente mate a un israelita por error, cuando su intención fuera matar a un animal o a un pagano. Este burlón enigma tan poco moral plantea una curiosa idea. ¿Qué pasa si tuviera que arrojar una piedra a un grupo de nueve paganos y un israelita, y tuviera la mala fortuna de matar al israelita? Mmm, ¡difícil! Pero la respuesta está lista. «En ese caso, podría inferirse su falta de responsabilidad por el hecho de que la mayoría eran paganos».
Asimismo, Hartung utiliza muchas de las mismas citas bíblicas de Moisés, Josué y Jueces que yo he usado en este capítulo, sobre la conquista de la Tierra Prometida. He tenido gran cuidado de admitir que las personas religiosas no piensan de forma bíblica. Para mí, esto demuestra que nuestra moral, tanto si somos religiosos como si no lo somos, proviene de otra fuente; y esa otra fuente, cualquiera que sea, está disponible para todos nosotros, sin tener en cuenta la religión o la ausencia de ella. Aunque Hartung cuenta un terrorífico estudio llevado a cabo por el psicólogo israelí George Tamarin. Este presentó a más de un millar de escolares israelíes, de edades comprendidas entre ocho y catorce años, el relato de la batalla de Jericó del Libro de Josué:
Josué dijo al pueblo: ¡Lanzad el grito de guerra, porque el SEÑOR os entrega la ciudad! La ciudad será dada a la destrucción en honor del SEÑOR, ella y todo lo que en ella hay… Pero todo el oro y toda la plata, así como todos los objetos de bronce y de hierro, serán consagrados al SEÑOR e ingresarán en su tesoro… Luego destruyeron con la espada todo lo que había en la ciudad: hombres y mujeres, niños y ancianos, y hasta el ganado mayor y menor, y los asnos… Luego prendieron fuego a la ciudad con cuanto en ella había; pero la plata y el oro y los objetos de bronce y de hierro fueron entregados al tesoro de la casa del SEÑOR.
Luego Tamarin hizo a los niños una simple pregunta moral: «¿Pensáis que Josué y los israelitas actuaron correctamente, o no?». Los niños tenían que elegir entre A (total acuerdo), B (acuerdo parcial) y C (total desacuerdo). Los resultados estaban muy polarizados: el 66 por 100 estaban totalmente de acuerdo y el 26 por 100 en total desacuerdo, siendo el menor porcentaje el correspondiente a los que estaban de acuerdo parcialmente. Aquí se muestran tres respuestas típicas del grupo que estaba totalmente de acuerdo:
En mi opinión, Josué y los Hijos de Israel actuaron correctamente, por las siguientes razones: Dios les prometió su tierra y les dio permiso para conquistarla. Si no hubieran actuado de esta manera o no hubieran asesinado a otros, existiría el peligro de que los Hijos de Israel se hubieran asimilado a los Goyim.
En mi opinión, Josué hizo lo correcto; una razón para ello era que Dios le había encomendado exterminar a la gente para que las tribus de Israel no se asimilaran con ellos y no aprendieran sus malas artes.
Josué hizo bien porque la gente que habitaba esa tierra tenía una religión diferente, y cuando Josué los asesinó, borró esa religión de la faz de la tierra.
La justificación de la masacre genocida de Josué es, en todo caso, religiosa. Incluso aquellos que estaban en la categoría C, que afirmaban una desaprobación total, en algunos casos lo hacían por otras razones religiosas. Una chica, por ejemplo, desaprobaba la conquista de Jericó por Josué porque, para hacerlo, había tenido que entrar en esa tierra:
Creo que es malo, dado que los árabes son impuros y si uno entra en una tierra impura se convierte en impuro y comparte su maldición.
Otros dos que lo desaprobaban totalmente lo hacían porque Josué lo destruyó todo, incluyendo animales y propiedades, en vez de conservar algo como botín de los israelitas:
Creo que Josué no actuó bien, ya que podían haber conservado los animales para ellos.
Creo que Josué no actuó bien, porque podían haber conservado la propiedad de Jericó; si no hubiera destruido las propiedades, estas hubieran pertenecido a los israelitas.
De nuevo, el sabio Maimónides, citado a menudo por su erudita sabiduría, no tenía duda alguna cuando insistía en este asunto: «Es un mandamiento positivo destruir a las siete naciones, porque está dicho: Deberás destruirlos al completo. Si uno no mata a quienquiera que esté bajo su poder, está transgrediendo un mandamiento negativo, porque está dicho: No dejarás con vida nada que respire».
Al contrario que Maimónides, los niños del experimento de Tamarin eran lo suficientemente jóvenes para ser inocentes. Es probable que las salvajes opiniones que expresaban fueran las de sus padres o las del grupo cultural en el que habían crecido. No es improbable, supongo, que los niños palestinos, criados en esa tierra destruida por las guerras, ofrecieran opiniones equivalentes en el sentido contrario. Estas consideraciones me llenan de desesperación. Parecen mostrar el inmenso poder de la religión, y especialmente el de la educación religiosa de los niños, para dividir a las personas y para fomentar enemistades históricas y venganzas hereditarias. No puedo dejar de advertir que dos de las tres citas representativas del grupo A del experimento de Tamarin mencionaban los males de la asimilación, mientras que la tercera enfatizaba la importancia de matar gente para erradicar su religión.
Tamarin utilizó un fascinante grupo de control en su experimento. A un grupo diferente de 168 niños israelíes les dio el mismo texto del Libro de Josué, pero sustituyendo el nombre de Josué por el de «General Lin» e Israel por «un reino chino de hace tres mil años». El experimento arrojó resultados opuestos. Solo el 7 por 100 aprobó el comportamiento del General Lin y el 75 por 100 lo desaprobó. En otras palabras, cuando se eliminaba de la ecuación la lealtad al judaísmo, la mayoría de los niños coincidían con los juicios morales que la mayoría de los seres humanos modernos habrían compartido. La acción de Josué fue un acto de bárbaro genocidio. Pero todo parece distinto bajo un punto de vista religioso. Y esa distinción comienza muy pronto en la vida. Es la religión lo que establece la diferencia entre que los niños condenen o aprueben un genocidio.
En la segunda mitad del documento de Hartung se vuelve hacia el Nuevo Testamento. Por dar un breve resumen de su tesis, Jesús fue un devoto de la misma moralidad grupal —junto con la misma hostilidad hacia los no pertenecientes al grupo— que se daba por sentada en el Antiguo Testamento. Jesús fue un judío leal. Fue san Pablo quien inventó la idea de llevar el Dios judío a los gentiles. Hartung se anda menos por las ramas de lo que yo me atrevería: «Jesús se hubiera revuelto en su tumba si hubiera sabido que san Pablo estaba echando su plan a los cerdos».
Hartung se divierte bastante con el Apocalipsis, que ciertamente es uno de los libros más siniestros de la Biblia. Se supone que lo escribió san Juan y, tal como lo expone La guía de Ken para la Biblia, si parece que san Juan escribió sus epístolas bajo los efectos de la marihuana, desde luego escribió el Apocalipsis bajo los efectos del ácido(100). Hartung llama la atención sobre los dos versículos del Libro del Apocalipsis en los que se limita el número de los «sellados» (que algunas sectas, como la de los Testigos de Jehová, interpretan como «salvados») a 144.000. La idea de Hartung es que todos ellos deberían ser judíos: 12.000 de cada una de las doce tribus. Ken Smith va más allá, apuntando que los 144.000 elegidos «no se profanarían con mujeres», lo que probablemente signifique que ninguno de ellos podría ser mujer. Bien, este es el tipo de cosas que deberíamos esperar.
Hay mucho más en el entretenido documento de Hartung. Simplemente lo recomendaré una vez más y lo resumiré en una cita:
La Biblia es una guía para la moralidad de grupo, completada con instrucciones para el genocidio, para la esclavización de los grupos ajenos y para la dominación del mundo. Pero la Biblia no es mala en virtud de sus objetivos o incluso de su glorificación del asesinato, de la crueldad y de la violación. Muchos trabajos antiguos lo hacen —la Ilíada, las sagas de Islandia, los cuentos de los antiguos sirios y las inscripciones de los mayas, por ejemplo—. Pero nadie vende la Ilíada como una base para la moralidad. Ahí está el problema. La Biblia se vende, y se compra, como guía para indicar a las personas cómo deberían vivir sus vidas. Y es, de lejos, el best-seller mundial de todos los tiempos.
Con el fin de que no se piense que la exclusividad del judaísmo tradicional es única entre las religiones, veamos el siguiente verso de un himno de Isaac Watts (1674-1748):
Señor, atribuyo a Tu Gracia
y no a la casualidad, como hacen otros,
haber nacido en la raza cristiana
y no ser un infiel o un judío.
Lo que me deja perplejo de estos versos no es la exclusividad per se, sino la lógica. Dado que muchos otros nacieron en religiones diferentes del cristianismo, ¿cómo decidió Dios qué futuras personas recibirían ese favor al nacer? ¿Por qué favorecer a Isaac Watts y a aquellos otros que él visualizó cantando este himno? En cualquier caso, antes de que Isaac Watts fuera concebido, ¿cuál es la naturaleza de la entidad a favorecer? Estas son aguas profundas, aunque quizá no demasiado profundas para una mente sintonizada con la teología. El himno de Isaac Watts es una reminiscencia de las tres oraciones diarias que se enseña a recitar a los judíos varones ortodoxos y conservadores (aunque no a los reformistas): «Bendito seas por no hacerme gentil[80]. Bendito seas por no hacerme mujer. Bendito seas por no hacerme esclavo».
Indudablemente la religión es una fuerza divisiva y esta es una de las principales acusaciones que se lanzan contra ella. Aunque se dice frecuente y correctamente que las guerras, y las enemistades entre grupos religiosos o sectas, raramente tienen que ver con los desacuerdos teológicos. Cuando un paramilitar protestante del Úlster asesina a un católico, no se está diciendo a sí mismo: «¡Toma, bastardo transustanciacionista, mariólogo, quemaincienso!». Es mucho más probable que lo que esté haciendo es vengar la muerte de otro protestante asesinado por otro católico, quizá en el transcurso de una venganza mantenida durante generaciones. La religión es una etiqueta para las enemistades y venganzas entre diferentes grupos, no necesariamente peor que otras etiquetas como el color de la piel, el idioma o el equipo de fútbol favorito, aunque a menudo se utilice en ocasiones en las que no se utilizan otras etiquetas.
Sí, sí, por supuesto que los problemas de Irlanda del Norte son políticos. Realmente, ha existido una opresión económica y política por parte de un grupo hacia otro, y eso ha sido así durante siglos. Realmente hay resentimientos e injusticias, y eso parece tener poco que ver con la religión; excepto en que —y esto es importante y generalmente se hace la vista gorda sobre ello— sin la religión no habría etiquetas por las que decidir a quién oprimir y de quién vengarse. Y el problema real en Irlanda del Norte es que las etiquetas se han heredado durante generaciones. Los católicos, cuyos padres, abuelos y bisabuelos fueron a escuelas católicas, envían a sus hijos a escuelas católicas. Los protestantes, cuyos padres, abuelos y bisabuelos fueron a escuelas protestantes, envían a sus hijos a escuelas protestantes. Estos dos grupos de personas tienen el mismo color de piel, hablan el mismo idioma, se divierten con las mismas cosas, pero también deben de pensar que pertenecen a especies distintas, tan profunda es la división histórica. Y sin religión y sin la religiosamente segregada educación, la división no estaría ahí. Desde Kosovo a Palestina, desde Iraq a Sudán, desde el Úlster al subcontinente indio, observemos cualquier religión del mundo donde encontremos enemistades intratables y violencia entre grupos rivales. No puedo garantizar que se encuentre que la religión es la etiqueta dominante entre los diferentes grupos. Aunque es una buena apuesta.
En la India, en el momento de la partición, más de un millón de personas fueron masacradas en motines religiosos entre hindúes y musulmanes (y quince millones fueron desplazadas de sus hogares). Y no hay insignias diferentes de las religiosas con las que etiquetar a quiénes matar. En el fondo, no hay nada que los divida excepto la religión. Salman Rushdie se sintió impulsado a escribir un artículo llamado «La religión, como siempre, es el veneno de la sangre india»(101), por las recientes masacres religiosas en la India. Este es su párrafo final:
¿Qué hay de respetable en ese o cualquier otro de los crímenes que casi diariamente son cometidos en el mundo en nombre de esa temida fuerza que es la religión? ¡Qué fácilmente erige tótems la religión, con qué resultados fatales, y con qué facilidad nos disponemos a matar por ellos! Y, después de que lo hayamos hecho suficientes veces, el caos resultante hará más fácil repetirlo muchas más veces.
Así, el problema de la India acaba revelándose como el problema del mundo. Lo que ocurre en la India ocurre en nombre de Dios. El nombre del problema es Dios.
No niego que las poderosas tendencias de la humanidad hacia las lealtades de grupo y las hostilidades hacia los ajenos al grupo existan incluso en ausencia de la religión. Los seguidores de los equipos rivales de fútbol son un ejemplo de este fenómeno. Incluso los forofos del fútbol a veces se dividen en tendencias religiosas, como en el caso de los Glasgow Rangers y los Glasgow Celtics. Los idiomas (como en Bélgica), las razas y tribus (especialmente en África) pueden tener importantes características divisivas. Pero la religión amplifica y exacerba el daño en al menos tres formas:
• Etiquetado de niños. Los niños se describen como «niños católicos» o «niños protestantes», etc., desde una temprana edad, y ciertamente demasiado temprana como para que ellos generen en sus mentes lo que piensan sobre religión (volveré a este abuso en la niñez en el capítulo 9).
• Separación de escuelas. Los niños son educados, de nuevo frecuentemente desde una temprana edad, con miembros de su grupo religioso y aislados de los niños cuyos padres profesan otras religiones. No es una exageración decir que los problemas de Irlanda del Norte habrían desaparecido en una generación si se hubiera abolido la segregación escolar.
• Tabúes contra el «matrimonio mixto». Esto perpetúa enemistades y venganzas hereditarias, evitando la mezcla entre grupos rivales. El matrimonio mixto, si se hubiera permitido, hubiera tendido naturalmente a calmar enemistades.
El pueblo de Glenarm, en Irlanda del Norte, es el feudo de los condes de Antrim. En un acontecimiento todavía vivo en la memoria colectiva, el entonces conde hizo lo impensable: se casó con una católica. Inmediatamente, en todos los hogares de Glenarm las ventanas se vistieron de luto. El horror del matrimonio mixto también está muy difundido entre los judíos religiosos. Varios de los niños israelíes citados anteriormente mencionaron los graves peligros de la «asimilación» a la vanguardia de su defensa de la batalla de Jericó por parte de Josué. Cuando se casan personas de religiones distintas, ambas partes lo describen como «matrimonio mixto» y eso origina a menudo verdaderas batallas acerca de en qué religión debe educarse a los hijos fruto de estos matrimonios. Cuando yo era un niño y todavía portaba la antorcha de la Iglesia anglicana, recuerdo haberme quedado pasmado cuando me dijeron que la condición era que cuando un católico romano se casaba con un anglicano, a los niños siempre se les educaba como católicos. Pude entender fácilmente por qué los sacerdotes de esa denominación intentarían insistir en esta condición. Lo que no podía entender (y todavía sigo sin entenderlo) es la asimetría. ¿Por qué los sacerdotes anglicanos no amenazaban con una regla equivalente en sentido contrario? Supongo que simplemente por ser menos crueles. Mi antiguo capellán y el «Nuestro Padre» de Betjeman eran simplemente demasiado agradables. Los sociólogos han realizado encuestas estadísticas acerca de la homogamia religiosa (casarse con alguien de la misma religión) y de la heterogamia (casarse con alguien de distinta religión). Norman D. Glenn, de la Universidad de Texas, en Austin, reunió varios de esos estudios hasta 1978 y los analizó conjuntamente(102). Concluyó que hay una tendencia significativa hacia la homogamia religiosa entre cristianos (los protestantes se casan con protestantes, los católicos se casan con católicos, y esto es algo más que el habitual «efecto del chico de la puerta de al lado»), aunque es especialmente característica entre los judíos. De una muestra total de 6.021 personas casadas que respondieron al cuestionario, 140 se llamaban judíos a sí mismos y, de ellos, el 85,7 por 100 estaban casados con judíos. Esto es significativamente mayor que el esperado porcentaje aleatorio de matrimonios homógamos. Y, por supuesto, eso no es nuevo para nadie. A los judíos practicantes se les desanima fuertemente a «casarse con alguien de fuera», y ese tabú se demuestra en los chistes judíos que hablan acerca de madres que advierten a sus hijos acerca de rubias shiksas[81] esperando a atraparlos. Estas son frases típicas de tres rabinos americanos:
• «Me niego a oficiar matrimonios interconfesionales».
• «Yo oficio matrimonios cuando la pareja declara su intención de criar a sus hijos como judíos».
• «Yo oficio matrimonios si las parejas acceden a recibir orientación prematrimonial».
Son raros los rabinos que acceden a concelebrar un matrimonio junto con un sacerdote cristiano y muchos menos los que lo solicitan.
Incluso aunque la religión no hiciera otro daño por sí misma, su cruel y cuidadosamente alimentado carácter divisivo —su deliberado y cultivado fomento de la tendencia natural humana a favorecer a los del propio grupo y a rechazar a los de grupos ajenos— sería suficiente para convertirla en una fuerza del mal en el mundo.
Este capítulo comenzó mostrando que no debemos —incluso las personas religiosas entre nosotros— basar nuestra moralidad en libros sagrados, sin importar lo que ingenuamente pudiéramos imaginar. Entonces, ¿cómo decidimos lo que es correcto y lo que es incorrecto? No importa cómo respondamos a esta pregunta, existe un acuerdo sobre qué consideramos en realidad correcto e incorrecto: un consenso que, de forma sorprendente, prevalece extensamente. El consentimiento no tiene una conexión obvia con la religión. Sin embargo, se extiende hacia la mayoría de las personas religiosas, tanto si piensan como si no que su moral proviene de las Escrituras. Con notables excepciones, tales como los talibanes afganos y sus equivalentes cristianos americanos, la mayoría de la gente coincide verbalmente en el mismo amplio consenso liberal de principios éticos. La mayoría de nosotros no origina sufrimiento sin necesidad; creemos en la libertad de expresión y la protegemos incluso cuando estamos en desacuerdo con lo que se está diciendo; pagamos nuestros impuestos; no engañamos, no matamos, no cometemos incesto, no hacemos a los demás cosas que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros. Algunos de esos buenos principios pueden encontrarse en los libros sagrados, aunque sepultados junto con muchos otros que las personas decentes no desearían seguir: y los libros sagrados no proporcionan regla alguna para diferenciar los buenos principios de los malos.
Una forma de expresar esa ética nuestra consensuada es gracias a los «Nuevos Diez Mandamientos». Diversos individuos e instituciones lo han intentado. Lo que es significativo es que tienden a producir resultados bastante similares unos de otros, y que lo que producen es característico de los tiempos en los que les ha tocado vivir. Los siguientes son un conjunto de «Nuevos Diez Mandamientos» actuales, que he encontrado en un sitio web ateo(103):
• No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti.
• En todo, esfuérzate por no causar daño.
• Trata a los seres humanos, a los seres vivos y al mundo en general con amor, honestidad, fidelidad y respeto.
• No pases por alto la maldad ni te acobardes al administrar justicia, pero disponte siempre a perdonar el mal hecho libremente admitido y sinceramente arrepentido.
• Vive con un sentido de alegría y admiración.
• Busca siempre aprender algo nuevo.
• Prueba todas las cosas; revisa siempre tus ideas frente a los hechos y prepárate para descartar incluso una creencia muy apreciada si no está conforme a ellos.
• Nunca busques censurar o interrumpir una disensión; respeta siempre el derecho de los demás a estar en desacuerdo contigo.
• Fórmate opiniones independientes en la base de tu propia razón y experiencia; no te permitas ser manejado a ciegas por otros.
• Cuestiónalo todo.
Esta pequeña colección no es el trabajo de un gran sabio, o profeta o profesional de la ética. Simplemente es una página web normal que intenta de forma simpática resumir los principios de la buena vida de hoy, en comparación con los Diez Mandamientos bíblicos. Fue la primera lista que encontré al escribir «Nuevos Diez Mandamientos» en un buscador y, deliberadamente, no busqué ninguna otra. Toda mi idea es que este es el tipo de lista que cualquier persona normal y decente habría hecho. No todo el mundo elegiría esta misma lista de diez. El filósofo John Rawls habría incluido algo como esto: «Concibe siempre tus reglas como si no supieras si estás al principio o al final del orden jerárquico». Un presunto sistema de los inuit[82] para compartir la comida es un ejemplo práctico del principio de Rawls: el individuo que corta la comida es quien se queda con el último trozo.
En mis propios Diez Mandamientos reformados habría elegido alguno de los anteriores, aunque también habría intentado encontrar un sitio para, entre otros:
• Disfruta de tu propia vida sexual (en tanto no hagas daño a nadie) y deja a los demás que disfruten la suya en privado, sean cuales sean sus inclinaciones, que, en ningún caso, son asunto tuyo.
• No discrimines ni oprimas a nadie en función de su sexo, raza o (hasta donde sea posible) especie.
• No adoctrines a tus hijos. Enséñales cómo pensar por sí mismos, cómo evaluar pruebas y cómo estar en desacuerdo contigo.
• Valora el futuro en una escala temporal más larga que la tuya propia.
No importan esas pequeñas diferencias de prioridad. La idea es que hemos avanzado en gran medida desde los tiempos bíblicos. La esclavitud, que se daba por supuesta en la Biblia y durante la mayor parte de la historia, fue abolida en los países civilizados en el siglo XIX. Todas las naciones civilizadas aceptan ahora lo que hasta la década de 1920 estuvo ampliamente rechazado: que el voto de una mujer, en unas elecciones o en un jurado, es igual al de un hombre. En las ilustradas sociedades actuales (una categoría que manifiestamente no incluye, por ejemplo, a Arabia Saudí) nunca se considera a una mujer como una propiedad, como claramente se la consideraba en tiempos bíblicos. Cualquier sistema legal moderno habría perseguido a Abraham por abuso infantil. Y si él hubiera llevado a cabo realmente su plan de sacrificar a Isaac, le habríamos condenado por homicidio en primer grado. Aunque, según las mores[83] de su tiempo, su conducta era totalmente admirable: obedecer el mandamiento de Dios. Religiosos o no, todos hemos cambiado en gran medida nuestra actitud hacia lo que es correcto y lo que es incorrecto. ¿Cuál es la naturaleza de este cambio y qué es lo que lo ha promovido?
En cualquier sociedad existe un consenso ciertamente misterioso, que cambia a lo largo de décadas y para el que no es pretencioso utilizar la palabra prestada del alemán Zeitgeist (el espíritu de los tiempos). He dicho que el sufragio femenino es ahora universal en todas las democracias del mundo, aunque su reforma es, de hecho, sorprendentemente reciente. Aquí hay algunas fechas en las que se permitió votar a las mujeres: Nueva Zelanda (1893), Australia (1902), Finlandia (1906), Noruega (1913), Estados Unidos (1920), Inglaterra (1928), Francia (1945), Bélgica (1946), Suiza (1971), Kuwait (2006).
Esta extensión de fechas por el siglo XX es un indicador del cambiante Zeitgeist. Otro indicador es nuestra actitud frente a la raza. En la primera parte del siglo XX, casi todo el mundo en Inglaterra (y también en otros muchos países) sería juzgado por racista con los estándares de hoy día. La mayoría de las personas blancas creían que las personas negras (categoría en la que hubieran mezclado a los africanos junto con los muy diversos grupos no relacionados de la India, Australia y Melanesia) eran inferiores a los blancos en casi todos los aspectos, excepto —condescendientemente— en el sentido del ritmo. El equivalente de los años veinte de James Bond fue ese divertido y apuesto héroe de la niñez, Bulldog Drummond. En una novela, La Banda Negra, Drummond se refiere a «judíos, extranjeros y otras gentes sin lavar». En la escena culminante de La mujer de la especie, Drummond se disfraza inteligentemente de Pedro, sirviente negro del archivillano. En su dramática revelación de que «Pedro» es realmente el propio Drummond, podría haber dicho: «Tú piensas que soy Pedro. Deberías haber comprendido que yo soy tu archienemigo Drummond, pintado de negro». En vez de eso, eligió estas palabras: «No todas las barbas son postizas, aunque todos los negros huelen. Esta barba no es postiza, querido, y este negro no huele. Por lo que estoy pensando que en algún sitio hay algo que no cuadra». Yo lo leí en los años cincuenta, tres décadas después de que fuera escrito, y era posible para un niño percibir el drama y no percibir el racismo. En nuestros días hubiera sido inconcebible.
Thomas Henry Huxley, según los estándares de su tiempo, fue un ilustrado y un progresista liberal. Pero sus tiempos no son los nuestros y en 1871 escribió lo siguiente:
Ningún hombre racional, conocedor de los hechos, cree que el negro medio sea igual, y menos aún superior, al hombre blanco. Y si esto es cierto, simplemente es increíble que cuando se hayan eliminado todas las incapacidades y nuestro prognático familiar juegue en un terreno justo y sin favores, y no tenga opresor alguno, sea capaz de competir con éxito con su rival de mayor cerebro y menor mandíbula, en una contienda que deberá llevarse a cabo mediante los pensamientos y no mediante mordiscos. Los lugares más altos de la jerarquía de la civilización no estarán, seguramente, al alcance de nuestros oscurecidos primos(104).
Es algo común que los buenos historiadores no juzguen las frases de tiempos pasados con los estándares de los suyos propios. Abraham Lincoln, como Huxley, estaba adelantado a su tiempo, aunque sus puntos de vista en materia racial también suenan trasnochadamente racistas en los nuestros. Aquí le vemos en un debate, en 1858, con Stephen A. Douglas:
Diré, entonces, que no estoy y nunca he estado a favor de ninguna forma de igualdad social y política entre las razas blanca y negra; que no estoy y nunca he estado a favor de votantes o jueces negros ni de cualificarlos para que ocupen cargos ni para que contraigan matrimonio con personas blancas; y diré, en adición a esto, que hay una diferencia física entre las razas blanca y negra que creo prohibirá para siempre que esas dos razas vivan juntas en términos de igualdad social y política. Y hasta donde no pueden vivir de esa forma, mientras permanezcan juntos, debe existir la posición de superior e inferior, y como cualquier otro hombre estoy a favor de la posición superior asignada a la raza blanca(105).
Si Huxley y Lincoln hubieran nacido y hubieran sido educados en nuestro tiempo, habrían sido los primeros en morirse de vergüenza frente al resto de nosotros por sus propios sentimientos victorianos y por su tono empalagoso. Los cito solo para ilustrar cómo se mueve el Zeitgeist. Si hasta Huxley, una de las grandes mentes liberales, e incluso Lincoln, que liberó a los esclavos, podían decir tales cosas, pensemos simplemente en lo que la media de los victorianos debían pensar. Volviendo al siglo XVIII, es bien sabido, por supuesto, que Washington, Jefferson y otros hombres de la Ilustración tenían esclavos. El Zeitgeist se mueve tan inexorablemente que algunas veces se da por supuesto y se olvida que el cambio es un fenómeno real por derecho propio.
Hay otros muchos ejemplos. Cuando los navegantes tomaron tierra por primera vez en Mauricio y vieron a los dulces dodos, no se les ocurrió hacer otra cosa que matarlos a palos. Ni siquiera querían comérselos (estaban descritos como incomestibles). Probablemente, golpear en la cabeza a esos pájaros indefensos, mansos y sin capacidad de volar, simplemente era algo que hacer. Hoy día tal comportamiento sería impensable, y la extinción de un equivalente moderno del dodo, incluso por accidente, a causa de una matanza humana deliberada, se consideraría una tragedia.
Una tragedia similar, según los estándares del clima cultural actual, fue la extinción más reciente del Thylacinus, el demonio de Tasmania. Esas criaturas hoy día icónicamente lloradas han tenido precio por sus cabezas hasta tan recientemente como 1909. En las novelas victorianas sobre África, «elefante», «león» y «antílope» (nótese el revelador singular) son «juegos», y lo que hay que hacer para jugar, sin reflexiones, es dispararles. No para comer. No por defensa propia. Por «deporte». Pero ahora el Zeitgeist ha cambiado. Lo cierto es que los «deportistas» ricos y sedentarios pueden disparar a animales salvajes africanos desde la seguridad de un Land Rover y llevar sus cabezas disecadas de vuelta a casa. Pero tienen que pagar un dineral para hacerlo y se les desprecia profundamente por ello. La conservación de la vida salvaje y la conservación del medio ambiente se han convertido en valores aceptados con el mismo estatus moral que una vez se estableció para guardar el sabbath y para rechazar las imágenes esculpidas.
Los cambiantes años sesenta son legendarios por su liberal modernidad. Pero al inicio de esa década un abogado de la acusación, para probar la obscenidad de El amante de lady Chatterley, podía todavía preguntar al jurado: «¿Aprobarían que sus jóvenes hijos, sus jóvenes hijas —porque las chicas pueden leer tan bien como los chicos [¿puede creerse que dijera eso?]— leyeran este libro? ¿Es este un libro que ustedes dejarían que rondara por sus casas? ¿Es un libro que ustedes desearían que leyeran su mujer o sus criados?». Esta última pregunta retórica es una ilustración particularmente indicativa de la velocidad con la que cambia el Zeitgeist.
La invasión americana de Iraq se ha condenado extensamente por sus daños a la población civil, aunque esas cifras de víctimas inocentes sean órdenes de magnitud mucho menores que los números comparables de la Segunda Guerra Mundial. Parece haber un estándar en constante cambio de lo que es moralmente aceptable. Donald Rumsfeld, que hoy día se percibe tan cruel y odioso, parecería un liberal de corazón compasivo si hubiera dicho las mismas cosas durante la Segunda Guerra Mundial. Algo ha cambiado en las décadas intermedias. Ha cambiado en todos nosotros, y el cambio no tiene conexión con la religión. Si acaso, ha sucedido a pesar de la religión, no gracias a ella.
El cambio está teniendo lugar en una dirección reconociblemente fija, que la mayoría de nosotros juzgaríamos como una mejora. Incluso Adolf Hitler, ampliamente considerado como la encarnación de la maldad, no habría sobresalido en tiempos de Calígula o de Gengis Kan. Sin duda, Hitler mató a más personas que Gengis, pero tenía la tecnología del siglo XX a su disposición. Y ¿obtenía Hitler su mayor placer, tal como Gengis declaradamente obtenía, al observar a sus víctimas «de cerca y bañadas en lágrimas»? Juzgamos el grado de maldad de Hitler con los estándares de hoy día y el Zeitgeist moral ha cambiado desde los tiempos de Calígula, al igual que lo ha hecho la tecnología. Hitler parece especialmente malvado solo por los estándares más benignos de nuestro tiempo.
Durante mi vida, muchas personas escupen sin pensar motes y estereotipos nacionales: Frog, Wop, Dago, Hun, Yid, Coon, Nip, Wog[84]. No voy a decir que esas palabras hayan desaparecido, aunque en círculos educados están ampliamente denostadas. La palabra «negro», aunque no se utilice con intención de insultar, puede emplearse para datar una pieza de la prosa inglesa. Efectivamente, los prejuicios son revelaciones involuntarias de la fecha de una pieza escrita. En su propio tiempo, un respetado teólogo de Cambridge, A. C. Bouquet, fue capaz de comenzar el capítulo sobre el islam en su Religión comparada con estas palabras: «El semita no es un monoteísta natural, como se suponía a mediados del siglo XIX. Es un animista». La obsesión por la raza (como algo opuesto a la cultura) y el revelador uso del singular («El semita… Es un animista») para reducir una pluralidad entera de personas a un único «tipo» no es algo atroz bajo ningún estándar. Pero hay otro diminuto indicador del cambiante Zeitgeist. Ningún profesor de teología de Cambridge ni ningún otro sujeto utilizarían hoy día esas palabras. Tales sutiles pistas de las cambiantes mores nos dicen que Bouquet lo escribió no más tarde de la mitad del siglo XX. De hecho, lo escribió en 1941.
Retrocedamos otras cuatro décadas y los estándares cambiantes se vuelven inequívocos. En un libro anterior cité la utópica Nueva República de H. G. Wells, y volveré a hacerlo porque es una fantástica ilustración del tema del que estoy hablando.
Y ¿cómo tratará la Nueva República a las razas inferiores? ¿Cómo se las arreglará con los negros?… ¿Con los amarillos?… ¿Con los judíos?… ¿con todos esos enjambres de negros y marrones, de sucios blancos y personas amarillas, que no entran en las nuevas necesidades de eficiencia? Bien, el mundo es el mundo y no una institución de caridad, y es necesario que se vayan… Y el sistema ético de esos hombres de la Nueva República, el sistema ético que dominará el estado mundial, se definirá en primer lugar para favorecer la procreación de lo que es bello, eficiente y hermoso en la humanidad —bellos y fuertes cuerpos, claras y poderosas mentes…—. Y el método que la naturaleza ha utilizado hasta la fecha para conformar el mundo, por el que se previene la propagación de la debilidad… es la muerte… Los hombres de la Nueva República… tendrán un ideal que hará que la muerte merezca la pena.
Esto fue escrito en 1902 y a Wells se le consideraba un progresista en su tiempo. En ese año tales sentimientos, aunque no se estuviera generalmente de acuerdo con ellos, habrían podido formar parte de una argumentación en una fiesta nocturna. Los lectores modernos, por el contrario, se quedarían literalmente boquiabiertos de horror cuando vieran esas palabras. Nos vemos forzados a reconocer que Hitler, terrorífico como era, no estaba tan lejos del Zeitgeist de su tiempo como parece hoy día desde nuestra aventajada posición. Cuán rápidamente cambia el Zeitgeist —y se mueve en paralelo, en un amplio frente, por todo el mundo educado—.
Entonces, ¿de dónde provienen esos cambios coordinados y constantes de la conciencia social? La respuesta no es responsabilidad mía. Para mis propósitos es suficiente saber que ciertamente no han provenido de la religión. Si me viera forzado a avanzar una teoría, mi enfoque seguiría las siguientes líneas. Necesitamos explicar por qué el cambiante Zeitgeist moral está tan generalizadamente sincronizado en un gran número de personas; y necesitamos explicar su relativamente constante dirección.
Primero, ¿cómo es que está sincronizado entre tanta gente? Se disemina a sí mismo de mente a mente gracias a conversaciones en bares y en fiestas nocturnas, mediante libros y críticas literarias, mediante periódicos y emisiones de radio y televisión y, hoy día, a través de Internet. Los cambios en el clima moral están señalados en editoriales, en tertulias de radio, en discursos políticos, en el parloteo de los humoristas y en los guiones de los culebrones, en los votos de los parlamentarios que hacen leyes y en las decisiones de los jueces que las interpretan. Una forma de explicarlo sería en términos de las cambiantes frecuencias de los memes en el fondo memético, aunque ni siquiera voy a intentarlo.
Algunos de nosotros estamos un poco rezagados en la ola del cambiante Zeitgeist moral y otros estamos ligeramente adelantados. Pero, en el siglo XX, la mayoría de nosotros estamos arracimados juntos y muy lejos de nuestros homólogos de la Edad Media, o de los tiempos de Abraham, o incluso de los tan recientes como los de la década de 1920. Toda la ola se continúa moviendo e incluso la vanguardia de un siglo anterior (T. H. Huxley es el ejemplo obvio) se encontraría a sí misma muy por detrás de los rezagados de un siglo posterior. Por supuesto que ese avance no es una suave pendiente, sino un serpenteante diente de sierra. Hay contratiempos locales y temporales tales como los que está sufriendo Estados Unidos por su gobierno de los primeros años del presente siglo. Pero en una escala de tiempo más larga, la tendencia progresiva es inequívoca y así continuará.
¿Qué es lo que lo impele en su constante dirección? No deberíamos olvidar el papel director de líderes individuales que, adelantados a su tiempo, nos levantan y persuaden para que nos movamos con ellos. En Estados Unidos, los ideales de la igualdad racial fueron fomentados por líderes políticos del calibre de Martin Luther King y de animadores, deportistas y otras figuras y modelos públicos tales como Paul Robeson, Sidney Poitier, Jesse Owens y Jackie Robinson. La emancipación de esclavos y de mujeres debe mucho a esos carismáticos líderes. Algunos de esos líderes fueron religiosos; otros, no. Aquellos que fueron religiosos hicieron sus buenas obras porque eran religiosos. En otros casos, su religión fue secundaria. Aunque Martin Luther King era cristiano, derivó su filosofía de desobediencia civil no violenta de Gandhi, que no lo era.
Por lo tanto, también hay una educación mejorada y en particular una creciente comprensión de que cada uno de nosotros comparte una humanidad común con miembros de otras razas y con el otro sexo —ambas ideas profundamente no-bíblicas—, comprensión que proviene de la ciencia biológica, especialmente de la evolución. Una razón por la que los negros y las mujeres y, en la Alemania nazi, los judíos y los gitanos fueron tan maltratados es porque no se les percibía como totalmente humanos. El filósofo Peter Singer, en Liberación animal, es el defensor más elocuente de la visión de que deberíamos movernos a una condición post-especista en la que el tratamiento humano se asignaría a todas las especies que tuvieran un poder mental capaz de apreciar ese tratamiento. Quizá esto dé pistas acerca de la dirección en la que el Zeitgeist moral se moverá en siglos futuros. Sería una extrapolación natural de reformas anteriores tales como la abolición de la esclavitud y la emancipación de las mujeres.
Está fuera del alcance de mi psicología y sociología amateurs ir más allá para explicar por qué el Zeitgeist moral se mueve de esa forma tan ampliamente coordinada. Para mis propósitos es suficiente con saber que es observable el hecho de que se mueve y que no está dirigido por la religión —y, ciertamente, tampoco por las Escrituras—. Probablemente no sea una fuerza singular como la gravedad, sino una compleja interacción de fuerzas dispares como la que propulsa la ley de Moore, que describe el incremento exponencial en la potencia de los ordenadores. Sea lo que sea lo que lo cause, el fenómeno manifiesto de la progresión del Zeitgeist es algo más que simplemente socavar la afirmación de que necesitamos a Dios para ser buenos o para decidir lo que es bueno.
El Zeitgeist puede moverse y hacerlo en una dirección generalmente progresiva, pero, como ya he dicho, tiene altibajos como los dientes de sierra, no supone una mejora suave y han existido algunos reveses horrorosos. Los reveses más sobresalientes, unos profundos y terribles, son los personificados por los dictadores del siglo XX. Es importante separar las malvadas intenciones de hombres como Hitler y Stalin del vasto poder que ejercieron para alcanzarlo. Ya he observado que las ideas e intenciones de Hitler no eran autoevidentemente peores que las de Calígula —y la de algunos sultanes otomanos, cuyas asombrosas y repulsivas hazañas han sido descritas por Noel Barber en Los señores del Cuerno de Oro—. Hitler tenía a su disposición armas del siglo XX y tecnología de comunicaciones del siglo XX. Sin embargo, Hitler y Stalin fueron, bajo cualquier estándar, hombres espectacularmente malvados.
«Hitler y Stalin fueron ateos. ¿Qué tienes que decir sobre eso?». Esta pregunta aparece justo después de casi toda conferencia pública que pronuncio sobre materia de religión y también en la mayoría de las entrevistas radiofónicas que me hacen. Se expresa de una forma truculenta, indignantemente basada por dos suposiciones: no solo (1) es que Hitler y Stalin fueran ateos, sino que (2) cometieron sus terribles acciones porque eran ateos. La suposición (1) es cierta para Stalin y dudosa para Hitler. Pero, en cualquier caso, la suposición (1) es irrelevante porque la suposición (2) es falsa. Es ciertamente ilógico pensar en continuar con la suposición (1). Incluso si aceptamos que Hitler y Stalin tenían en común su ateísmo, también compartían los bigotes, como Saddam Hussein. ¿Y qué? La cuestión interesante no es si los seres humanos individuales buenos (o malos) son religiosos o son ateos. No estamos por la labor de contar cabezas malvadas y compilar dos listas de iniquidad. El hecho de que las hebillas de los cinturones de los nazis estuvieran grabadas con «Gott mit uns»[85] no prueba nada en absoluto, por lo menos sin mucha más discusión posterior. Lo que importa no es si Hitler y Stalin fueron ateos, sino si el ateísmo influye sistemáticamente en la gente para hacer cosas malas. No existe la menor prueba de que así sea.
Parece no haber duda acerca de que, en realidad, Stalin fuera ateo. Recibió su educación en un seminario ortodoxo, y su madre nunca dejó de mostrar su decepción porque no abrazara el sacerdocio, como ella pretendía —un hecho que, de acuerdo con Alan Bullock, le hacía mucha gracia a Stalin(106)—. Quizá por su formación orientada al sacerdocio, el Stalin maduro era tan cáustico con la Iglesia ortodoxa rusa, y con el cristianismo y la religión en general. Pero no hay pruebas de que su ateísmo motivara su brutalidad. Probablemente su temprana formación religiosa tampoco tuviera nada que ver, a menos que fuera por enseñarle a reverenciar una fe absolutista, la fuerte autoridad y la creencia de que el fin justifica los medios.
La leyenda de que Hitler era ateo ha sido cultivada asiduamente, tanto, que una gran cantidad de personas lo cree sin cuestionárselo, y con eso salen los apologistas religiosos regular y desafiantemente. La verdad de este asunto está lejos de ser clara. Hitler nació en una familia católica y fue a escuelas e iglesias católicas cuando era niño. Obviamente, esto no es significativo en sí mismo: fácilmente habría podido rechazarla, como Stalin rechazó su ortodoxia rusa tras abandonar el Seminario Teológico de Tiflis. Pero Hitler nunca renunció oficialmente a su catolicismo y hay indicaciones de que toda su vida siguió siendo una persona religiosa. Si no católico, parece que mantuvo la creencia en algún tipo de Providencia divina. Por ejemplo, afirmó en su obra Mein Kampf[86] que, cuando oyó la noticia de la declaración de la Primera Guerra Mundial, «caí sobre mis rodillas y di gracias al Cielo con todo mi corazón por el favor de haberme permitido vivir en ese tiempo»(107). Pero eso fue en 1914, cuando tenía solo veinticinco años. ¿Quizá cambió después de esto?
En 1920, cuando Hitler tenía treinta y un años, su cercano socio Rudolph Hess, más tarde ayudante del Führer, escribió en una carta al primer ministro de Baviera: «Conozco al señor Hitler muy personalmente y estoy bastante próximo a él. Tiene un carácter inusualmente honorable, lleno de profunda amabilidad; es religioso, un buen católico»(108). Por supuesto, podría decirse que dado que Hess diagnostica tan rematadamente mal el «honorable carácter» y la «profunda amabilidad» de Hitler, puede que también fuera incorrecto eso de «un buen católico». Difícilmente puede describirse a Hitler como «bueno» en absoluto, lo que me recuerda el argumento más cómicamente audaz que he oído a favor de la proposición de que Hitler debía haber sido ateo. Parafraseando varias fuentes, Hitler fue un mal hombre; el cristianismo enseña la bondad, por lo que Hitler debía haber sido ateo. El comentario de Goering sobre Hitler —«Solo un católico podría unificar Alemania»— debe de referirse, supongo, a alguien educado en el catolicismo, más que a un católico practicante.
En un discurso en Berlín, en 1933, Hitler dijo: «Estamos convencidos de que las personas necesitan y requieren esta fe. Por lo tanto, hemos asumido la lucha contra el movimiento ateo, y no simplemente con unas pocas declaraciones teóricas: vamos a erradicarlo»(109). Eso indicaría solo que, como muchos otros, Hitler «creía en la creencia». Aunque tan recientemente como en 1941 le dijo a su ayudante, el general Gerhard Engel: «Permaneceré católico por siempre».
Incluso aunque no continuara siendo un creyente cristiano sincero, Hitler hubiera sido verdaderamente inusual si no hubiera estado influenciado por la larga tradición cristiana de culpar a los judíos como «asesinos de Cristo». En un discurso en Múnich en 1923, Hitler dijo: «Lo primero que hay que hacer es rescatar [a Alemania] de esos judíos que están arruinando nuestro país… Queremos prevenir a Alemania de sufrir, como Otro hizo, la muerte en la Cruz»(110). John Toland, en su obra Adolf Hitler: la biografía definitiva, escribió sobre la posición religiosa de Hitler en el momento de la «solución final»:
Todavía miembro en buenas relaciones con la Iglesia de Roma, a pesar de su aversión a su jerarquía, llevaba muy dentro sus enseñanzas de que los judíos fueron los asesinos de Dios. El exterminio, por lo tanto, pudo realizarse sin cargo de conciencia, puesto que estaba actuando simplemente como la mano vengadora de Dios —hasta el punto de que lo hizo impersonalmente, sin crueldad—.
El odio de los cristianos hacia los judíos no es solo una tradición católica. Lutero era un virulento antisemita. En la Dieta de Worms dijo que «Todos los judíos deberían ser expulsados de Alemania». Y escribió todo un libro, Sobre los judíos y sus mentiras, que probablemente influyó en Hitler. Lutero describió a los judíos como «camada de víboras», y esa misma frase fue utilizada por Hitler en un extraordinario discurso de 1922, en el que varias veces repitió que era cristiano:
Mis sentimientos como cristiano me inclinan a ser un luchador por mi Señor y Salvador. Me llevan a aquel hombre que, alguna vez en soledad, rodeado por unos pocos seguidores, reconoció a los judíos como lo que eran, y emplazó a los hombres a luchar contra ellos y quien, ¡verdad divina!, fue el más grande, no como sufridor, sino como luchador. Con ilimitado amor como cristiano y como hombre he leído el pasaje que nos dice cómo el Señor tomó el azote para expulsar del Templo a la camada de víboras. Qué terrorífica fue su lucha por el mundo contra el veneno judío. Hoy, dos mil años después, con la más profunda emoción, reconozco más profundamente que nunca antes el hecho de que fue por esto por lo que tuvo que derramar Su sangre en la cruz. Como cristiano no tengo el deber de consentir que me engañen, pero tengo la obligación de luchar por la verdad y la justicia… Y si hay algo que pueda demostrar que estamos actuando correctamente es la aflicción que crece día a día. Como cristiano, también le debo algo a mi propio pueblo(111).
Es difícil saber si Hitler extrajo la frase «camada de víboras» de Lutero, o si la tomó directamente de Mateo 3: 7, como posiblemente hizo Lutero. Hitler volvió al tema de la persecución de los judíos como parte de la voluntad de Dios en Mein Kampf: «De ahí que hoy creo que estoy actuando de acuerdo con la voluntad del Creador Todopoderoso: defendiéndome contra el judío, estoy luchando por el trabajo del Señor». Esto era en 1925. Lo afirmó de nuevo en un discurso en el Reichstag en 1938, y dijo cosas similares durante toda su carrera.
Citas como estas tienen que equilibrarse con otras de su obra Charlas de café, en la que Hitler expresa puntos de vista violentamente anticristianos, tal como fue registrado por su secretaria. Lo siguiente data de 1941:
El trance más duro que nunca ha golpeado a la humanidad fue la llegada del cristianismo. El bolchevismo es el hijo ilegítimo del cristianismo. Ambos son invenciones de los judíos. La mentira deliberada en materia de religión fue introducida en el mundo por el cristianismo…
La razón por la que el mundo antiguo era tan puro, tan luminoso y sereno es porque no sabían nada acerca de los dos grandes azotes: la viruela y el cristianismo.
Dicho todo esto, no tenemos razones para desear que los italianos y los españoles se liberen de la droga del cristianismo. Vamos a ser las únicas personas inmunizadas contra esa enfermedad.
Las Charlas de café de Hitler contienen más citas como estas, a menudo equiparando el cristianismo con el bolchevismo, a veces haciendo una analogía entre Karl Marx y san Pablo y nunca olvidando que ambos eran judíos (aunque Hitler, extrañamente, siempre se mantuvo inflexible en su pensamiento de que el propio Jesús no era judío). Es posible que Hitler hubiera experimentado, para 1941, cierto tipo de «desconversión» o desilusión con el cristianismo. ¿O puede que la respuesta a estas contradicciones sea simplemente que era un mentiroso oportunista en cuyas palabras no podía confiarse en ningún sentido?
Podría argumentarse que, a pesar de sus propias palabras y de las de sus socios, Hitler no era verdaderamente religioso, sino que explotaba con cinismo la religiosidad de su audiencia. Puede que hubiera estado de acuerdo con Napoleón, quien dijo: «La religión es un excelente material para mantener quieta a la gente normal»; y con Séneca el Joven: «La religión es considerada cierta por la gente normal, falsa por el sabio y útil por los gobernantes». Nadie puede negar que Hitler fuese capaz de tal insinceridad. Si este fue el motivo real para pretender ser religioso, sirve para recordarnos que Hitler no llevó a cabo sus atrocidades por él mismo. Las terribles acciones, en sí mismas, fueron realizadas por soldados y sus oficiales, la mayoría de los cuales probablemente fueran cristianos. Efectivamente, en el cristianismo de los alemanes subyace la propia hipótesis que estamos discutiendo —¡una hipótesis para explicar la supuesta insinceridad de Hitler acerca de la religión que profesaba!—. O quizá Hitler sentía que tenía que mostrar ciertos detalles de compasión por el cristianismo, porque de otra forma su régimen no hubiera recibido el apoyo que tuvo por parte de la Iglesia. Este apoyo se demostró de diferentes maneras, incluyendo la persistente negativa de Pío XII a ponerse en contra de los nazis —un tema considerablemente embarazoso para la Iglesia moderna—. Tanto si las profesiones de cristiandad de Hitler fueron sinceras como si falseó su cristiandad para conseguir —con gran éxito— la cooperación de los cristianos alemanes y de la Iglesia católica. En cualquier caso, las maldades del régimen de Hitler difícilmente pueden presentarse como provenientes del ateísmo.
Incluso cuando despotricaba contra el cristianismo, Hitler nunca dejó de utilizar el lenguaje de la Providencia: una misteriosa entidad que él creía le había escogido en misión divina para liderar Alemania. Algunas veces la llamaba Providencia, en otras ocasiones le llamaba Dios. Tras el Anchluss[87], cuando Hitler retornó triunfante a Viena en 1938, su exultante discurso hacía mención a Dios de la siguiente providencial forma: «Creo que fue la voluntad de Dios enviar a un chico desde aquí al Reich, para dejarle crecer y para convertirle en el líder de la nación para que él pudiera devolver su tierra natal al Reich»(112).
Cuando escapó por poco de su asesinato en Múnich en noviembre de 1939, Hitler acreditó a la Providencia su intervención al salvar su vida gracias a una alteración en su agenda: «Ahora estoy completamente satisfecho. El hecho de que yo abandonara el Bürgerbräukeller antes de lo habitual es una corroboración de la intención que tiene la Providencia de permitirme alcanzar mis metas»(113). Tras su fallido asesinato, el arzobispo de Múnich, el cardenal Michael Faulhaber, ordenó que se celebrara un tedéum en su catedral, «para dar gracias a la Divina Providencia, en nombre de la archidiócesis, por el afortunado escape del Führer». Algunos de los seguidores de Hitler, con el apoyo de Goebbels, no vacilaron en convertir el nazismo en una religión por derecho propio. Lo siguiente, expresado por el jefe de la unión de sindicatos de comercio, tiene el aire de oración, e incluso tiene algunas de las cadencias de la oración cristiana al Señor («Padrenuestro») o del Credo:
¡Adolf Hitler! ¡Solo nos sentimos unidos a ti! Queremos renovar nuestro voto en esta hora: Sobre esta tierra solo creemos en Adolf Hitler. Creemos que el Nacionalsocialismo es la única fe salvadora para nuestra gente. Creemos que hay un Señor Dios en el cielo, quien nos ha creado, que nos guía, que nos dirige y que nos bendice evidentemente.
Y creemos que ese Señor Dios nos envió a Adolf Hitler, para que Alemania se convirtiera en una base para toda la eternidad(114).
Stalin fue un ateo y Hitler, probablemente, no; pero incluso si lo fue, el resultado final del debate Stalin/Hitler es muy simple. Los ateos individuales pueden hacer cosas malas, aunque no las hacen en nombre del ateísmo. Stalin y Hitler hicieron cosas extremadamente malvadas, en el nombre de, respectivamente, el marxismo dogmático y doctrinario, y de una teoría acerca de la eugenesia insana y no científica teñida con desvaríos subwagnerianos. Las guerras religiosas se hacen realmente en el nombre de la religión, y han sido terriblemente frecuentes en la historia. No puedo pensar en ninguna guerra que haya sido realizada en nombre del ateísmo. ¿Por qué debería serlo? Una guerra puede estar motivada por la codicia económica, por la ambición política, por los prejuicios étnicos o raciales, por profundos resentimientos o venganzas, o por la creencia patriótica en el destino de una nación. Incluso es más plausible como motivo para la guerra la inconmovible fe en que la religión de uno es la única verdadera, reforzada por un libro sagrado que condena explícitamente a muerte a todos los herejes y seguidores de las religiones rivales, y asimismo promete que los soldados de Dios irán directos al cielo de los mártires. Sam Harris, como casi siempre, pone el dedo en la llaga en El final de la fe:
El peligro de la fe religiosa es que origina que seres humanos que en otros aspectos son normales, cosechen los frutos de la demencia y los consideren sagrados. Dado que a cada nueva generación de niños se les enseña que las propuestas religiosas no necesitan justificarse de la misma forma en que otras sí deben, las civilizaciones están todavía asediadas por los ejércitos del absurdo. Incluso ahora nos matamos unos a otros por literaturas antiguas. ¿Quién habría podido pensar que fuera posible algo tan trágicamente absurdo?
Por el contrario, ¿por qué iría alguien tan lejos gracias a una ausencia de creencias?