LAS RAÍCES DE LA MORALIDAD: ¿POR QUÉ SOMOS BUENOS?
Es extraña nuestra situación aquí, en la Tierra. Cada uno de nosotros llega para una corta visita, sin saber por qué, aunque a veces parece tener un propósito divino. Sin embargo, desde el punto de vista de la vida diaria, hay algo que sabemos: que el hombre está aquí por el bien de otros hombres —sobre todo por el de aquellos de cuyas sonrisas y bienestar depende nuestra propia felicidad—.
ALBERT EINSTEIN
Muchas personas religiosas encuentran difícil imaginar cómo puede uno ser bueno sin religión. Discutiré cuestiones como esas en este capítulo. Aunque las dudas van más allá y llevan a algunas personas religiosas al paroxismo de odiar a todos aquellos que no comparten su fe. Esto es importante, porque las consideraciones morales están ocultas tras actitudes religiosas hacia otros temas que no tienen relación real con la moralidad. Gran parte de la oposición a la enseñanza de la evolución no tiene conexión con la evolución en sí, ni con nada científico, pero se alienta con indignación moral. Va desde el ingenuo «Si enseñamos a los niños que han evolucionado desde el mono, actuarán como monos», a la motivación subyacente más sofisticada para toda la estrategia «de la cuña» del «diseño inteligente», como despiadadamente ha sido dicho por Barbara Forrest y Paul Gross en El caballo de Troya del creacionismo: la cuña del diseño inteligente.
Recibo un gran número de cartas de los lectores de mis libros[64], la mayoría de ellas entusiásticamente amistosas, algunas de ellas útilmente críticas, unas pocas desagradables o incluso crueles. Y las más desagradables de todas, lamento informar, están casi invariablemente motivadas por la religión. Aquellos que se perciben como enemigos del cristianismo experimentan abusos tan poco cristianos. Aquí, por ejemplo, está una carta, enviada por Internet y dirigida a Brian Flemming, autor y director de El Dios que no estaba allí(86), una película conmovedora y sincera, defendiendo el ateísmo. Titulada «Arde mientras reímos» y fechada el 21 de diciembre de 2005, la carta a Flemming decía lo siguiente:
Definitivamente, tiene mucha cara. Me encantaría coger un cuchillo, destriparle y gritar con alegría mientras sus vísceras se desparraman delante de usted. Usted está intentando provocar una guerra santa en la que algún día, yo mismo y otros como yo, podemos tener el placer de realizar acciones como las arriba mencionadas.
En este punto, el escritor parece llegar a un tardío reconocimiento de que su lenguaje no es muy cristiano, por lo que continúa, más caritativamente:
Sin embargo, DIOS nos enseña a no buscar venganza, sino a rezar por aquellos como usted.
Sin embargo, su caridad dura poco:
Me consolaría saber que el castigo que DIOS le enviará será mil veces peor que cualquier daño que yo pudiera infligirle. Lo mejor es que PENARÁ toda la eternidad por esos pecados que usted ignora completamente. Por su bien espero que la verdad se le revele antes de que el cuchillo toque su carne. ¡¡¡Feliz Navidad!!!
P. S.: Realmente no tienen clave alguna para conocer lo que les está reservado… Gracias a Dios que no soy usted.
Me deja completamente atónito que una mera diferencia de opinión teológica pueda generar tal odio. Aquí hay un ejemplo (se respeta el lenguaje original) de las «Cartas al Director» de la revista Freethought Today, enviada por la Fundación para la Libertad Frente a la Religión (Freedom From Religion Foundation, FFRF), que hace una pacífica campaña contra la brecha que supone la separación constitucional de Iglesia y Estado:
Hola, come-quesos sacos de escoria. Hay más camino para nosotros los cristianos que para vosotros, perdedores. NO hay separación entre Iglesia y Estado y vosotros, paganos, perderéis.
¿Qué pasa con el queso? Amigos americanos me han sugerido una conexión con el notablemente liberal estado de Wisconsin —sede de la FFRF y centro de la industria láctea—, pero seguramente tiene que haber algo más que eso. ¿Y qué pasa con esos «come-quesos», «rinde-monos»? ¿Cuál es la iconografía semiótica del queso?
Continúa:
Escoria adoradora de Satán… Por favor, muéranse y vayan al infierno… Espero que les venga una enfermedad dolorosa como el cáncer de recto y tengan una muerte lenta y difícil, para que puedan encontrarse con su dios, SATÁN… Tíos, esta libertad religiosa… Así que, maricones y tortilleras, tómenselo con calma y miren por dónde van, porque donde menos se lo esperen les atraparemos… Si no les gusta este país y en lo que está basado, jódanse, salgan de él y vayan directos al infierno…
P. S.: Jódanse, putas comunistas… Saquen sus negros culos de los Estados Unidos… No tienen excusa. La creación es una prueba más que suficiente del omnipotente poder de JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR.
¿Por qué no el omnipotente poder de Alá? ¿O de Brahma? ¿O incluso de Yahvé?
No nos quedaremos de brazos cruzados. Si eso requiere violencia futura, recuerden simplemente que ustedes la han provocado. Mi rifle está cargado.
No puedo dejar de pensarlo, ¿por qué se piensa que Dios necesita defensas tan feroces? Uno debería suponerle suficientemente capaz de cuidar de sí mismo. Tengamos presente en todo esto que el director a quien se insulta y amenaza tan cruelmente es una gentil y encantadora joven.
Quizá porque no vivo en América, la mayoría de los correos que me llegan no son del mismo estilo, pero tampoco muestran la notable caridad del fundador del cristianismo. La siguiente, fechada en mayo de 2005, es de un médico británico y aunque ciertamente odiosa me da más la impresión de atormentada que desagradable, y revela cómo todo el tema de la moralidad es una fuente de hostilidad hacia el ateísmo. Tras algunos párrafos preliminares censurando la evolución (y preguntando sarcásticamente si un «negro» está «todavía en proceso de evolución»), insultando personalmente a Darwin, citando erróneamente a Huxley como antievolucionista y animando a leer un libro (ya lo he leído) que argumenta que el mundo tiene solo ocho mil años (¿puede realmente ser un médico?), concluye:
Sus propios libros, su prestigio en Oxford, todo lo que usted ama en la vida y ha logrado, es un ejercicio de inutilidad… La desafiante pregunta de Camus resulta ineludible: ¿por qué no nos suicidamos todos? Efectivamente, su visión del mundo tiene ese tipo de efecto en estudiantes y muchos otros… que hemos evolucionado por ciega casualidad, que venimos de la nada y volveremos a la nada. Incluso si la religión no fuera cierta, es mejor, mucho, mucho mejor, creer en un mito noble, como el de Platón, si eso le da paz a nuestra mente mientras vivimos. Pero su visión del mundo origina ansiedad, adicción a las drogas, violencia, nihilismo, hedonismo, ciencia de Frankenstein e infierno en la tierra, y la Tercera Guerra Mundial… Me pregunto cuán feliz puede ser usted en sus relaciones personales. ¿Está divorciado? ¿Es viudo o gay? Aquellos como usted nunca son felices, o no intentarían tan tenazmente probar que NO hay significado ni felicidad en nada.
El sentimiento, si no su tono, es muy típico. El darwinismo, cree esta persona, es inherentemente nihilista al enseñarnos que evolucionamos por casualidad ciega (por milésima vez, la selección natural es el opuesto total a un proceso casual) y somos aniquilados al morir. Como consecuencia directa de esta alegada negatividad siguen todas formas de maldad. Probablemente él no quiera sugerir realmente que la viudedad sea consecuencia directa de mi darwinismo, pero su carta en este punto ha alcanzado ese nivel de frenética malevolencia que repetidamente me encuentro entre mis corresponsales cristianos. He dedicado un libro entero (Destejiendo el arco iris) al significado esencial, a la poesía de la ciencia. Y para refutar específica y profundamente el cargo de negatividad nihilista, me voy a contener aquí. Este capítulo trata del mal y de su opuesto, el bien; de la moralidad: de dónde viene, por qué deberíamos abrazarla y si necesitamos la religión para ello.
Varios libros, incluyendo el de Robert Hinde Por qué el Bien es bueno, el de Michael Schermer La ciencia del bien y del mal, el de Robert Buckman ¿Podemos ser buenos sin Dios? y el de Marc Hauser Mentes morales, han argumentado que nuestro sentido de lo correcto e incorrecto puede derivar de nuestro pasado darwinista. Esta sección es mi propia versión del argumento.
A primera vista, la idea darwinista de que la evolución está dirigida por la selección natural parece poco adecuada para explicar la bondad que poseemos o nuestros sentimientos de moralidad, decencia, empatía y compasión. La selección natural puede explicar fácilmente el hambre, el miedo y el deseo sexual, todos aquellos impulsos que, sencillamente, pueden contribuir a nuestra supervivencia o a la preservación de nuestros genes. Pero ¿qué pasa con el arranque de compasión que sentimos cuando vemos llorar a un niño huérfano, a una anciana viuda desesperada por su soledad o a un animal quejándose de dolor? ¿Qué es lo que nos impulsa a enviar un donativo anónimo de dinero o ropas a las víctimas de un tsunami que nunca conoceremos, al otro lado del mundo, y que es muy improbable que nos devuelvan el favor? ¿De dónde proviene el Buen Samaritano que todos llevamos dentro? ¿Es la bondad incompatible con la teoría del «gen egoísta»? No. Este es un malentendido común de la teoría —un penoso (y, en retrospectiva, previsible) malentendido[65]—. Es necesario poner el acento en la palabra correcta. El gen egoísta tiene el énfasis correcto, porque contrasta con el organismo egoísta o, digamos, la especie egoísta. Déjenme explicarme. La lógica del darwinismo concluye que la unidad en la jerarquía de la vida que sobrevive y pasa el filtro de la selección natural tenderá a ser egoísta. Las unidades que sobrevivan en el mundo serán las que tengan éxito en sobrevivir a expensas de sus rivales a su mismo nivel en la jerarquía. Esto es, precisamente, lo que significa egoísta en este contexto. La cuestión es: ¿cuál es el alcance de esta acción? Toda la idea del gen egoísta, con el acento colocado apropiadamente en el segundo vocablo, es que la unidad de selección natural (por ejemplo, la unidad del interés propio) no es el organismo egoísta, ni el grupo o especie o ecosistema egoísta, sino el gen egoísta. Es el gen que, en forma de información, o sobrevive durante muchas generaciones o no lo hace. A diferencia del gen (y, posiblemente, el meme), el organismo, el grupo y la especie no son la clase de entidad adecuada para servir como unidad en este sentido, porque no hacen copias exactas de sí mismas y no compiten en un fondo de tales entidades autorreplicantes. Esto es precisamente lo que hacen los genes y esa es la —esencialmente lógica— justificación para seleccionar al gen como unidad de «egoísmo» en el especial sentido darwinista de la palabra egoísta.
La forma más obvia en la que los genes aseguran su propia supervivencia «egoísta» relativa a otros genes es a través de la programación de los organismos individuales para ser egoístas. Efectivamente, hay muchas circunstancias en las que la supervivencia del organismo individual favorecerá la supervivencia de los genes que contiene. Aunque hay diferentes circunstancias que favorecen diferentes tácticas. Hay circunstancias —no especialmente extrañas— en las que los genes aseguran su propia supervivencia egoísta influyendo en los organismos para que se comporten de forma altruista. Esas circunstancias se comprenden ahora correctamente y entran en dos categorías principales. Estadísticamente es más probable que un gen que programa a los organismos individuales para favorecer a su familia genética beneficie a las copias de sí mismo. La frecuencia de tales genes puede incrementarse en el fondo genético hasta un punto en el que el altruismo familiar sea la norma. Ser bueno con los hijos propios es el ejemplo obvio, pero no el único. Las abejas, avispas, hormigas, termitas y, en menor grado, ciertos vertebrados, tales como el topo calvo, los suricatos y el pájaro carpintero de la bellota, han evolucionado en sociedades en las que los hermanos mayores cuidan de los hermanos pequeños (con quienes es más probable compartir los genes de cuidar de otros). En general, como indicó mi difunto colega W. D. Hamilton, los animales tienden a cuidar, a defender, a compartir recursos, a advertir del peligro o, de otra manera, mostrar altruismo hacia los parientes cercanos por la probabilidad estadística de que esos parientes compartan copias de los mismos genes.
El otro tipo principal de altruismo para el que tenemos una base racional darwinista bien elaborada es el altruismo recíproco («Tú rascas mi espalda y yo rasco la tuya»). Esta teoría, introducida por vez primera en la biología evolutiva por Robert Trives y a menudo expresada en el lenguaje matemático de la teoría de juegos, no depende de los genes compartidos. En efecto, funciona igual de bien, y probablemente incluso mejor, entre miembros de especies muy diferentes, lo que se denomina simbiosis. Este principio es también la base de todo el comercio y los intercambios entre humanos. El cazador necesita una lanza y el herrero quiere carne. La asimetría origina el trato. La abeja necesita néctar y las flores necesitan la polinización. Las flores no pueden volar, por lo que pagan a las abejas, en la moneda del néctar, por el alquiler de sus alas. Los pájaros llamados guía de miel pueden encontrar nidos de abeja, pero no pueden romperlos. Los rateles pueden romper los nidos de abeja, mas carecen de alas con las que buscarlos. Los guía de miel llevan a los rateles (y a veces a los hombres) a la miel mediante un vuelo especialmente seductor, no utilizado para ningún otro propósito. Ambas partes se benefician de la transacción. Una vasija de oro puede estar bajo una gran piedra, demasiado pesada para que la mueva su descubridor. Recluta la ayuda de otros incluso aunque tenga que compartir el oro, porque sin su ayuda no tendría nada. Los reinos vivientes son ricos en tales relaciones mutuales: los búfalos y los tocos piquirrojos, las flores rojas tubulares y los colibríes, los meros y los peces limpiadientes, las vacas y los microorganismos de sus estómagos. El altruismo recíproco funciona porque las asimetrías en las necesidades y capacidades hacen que se encuentren. Esta es la razón por la que funciona tan especialmente bien entre especies diferentes: las asimetrías son mayores.
En los humanos, los pagarés y el dinero son recursos que permiten retrasos en las transacciones. Las partes del contrato no liberan simultáneamente los bienes, sino que pueden mantener una deuda futura, o incluso ceder esa deuda a otros. Hasta donde sé, ningún animal no humano de la vida salvaje tiene un equivalente directo del dinero. Pero la memoria de identidad individual juega el mismo papel, aunque de forma más informal. Los vampiros aprenden de qué individuos de su grupo social pueden fiarse a la hora de pagar sus deudas (en forma de sangre regurgitada) y qué individuos hacen trampas. La selección natural favorece los genes que predisponen a los individuos, en relaciones de necesidad y oportunidad asimétricas, para dar cuando pueden y para pedir cuando no pueden. También favorecen las tendencias a recordar obligaciones, a generar resentimientos, a mantener el orden en las relaciones de intercambio y a castigar a esos tramposos que toman pero que no dan cuando les llega el turno.
Siempre habrá tramposos, y las soluciones estables de los problemas de la teoría de juegos del altruismo recíproco implican siempre un elemento de castigo a los tramposos. La teoría matemática permite dos amplias clases de soluciones estables para «juegos» de este tipo. «Sé siempre desagradable» es estable en el sentido de que, si todos los demás lo son, un único individuo agradable no lo puede hacer mejor. Pero hay otra estrategia que también es estable. («Estable» significa que, una vez que excede una frecuencia crítica en la población, ninguna alternativa funciona mejor). Esta es la estrategia: «empecemos siendo agradables y otorguemos a los demás el beneficio de la duda. Luego paguemos con bien las buenas obras, pero venguémonos de las malas obras». En lenguaje de la teoría de juegos, esta estrategia (o familia de estrategias relacionadas) tiene varios nombres, incluyendo Donde las Dan las Toman, Represores y Correspondedores. Es evolutivamente estable bajo ciertas condiciones en el sentido de que, dada una población dominada por correspondedores, ningún individuo único desagradable y ningún individuo incondicionalmente agradable lo harán mejor. Hay otras variantes, más complicadas que las del Donde las Dan las Toman, que funcionan mejor en algunas circunstancias.
He mencionado el parentesco y la reciprocidad como los pilares gemelos del altruismo en un mundo darwinista, pero hay otras estructuras secundarias que descansan sobre esos dos pilares principales. Especialmente en la sociedad humana, con lenguaje y rumores, la reputación es importante. Un individuo puede tener una buena reputación por su amabilidad y generosidad. Otro individuo puede tener la reputación de ser de poca confianza, porque hace trampas y no cumple los tratos. Otro puede tener la reputación de generoso cuando se ha ganado la confianza, pero también la de castigar cruelmente las trampas. La teoría simple del altruismo recíproco espera que los animales de cualquier especie basen su comportamiento en la responsabilidad inconsciente de llegar a esos acuerdos con sus colegas. En las sociedades humanas añadimos el poder del lenguaje al hecho de diseminar reputaciones, normalmente en forma de rumores. No necesitas haber sufrido en persona la mala acción de X para contarlo en el bar. O has oído «por ahí» que X es un tacaño, o —para añadir una irónica complicación al ejemplo— que Y es un chismoso terrible. La reputación es importante y los biólogos pueden reconocer un valor de supervivencia darwinista no solo a ser bueno en la reciprocidad, sino a fomentar una reputación de ser bueno en ello. Los orígenes de la virtud, de Matt Ridley, al tiempo de ser un lúcido trabajo en el campo de la moralidad darwinista, es especialmente bueno en la reputación[66].
El economista noruego Thorstein Veblen y, de forma algo distinta, el zoólogo israelí Amotz Zahavi han añadido una idea más fascinante. La dádiva altruista puede ser una publicidad de dominancia o superioridad. Los antropólogos lo conocen como «Efecto Potlatch», así llamado tras la costumbre en la que jefes rivales de tribus del Pacífico Noroeste compiten entre ellos en duelos de fiestas ruinosamente generosas. En casos extremos, los encuentros para fiestas y contrafiestas continúan hasta que una de las partes queda reducida a la miseria, dejando al vencedor no mucho mejor. El concepto de Veblen de «consumo conspicuo» origina una respuesta emocional en muchos observadores de la escena moderna. La contribución de Zahavi, no tenida en cuenta por los biólogos durante muchos años hasta que fue reivindicada por los brillantes modelos matemáticos del teórico Alan Grafen, ha venido a proporcionar una versión evolucionista de la idea potlatch. Zahavi estudió a los murmuradores árabes[67], pequeños pájaros marrones que viven en grupos sociales y crían de forma cooperativa. Como muchos pájaros pequeños, los murmuradores cuidan y alimentan a las crías de otros. Una investigación darwinista estándar de esos actos altruistas buscaría, en primer lugar, las relaciones de familiaridad y reciprocidad entre los pájaros. Cuando un murmurador alimenta a un compañero, ¿no lo hace esperando ser alimentado más tarde? O ¿es un pariente cercano el receptor de ese favor? La interpretación de Zahavi es radicalmente inesperada. Los murmuradores dominantes afirman su dominancia alimentando a subordinados. Para utilizar el tipo de lenguaje antropomórfico en el que Zahavi se deleita, el pájaro dominante está diciendo con ese comportamiento algo equivalente a «Mira cuán superior soy a ti, puedo permitirme alimentarte». O «Mira cuán superior soy, puedo permitirme hacerme vulnerable a los halcones, posándome en una rama alta, actuando como centinela para avisar al resto del grupo que se está alimentando en el suelo».
Las observaciones de Zahavi y sus colegas sugieren que los murmuradores compiten activamente por el peligroso papel de centinela. Y cuando un murmurador subordinado intenta ofrecer alimento a un individuo dominante, la aparente generosidad es rechazada violentamente. La esencia de la idea de Zahavi es que la publicidad de superioridad está autentificada por su coste. Solo un individuo claramente superior puede permitirse publicitar este hecho mediante un costoso regalo. Los individuos pueden comprar éxito, por ejemplo al atraer pareja, mediante costosas demostraciones de superioridad, incluyendo la generosidad ostentosa y la asunción de riesgos para el bien común.
Ahora tenemos cuatro buenas razones darwinistas para que los individuos sean altruistas, generosos o «morales» unos con otros. Primero, está el caso especial del parentesco genético. Segundo, está la reciprocidad: la devolución de los favores recibidos y hacer favores en «anticipo» de pago. Como continuación de esto está, en tercer lugar, el beneficio darwinista de ganarse una reputación de generosidad y amabilidad. Y cuarto, si Zahavi está en lo cierto, existe el beneficio particular adicional de la generosidad conspicua como forma de comprar auténtica publicidad no falsificable.
Durante la mayor parte de nuestra Prehistoria, los humanos vivieron bajo condiciones que pudieron haber favorecido firmemente la evolución de todos esos cuatro tipos de altruismo. Vivíamos en pueblos o, anteriormente, en distintos grupos errantes como los babuinos, parcialmente aislados de grupos o pueblos vecinos. La mayoría de los compañeros de grupo serían familia, emparentados más cercanamente que los miembros de los otros grupos —gran cantidad de oportunidades de altruismo familiar para evolucionar—. Y, tanto si son familia como si no, uno tendería a reunirse con ellos una y otra vez durante su vida —condiciones ideales para la evolución del altruismo recíproco—. Aquellas eran también las condiciones ideales para construirse una reputación de altruismo, condiciones ideales también para publicitar la generosidad conspicua. Por una o todas las cuatro rutas, se habrían favorecido en los primeros humanos las tendencias genéticas hacia el altruismo. Es fácil ver por qué nuestros ancestros prehistóricos serían buenos para su propio grupo, pero malos —hasta el punto de la xenofobia— para otros grupos. Pero ¿por qué —ahora que la mayoría de nosotros vive en grandes ciudades donde no estamos rodeados por nuestra familia y donde cada día encontramos individuos a quienes nunca vamos a volver a ver— seguimos siendo tan buenos con los demás, incluso algunas veces con otros que deberíamos pensar que pertenecen a un grupo externo?
Es importante no malinterpretar el alcance de la selección natural. La selección no favorece la evolución de una conciencia cognitiva de lo que es bueno para nuestros genes. Esa conciencia tiene que esperar al siglo XX para alcanzar un nivel cognitivo, e incluso ahora el conocimiento completo está confinado a una minoría de científicos especializados. Lo que la selección natural favorece es una regla general, que funciona en la práctica para promocionar a los genes que la han generado. Las reglas generales, por su propia naturaleza, fallan en ocasiones. En el cerebro de un pájaro, la regla «atiende a esas cositas que chillan en tu nido y deja caer alimento dentro de sus rojas bocas» normalmente tiene el efecto de preservar los genes que generan la propia regla, porque los objetos que chillan y tienen la boca abierta dentro del nido de un adulto son normalmente sus propios descendientes. La regla falla si otra cría de pájaro entra de algún modo en el nido, algo en lo que, sin duda, son expertos los cucos. ¿Podría ser que nuestros impulsos del tipo «Buen Samaritano» sean fallos, análogos al fallo del instinto parental de la curruca de los juncos cuando trabaja para empollar los huevos del cuco?
Una analogía incluso más cercana es el impulso humano de adoptar un niño. Debo apresurarme a añadir que «fallo» se enuncia solo en un sentido estrictamente darwinista. No lleva implícito sentido peyorativo alguno. La idea de «fallo» o «subproducto» que estoy adoptando funciona de la siguiente manera. La selección natural, en los tiempos ancestrales en que vivíamos en grupos pequeños y estables como los babuinos, programó impulsos altruistas en nuestros cerebros, junto con los impulsos sexuales, los impulsos contra el hambre, los impulsos xenófobos y así. Una pareja inteligente puede interpretarlo de forma darwinista y comprender que la razón definitiva para sus impulsos sexuales es la procreación. Ellos saben que la mujer no puede concebir porque ella está tomando la píldora. Todavía pueden encontrar que su deseo sexual no está, de ninguna manera, reducido por el conocimiento. El deseo sexual es deseo sexual, y su fuerza, en la psicología de un individuo, es independiente de la esencial presión darwinista que la dirige. Es un impulso fuerte que existe independientemente de su razón esencial. Lo que sugiero es que eso mismo es cierto para el impulso de la amabilidad —del altruismo, de la generosidad, de la empatía, de la compasión—. En tiempos ancestrales teníamos la oportunidad de ser altruistas solo hacia la familia cercana y hacia individuos que potencialmente nos devolverían los favores recibidos. Actualmente, esa restricción no existe, pero persiste la regla general. ¿Por qué no podría? Es como el deseo sexual. No podemos refrenar un sentimiento de compasión cuando vemos a un desgraciado llorando (que no es pariente nuestro y es incapaz de practicar la reciprocidad) de la misma manera en que no podemos refrenar un sentimiento de lujuria hacia un miembro del sexo opuesto (que puede ser infértil e incapaz, por lo tanto, de reproducirse). Ambos son fallos, errores darwinistas: benditos, preciosos errores. No pensemos, por un momento, que ese darwinizamiento es algo degradante o reductor de las nobles emociones de la compasión y la generosidad. Ni del deseo sexual. El deseo sexual, cuando se canaliza por los conductos de la cultura lingüística, emerge como un gran poema y un gran drama: digamos, como los poemas de John Dome o Romeo y Julieta. Y, por supuesto, lo mismo ocurre con la fallida redirección de la compasión familiar —y la compasión basada en la reciprocidad—. La misericordia con un deudor es, cuando se mira fuera de contexto, tan no-darwinista como adoptar a un niño ajeno:
La cualidad de la misericordia no es forzada.
Cae del cielo como la gentil lluvia
hasta la tierra que hay por debajo.
El deseo sexual es la fuerza motriz que reside tras gran parte de las luchas y la ambición humana, y excesivo deseo sexual constituye un fracaso. No hay razón por la que lo mismo no pudiera ser cierto para el deseo de ser generoso o compasivo, si esta es la consecuencia fallida de la ancestral vida de pueblo. La mejor manera para la selección natural de generar ambos tipos de deseo en los tiempos ancestrales era instalar reglas generales en el cerebro. Esas reglas todavía nos influyen hoy día, incluso cuando hay circunstancias que las hacen inapropiadas para sus funciones originales.
Esas reglas generales nos influyen todavía hoy, no en una forma calvinistamente determinista, sino filtrada a través de las influencias civilizadoras de la literatura y la costumbre, la ley y la tradición —y, por supuesto, la religión—. Tal como la primitiva regla cerebral de deseo sexual pasó a través del filtro de la civilización para surgir en escenas de amor de Romeo y Julieta, así las primitivas reglas cerebrales de venganza «nosotros-contra-ellos» surgen en la forma de escaramuzas entre Capuletos y Montescos, mientras que las primitivas reglas cerebrales del altruismo y la empatía acaban en el fracaso de hacernos aplaudir la castigada reconciliación de la escena final de Shakespeare.
Si nuestro sentido moral, como nuestro deseo sexual, está efectivamente enraizado profundamente en nuestro pasado darwinista, la religión de los depredadores, podríamos esperar que la investigación de la mente humana revelaría algunas verdades universales morales, salvando barreras geográficas y culturales y también, decisivamente, barreras religiosas. El biólogo de Harvard Marc Hauser, en su libro Mentes morales: cómo la naturaleza diseñó nuestro sentido universal de lo correcto y lo incorrecto, ha desarrollado experimentos originalmente sugeridos por los filósofos morales, a lo largo de una fructífera línea de pensamiento. El estudio de Hauser servirá para el propósito adicional de introducir la forma en la que piensan los filósofos morales. Se plantea un dilema moral hipotético, y la dificultad que experimentamos para responderlo nos dice algo sobre nuestro sentido de lo que es correcto y lo que es incorrecto. En lo que Hauser va más allá de los filósofos es en que él, en realidad, realiza encuestas estadísticas y experimentos psicológicos, utilizando cuestionarios en Internet, por ejemplo, para investigar el sentido moral de personas reales. Bajo este punto de vista, lo interesante es que la mayoría de la gente toma las mismas decisiones cuando se enfrentan a esos dilemas, y su acuerdo sobre sus decisiones es más fuerte que su capacidad para aducir sus razones. Esto es lo que deberíamos esperar si tenemos un sentido moral que está construido en nuestros cerebros, como nuestro instinto sexual o nuestro miedo a las alturas o, como el propio Hauser prefiere decir, como nuestra capacidad para el lenguaje (los detalles varían de una cultura a otra, pero la estructura profunda subyacente en la gramática es universal). Como veremos, la forma en la que las personas responden a esas pruebas morales y su incapacidad para articular sus razones parecen completamente independientes de sus creencias religiosas o de la ausencia de ellas. El mensaje del libro de Hauser, para anticiparlo en sus propias palabras, es este: «Dirigir nuestros juicios morales es una gramática moral universal, una facultad de la mente que evolucionó durante millones de años para incluir un conjunto de principios para construir un rango de posibles sistemas morales. Como con el lenguaje, los principios que generan nuestra gramática moral vuelan fuera del alcance del radar de nuestra consciencia».
Típicas de los dilemas morales de Hauser son las variaciones sobre el tema de un vagón incontrolado o un «carrito» en una vía de tren que amenaza matar a cierto número de personas. La historia más simple imagina a una persona, Denise, situada junto a las agujas de cambio de vía, en una posición que le permite desviar el carrito hacia un lateral, y así salvar las vidas de cinco personas atrapadas un poco más adelante en la vía del tren. Desafortunadamente, hay un hombre atrapado en el lateral. Pero, teniendo en cuenta que él es solo uno, superado en número por las cinco personas atrapadas en la vía principal, la mayoría de las personas están de acuerdo en que es moralmente permisible para Denise, si no obligatorio, mover el mando y salvar a los cinco, matando a uno. Ignoramos posibilidades hipotéticas tales como que el hombre solo que está en el lateral fuera Beethoven, o un amigo cercano.
Hay complicaciones del experimento que presentan una serie de dilemas morales incrementalmente enmarañados. ¿Qué pasa si el carrito puede detenerse dejando caer un gran peso en su camino desde un puente que hay por encima? Es fácil: obviamente, deberíamos dejar caer el peso. Pero ¿qué pasa si el único gran peso disponible es un hombre muy gordo sentado en el puente, admirando la puesta de sol? Casi todo el mundo está de acuerdo en que es inmoral empujar al hombre gordo por el puente, incluso aunque, desde un punto de vista, el dilema pudiera parecer paralelo al de Denise, en el que mover el mando mataría a uno para salvar a cinco. La mayoría de nosotros tenemos una fuerte intuición de que hay una diferencia crucial entre los dos casos, aunque no seamos capaces de articular cuál es.
Empujar al hombre gordo por el puente es una reminiscencia de otro dilema considerado por Hauser. Cinco pacientes de un hospital están muriendo, cada uno con un órgano que está fallando. Todos podrían salvarse si pudiera encontrarse un donante para ese órgano particular que está fallando, pero no hay ningún donante disponible. Entonces, el cirujano se da cuenta de que hay un hombre sano en la sala de espera, cuyos cinco órganos están en buen funcionamiento y son adecuados para el trasplante. En este caso, no podemos encontrar a casi nadie que esté preparado para decir que el acto moral es matar al uno para salvar a los cinco.
Tal como con el hombre gordo sobre el puente, la intuición que compartimos la mayoría de nosotros es que un espectador inocente no debería ser arrastrado repentinamente a una mala situación y ser utilizado para el bien de otros sin su consentimiento. Immanuel Kant articuló estupendamente el principio de que un ser racional nunca debería utilizarse como un medio no consentido para alcanzar un fin, incluso si el fin es en beneficio de otros. Esto parece proporcionar la diferencia crucial entre el caso del hombre gordo sobre el puente (o el hombre de la sala de espera del hospital) y el hombre del lateral de Denise. El hombre gordo del puente está siendo verdaderamente utilizado como medio para parar el carrito descontrolado. Esto viola claramente el principio kantiano. La persona del lateral no está siendo utilizada para salvar la vida de las cinco personas de la vía. Es el lateral el que se está utilizando, y él simplemente tiene la mala suerte de estar en ese lugar. Pero ¿qué pasa cuando hacemos una distinción como esa, por qué nos satisface? Para Kant, era un absoluto moral. Para Hauser, está construido en nosotros por nuestra evolución.
Las situaciones hipotéticas relacionadas con el carrito incontrolado se hacen incrementalmente más ingeniosas, y los dilemas morales, proporcionalmente más tortuosos. Hauser contrasta los dilemas afrontados por individuos hipotéticos llamados Ned y Oscar. Ned está en la vía del tren. Al contrario que Denise, que puede desviar el carrito hacia un lateral, el mando de Ned lo desvía hacia un camino lateral que se reencuentra de nuevo con la vía principal justo antes de las cinco personas. Simplemente mover el mando no ayuda: el carrito se estrellará contra los cinco de cualquier forma cuando el desvío se reencuentre con la vía principal. Sin embargo, mientras esto ocurre, hay un hombre extremadamente gordo en el desvío lateral que es lo suficientemente fuerte como para hacer que el carrito se pare. ¿Debería Ned cambiar las agujas y desviar el tren? La intuición de la mayoría de la gente es que no. Aunque ¿cuál es la diferencia entre el dilema de Ned y el de Denise? Presumiblemente, la gente está aplicando de forma intuitiva el principio de Kant. Denise desvía el carrito evitando que se estrelle contra las cinco personas, y la desafortunada casualidad del lateral es un «daño colateral», por utilizar la encantadora frase rumsfeldiana. Él no está siendo utilizado por Denise para salvar a los demás. Ned está utilizando realmente al hombre gordo para parar el carrito, y la mayoría de las personas (quizá sin pensarlo), de acuerdo con Kant (pensándolo con gran detalle), ven que esta es una diferencia crucial. La diferencia nos llega de nuevo por el dilema de Oscar. La situación de este es idéntica a la de Ned, excepto en que hay un gran peso de hierro en el desvío lateral, lo suficientemente fuerte como para parar el carrito. Claramente, Oscar no debería tener problemas al decidir cambiar las agujas y desviar el carrito. Excepto en que sucede que hay un excursionista caminando frente al peso de hierro. En realidad resultará muerto si Oscar mueve las agujas, tan seguramente como el hombre gordo de Ned. La diferencia es que el excursionista de Oscar no está siendo utilizado para detener el carrito: él es un daño colateral, como en el dilema de Denise. Como Hauser, y como la mayoría de los sujetos experimentales de Hauser, creo que a Oscar le está permitido mover las agujas, pero a Ned, no. Del mismo modo encuentro que es bastante duro justificar mi intuición. La idea de Hauser es que tales intuiciones morales a menudo no están bien pensadas, aunque de cualquier modo las sentimos profundamente, gracias a nuestra herencia evolutiva.
En una intrigante incursión en la antropología, Hauser y sus colegas adaptaron sus experimentos morales a los kuna, una pequeña tribu de Centroamérica, con pocos contactos con los occidentales y sin religión formal. Los investigadores cambiaron el experimento intelectual del «carrito de la vía» por equivalentes localmente adecuados, tales como cocodrilos nadando hacia canoas. Con las correspondientes diferencias menores, los kuna mostraron los mismos juicios morales que el resto de nosotros.
De particular interés para este libro, Hauser también se preguntaba si las personas religiosas diferían de los ateos en sus intuiciones morales. Seguramente, si nuestra moralidad proviene de la religión, diferirían. Pero parece que no. Hauser, trabajando junto al filósofo moral Peter Singer(87), se centró en tres dilemas hipotéticos y comparó los veredictos de los ateos con los de las personas religiosas. En cada caso, se les pidió a los sujetos que eligieran si una acción hipotética es moralmente «obligatoria», «permisible» o «prohibida». Los tres dilemas eran:
1. El dilema de Denise. El 90 por 100 de las personas dijeron que era permisible desviar el carrito, matando a uno para salvar a cinco.
2. Ves a un niño ahogándose en un estanque y no hay otra ayuda a la vista. Puedes salvar al niño, pero tus pantalones se destrozarán en el proceso. El 97 por 100 estaba de acuerdo en que deberías salvar al niño (asombrosamente, un 3 por 100 al parecer preferiría salvar sus pantalones).
3. El dilema del trasplante de órganos arriba descrito. El 97 por 100 de los sujetos estuvo de acuerdo en que está moralmente prohibido aprovecharse de la persona sana de la sala de espera y matarla para obtener sus órganos, y así salvar a las otras cinco personas.
La conclusión principal del estudio de Hauser y Singer fue que no hay diferencias estadísticamente significativas entre los ateos y los creyentes religiosos al realizar esos juicios. Esto parece compatible con la visión —que muchos mantenemos— de que no necesitamos a Dios para ser buenos —o malos.
Así expresada, la cuestión suena definitivamente innoble. Cuando una persona religiosa me habla de esta forma (y muchos lo hacen), mi tentación inmediata es lanzarles el siguiente reto: «¿Realmente quieres decirme que la única razón por la que intentas ser bueno es para ganar la aprobación y recompensa de Dios, o para evitar su desaprobación y castigo? Eso no es moralidad; eso es simplemente hacer la pelota, buscando por encima de tu hombro la gran cámara de vigilancia celestial, o el pequeño dispositivo de intervención telefónica de tu cabeza, monitorizando cada uno de tus movimientos, incluso cada pensamiento tuyo».
Como dijo Einstein, «Si la gente es buena solo porque teme el castigo y espera una recompensa, somos efectivamente un grupo lamentable». Michael Shermer, en La ciencia del Bien y del Mal, lo denomina un debate-tapón. Si estás de acuerdo en que, en ausencia de Dios, podrías «cometer robo, violación y asesinato», te revelas como una persona inmoral, «y nos deberían advertir para que dejáramos un amplio espacio a tu alrededor». Si, en el otro extremo, admites que continuarías siendo una buena persona incluso aunque no estuvieras bajo vigilancia divina, has socavado fatalmente tu afirmación de que Dios es necesario para que seamos buenos. Sospecho que bastantes personas religiosas piensan que la religión es lo que les motiva a ser buenos, especialmente si pertenecen a algunas de esas creencias que de forma sistemática explotan la culpa personal.
Parece requerirme un poco de introspección pensar que si la creencia en Dios se desvaneciera repentinamente del mundo, todos nosotros nos volveríamos unos hedonistas insensibles y egoístas, sin amabilidad, caridad, generosidad, sin nada que pudiera merecer el nombre de bondad. Se asume de forma general que Dostoievski era de esa opinión, probablemente por algunos comentarios que puso en boca de Ivan Karamazov:
[Ivan] observó de forma solemne que absolutamente no había una ley de la naturaleza que hiciera al hombre amar a la humanidad, y que si el amor existía y había existido en el mundo hasta ahora, no era por virtud de la ley natural, sino porque el hombre creía en su propia inmoralidad. Añadió, como inciso, que era precisamente eso lo que constituía la ley natural; a saber, que una vez que la fe del hombre en su propia inmoralidad era destruida, no solo se agotaba su capacidad para amar, sino que también lo hacían las fuerzas vitales que sustentaban la vida en la tierra. Y más aún: entonces, nada debía ser inmoral, todo estaría permitido, incluso la antropofagia. Y finalmente, como si todo esto no fuera suficiente, declaró que para cada individuo, como tú y como yo, por ejemplo, que no creemos ni en Dios ni en su propia inmortalidad, es seguro que la ley natural se convertiría inmediatamente en el completo opuesto de la ley basada en la religión que la precedió y que el egoísmo, incluso extendiéndolo a la perpetración de un crimen, no solo sería permisible, sino que debería reconocerse como la razón de ser esencial, más racional e incluso más noble de la condición humana(88).
Quizá me he inclinado algo ingenuamente hacia una visión de la naturaleza humana menos cínica que la de Ivan Karamazov. ¿Necesitamos realmente una regulación —tanto por Dios o por cualquier otro— para dejar de comportarnos de una forma egoísta y criminal? Quiero creer que no necesito tal vigilancia —y tampoco, querido lector, la necesita usted—. En el otro extremo, simplemente para debilitar nuestra confianza, escuchemos la desilusionadora experiencia de una huelga de policía en Montreal, que describe en La pizarra en blanco:
Como adolescente en la orgullosamente apacible Canadá durante los románticos años sesenta, yo era un verdadero creyente en el anarquismo de Bakunin. Me tomaba a risa el argumento de mis padres de que si el gobierno alguna vez rendía sus armas, se desatarían todos los infiernos. Nuestros opuestos puntos de vista pudieron comprobarse a las ocho de la mañana del 17 de octubre de 1969, cuando la policía de Montreal se puso en huelga. Cerca de las once y veinte de la mañana fue robado el primer banco. Para el mediodía la mayoría de las tiendas del centro de la ciudad habían cerrado por los saqueos. En las siguientes horas, los taxistas quemaron el garaje de un servicio de limusinas que competía con ellos por los clientes del aeropuerto, un francotirador sobre un tejado mató a un oficial de policía provincial, los alborotadores entraron en varios hoteles y restaurantes, y un médico mató a un ladrón en su casa de un barrio residencial. Al final del día se habían robado seis bancos, un centenar de tiendas habían sido saqueadas, se habían prendido doce fuegos, el equivalente a la carga de catorce camiones llenos de cristales de escaparates había sido destrozada y se habían perdido tres millones de dólares en daños a la propiedad, antes de que las autoridades avisaran al ejército y, por supuesto, la Policía Montada restaurase el orden. Esta decisiva prueba empírica dejó a mis políticos en cueros…
Quizá también yo soy muy ingenuo al creer que la gente sería buena cuando no son observados y vigilados por Dios. En el otro extremo, la mayoría de la población de Montreal probablemente creía en Dios. ¿Por qué el temor de Dios no les hizo contenerse cuando los policías terrenales fueron temporalmente apartados de la escena? ¿No fue la huelga de Montreal un buen experimento natural para comprobar la hipótesis de que creer en Dios nos hace buenos? O ¿estaba en lo cierto el cínico H. L. Mencken cuando agriamente observó: «La gente dice que necesitamos religión cuando lo que realmente quieren decir es que necesitamos policías»?
Obviamente, no todo el mundo de Montreal se comportó mal cuando la policía desapareció. Sería interesante conocer si había alguna tendencia estadística, aunque fuera pequeña, de que los creyentes religiosos saquearan y destruyeran menos que los no creyentes. Mi predicción, sin fundamento, sería la opuesta. A menudo se dice cínicamente que no hay ateos en las trincheras. Me inclino a sospechar (con alguna prueba, aunque puede ser simplista extraer conclusiones de ello) que hay muy pocos ateos en las prisiones. No estoy necesariamente proclamando que el ateísmo aumenta la moralidad, aunque el humanismo —el sistema ético asociado a menudo con el ateísmo— probablemente sí lo haga. Otra posibilidad factible es que el ateísmo esté relacionado con algún tercer factor, como la educación superior, la inteligencia o la reflexión, que podrían contrarrestar los impulsos criminales. Una prueba de investigación como esa no apoya ciertamente la visión común de que la religiosidad está claramente relacionada con la moralidad. La prueba relacionada nunca es conclusiva, pero los siguientes datos, descritos por Sam Harris en su Carta a una nación cristiana, sin embargo, son llamativos.
Aunque la afiliación a un partido político en Estados Unidos no es un indicador perfecto de religiosidad, no es un secreto que los «estados [republicanos] rojos» son rojos ante todo debido a la impresionante influencia política de los conservadores cristianos. Si hubiera una fuerte correlación entre el conservadurismo cristiano y la salud social, podríamos esperar ver algún signo de ello en algún estado rojo de Estados Unidos. No lo vemos. De las veinticinco ciudades con los índices más bajos de violencia, el 62 por 100 está en estados «azules» [demócratas] y el 38 por 100 están en estados «rojos» [republicanos]. De las veinticinco ciudades más peligrosas, el 76 por 100 están en estados rojos y el 24 por 100 en estados azules. De hecho, tres de las cinco ciudades más peligrosas de Estados Unidos están en el piadoso estado de Texas. Los doce estados con los índices de robo más altos son rojos. Veinticuatro de los veintinueve estados con las tasas más altas de robo son rojos. De los veintidós estados con las tasas más altas de asesinato, diecisiete son rojos[68].
La investigación sistemática tiende a apoyar esos datos correlativos. Gregory S. Paul, en el Journal of Religion and Society (2005), comparó sistemáticamente 17 países económicamente desarrollados y llegó a la devastadora conclusión de que «las tasas más altas de veneración y fe en un creador se relacionan con las tasas más altas de homicidio, de mortalidad juvenil y temprana, de tasa de infecciones, de enfermedades de transmisión sexual, embarazos adolescentes y aborto en las democracias prósperas». Dan Dennett, en Rompiendo el hechizo, comenta sardónicamente sobre tales estudios en general:
No es necesario decirlo, esos resultados chocan tan fuertemente contra las afirmaciones estándar de mayor virtud moral entre las personas religiosas que ha habido un número considerable de investigaciones posteriores iniciadas por organizaciones religiosas, en un intento de rebatir esos resultados… una cosa de la que podemos estar seguros es que si hay una relación positiva significativa entre el comportamiento moral y la afiliación, la práctica o la creencia religiosa, pronto será descubierta, dado que muchas organizaciones religiosas están ansiosas por confirmar científicamente sus creencias tradicionales sobre esto. (Están bastante impresionadas por el poder que tiene la ciencia para buscar la verdad cuando apoya lo que ya creen). Cada mes que pasa sin una demostración tal, subraya la sospecha de que, simplemente, no es así.
La mayoría de las personas reflexivas estarían de acuerdo en que la moralidad en ausencia de vigilancia es de algún modo una moral más verdadera que el tipo de falsa moralidad que se desvanece tan pronto como la policía se pone en huelga o se apaga la cámara espía, tanto si esa cámara es una cámara real en una comisaría de policía como si es una cámara imaginaria en el cielo. Pero quizá sea injusto interpretar la cuestión «Si no hay Dios, ¿por qué merece la pena ser bueno?» de una forma tan cínica[69]. Un pensador religioso podría ofrecer una interpretación más genuinamente moral, en las líneas de la siguiente declaración de un apologista imaginario: «Si tú no crees en Dios, no crees que haya ningún estándar de moralidad. Con la mejor intención del mundo puedes intentar ser una buena persona, pero ¿cómo decides lo que es bueno y lo que es malo? Solo la religión puede finalmente dotarte de los estándares del bien y del mal. Sin religión tienes que hacerlo según caminas por la vida. Eso sería la moralidad sin un libro de reglas: moralidad sin ayuda ni instrucción de nadie. Si la moralidad es simplemente un asunto de opciones, Hitler podría afirmar ser moral por sus propios estándares inspirados eugénicamente, y todo lo que los ateos pueden hacer es elegir una opción personal de vida iluminados por distintas luces. El cristiano, el judío o el musulmán, por el contrario, puede afirmar que el mal es un significado absoluto, verdadero para todo tiempo y lugar, de acuerdo con lo cual Hitler sería absolutamente malo».
Incluso si fuera cierto que necesitamos a Dios para ser morales, por supuesto que eso no haría que la existencia de Dios fuera más probable, sino simplemente más deseable (la mayoría de la gente no percibe la diferencia). Pero este no es el tema ahora. Mi imaginario apologista religioso no tiene necesidad de admitir que hacer la pelota a Dios es el motivo religioso para hacer el bien. En vez de eso, su afirmación es que, si el motivo para ser buenos se origina sin Dios, no habría estándares para decidir lo que es bueno. Algunos filósofos, principalmente Kant, han intentado derivar morales absolutas a partir de fuentes no religiosas. Aunque hombre religioso, algo casi inevitable en su tiempo[70], Kant intentó basar una moralidad en el deber, por el bien del deber, en vez del de Dios. Su famoso imperativo categórico nos fuerza a «obrar solo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal». Esto funciona correctamente para el ejemplo de decir mentiras. Imaginemos un mundo en el que las personas dijeran mentiras por principio, donde la mentira se considerase algo bueno y moral. En un mundo así, mentir, en sí mismo, dejaría de tener cualquier significado. Mentir necesita de la presunción de la verdad, por su propia definición. Si un principio moral es algo que desearíamos que siguiera todo el mundo, mentir no puede ser un principio moral, porque el propio principio se estropearía y se convertiría en algo sin significado. Mentir, como regla de vida, es inherentemente inestable. De forma más general, el egoísmo, o el parasitismo libre de la buena voluntad de los demás, puede funcionar para mí como individuo único egoísta y darme satisfacción personal. Pero no puedo desear que todo el mundo adopte el parasitismo egoísta como principio moral, aunque solo sea porque entonces yo no tendría a nadie a quien parasitar.
Parece que el imperativo kantiano funciona a la hora de decir la verdad y en algunos otros casos. No es fácil imaginar cómo ampliarlo de forma general a la moralidad. A pesar de Kant, es tentador estar de acuerdo con mi apologista hipotético en que los absolutos morales están normalmente dirigidos por la religión. ¿Es siempre incorrecto ayudar a morir a un enfermo terminal cuando nos lo pide? ¿Es siempre incorrecto hacer el amor a un miembro de tu propio sexo? ¿Es siempre incorrecto matar a un embrión? Hay gente que cree que sí, y sus bases son absolutas. No toleran argumento o debate alguno. Cualquiera que esté en desacuerdo merece morir: de forma metafórica, por supuesto, no literalmente —excepto en el caso de algunos médicos de clínicas abortistas de Estados Unidos (véase el capítulo siguiente)—. Afortunadamente, sin embargo, la moral no tiene por qué ser absoluta.
Los filósofos morales son los profesionales que piensan en lo correcto y lo incorrecto. Como dijo sucintamente Robert Hinde, están de acuerdo en que «los preceptos morales, aunque no necesariamente estén construidos por la razón, deberían ser defendibles por la razón»(89). Ellos se clasifican a sí mismos de muchas formas, pero en terminología moderna la división principal es «deontologistas» (como Kant) y «consecuencialistas» (incluyendo los «utilitaristas», como Jeremy Bentham, 1748-1832). La deontología es un nombre elegante para la creencia de que la moralidad consiste en la obediencia de las reglas. Literalmente, es la ciencia del deber, partiendo del concepto griego de «aquello que es obligatorio». La deontología no es lo mismo que el absolutismo moral, pero para la mayoría de los propósitos de un libro de religión no hay necesidad de preocuparse por la distinción. Los absolutistas creen que hay absolutos para el bien y para el mal, imperativos cuya rectitud no hace referencia a sus consecuencias. Los consecuencialistas mantienen, más pragmáticamente, que la moralidad de una acción debería juzgarse por sus consecuencias. Una versión del consecuencialismo es el utilitarismo, la filosofía asociada con Bentham, su amigo James Mill (1773-1836) y el hijo de este, John Stuart Mill (1806-1873). A menudo se resume el utilitarismo en el desafortunadamente impreciso lema de Bentham: «la mayor felicidad para el mayor número es la base de la moral y la legislación».
No todo el absolutismo se deriva de la religión. Sin embargo, es mucho más difícil defender los absolutos morales en campos diferentes de los religiosos. El único competidor en el que puedo pensar es el patriotismo, especialmente en tiempos de guerra. Como dijo el distinguido director de cine español Luis Buñuel, «Dios y Patria son un equipo imbatible; baten todos los récords de la opresión y el derramamiento de sangre». Reclutar soldados depende en gran medida del sentido del deber patriótico de sus víctimas. En la Primera Guerra Mundial, las mujeres distribuían plumas blancas libremente a los jóvenes que no iban de uniforme.
Oh, no queremos perderos, pero creemos que deberías marchar al frente. Por tu Rey y tu Patria, ambos necesitan que marches.
La gente desprecia a los objetores de conciencia, incluso a aquellos del país enemigo, porque el patriotismo se considera una virtud absoluta. Es difícil encontrar algo más absoluto que el «Mi país correcto o incorrecto» del soldado profesional, porque el eslogan te obliga a matar a quienquiera que los políticos de alguna fecha futura puedan elegir llamar enemigos. El razonamiento consecuencialista puede influir en la decisión política de ir a la guerra, pero, una vez declarada esta, el patriotismo absoluto se pone en marcha con una fuerza y un poder no visto de otra forma fuera de la religión. Un soldado que se permite sus propios pensamientos de moralidad consecuencialista para persuadirse de no marchar en primera línea muy probablemente se verá juzgado e incluso ejecutado.
El trampolín para esta discusión de filosofía moral fue la hipotética afirmación religiosa de que, sin un Dios, la moral es relativa y arbitraria. Aparte de Kant y otros sofisticados filósofos morales, y con el reconocimiento debido al fervor patriótico, la fuente preferida de la moralidad absoluta es normalmente un libro sagrado de cualquier tipo, interpretado como si tuviera una autoridad que va más allá de su capacidad histórica para justificarlo. Efectivamente, los partidarios de la autoridad de las Escrituras demuestran, sin pena alguna, poca curiosidad acerca de los (normalmente muy dudosos) orígenes históricos de sus libros sagrados. El siguiente capítulo demostrará que, en cualquier caso, las personas que afirman derivar su moral de las Escrituras no hacen eso en la práctica. Y demostrará también una muy buena cosa en la que ellos, por sí mismos, deberían estar de acuerdo.