LAS RAÍCES DE LA RELIGIÓN
Para un psicólogo evolucionista, la universal extravagancia de los rituales religiosos, con sus costes de tiempo, recursos, dolor y privación, sugerirían, de una forma tan vívida como el trasero de un mandril, que la religión debe ser adaptativa.
MAREK KOHN
Todo el mundo tiene su teoría favorita de la procedencia de la religión y por qué todas las culturas humanas tienen una. Proporciona consuelo y bienestar. Promueve el sentimiento de grupo. Satisface nuestro anhelo de conocer por qué existimos. Volveré a explicaciones de este tipo dentro de un momento; pero quiero comenzar por una cuestión previa, una que es precedente por razones que veremos: una cuestión darwinista acerca de la selección natural. Satisface nuestro anhelo de comprender por qué existimos.
Sabiendo que somos producto de la evolución darwinista, deberíamos preguntar qué presión o presiones ejercidas por la selección natural favorecieron originalmente el impulso de la religión. La cuestión adquiere urgencia a partir del estándar darwinista de las consideraciones de la economía. La religión es tan derrochadora, tan extravagante; y la selección darwinista normalmente se dirige a eliminar el despilfarro. La naturaleza es un contable muy tacaño, gastando dinero muy a regañadientes, mirando el reloj, castigando hasta la extravagancia más pequeña. Inexorable e incesantemente, como Darwin explicó, «la selección natural está escrutando cada día y a cada hora, por todo el mundo, cada variación, incluso la más ligera; rechazando lo que es malo, preservando y aumentando lo que es bueno; trabajando silenciosa e imperceptiblemente, donde y cuando se ofrece una oportunidad, para la mejora de cada ser orgánico». Si un animal salvaje normalmente lleva a cabo una actividad inútil, la selección natural favorecerá en su lugar a los individuos rivales que dedican tiempo y energía, para que sobrevivan y se reproduzcan. La naturaleza no puede permitirse jeux d’esprit[54]. Triunfa el despiadado utilitarismo, incluso aunque no siempre lo parezca.
A primera vista, la cola de un pavo real es el jeu d’esprit par excellence. Seguramente no favorece la supervivencia de su poseedor. Pero beneficia a los genes que lo distinguen de sus rivales menos espectaculares. La cola es una publicidad, que compra su lugar en la economía natural atrayendo a las hembras. Lo mismo es válido para el trabajo y el tiempo que dedica a su nido el pájaro constructor de cenadores[55] macho: una especie de estructura externa hecha de hierba, ramitas, frutos coloridos, flores y, cuando es posible, cuentas, baratijas y tapones de botella. O, tomando un ejemplo no relacionado con la publicidad, está el «hormiguismo», el extraño hábito de ciertos pájaros, como el arrendajo común, de «bañarse» en los hormigueros o, de manera distinta, aplicarse hormigas a sus plumas. Nadie sabe con seguridad cuál es la utilidad del hormiguismo —quizá algún tipo de práctica higiénica, que limpia las plumas de parásitos; hay varias otras hipótesis, ninguna de las cuales está fuertemente apoyada por la prueba—. Pero la incertidumbre con respecto a los detalles no detiene —ni podría detener— a los darwinistas de presumir, con gran confianza, que el hormiguismo tiene que valer «para» algo. En este caso, es posible que el sentido común esté de acuerdo, pero la lógica darwinista tiene una razón particular para pensar que, si los pájaros no lo hicieran, sus posibilidades estadísticas de éxito genético se verían dañadas, incluso aunque no conozcamos todavía la ruta precisa que seguiría ese daño. La conclusión se obtiene a partir de las premisas gemelas de que la selección natural castiga el derroche de tiempo y energía, y que se observa sistemáticamente que los pájaros dedican tiempo y energía al hormiguismo. Si hay un manifiesto de una única frase de este principio «adaptacionista», fue expresado —es verdad que en términos de alguna forma extremos y exagerados— por el distinguido genetista de Harvard Richard Lewontin: «Este es un punto en el que creo que todos los evolucionistas están de acuerdo, que es prácticamente imposible hacer un mejor trabajo que el que un organismo está haciendo en su propio entorno»(75). Si el hormiguismo no fuera realmente útil para la supervivencia y la reproducción, la selección natural habría favorecido mucho tiempo antes a individuos que se abstienen de hacerlo.
Un darwinista estaría tentado de decir lo mismo de la religión; de ahí la necesidad de esta discusión. Para un evolucionista, los rituales religiosos «sobresalen como pavos reales en un claro soleado» (frase de Dan Dennett). El comportamiento religioso es el equivalente humano del hormiguismo o de la construcción de cenadores. Consume tiempo y energía, a menudo está tan extravagantemente adornado como la cola de un ave del paraíso. La religión puede poner en peligro la vida del individuo piadoso, así como la vida de otros. Miles de personas han sido torturadas por su lealtad a la religión, perseguidas por fanáticos por lo que es, en muchos casos, una alternativa de fe apenas distinguible. La religión devora recursos, a veces a escala. Una catedral medieval podía necesitar cientos de hombres y varios siglos para su construcción, aunque nunca se usaron como viviendas ni para ningún propósito útil reconocido. ¿Eran cierto tipo de «cola de pavo real» arquitectónicas? Si es así, ¿a quién estaba dirigida la publicidad? La música y la pintura sagradas monopolizaron en gran medida el talento medieval y el del Renacimiento. Las personas devotas han muerto por sus dioses y han matado por ellos; han azotado sus espaldas hasta sangrar, se han jurado a sí mismas una vida de celibato o de silencio, todo al servicio de la religión. ¿Para qué sirve todo esto? ¿Cuál es el beneficio de la religión?
Por «beneficio», un darwinista normalmente quiere decir algún tipo de mejora para la supervivencia de los genes del individuo. Lo que se echa en falta aquí es que el beneficio darwinista no está restringido a los genes del organismo individual. Hay tres objetivos alternativos posibles de beneficio. Uno surge de la teoría de la selección de grupo, y a ello volveré. La segunda surge de la teoría que yo defendía en El fenotipo extendido: el individuo al que se está observando puede estar funcionando bajo influencia manipulativa de genes en otro individuo, quizá un parásito. Dan Dennett nos recuerda que el resfriado común es universal para todos los seres humanos, en el mismo sentido que lo es la religión, aunque no querríamos sugerir que el resfriado nos beneficia. Se conocen multitud de ejemplos de animales manipulados para comportarse de tal forma que favorecen la transmisión de un parásito a su próximo huésped. Yo encapsulé esta idea en mi «teorema central del fenotipo extendido»: «El comportamiento de un animal tiende a maximizar la supervivencia de los genes que “favorecen” ese comportamiento, tanto si esos genes están en el cuerpo del animal particular que lo lleva a cabo como si no».
Tercero, el «teorema central» puede sustituir por «genes» el término más general «replicadores». El hecho de que la religión sea omnipresente probablemente significa que ha trabajado en beneficio de algo, pero no para nosotros ni para nuestros genes. Puede que solo sea para el beneficio de las propias ideas religiosas, en la medida que se comportan de una forma tipo gen, como replicadores. Trataré este tema más adelante, bajo el título «Ten cuidado al pisar, porque estás pisando mis memes»[56]. Entre tanto, continuaré con las interpretaciones más tradicionales del darwinismo, en las que el significado de «beneficio» se asume que es beneficioso para la supervivencia y reproducción individual.
Se supone que las personas cuyo medio de vida es la caza y la recolección, tales como las tribus aborígenes australianas, viven de cierta forma de la misma manera en que lo hicieron nuestros antecesores lejanos. El filósofo de la ciencia neozelandés/australiano Kim Sterelny señala un dramático contraste en sus vidas. Por un lado, los aborígenes son unos magníficos supervivientes bajo condiciones que ponen a prueba sus habilidades prácticas al máximo. Pero, continúa Sterelny, inteligentes como debería ser nuestra especie, somos perversamente inteligentes. Las mismas personas con tanto conocimiento práctico del mundo natural y de cómo sobrevivir en él, de forma simultánea abarrotan sus mentes con creencias que son palpablemente falsas y para las que la palabra «inútil» es un generoso eufemismo. El propio Sterelny está familiarizado con los aborígenes de Papúa-Nueva Guinea. Sobreviven bajo penosas condiciones donde es difícil encontrar comida, a fuerza de «un legendariamente adecuado entendimiento de su entorno biológico. Pero combinan este entendimiento con profundas y destructivas obsesiones sobre la contaminación menstrual de la mujer y la brujería. Muchas de las culturas locales están atormentadas por temores sobre magia y brujería, y por la violencia que acompaña a esos temores». Sterelny nos reta a explicar «cómo podemos ser simultáneamente tan listos y tan estúpidos»(76).
Aunque los detalles varían alrededor del mundo, ninguna cultura conocida carece de alguna versión antiobjetiva y contraproductivas fantasías religiosas que consumen tiempo y riqueza, y rituales que provocan hostilidad. Algunos individuos educados pueden haber abandonado la religión, aunque todos han sido criados en una cultura religiosa de la que normalmente tienen que tomar una decisión consciente para abandonarla. El antiguo chiste norirlandés «Sí, sí; pero ¿eres un ateo protestante o un ateo católico?» está cargado de amarga verdad. Puede decirse que el comportamiento religioso es tan universalmente humano como la práctica heterosexual. Ambas generalizaciones permiten excepciones individuales, aunque solo se comprenden bien a partir de la regla de la que provienen. Las características generales de las especies requieren una explicación darwiniana.
Obviamente, no hay dificultad alguna al explicar la ventaja darwiniana del comportamiento sexual. Está orientado a producir crías, incluso en aquellas ocasiones donde la contraconcepción o la homosexualidad parecen contradecirlo. Pero ¿qué ocurre con el comportamiento religioso? ¿Por qué los humanos ayunan, se arrodillan, hacen genuflexiones, se autoflagelan, golpean paredes con la cabeza, hacen cruzadas o, de otra manera, se recrean en costosas prácticas que pueden consumir la vida y, en casos extremos, acabar con ella?
Hay una pequeña prueba de que las creencias religiosas protegen a las personas de enfermedades relacionadas con el estrés. Esa prueba no es muy fuerte, aunque no sorprendería que fuera cierta, por el mismo tipo de razones por las que una cura de fe puede funcionar en algunos casos. Me gustaría que no fuera necesario añadir que tales efectos beneficiosos no estimulan el valor real de las reclamaciones de la religión. En palabras de George Bernard Shaw, «el hecho de que un creyente sea más feliz que un escéptico no es más relevante que el que un borracho sea más feliz que un sobrio».
Parte de lo que un médico puede aportar a su paciente es consuelo y tranquilidad. Esto no puede descartarse de un plumazo. Literalmente, mi médico no practica curas de fe cruzando las manos en oración. Pero muchas veces me he sentido inmediatamente «curado» de alguna enfermedad menor gracias a la tranquilizadora voz de una cara inteligente coronada por un estetoscopio. El efecto placebo está bien documentado y no tiene mucho misterio. Las píldoras falsas, sin actividad farmacéutica en absoluto, demostrablemente mejoran la salud. Esto es por lo que un ensayo farmacológico doble-ciego debe utilizar placebos como controles. Esto es por lo que los remedios homeopáticos parecen funcionar, incluso aunque estén tan diluidos que tienen la misma cantidad de ingredientes activos que el control placebo —cero moléculas—. A propósito, un desafortunado subproducto de la invasión de los abogados en el territorio médico es que ahora los doctores temen prescribir placebos en la práctica normal. O la burocracia puede obligarles a que identifiquen el placebo en notas escritas a las que el paciente tiene acceso, lo que, por supuesto, corrompe su objeto. Los homeópatas tienen relativamente más éxito porque a ellos todavía se les permite, al contrario que a quienes practican la medicina ortodoxa, administrar placebos —bajo otro nombre—. También tienen más tiempo para dedicarse simplemente a hablar y a ser amables con el paciente. Más aún: en los inicios de su larga historia, la reputación de la homeopatía fue involuntariamente aumentada por el hecho de que sus remedios no tenían efecto alguno —por contraste con los de prácticas médicas ortodoxas, tales como las sangrías, que aumentaban los perjuicios.
¿Es la religión un placebo que prolonga la vida mediante la reducción del estrés? Posiblemente, aunque la teoría tiene muchos escépticos que señalan las muchas circunstancias en las que la religión origina, más que alivia, estrés. Por ejemplo, es difícil de creer que la salud se vea mejorada por el estado semipermanente de culpabilidad morbosa que padece un católico romano con la normal fragilidad humana y con una inteligencia algo menor a la normal. Quizá sea injusto escoger a los católicos. La humorista americana Cathy Ladman observa que «Todas las religiones son lo mismo: la religión es básicamente culpa con diferentes días festivos». En cualquier caso, encuentro que la teoría del placebo es despreciable en comparación con la enorme permeabilidad del fenómeno de la religión en el mundo. No creo que la razón por la que tenemos religión sea que reducía los niveles de estrés de nuestros ancestros. No es una teoría lo suficientemente relevante como para trabajar en ella, aunque ha jugado un papel subsidiario. La religión es un fenómeno muy grande y necesita una gran teoría para explicarlo.
Otras teorías pierden de vista todas las explicaciones darwinistas. Estoy hablando de sugerencias como «la religión satisface nuestra curiosidad sobre el Universo y nuestro lugar en él», o «la religión es consoladora». Aquí puede haber cierta verdad psicológica, como veremos en el capítulo 10, pero en sí misma no es una explicación darwinista. Como dijo significativamente Steven Pinker sobre la teoría del consuelo, en Cómo funciona la mente: «solo aborda la cuestión de por qué una mente podría evolucionar para encontrar bienestar en creencias que puede verse claramente que son falsas. Una persona congelada no encuentra consuelo en creer que está caliente; a una persona que está cara a cara con un león no se le facilitan las cosas por la convicción de que ese león es un conejo». Como poco, la teoría del consuelo debe traducirse en términos darwinistas, y esto es más complicado de lo que podría pensarse. Las explicaciones psicológicas para que la gente encuentre agradable o desagradable cierta creencia son explicaciones aproximadas, no definitivas.
Los darwinistas hacen mucho esta distinción entre aproximado y definitivo. La explicación aproximada para la explosión en el cilindro de un motor de combustión interna es la bujía. La explicación definitiva concierne al propósito para el que se diseñó la explosión: para impeler un pistón del cilindro y, a partir de ahí, girar el cigüeñal. La causa aproximada de la religión sería la hiperactividad de un nodo particular del cerebro. No voy a seguir con la idea neurológica de un «centro divino» en el cerebro, porque aquí no me preocupan las cuestiones aproximadas. No digo esto para despreciarlas. Recomiendo la obra de Michael Shermer Cómo creemos: la búsqueda de Dios en la Era de la Ciencia, en la que encontramos un sucinto debate, que incluye la sugerencia de Michael Persinger y otros de que las experiencias de visiones religiosas están relacionadas con la epilepsia del lóbulo temporal.
Pero mi preocupación en este capítulo son las causas últimas darwinistas. Si los neurocientíficos encuentran un «centro divino» en el cerebro, los científicos darwinistas como yo todavía desearíamos comprender la presión de la selección natural que lo ha favorecido. ¿Por qué aquellos de nuestros ancestros que tenían una tendencia genética a desarrollar un centro divino sobrevivieron para tener más nietos que sus rivales que no la tenían? La definitiva cuestión darwiniana no es una cuestión mejor, ni más profunda, ni más científica que la aproximada cuestión neurológica. Pero es de la que estoy hablando aquí. Ni los darwinistas están satisfechos tampoco con las explicaciones políticas tales como «la religión es una herramienta utilizada por la clase dirigente para subyugar a las clases inferiores». Seguramente sea cierto que los esclavos negros de América se consolaban con las promesas de otra vida, lo que suavizaba su insatisfacción con esta y, por lo tanto, beneficiaba a sus propietarios. La cuestión de si las religiones están diseñadas deliberadamente por cínicos sacerdotes o gobernantes es muy interesante y los historiadores deberían prestarle atención. Pero no es, en sí misma, una cuestión darwinista. Los darwinistas quieren conocer por qué las personas son vulnerables a los encantos de la religión y, por consiguiente, están expuestos a la explotación por parte de los sacerdotes, políticos y reyes. Un cínico manipulador podría utilizar la lujuria sexual como herramienta de poder político, pero seguimos necesitando la explicación darwinista de por qué eso funciona. En el caso de la lujuria, la respuesta es fácil: nuestros cerebros están programados para disfrutar con el sexo porque este, en estado natural, cría hijos. O un manipulador político podría utilizar la tortura para alcanzar sus fines. De nuevo, el darwinista debe aportar la explicación de por qué es efectiva la tortura; por qué hacemos casi cualquier cosa para evitar el dolor intenso. De nuevo parece obvio hasta la banalidad, pero el darwinista sigue necesitando explicarlo con detalle: la selección natural ha establecido la percepción del dolor como una señal de daño corporal que amenaza la vida y nos ha programado para evitarlo. Esos raros individuos que no pueden sentir dolor o que no les afecta, normalmente mueren jóvenes por heridas que el resto de nosotros hubiéramos tomado medidas para evitar. Tanto si esto se explota con cinismo como si simplemente se manifiesta de forma espontánea, ¿qué es lo que, en definitiva, explica la codicia de dioses?
Algunas explicaciones definitivas alegadas resultan ser —o son declaradamente— teorías de «selección de grupo». La selección de grupo es la controvertida idea de que la selección darwinista elige entre especies u otros grupos de individuos. El arqueólogo de Cambridge Colin Renfrew sugiere que el cristianismo sobrevivió con una selección de grupo porque eso fomentaba la idea de la lealtad y el amor fraterno entre este, y eso ayudó a los grupos religiosos a sobrevivir a costa de los grupos menos religiosos. El apóstol de la selección de grupo americana, D. S. Wilson, realizó de forma independiente una sugerencia similar de más alcance en La Catedral de Darwin.
Aquí hay un ejemplo inventado, para mostrar cómo sería una teoría de selección de grupo en la religión. Una tribu con un motivadoramente beligerante «dios de la guerra» gana las guerras contra las tribus rivales cuyos dioses preconizan la paz y la armonía o contra aquellas que no tienen dioses. Los guerreros que creen con firmeza que la muerte de un mártir les lleva directamente al paraíso luchan con valentía, y de forma voluntaria rinden sus vidas. Por eso es más probable que las tribus con ese tipo de religión sobrevivan en guerras intertribales, robando el ganado de la tribu vencida y raptando a sus mujeres como concubinas. Esas tribus triunfadoras engendran tribus hija prolíficamente que siguen propagándose en tribus hija, todas adorando al mismo dios. A propósito, la idea de un grupo engendrando grupos hijo, como una colmena exportando enjambres de abejas, no es improbable. El antropólogo Napoleon Chagnon trazó un mapa de esos pueblos fisionados en su celebrado estudio sobre la «Gente Salvaje», los yanomamis de Sudamérica(77).
Chagnon no es partidario de la selección de grupo, ni yo tampoco. Hay grandes objeciones que hacerle. Aunque soy partidario de la controversia, debo tener cuidado cuando cabalgo sobre mi corcel Tangente, y no alejarme del tema principal de este libro. Algunos biólogos dejan ver una confusión entre la verdadera selección de grupo como la de mi hipotético ejemplo del dios de la guerra, y otra cosa que ellos llaman selección de grupo, pero que si se mira más de cerca resulta ser selección familiar o altruismo recíproco (véase el capítulo 6).
Aquellos de nosotros que menospreciamos la selección de grupo admitimos que, en principio, puede suceder. La cuestión es si supone una fuerza significativa en la evolución. Cuando se compara con la selección a niveles más bajos —como cuando se avanza la selección de grupo como explicación para el autosacrificio individual— es más probable que la selección de nivel más bajo sea más fuerte. En nuestra hipotética tribu, imaginemos a un guerrero preocupado por su propia seguridad en un ejército dominado por anhelantes mártires que aspiran a morir por la tribu y obtener una recompensa celestial. Es solo ligeramente menos probable que finalice en el equipo ganador como resultado de la aversión a la batalla para salvar su propia piel. El martirio de sus camaradas le beneficiará más que lo que, de media, beneficia a los demás, porque ellos morirán. Es más probable que él se reproduzca y es más probable que se transmitan a la siguiente generación sus genes que rechazan el martirio. De ahí que la tendencia al martirio decline en las generaciones futuras.
Este es un pequeño ejemplo simplificado, pero ilustra un problema permanente que hay con la selección de grupo. Las teorías de selección de grupo para el autosacrificio individual son siempre vulnerables a la subversión interna. La muerte y reproducción de los individuos ocurre en una escala temporal más rápida y frecuente que las extinciones y fisiones grupales. Se puede trabajar con modelos matemáticos para mostrar determinadas condiciones especiales bajo las que la selección de grupo pueda ser evolutivamente poderosa. Esas condiciones especiales en general son poco realistas en la naturaleza, aunque puede argüirse que las religiones de los agrupamientos tribales humanos fomentan justamente ese tipo de, de otra forma, condiciones especiales tan poco realistas. Esta es una interesante línea teórica, pero no la voy a continuar aquí excepto para aceptar que el propio Darwin, aunque normalmente era un acérrimo defensor de la selección en el nivel de los organismos individuales, se acercó más de lo que nunca pudiera haber imaginado al seleccionismo grupal en su disertación sobre las tribus humanas:
Cuando dos tribus de hombres primitivos, que viven en el mismo territorio, entran en competencia, la tribu que incluye (otras circunstancias son indiferentes) un mayor número de miembros valientes, compasivos y creyentes, siempre dispuestos a advertir a los demás del peligro, a ayudar y defenderse unos a otros, sin duda tendrá más éxito y conquistará a la otra… Las personas egoístas y contenciosas no se cohesionan, y sin coherencia mutua nada puede efectuarse. Una tribu que posea las características arriba indicadas en un alto grado se diseminará y vencerá a otras tribus; pero en el transcurso del tiempo podría, juzgando la historia pasada, ser vencida por alguna otra tribu todavía mejor dotada(78).
Para satisfacer a especialistas biológicos que pudieran estar leyendo esto, añadiría que la idea de Darwin no consistía estrictamente en la selección de grupo, en el sentido verdadero de que los grupos de éxito se disgregan en grupos hijo cuya frecuencia puede contabilizarse en una metapoblación de grupos. En vez de eso, Darwin visualizó tribus con miembros altruistamente cooperativos diseminando y siendo más numerosos en términos de cantidad de individuos. El modelo de Darwin se parece más al de la diseminación de la ardilla gris en Gran Bretaña, a expensas de la ardilla roja: reemplazo ecológico, no verdadera selección de grupo.
En cualquier caso, me gustaría ahora dejar de lado la selección de grupo y volver a mi propio punto de vista del valor de supervivencia darwinista de la religión. Soy uno de los cada vez más numerosos biólogos que ven la religión como un subproducto de alguna otra cosa. De forma más general, creo que quienes especulamos acerca del valor de la supervivencia darwinista necesitamos «pensar en subproductos». Puede que cuando preguntemos acerca del valor de supervivencia de cualquier cosa estemos haciendo la pregunta errónea. Necesitamos reescribir la cuestión en una forma más útil. Quizá la característica en la que estamos interesados (en este caso, la religión) no tiene un valor de supervivencia directo por sí misma, pero es un subproducto de algo que sí lo tiene. Encuentro que esto puede ser útil para introducir la idea del subproducto con una analogía que proviene de mi especialidad del comportamiento animal.
Las mariposas nocturnas vuelan hacia la llama de la vela y esto no parece ser accidental. Se salen de su camino para incinerarse en una ofrenda de fuego. Podemos denominarlo «comportamiento de autoinmolación» y, bajo este provocativo nombre, imaginar cómo podría favorecerlo en la tierra la selección natural. Mi idea es que debemos reescribir la cuestión antes de incluso intentar una respuesta inteligente. Esto no es suicidio. El aparente suicidio surge como efecto colateral involuntario o subproducto de cualquier otra cosa. Un subproducto… ¿de qué? Bien, esta es una posibilidad, que servirá para este propósito. La luz artificial es un invitado reciente a la escena nocturna. Hasta hace poco tiempo, las únicas luces nocturnas a la vista eran la Luna y las estrellas. Están en el infinito óptico, por lo que los rayos que salen de ellas son paralelos. Esto hace que sean adecuadas para utilizarse como compases. Se sabe que los insectos utilizan objetos celestiales tales como el Sol y la Luna para guiarse correctamente en línea recta y pueden utilizar la misma brújula, con signo opuesto, para regresar al hogar tras una escapada. El sistema nervioso de los insectos es un experto en establecer una regla de tres temporal de este tipo: «dirígete en un curso tal que los rayos de luz incidan en tu ojo en un ángulo de 30 grados». Dado que los insectos tienen ojos compuestos (con tubos rectos o guías de luz irradiando desde el centro del ojo como las espinas de los erizos), esto podría corresponder en la práctica a algo tan simple como guardar la luz en un tubo particular u omatidio. Pero la brújula de luz confía críticamente en el objeto celestial que está en el infinito óptico. Si no lo está, los rayos no son paralelos, sino que divergen como los radios de una rueda. Un sistema nervioso aplicando la regla de tres de los 30 grados (o cualquier otro ángulo agudo) a una vela cercana, tal como si fuera la Luna en el infinito óptico, dirigirá a la mariposa nocturna, mediante una trayectoria espiral, hacia la llama. Trasládelo a usted mismo, utilizando cualquier ángulo agudo como el de 30 grados, y generará una elegante espiral logarítmica hacia la vela.
Aunque en esta circunstancia particular es fatal, la regla de tres de la mariposa nocturna es, de media, una buena regla porque para una mariposa nocturna la observación de las velas es extraña en comparación con la observación de la Luna. No nos damos cuenta de los cientos de mariposas que silenciosa y eficazmente están dirigidas por la Luna o por una brillante estrella, o incluso por el brillo de una ciudad lejana. Solo vemos a las mariposas revoloteando hacia nuestra vela, y hacemos la pregunta incorrecta: ¿por qué se suicidan todas esas mariposas? En vez de eso deberíamos preguntar por qué tienen sistemas nerviosos que las dirigen manteniendo un ángulo fijo hacia los rayos de luz, una táctica que solo percibimos cuando es errónea. Cuando la pregunta se reelabora, el misterio desaparece. Nunca fue correcto denominarlo suicidio. Es un subproducto fallido de una brújula normalmente útil.
Ahora, apliquemos la lección del subproducto al comportamiento religioso en los humanos. Observamos gran número de personas —en muchas zonas llegan casi al cien por cien— que tienen creencias que contradicen categóricamente hechos científicos, así como a religiones rivales seguidas por otros. Las personas no solo mantienen esas creencias con apasionada certeza, sino que dedican tiempo y recursos a costosas actividades que surgen de esas creencias. Mueren por ellas, o matan por ellas. Este hecho nos maravilla, de la misma manera que nos maravilla el «comportamiento de autoinmolación» de las mariposas nocturnas. Desconcertados, preguntamos por qué. Pero mi idea es que puede ser que estemos haciendo la pregunta errónea. El comportamiento religioso puede ser un subproducto fallido y desafortunado de una propensión psicológica subyacente que, en otras circunstancias, es, o una vez fue, útil. Bajo este punto de vista, la propensión que fue seleccionada naturalmente en nuestros antepasados no fue religión per se; tenía algunos otros beneficios, y solo accidentalmente se manifiesta como comportamiento religioso. Solo comprenderemos el comportamiento religioso si previamente lo renombramos.
Entonces, si la religión es un subproducto de alguna otra cosa, ¿qué es esa otra cosa? ¿Cuál es la contrapartida del hábito de la mariposa nocturna de navegar gracias a brújulas celestiales? ¿Cuál es el primitivamente ventajoso rasgo característico que a veces falla para crear una religión? Voy a ofrecer una sugerencia a modo de ilustración, pero debo poner énfasis en que esto es solo un ejemplo del tipo de cosas a que me refiero y volveré a sugerencias paralelas hechas por otros. Estoy mucho más comprometido con el principio general de que la cuestión debería establecerse apropiadamente e incluso, si es necesario, debería reescribirse, más que con cualquier respuesta particular.
Mi hipótesis específica tiene que ver con los niños. Más que cualquier otra especie, sobrevivimos por la experiencia acumulada de generaciones previas, y esa experiencia necesita trasladarse a los niños para su protección y bienestar. Teóricamente, los niños deberían aprender por experiencia personal a no acercarse al borde de un precipicio, a no comer frutas rojas desconocidas, a no nadar en aguas infestadas de cocodrilos. Pero, por no decir más, habrá una cierta ventaja selectiva para aquellos cerebros infantiles que tienen una regla de tres: creer, sin dudar, cualquier cosa que tus mayores te digan. Obedecer a tus padres; obedecer a los ancianos de la tribu, especialmente cuando adoptan un solemne y conminatorio tono de voz. Confiar sin dudar en nuestros mayores. Esta es una regla generalmente valiosa para un niño. Pero, como ocurre con las mariposas nocturnas, puede ir mal.
Nunca he olvidado un terrorífico sermón, predicado en la capilla de mi colegio cuando era pequeño. Es decir, terrorífico en retrospectiva: por aquel entonces, mi cerebro infantil lo aceptaba en el espíritu que pretendía el predicador. Él nos contaba una historia de una brigada de soldados, de instrucción junto a las vías de un tren. En un momento crítico, el sargento distrajo su atención, y no dio la orden de alto. Los soldados estaban tan bien entrenados en obedecer órdenes sin hacer preguntas que continuaron marchando, derechos al camino del tren que se acercaba. Ahora, por supuesto, no creo la historia y espero que el predicador tampoco la creyera. Pero la creía cuando tenía nueve años, porque la había escuchado de un adulto que tenía autoridad sobre mí. Tanto si él la creía como si no, el predicador deseaba que nosotros admiráramos e imitáramos la esclavitud y obediencia incuestionada al orden de los soldados, sin embargo ridículo, hacia una figura de autoridad. Hablando por mí mismo, creo que lo admirábamos. Como adulto encuentro casi imposible dar crédito a que en mi niñez me preguntara si habría tenido el valor de cumplir con mi obligación marchando bajo el tren. Pero así, por lo que a esta cuestión atañe, es como recuerdo mis sentimientos. Obviamente, el sermón me produjo una profunda impresión, dado que lo recuerdo y os lo he transmitido.
Para ser justos, no creo que el predicador pensara que estaba transmitiendo un mensaje religioso. Probablemente era más militar que religioso, en el espíritu de «La carga de la Brigada Ligera» de Tennyson, que bien podría haber citado:
¡Adelante la Brigada Ligera!
¿Había algún hombre afligido?
No; aunque el soldado sabía
que alguien había cometido un error:
ellos no replicarían,
ellos no preguntarían el porqué,
ellos harían y morirían:
al interior del valle de la Muerte
cabalgaron los seiscientos.
(Uno de los primeros y más chirriantes registros de la voz humana de los que se tiene noticia es el del propio lord Tennyson leyendo este poema, y la impresión que se obtiene de una voz hueca declamando en un túnel largo y oscuro desde las profundidades del pasado parece siniestramente apropiada). Desde el punto de vista del alto mando sería de locos permitir que quedara a discreción de cada soldado si obedecer o no una orden. Las naciones cuya infantería actúa por iniciativa propia en vez de siguiendo órdenes tienden a perder las guerras. Desde el punto de vista de la nación, sigue siendo una buena regla de tres incluso si esto origina a veces desastres particulares. Los soldados están entrenados para ser lo más parecidos posible a autómatas o a ordenadores.
Los ordenadores hacen lo que se les manda. Servilmente obedecen cualquier instrucción dada en su propio lenguaje de programación. Así es como hacen cosas útiles como procesar textos y realizar operaciones en hojas de cálculo. Pero, como inevitable subproducto, son igualmente robóticos a la hora de obedecer instrucciones incorrectas. No tienen modo alguno de decir si una instrucción tendrá un buen efecto o uno malo. Simplemente, obedecen, como se supone que lo hacen los soldados. Es su incuestionable obediencia lo que hace que los ordenadores sean útiles, y exactamente eso mismo hace que sean inevitablemente vulnerables a la infección de virus y gusanos. Un programa maliciosamente diseñado que diga «cópiame y envíame a todas las direcciones que puedas encontrar en el disco duro» será simplemente obedecido y vuelto a obedecer por los demás ordenadores de la línea por la que se está enviando, en una expansión exponencial. Es difícil, por no decir imposible, diseñar un ordenador que sea obedientemente útil y, al mismo tiempo, inmune a la infección.
Si he hecho bien mi trabajo de ablandamiento, ya habrás completado mi argumento acerca de los cerebros infantiles y la religión. La selección natural construye cerebros infantiles con una tendencia a creer cualquier cosa que les digan sus padres y los ancianos de la tribu. Esta confiada obediencia es muy valiosa para la supervivencia: lo análogo a dejarse guiar por la Luna de las mariposas nocturnas. Pero la cara opuesta de la obediencia confiada es la credulidad servil. El inevitable subproducto es la vulnerabilidad a la infección por virus mentales. Por excelentes razones relacionadas con la supervivencia darwinista, el cerebro de los niños necesita confiar en sus padres y en adultos en quienes sus padres les dicen que confíen. Una consecuencia automática es que quien confía no tiene manera de distinguir un buen consejo de uno malo. El niño no puede saber que «no chapotees en el Limpopo[57] infestado de cocodrilos» es un buen consejo, pero «debes sacrificar una cabra en luna llena, porque de otra forma no lloverá» es, en el mejor de los casos, un desperdicio de tiempo y de cabras. Ambas admoniciones suenan igualmente merecedoras de confianza. Ambas provienen de una fuente respetada y son emitidas con una solemne seriedad que infunde respeto y demanda obediencia. Lo mismo vale para proposiciones sobre el mundo, sobre el Cosmos, sobre la moralidad y sobre la naturaleza humana. Y, muy probablemente, cuando los niños crecen y tienen sus propios hijos, naturalmente les traspasarán el lote completo —tanto las tonterías como el sentido común— utilizando la misma infecciosa gravedad de maneras.
En este modelo deberíamos esperar que, en distintas regiones geográficas, se transmitirían diferentes creencias arbitrarias, ninguna de ellas con base real alguna, para ser creídas con la misma convicción, como útiles piezas de sabiduría tradicional, como la creencia de que el estiércol es bueno para los cultivos. También deberíamos esperar que las supersticiones y otras creencias no objetivas evolucionaran —cambiaran a lo largo de generaciones— bien por movimientos aleatorios o por algún tipo de analogía de la selección darwinista, finalmente mostrando un patrón de divergencia significativa a partir de ancestros comunes. Dado un tiempo suficiente en separación geográfica, las lenguas se apartan de un progenitor común (volveré a este punto en un momento). Lo mismo parece ser cierto para creencias y mandamientos infundados y arbitrarios, transmitidos durante generaciones —creencias a las que quizá la útil programabilidad del cerebro infantil les dio un aire justo.
Los líderes religiosos son bien conscientes de la vulnerabilidad del cerebro infantil y de la importancia del adoctrinamiento en edades tempranas. La jactancia jesuítica «Dame al niño durante sus siete primeros años y te devolveré al hombre» no por trillada es menos adecuada (o siniestra). En tiempos más recientes, James Dobson, fundador del infame movimiento Foco en la Familia[58], conoce igualmente bien el principio: «Aquellos que controlan lo que se enseña a los jóvenes y lo que estos experimentan —lo que ven, oyen, piensan y creen— determinarán el curso de la nación»(79).
Pero, recordemos, mi sugerencia específica acerca de la útil credulidad del cerebro infantil es solo un ejemplo del tipo de cosa que podría ser el análogo de las mariposas nocturnas navegando gracias a la Luna o las estrellas. El etólogo Robert Hinde, en Por qué persisten los dioses; el antropólogo Pascal Boyer, en La religión explicada, y Scout Atran, en Confiamos en los dioses, han promovido independientemente la idea general de la religión como subproducto de caracteres psicológicos normales —muchos subproductos, diría yo, porque los antropólogos están especialmente preocupados por enfatizar la diversidad de las religiones del mundo, así como lo que tienen en común—. Los hallazgos de los antropólogos nos parecen extraños porque no nos resultan familiares. Todas las creencias religiosas parecen extrañas a todos los que no han sido educados en ellas. Boyer investigó a los fang de Camerún, quienes creen…
… que las brujas tienen un órgano extra interno similar a un animal que vuela por la noche y arruina los cultivos de otras personas o envenena su sangre. También se dice que a veces esas brujas se reúnen en enormes banquetes, donde devoran a sus víctimas y planean futuros ataques. Muchos te dirán que un amigo o el amigo de un amigo realmente vio a las brujas volando sobre el pueblo por la noche, sentadas en una hoja de banano y arrojando dardos mágicos a diversas víctimas confiadas.
Boyer continúa con una anécdota personal:
Estaba mencionando esto y otros exotismos durante una cena en una de las facultades de Cambridge cuando uno de nuestros invitados, un prominente teólogo de Cambridge, se giró hacia mí y me dijo: «Esto es lo que hace que la antropología sea tan fascinante y a la vez tan difícil. Tienes que explicar cómo la gente puede creer en ese sinsentido». Lo que me dejó atónito. La conversación ya había cambiado, antes de que yo pudiera encontrar una respuesta adecuada —hacia algo que tenía que ver con calderos y cazuelas—.
Asumiendo que el teólogo de Cambridge era un cristiano importante, probablemente creyera alguna combinación de lo siguiente:
• En el tiempo de sus ancestros, un hombre nace de una madre virgen sin que intervenga un padre biológico.
• El mismo hombre sin padre grita a un amigo suyo llamado Lázaro, muerto hacía tiempo suficiente como para que hediera, y Lázaro vuelve rápidamente a la vida.
• El propio hombre sin padre vuelve a la vida tras haber sido muerto y enterrado durante tres días.
• Cuarenta días después, el hombre sin padre sube a la cima de una colina y desaparece corpóreamente en el cielo.
• Si murmuras pensamientos privados en tu cabeza, el hombre sin padre y su «Padre» (que también es Él mismo) oirá tus pensamientos y puede actuar según ellos. Simultáneamente, es capaz de oír los pensamientos de todo el resto del mundo.
• Si haces algo malo, o algo bueno, el mismo hombre sin padre lo ve todo, incluso aunque nadie más lo vea. Puedes ser recompensado o castigado en función de ello, incluso después de tu muerte.
• La virginal madre del hombre sin padre nunca murió, sino que «ascendió» corpóreamente al cielo.
• El pan y el vino, si se bendicen por un sacerdote (que tiene que tener testículos), «se convierten» en el cuerpo y en la sangre del hombre sin padre.
Qué haría con este conjunto de creencias un antropólogo objetivo cuando estuviera en su trabajo en Cambridge.
La idea de los subproductos psicológicos crece naturalmente a partir del campo importante y en vías de desarrollo de la psicología evolutiva(80). Los psicólogos evolutivos sugieren que, así como el ojo es un órgano de visión evolucionado, y el ala un órgano evolucionado para el vuelo, el cerebro es una colección de órganos (o «módulos») para abordar un conjunto de necesidades especiales de proceso de datos. Hay un módulo para tratar con el parentesco, un módulo para abordar los intercambios recíprocos, un módulo relacionado con la empatía, y así. Podemos ver la religión como un subproducto de los fallos de varios de esos módulos, por ejemplo, los módulos para modelar teorías de otras mentes, para formar coaliciones y para discriminar a favor de miembros del propio grupo y en contra de los extraños. Cualesquiera de ellas podrían servir como el equivalente humano de la navegación celestial de las mariposas nocturnas, vulnerables al fallo de la misma forma en la que sugería para la credulidad infantil. El psicólogo Paul Bloom, otro defensor de la «religión como subproducto», apunta que los niños tienen una tendencia natural hacia una teoría de la mentalidad dualista. Para él la religión es un subproducto de tal dualismo instintivo. Nosotros los humanos, sugiere, y especialmente los niños, somos dualistas de nacimiento. Un dualista reconoce una distinción fundamental entre materia y mente. Un monista, por contraste, cree que la mente es una manifestación de la materia —material en un cerebro o quizá un ordenador— y no puede existir aparte de la materia. Un dualista cree que la mente es cierto tipo de espíritu incorpóreo que habita en el cuerpo y, por lo tanto, concebiblemente, podría abandonar el cuerpo y existir en cualquier otro lugar. Los dualistas rápidamente interpretan la enfermedad mental como una «posesión demoníaca», siendo esos demonios espíritus cuya residencia en el cuerpo es temporal, por lo que pueden ser «expulsados» de ese cuerpo. Los dualistas personifican los objetos físicos inanimados a la menor oportunidad, buscando espíritus y demonios incluso en cascadas y nubes.
La novela de 1882 de F. Anstey, Vice Versa, tiene sentido para un dualista, pero estrictamente debería ser incomprensible para un minucioso monista como yo. De forma misteriosa, el señor Bultitude y su hijo se encuentran con que se han intercambiado sus cuerpos. El padre, para regocijo del hijo, se ve obligado a ir a la escuela en el cuerpo del hijo; mientras que el hijo, en el cuerpo del padre, casi arruina los negocios paternos gracias a sus inmaduras decisiones. Una trama similar fue usada por P. G. Wodehouse en El gas hilarante, donde el conde de Havershot y una estrella de cine infantil caen anestesiados en el mismo momento en los sillones del dentista del barrio, y cada uno se despierta en el cuerpo del otro. De nuevo, esta trama solo tiene sentido para un dualista. Tiene que haber algo que pertenezca a lord Havershot que no forme parte de su cuerpo; de otra forma, ¿cómo podría despertarse en el cuerpo de un actor infantil?
Como la mayoría de los científicos, no soy dualista, aunque soy capaz de divertirme con Vice Versa y con El gas hilarante. Paul Bloom diría que esto se debe a que, incluso aunque he aprendido a ser un intelectual monista, soy un animal humano y, por lo tanto, he evolucionado como dualista instintivo. La idea de que hay un yo situado en alguna parte detrás de mis ojos y es capaz, al menos en la ficción, de migrar hacia la cabeza de cualquier otra persona, está profundamente arraigada en mí y en todos los otros seres humanos, cualesquiera que sean las pretensiones intelectuales hacia el monismo. Bloom apoya su opinión con pruebas experimentales de que es incluso más probable que los niños sean más dualistas que los adultos, en especial los niños muy jóvenes. Esto sugiere que hay una tendencia al dualismo generada dentro del cerebro y, de acuerdo con Bloom, dota de una predisposición natural a abrazar ideas religiosas.
Bloom sugiere también que estamos innatamente predispuestos a ser creacionistas. La selección natural «no tiene sentido intuitivo». Es especialmente más probable que los niños asignen un propósito a todo, como la psicóloga Deborah Keleman nos dice en su artículo «¿Son los niños “teístas intuitivos”?»(81). Las nubes son «para llover». Las rocas puntiagudas son «así para que los animales puedan rascarse cuando tengan picores». La asignación de un propósito a todo se denomina teleología. Los niños son teleólogos de nacimiento, y muchos nunca dejan de serlo.
El dualismo y la teleología de nacimiento nos predisponen, bajo las condiciones adecuadas, a la religión, tal como la reacción frente a la brújula lumínica de mis mariposas nocturnas las predispone al suicidio involuntario. Nuestro dualismo innato nos prepara para creer en un «alma» que habita el cuerpo, en vez de ser una parte integral de este. Puede imaginarse fácilmente que un espíritu incorpóreo así se mueva hacia algún otro lugar tras la muerte del cuerpo. También podemos imaginar fácilmente la existencia de una deidad superior como espíritu puro, no como propiedad emergente de una materia compleja, sino existiendo de forma independiente de la materia. Incluso más obviamente, la teleología infantil nos predispone a la religión. Si todo tiene un propósito, ¿de quién es el propósito? De Dios, por supuesto.
Pero ¿cuál es la contrapartida de la utilidad de la brújula luminosa de las mariposas nocturnas? ¿Por qué debería la selección natural haber favorecido el dualismo y la teleología en los cerebros de nuestros antepasados y sus hijos? Más aún: mi concepto de la teoría de los «dualistas innatos» simplemente ha presupuesto que los humanos nacen dualistas y teleólogos de forma natural. Aunque ¿cuál sería la ventaja darwinista? Predecir el comportamiento de entidades de nuestro mundo es importante para nuestra supervivencia, y esperaríamos de la selección natural que hubiera modelado nuestros cerebros para hacer esa predicción de forma rápida y eficaz. ¿Podría ayudarnos en esto el dualismo y la teleología? Podemos comprender mejor esta hipótesis a la luz de lo que el filósofo Daniel Dennett ha denominado la postura intencional. Dennett ha ofrecido una práctica clasificación de tres formas de las «posturas» que adoptamos para intentar comprender y, de ahí, predecir el comportamiento de entidades tales como animales, máquinas o unos a otros(82). Está la postura física, la postura del diseño y la postura intencional. La postura física siempre funciona en principio, porque, en el fondo, todo obedece las leyes de la física. Pero pensar en las cosas utilizando la postura física puede ser muy lento. Para cuando nos hayamos sentado a calcular todas las interacciones de las partes móviles de un objeto complejo, nuestra predicción de su comportamiento probablemente llegará demasiado tarde. Para un objeto que realmente haya sido diseñado, como una lavadora o una ballesta, la postura del diseño es un atajo económico. Podemos imaginar cómo se comportará el objeto yendo más allá de la física y apelando directamente al diseño. Como dice Dennett:
Casi todo el mundo puede predecir cuándo va a sonar la alarma de un reloj a partir de la base de la inspección superficial de su exterior. Uno no sabe o no se preocupa de saber si funciona con cuerda, con pilas, con energía solar, si está hecho de coronas de cobre y cojinetes de piedras preciosas o de chips de silicio; uno asume simplemente que está diseñado para que la alarma suene cuando se ha establecido que lo haga.
Las cosas vivientes no están diseñadas, aunque la selección natural darwinista autoriza para ellas una versión de la postura del diseño. Tomamos un atajo para comprender el corazón si asumimos que está «diseñado» para bombear sangre. A Karl von Frisch le encargaron que investigara la visión a color de las abejas (en contra de la opinión ortodoxa de que son ciegas a los colores) porque asumió que los brillantes colores de las flores estaban «diseñados» para atraerlas. Las comillas están diseñadas para ahuyentar a los creacionistas deshonestos que, de otra forma, podrían proclamar al gran zoólogo austríaco como uno de ellos. No es necesario decirlo, era perfectamente capaz de traducir la postura del diseño a los términos darwinistas adecuados.
La postura intencional es otro atajo, y funciona mejor que la postura del diseño. Se asume que una entidad no está meramente diseñada para un propósito, sino que es, o contiene, un agente con intenciones que guían sus acciones. Cuando vemos un tigre, haremos mejor en no retrasar nuestra predicción de su posible comportamiento. No importan la física o sus moléculas y no importa el diseño de sus miembros, de sus garras, de sus dientes. El felino intenta comerte y utilizará sus miembros, garras y dientes de formas lo suficientemente flexibles e ingeniosas como para alcanzar sus objetivos. La forma más rápida para imaginar en segundos cuál va a ser su comportamiento es olvidar la física y la fisiología y buscar la intencionalidad. Nótese que, de la misma manera que la postura del diseño funciona para cosas que no han sido realmente diseñadas, la postura intencional funciona para cosas que no tienen intenciones conscientes y deliberadas, así como para las cosas que sí las tienen.
Me parece completamente posible que la postura intencional tenga un valor de supervivencia como mecanismo cerebral que acelera la toma de decisiones en circunstancias peligrosas y en situaciones sociales decisivas. Es menos inmediatamente claro que el dualismo sea un concomitante necesario de la postura intencional. No voy a tratar este tema aquí, pero creo que podría desarrollarse un caso en el que algún tipo de teoría de otras mentes, que podría con justicia describirse como dualista, sea probable que resida bajo la postura intencional —especialmente en situaciones sociales complicadas e incluso más especialmente cuando entra en juego la intencionalidad de alto nivel—.
Dennett habla de intencionalidad de tercer orden (el hombre que cree que la mujer sabe que él la quiere), cuarto orden (la mujer que se da cuenta de que el hombre cree que la mujer sabe que él la quiere) e incluso intencionalidad de quinto orden (el chamán que averigua que la mujer se da cuenta de que el hombre cree que la mujer sabe que él la quiere). Es probable que niveles mucho más altos de intencionalidad queden confinados a la ficción, como se satiriza en la graciosa novela de Michael Frayn Los hombres metálicos: «Mirando a Nunopoulos, Rick sabía que él estaba casi en lo cierto de que Anna sintiera un apasionado desprecio por la incapacidad de Fiddlingchild de comprender sus sentimientos acerca de Fiddlingchild, y sabía también que Nina sabía que ella sabía del conocimiento de Nunopoulos…». Pero el hecho de que podamos reírnos de tales contorsiones de la inferencia de ficción de otras mentes, probablemente nos esté diciendo algo importante del modo en que nuestras mentes han sido seleccionadas naturalmente para funcionar en el mundo real.
La postura intencional, al menos en sus órdenes más básicos, como la postura del diseño, ahorra tiempo que puede ser vital para la supervivencia. Consecuentemente, la selección natural ha conformado el cerebro para utilizar la postura intencional como atajo. Estamos programados biológicamente para imputar intenciones a entidades cuyo comportamiento nos interesa. De nuevo, Paul Bloom cita pruebas experimentales de que es especialmente probable que los niños adopten la postura intencional. Cuando los bebés ven un objeto que en apariencia persigue a otro objeto (por ejemplo, en la pantalla de un ordenador), asumen que están siendo testigos de una persecución activa por parte de un agente intencional, y demuestran el hecho manifestando sorpresa cuando el agente putativo fracasa en la persecución.
La postura del diseño y la postura intencional son útiles mecanismos cerebrales, importantes para acelerar la capacidad de imaginar en segundos entidades que realmente importan para la supervivencia, como los depredadores o la pareja potencial. Aunque, como otros mecanismos cerebrales, esas posturas pueden fallar. Los niños y los hombres primitivos imputan intenciones al tiempo, a las olas y a las corrientes, a las rocas que caen. Todos nosotros somos propensos a hacer las mismas cosas con las máquinas, especialmente cuando nos dejan tirados. Muchos recordarán con cariño el día en que el coche de Basil Fawlty se rompió durante su vital misión para salvar del desastre la Noche del Gourmet. Le dio un aviso justo, contó hasta tres, luego salió del coche, asió una rama de árbol y lo golpeó hasta la extenuación. La mayoría de nosotros hubiéramos hecho lo mismo, al menos de momento, si no con un coche sí con un ordenador. Justin Barrett acuñó el acrónimo DDHA para los Dispositivos para la Detección Hiperactiva de Agentes. Nosotros detectamos hiperactivamente agentes cuando no los hay y esto nos hace sospechar malicia o benignidad donde, de hecho, la naturaleza solo es indiferente. Me he descubierto a mí mismo abrigando de forma momentánea un resentimiento salvaje contra algo inocentemente inanimado como la cadena de mi bicicleta. Hay un conmovedor informe reciente de un hombre que al pisar el cordón de su zapato en el Museo Fitzwilliam, de Cambridge, se cayó por las escaleras y trituró tres jarrones de la dinastía Qing de incalculable valor: «Aterrizó en medio de los jarrones y se desintegraron en millones de piezas. Todavía estaba allí sentado y anonadado cuando apareció el personal. Todos le rodearon en silencio, como si estuvieran conmocionados. El hombre apuntó al cordón de su zapato, diciendo: “Aquí está; este es el culpable”»(83).
Se han propuesto otras explicaciones de la religión como subproducto por Hinde, Shermer, Boyer, Atran, Bloom, Dennett, Keleman y otros. Una posibilidad especialmente intrigante mencionada por Dennett es que la irracionalidad de la religión es un subproducto de un mecanismo irracional generado en el cerebro: nuestra tendencia, que probablemente tenga ventajas genéticas, de enamorarnos.
La antropóloga Helen Fisher, en Por qué amamos, ha expresado bellamente la locura del amor romántico, y cómo en el extremo se compara con lo que parecería estrictamente necesario. Mirémoslo de esta forma. Desde el punto de vista de un hombre, digamos, es improbable que cualquier mujer que él conozca sea cien veces más merecedora de amor que su competidora más cercana, aunque es así como probablemente él la describa cuando esté «enamorado». En vez de la devoción fanáticamente monógama a la que somos susceptibles, cierto tipo de «poliamoría» aparece como algo más racional. (La poliamoría es la creencia de que uno puede amar simultáneamente a varios miembros del sexo opuesto, del mismo modo que puede gustarle más de un vino, compositor, libro o deporte). Aceptamos alegremente que podemos amar a más de un niño, padre, hermano, profesor, amigo o mascota. Cuando pensamos en esto de esa forma, ¿no es ciertamente extraña la total exclusividad que esperamos del amor conyugal? Pero esto es lo que esperamos, y esto es lo que deseamos alcanzar. Tiene que haber una razón.
Helen Fisher y otros han mostrado que estar enamorado se acompaña de estados cerebrales únicos, incluyendo la presencia de sustancias químicas neuronalmente activas (de hecho, drogas naturales) que son altamente específicas y características de ese estado. Los psicólogos evolucionistas están de acuerdo con ella en que el irracional amor a primera vista podría ser un mecanismo para asegurar la lealtad a la pareja, para durar juntos lo suficiente como para engendrar un hijo juntos. Desde un punto de vista darwinista es, sin duda, importante elegir una buena pareja, por todo tipo de razones. Pero una vez hecha la elección —incluso una pobre— y concebido el niño, es más importante aguantarse con la opción elegida tanto en los buenos como en los malos tiempos, al menos hasta que el niño haya sido destetado.
¿Podría ser la irracional religión un subproducto de los irracionales mecanismos que originalmente fueron construidos en el cerebro por la selección para enamorarse? En verdad, la fe religiosa tiene algo del mismo carácter que el enamoramiento (y ambos tienen muchos de los atributos de estar colocado con drogas adictivas[59]). El neuropsiquiatra John Smythies advierte que hay diferencias significativas entre las áreas de cerebro activadas por los dos tipos de manía. Sin embargo, también apunta similitudes:
Una faceta de las muchas caras de la religión es el intenso amor enfocado a una persona sobrenatural, por ejemplo, Dios, más la reverencia hacia iconos de esa persona. La vida humana está dirigida en gran manera por nuestros genes egoístas y por los procesos de refuerzo. Mucho refuerzo positivo deriva de la religión: sentimientos cálidos y confortables al ser amados y protegidos en un mundo peligroso, pérdida del temor ante la muerte, ayuda en la adversidad en respuesta a las oraciones en tiempos difíciles, etc. Igualmente, el amor romántico por otra persona real (normalmente, del otro sexo) muestra la misma concentración en el otro y los refuerzos positivos relacionados. Esos sentimientos pueden desencadenarse por iconos del otro, tales como cartas, fotografías e incluso, en épocas victorianas, mechones de cabello. El estado de enamoramiento tiene muchos acompañamientos, como el suspirar como un horno(84).
Yo hice la comparación entre enamorarse y la religión en 1993, cuando advertí que los síntomas de un individuo infectado por la religión «pueden ser sorprendentemente reminiscentes de aquellos más normales asociados al amor sexual. Esta es una fuerza extremadamente poderosa en el cerebro, y no sorprende que algunos virus hayan evolucionado para explotarlo» (aquí, «virus» es una metáfora para las religiones: mi artículo se llamaba «Virus de la mente»). La famosa visión orgásmica de santa Teresa de Ávila es demasiado notoria como para tener que citarla de nuevo. Más seriamente y en un plano menos crudo sensualmente, el filósofo Anthony Kenny proporciona un conmovedor testimonio de la pura delicia que espera a aquellos que se las arreglan para creer en el misterio de la transustanciación. Tras describir su ordenación en Roma como sacerdote católico, facultado por la imposición de manos para celebrar misa, continuó con lo que él recordaba vívidamente:
… la exaltación de los primeros meses durante los cuales tenía el poder de decir Misa. Normalmente me levantaba de la cama lenta y pausadamente, debería haber saltado de la cama temprano, completamente consciente y lleno de excitación por el pensamiento del trascendental acto que tenía el privilegio de llevar a cabo…
Estaba tocando el cuerpo de Cristo, la proximidad del sacerdote a Jesús era lo que más me cautivaba. Yo mantendría fija la mirada en la Hostia tras las palabras de consagración, mirando dulcemente como un amante mira dentro de los ojos de su amada… Esos primeros días como sacerdote permanecen en mi memoria como días de satisfacción y trémula felicidad; algo precioso, y aun demasiado frágiles para durar, como un romántico noviazgo finalizado de repente por la realidad de un matrimonio mal avenido.
El equivalente a la reacción de la mariposa nocturna frente a la guía lumínica es aparentemente irracional, aunque un útil hábito para enamorarse de un, y solo uno, miembro del sexo opuesto. El subproducto fallido —equivalente a volar hacia la llama de la vela— es enamorarse de Yahvé (o de la Virgen María, o de una hostia, o de Alá) y actuar irracionalmente motivados por ese amor.
El biólogo Lewis Wolpert, en Seis cosas imposibles antes del desayuno, sugiere que puede verse como una generalización de la idea de la irracionalidad constructiva. Su idea es que esa irracionalmente fuerte convicción es una salvaguarda frente a la volubilidad de la mente: «si las creencias que salvan vidas no hubieran estado fuertemente ancladas, ese hecho podría haber sido desventajoso en la temprana evolución humana. Sería una desventaja muy dura, por ejemplo, al cazar o construir herramientas, para mantener cambiante la mente de uno». La implicación del argumento de Wolpert es que, al menos bajo ciertas circunstancias, es preferible persistir en una creencia irracional antes que vacilar, incluso si nuevas pruebas o razonamientos favorecen un cambio. Es fácil ver el argumento de «enamorarse» como un caso especial, y es asimismo fácil ver la «persistencia irracional» de Wolpert como otra útil predisposición psicológica que podría explicar importantes aspectos de comportamiento religioso irracional: aún otro subproducto.
En su libro Evolución social, Robert Trivers amplía su teoría de 1976 sobre el autoengaño, afirmando que
… ocultar la verdad a la mente consciente es la mejor forma de ocultarla a los demás. En nuestra propia especie reconocemos que los ojos bajos, las palmas de las manos sudorosas y las voces roncas pueden indicar el estrés que acompaña al conocimiento consciente del intento de engaño. Al llegar a ser inconsciente de su engaño, el impostor oculta esos signos del observador. Él o ella pueden mentir sin el nerviosismo que acompaña al engaño.
El antropólogo Lionel Tiger dice algo similar en Optimismo: la biología de la esperanza. La conexión a la clase de irracionalidad constructiva que acabamos de discutir se observa en el párrafo de Trivers como «defensa perceptiva»:
Hay una tendencia en los humanos que es ver lo que desean ver. Literalmente, tienen dificultades para ver cosas con connotaciones negativas mientras que ven con facilidad creciente ítems que son positivos. Por ejemplo, las palabras que evocan ansiedad, tanto por la historia personal de un individuo como por manipulación experimental, requieren mayor iluminación antes de ser percibidas por primera vez.
La relevancia de esto a las ilusiones de la religión no necesitaría explicarse con mucho detalle.
La teoría general de la religión como un subproducto accidental —un fallo de algo útil— es la que quiero defender. Los detalles son diversos, complicados y discutibles. A modo de ilustración, continuaré usando mi teoría del «niño crédulo» como representativa de las teorías de los «subproductos» en general. Esta teoría —que el cerebro del niño es, por buenas razones, vulnerable a la infección por «virus» mentales— parecerá incompleta a algunos lectores. Puede que la mente sea vulnerable, pero ¿por qué debería estar infectada por este virus en vez de por esos? ¿Son algunos virus especialmente capaces de infectar mentes vulnerables? ¿Por qué la infección se manifiesta a sí misma como religión en vez de… bien, qué? Parte de lo que quiero decir es que no importa qué estilo de sinsentido infecta el cerebro del niño. Una vez infectado, el niño crecerá e infectará a la siguiente generación con el mismo sinsentido, pase lo que pase.
Un estudio antropológico como el de Frazer La Rama Dorada nos subraya la diversidad de las creencias humanas irracionales. Una vez enraizadas en una cultura, persisten, evolucionan y divergen, en una manera que recuerda a la evolución biológica. Pero Frazer distingue ciertos principios generales, por ejemplo, la «magia homeopática», donde los hechizos y encantamientos toman prestados algunos aspectos simbólicos de objetos del mundo real que intentan influenciar. Un ejemplo de consecuencias trágicas es la creencia de que el polvo de cuerno de rinoceronte tiene propiedades afrodisíacas. Necia como es, la leyenda se basa en la supuesta similitud del cuerno con un pene masculino. El hecho de que la «magia homeopática» esté tan difundida sugiere que el sinsentido que infecta los cerebros vulnerables no es completamente aleatorio, arbitrario.
Es muy tentador continuar la analogía biológica hasta el punto de pensar si funciona algo que se corresponda con la selección natural. ¿Son algunas ideas más diseminables que otras, por su atractivo o mérito intrínseco, o por compatibilidad con disposiciones psicológicas existentes, y podría esto explicar la naturaleza y propiedades de las religiones actuales tal como las vemos, de una forma similar al modo en que utilizamos la selección natural para explicar los organismos vivientes? Es importante comprender que aquí «mérito» significa solo la capacidad de sobrevivir y diseminarse. No significa merecerse un juicio de valor positivo —algo de lo que debemos estar humanamente orgullosos—.
Incluso bajo un modelo evolutivo, no tiene que haber selección natural alguna. Los biólogos saben que un gen puede difundirse por una población no porque sea un buen gen, sino simplemente porque es un gen con suerte. A esto lo llamamos deriva genética. La importancia de esta selección natural vis-à-vis ha sido muy controvertida. Pero ahora se acepta ampliamente en la forma de la llamada genética molecular. Si un gen muta a una diferente versión de sí mismo con idéntico efecto, la diferencia es neutra, y la selección no puede favorecer a una o a la otra. Sin embargo, mediante lo que los estadísticos denominan error muestral durante generaciones, la nueva forma mutante puede finalmente reemplazar a la forma original en el fondo genético. Este es un verdadero cambio evolutivo a nivel molecular (incluso aunque no se haya observado cambios en el mundo de todo el organismo). Es un cambio evolutivo neutral que no posee ninguna ventaja selectiva. El equivalente cultural de la deriva genética es una opción muy persuasiva, una que no podemos descuidar cuando pensamos sobre la evolución de la religión.
La lengua evoluciona de una forma cuasibiológica y la dirección que toma esa evolución parece no dirigida, mucho más parecida a la deriva aleatoria. Se transmite mediante un análogo cultural de la genética, cambiando lentamente a lo largo de los siglos, hasta que finalmente las diversas ramas han divergido hasta un punto de ininteligibilidad mutua. Es posible que parte de la evolución de la lengua esté guiada por un tipo de selección natural, pero ese argumento no parece muy persuasivo. Explicaré más abajo que algo de esa idea se ha propuesto para las grandes tendencias lingüísticas, como el Gran Cambio Vocal que tuvo lugar en el idioma inglés desde el siglo XV hasta el XVIII. Pero una hipótesis funcional como esa no es necesaria para explicar la mayoría de lo que observamos. Parece probable que la lengua evoluciona normalmente por el equivalente cultural de una deriva genética aleatoria. En diferentes partes de Europa, el latín cambió para convertirse en español, portugués, italiano, francés, romance y los diversos dialectos de esas lenguas. No es obvio, por no decir más, que esos cambios evolutivos reflejen ventajas locales o «presiones selectivas».
Me imagino que las religiones, como los idiomas, evolucionan con suficiente aleatoriedad, desde comienzos que son suficientemente arbitrarios, hasta generar la desconcertante —y algunas veces peligrosa— riqueza de diversidad que observamos. Al mismo tiempo, es posible que una forma de selección natural, unida a la uniformidad fundamental de la psicología humana, haga que se perciba que las diversas religiones tengan características significativas en común. Muchas religiones, por ejemplo, enseñan la doctrina objetivamente improbable aunque subjetivamente atractiva de que nuestra personalidad sobrevive a nuestra muerte corporal. Y la ilusión cuenta, porque la psicología humana tiene una tendencia casi universal a colorear las creencias por los deseos. («Tu deseo fue padre, Harry, de ese pensamiento», como Enrique IV en la segunda parte dijo a su hijo[60]).
Parece que no hay duda de que muchos de los atributos de la religión están bien ajustados para ayudar a la propia supervivencia de la religión y a la supervivencia de los atributos afectados, en la mezcla de la cultura humana. La cuestión que surge ahora es si un buen ajuste se alcanza por «diseño inteligente» o por selección natural. La respuesta es, probablemente, ambos. Por la parte del diseño, los líderes religiosos son completamente capaces de verbalizar los ardides que ayudan a la supervivencia de la religión. Martín Lutero era bien consciente de que la razón era archienemiga de la religión, y con frecuencia advertía de sus peligros: «La razón es el mayor enemigo que tiene la fe; nunca viene en ayuda de las cosas espirituales, aunque más frecuentemente lucha contra la Palabra divina, tratando con desprecio todo lo que emana de Dios»(85). De nuevo: «Quienquiera que desee ser un cristiano debería arrancarse los ojos fuera de su razón». Y otra vez: «La razón debería ser destruida en todos los cristianos». Lutero no habría tenido dificultad en diseñar de forma inteligente aspectos no inteligentes de una religión para ayudarla a sobrevivir. Aunque esto no significa necesariamente que él, o cualquier otro, los diseñara. También habría podido evolucionar por una (no genética) forma de selección natural, con Lutero no como su diseñador, sino como un sagaz observador de su eficacia.
Incluso aunque la selección genética darwinista convencional pudiera haber favorecido predisposiciones psicológicas que producen religión como un subproducto, es improbable que hubieran definido los detalles. Ya he aludido a que, si vamos a aplicar algún tipo de teoría de la selección a esos detalles, no deberíamos mirar a los genes, sino a sus equivalentes culturales. ¿Son las religiones de la misma materia de la que los memes están hechos?
La verdad, en cuestiones de religión, simplemente es la opinión que ha sobrevivido.
OSCAR WILDE
Este capítulo comenzaba con la observación de que, como la selección natural darwinista aborrece el derroche, cualquier característica omnipresente en una especie —como la religión— debe conferir alguna ventaja o no habría sobrevivido. Pero aludí a que la ventaja no tiene que redundar en el éxito reproductivo o de supervivencia del individuo. Como vimos, la ventaja de los genes del virus del resfriado explica suficientemente la omnipresencia de ese miserable achaque entre nuestra especie[61]. E incluso no tendría que haber genes que beneficien. Cualquier replicador lo hace. Los genes son solo los ejemplos más obvios de replicadores. Otros candidatos son los virus informáticos y los memes —unidades de herencia cultural y tema de esta sección—. Si queremos comprender los memes, primero tenemos que mirar un poco más detenidamente a la forma en la que funciona la selección natural.
En su forma más general, la selección natural debe elegir entre replicadores alternativos. Un replicador es una unidad de información codificada que hace copias exactas de sí misma, junto con copias inexactas ocasionales o «mutaciones». La idea acerca de esto es la darwinista. Esas variedades de replicador que ocurre que son buenas en la copia se vuelven más numerosas a expensas de los replicadores alternativos que son malos en copiarse. Esto, en lo más rudimentario, es la selección natural. El replicador arquetípico es un gen, una cadena de ADN que se duplica, casi siempre con extrema precisión, a lo largo de un número indefinido de generaciones. La cuestión central para la teoría del meme es si hay unidades de imitación cultural que se comporten como verdaderos replicadores, como los genes. No estoy diciendo que, necesariamente, los memes sean análogos cercanos a los genes, solo que cuanto más parecidos sean a los genes, mejor funcionará la teoría del meme; y el propósito de esta sección es preguntar si la teoría del meme podría funcionar para el caso especial de la religión.
En el mundo de los genes, los defectos de replicación ocasionales (mutaciones) hacen ver que el fondo de genes contiene variantes alternativas de un gen dado —«alelos»— que pueden, por lo tanto, ser vistos como competidores unos de otros. ¿Competir, por qué? Por el particular espacio cromosómico o «locus» que pertenece a ese conjunto de alelos. Y ¿cómo compiten? No por combate directo molécula a molécula, sino por poderes. Los poderes son sus «características fenotípicas» —cosas como la longitud de las piernas o el color del pelo: manifestaciones de genes desarrollados como anatomía, fisiología, bioquímica o comportamiento—. Normalmente, el destino de un gen es saltar con los cuerpos en los que sucesivamente se asienta. En tanto que influencia a esos cuerpos, afecta a sus propias posibilidades de supervivencia en el fondo de genes. Según pasan las generaciones, los genes aumentan o reducen su frecuencia en el fondo de genes en virtud de sus poderes fenotípicos.
¿Podría esto ser también cierto para los memes? Un aspecto en el que no son como genes es que no hay nada que se corresponda obviamente con cromosomas o locus o alelos o recombinación sexual. El fondo de memes está menos estructurado y menos organizado que el fondo de genes. Sin embargo, no es estúpido hablar de un fondo de memes, en el que los memes particulares deberían tener una «frecuencia» con la que pueden cambiar como consecuencia de las interacciones competitivas con memes alternativos.
Algunas personas han puesto objeciones a las explicaciones meméticas, en diversos campos, que normalmente provienen del hecho de que los memes no son idénticos a los genes. Ahora se conoce la perfecta naturaleza física de un gen (es una secuencia de ADN), mientras que la de los memes, no, y distintos memetistas se confunden unos a otros saltando de un medio físico a otro. ¿Existen los memes solo en el cerebro? ¿O es todo papel copiado o electrónicamente copiado de, digamos, un panfleto humorístico también merecedor de llamarse meme? También, ¿los genes se replican con muy alta fidelidad, mientras que si los memes lo hacen resultan menos exactos?
Estos problemas que se atribuyen a los memes son exagerados. La objeción más importante es la alegación de que los memes se copian con fidelidad insuficiente como para funcionar como replicadores darwinistas. La sospecha es que si la «tasa de mutación» de cada generación es alta, el meme se mutará hasta no existir antes de que la selección darwinista pueda tener un impacto en su frecuencia en el fondo de memes. Pero el problema es ilusorio. Pensemos en un maestro carpintero, o en un tallador de sílex, enseñando su particular habilidad a un joven aprendiz. Si este reproduce fielmente cada movimiento manual del maestro, efectivamente podríamos esperar ver mutar al meme fuera de todo reconocimiento en unas pocas «generaciones» de transmisión maestro-aprendiz. Pero, por supuesto, el aprendiz no reproduce fielmente cada movimiento manual. Sería ridículo pensarlo. En vez de eso, él advierte el objetivo que el maestro está intentando conseguir, y lo imita. Golpea el clavo hasta que la cabeza quede alineada con la madera, utilizando tantos golpes de martillo como sean necesarios, que puede no ser el mismo número que los que realizó el maestro. Son reglas así las que pueden pasar inmutables un número indefinido de «generaciones» de imitación; no importa que los detalles de su ejecución puedan variar de individuo a individuo, y de caso en caso. Los puntos en los tejidos, nudos en las cuerdas o en redes de pesca, esquemas de plegado de papel en el origami, trucos útiles en carpintería o en alfarería: todos pueden ser reducidos a elementos discretos que realmente tienen la oportunidad de pasar un número indefinido de generaciones de imitación sin alteración. Los detalles pueden desviarse idiosincrásicamente, pero la esencia pasa inmutada, y esto es todo lo que se necesita para la analogía de funcionamiento entre memes y genes.
En mi prólogo al libro de Susan Blackmore La máquina de los memes desarrollé el ejemplo de un procedimiento de origami para hacer un modelo de junco chino. Es una receta bastante complicada, que supone treinta y dos operaciones de plegado (o similar). El resultado final (el propio junco chino) es un agradable objeto, como lo son al menos las tres etapas intermedias en su «embriología», a saber, el «catamarán», la «caja con dos tapas» y el «marco de cuadro». Toda la realización me recuerda efectivamente a los plegados e invaginaciones que las membranas de un embrión experimentan mientras se forma a sí mismo de blástula a gástrula y a néurula. Aprendí a hacer el junco chino cuando era un niño de mi padre, quien, aproximadamente a la misma edad, había adquirido esa habilidad en su internado. En aquel tiempo, la moda de hacer juncos chinos, iniciada por la gobernanta de la escuela, se había diseminado por el centro como una epidemia de sarampión, y luego se acabó, también como una epidemia de sarampión. Veintiséis años más tarde, cuando la gobernanta hacía mucho que se había marchado, yo fui a la misma escuela. Yo reintroduje la moda y de nuevo se diseminó, como otra epidemia de sarampión, y luego se acabó de nuevo. El hecho de que una habilidad enseñable como esa pueda diseminarse como una epidemia nos dice algo importante acerca de la alta fidelidad de la transmisión memética. Podemos estar seguros de que todos los juncos hechos por la generación de colegiales de mi padre en los años veinte no diferían, en general, de aquellos hechos por mi generación en los cincuenta.
Podemos investigar el fenómeno más sistemáticamente con el siguiente experimento: una variante del juego infantil de Chinos susurrantes (los niños americanos lo llaman El teléfono). Tomemos a doscientas personas que nunca antes hayan hecho un junco chino, y pongámoslas en línea en veinte equipos de diez personas cada uno. Juntemos las cabezas de los veinte equipos alrededor de una mesa y enseñémosles, por demostración, cómo hacer un junco chino. Ahora enviemos a cada uno a buscar a la segunda persona de su propio equipo y enseñar a esa persona sola, de nuevo por demostración, a hacer un junco chino. Entonces, cada persona de la segunda «generación» enseña a la tercera persona de su propio equipo, y así hasta llegar al décimo miembro de cada equipo. Mantengamos juntos todos los juncos y etiquetémoslos con el número de su equipo y de su «generación» para una inspección posterior.
Todavía no he hecho el experimento (me gustaría hacerlo), pero tengo la fuerte predicción de qué resultados podrían obtenerse. Mi predicción es que no todos los equipos tendrán éxito al transmitir intacta la habilidad por la línea de sus diez miembros, pero que un número significativo de ellos, sí. En algunos de los equipos habrá errores: quizá un enlace débil en la cadena puede olvidar algún paso vital del procedimiento y todos los que transmitan ese error, obviamente, fracasarán. Quizá el equipo 4 llegue hasta el «catamarán», pero falle a partir de ahí. Quizá el octavo miembro del equipo 13 produzca un «mutante» en algún momento entre la «caja con dos tapas» y el «marco de cuadro», y el noveno y el décimo miembros de su equipo copien entonces la versión mutada.
Ahora, para aquellos equipos en los que la habilidad se transmite adecuadamente hasta la décima generación, hago una predicción adicional. Si clasificamos los juncos en orden de «generación» no se percibirá un deterioro sistemático de calidad en relación con el número de generación. Si, por otro lado, fuéramos a llevar a cabo un experimento idéntico en todos los aspectos, excepto en que la habilidad transferida no fuera el origami, sino copiar el dibujo de un junco, definitivamente habría un deterioro sistemático en la precisión con la que el modelo de la generación 1 «sobrevive» hasta la generación 10.
En la versión dibujada del experimento, los dibujos de toda la generación 10 mostrarían algún ligero parecido con los de la generación 1. Y, dentro de cada equipo, el parecido se deterioraría de una forma más o menos regular según bajáramos por las generaciones de ese equipo. En la versión origami del experimento, por contraste, los errores serían «todos o ninguno»: habría mutaciones «digitales». O un equipo no comete errores y el junco de la generación 10 no sería peor, ni mejor, de media que el producido por la generación 5 o la generación 1; o habría una «mutación» en alguna generación en particular y todos los esfuerzos descendentes entre generaciones serían fracasos completos, a menudo reproducidos fielmente en la mutación.
¿Cuál es la diferencia crucial entre las dos habilidades? Es que la habilidad del origami consiste en una serie de acciones discretas, ninguna de las cuales es difícil de realizar en sí misma. La mayoría de las operaciones son del tipo «doblar ambas caras hasta la mitad». Un miembro particular de un equipo puede ejecutar el paso de una forma inepta, pero estará claro para el siguiente miembro del equipo lo que está intentando hacer. Los pasos del origami son «autonormalizados». Esto es lo que los hace «digitales». Es como mi maestro carpintero, cuya intención de aplastar la cabeza del clavo es obvia para su aprendiz, sin tener en cuenta los detalles de los golpes de martillo. O sigues correctamente un paso de la receta del origami, o no. Por contraste, la habilidad del dibujo es una habilidad analógica. Todos pueden tener una oportunidad, pero algunas personas copian un dibujo de una forma más precisa que otras, y nadie lo copia perfectamente. La precisión en la copia depende, también, de la cantidad de tiempo y de la cantidad de cuidado puesto en ello, y esas son cantidades continuamente variables. Más aún: algunos miembros de equipos embellecerán y «mejorarán», más que simplemente copiar, el modelo precedente.
Las palabras —al menos cuando se comprenden— son autonormalizadas de la misma forma que las operaciones de origami. En el juego original de los Chinos susurrantes (El teléfono), al primer niño se le cuenta una historia, o se le dice una frase, y se le pide que la pase al siguiente niño, y así sucesivamente. Si la frase tiene menos de siete palabras, en el lenguaje nativo de todos los niños, hay grandes posibilidades de que sobreviva, inmutada, durante diez generaciones. Si la frase está en un lenguaje extranjero desconocido, de tal forma que los niños se vean obligados a imitarla fonéticamente, en vez de palabra por palabra, el mensaje no sobrevive. El patrón de deterioro en las generaciones es, entonces, el mismo que para el dibujo, y se convierte en incomprensible. Cuando el mensaje tiene sentido en el propio lenguaje de los niños, y no contiene ninguna palabra poco familiar para ellos como «fenotipo» o «alelo», sobrevive. En vez de imitar fonéticamente los sonidos, cada niño reconoce cada palabra como miembro de un vocabulario finito y selecciona la misma palabra, aunque muy probablemente la pronuncien con diferente acento cuando la pasan al siguiente niño. El lenguaje escrito es también autonormalizado porque los garabatos sobre papel, sin importar cuánto puedan diferir en detalle, están todos dibujados a partir de un alfabeto finito de (digamos) veintiséis letras.
El hecho de que, a veces, los memes puedan mostrar muy alta fidelidad, debido a procesos de autonormalización de este tipo, es suficiente para responder a algunas de las más comunes objeciones que se manifiestan a la analogía meme/gen. En cualquier caso, el propósito principal de la teoría de los memes, en este temprano estadio de su desarrollo, no es proveer una teoría comprensiva de la cultura, similar a la de la genética de Watson y Crick. Mi propósito original de defender a los memes, efectivamente, fue rebatir la impresión de que los genes eran el único juego darwinista de la ciudad —una impresión que El gen egoísta estaba, de otra forma, en riesgo de transmitir—. Peter Richerson y Robert Boyd enfatizaban la idea en el título de su valioso y serio libro No solo por los genes, aunque dan razones para no adoptar la propia palabra «meme», prefiriendo «variantes culturales». La obra de Stephen Shennan Genes, memes e historia humana estaba en parte inspirada por un excelente libro anterior de Boyd y Richerson, Cultura y el proceso evolutivo. Otros tratados de longitud similar a un libro acerca de los memes incluyen el de Robert Aunger El meme eléctrico, el de Kate Distin El meme egoísta, y Virus de la mente: la nueva ciencia del meme, de Richard Brodie. Pero es Susan Blackmore en La máquina de los memes quien ha llevado la teoría memética más allá que ningún otro. Repetidamente visualiza un mundo lleno de cerebros (u otros receptáculos o conductos, tales como ordenadores o bandas de frecuencia de radio) y memes compitiendo para ocuparlos. Como los genes en un acervo genético, los memes que prevalecen serán los que sean buenos en copiarse a sí mismos. Esto puede deberse a que tienen atractivo directo, como, presumiblemente, el meme de la inmortalidad tiene para algunas personas. O puede ser porque florecen en presencia de otros memes que han llegado ya a ser numerosos en el fondo de memes. Esto hace que aumenten los memes complejos o «memeplejos». Como es normal con los memes, ganamos conocimiento volviendo al origen genético de la analogía.
Por propósitos didácticos, he tratado a los genes como si fueran unidades aisladas, que actúan independientemente. Pero, por supuesto, no son independientes unos de otros, y este hecho se muestra de dos formas. Primero, los genes están linealmente encadenados a lo largo de cromosomas y, así, tienden a transmitirse durante generaciones junto con otros genes particulares que ocupan locus cromosómicos vecinos. Los doctores llamamos a ese tipo de enlace conexión, y no diré más sobre esto porque los memes no tienen cromosomas, alelos o recombinación sexual. El otro aspecto en que los genes no son independientes es muy diferente de la conexión genética, y aquí hay una buena analogía memética. Está relacionada con la embriología, que —el hecho es a menudo mal entendido— es completamente diferente de la genética. Los cuerpos no están entrelazados juntos como mosaicos de piezas fenotípicas, cada una constituida por un gen diferente. No hay un mapa uno-a-uno entre genes y unidades de anatomía del comportamiento. Los genes «colaboran» con cientos de otros genes en la programación de los procesos de desarrollo que culminan en un cuerpo, de la misma forma que las palabras de una receta colaboran en un proceso culinario que finaliza en un plato. Este no es el caso de que cada palabra de la receta corresponda a un bocado del plato.
Entonces, los genes cooperan en cárteles para construir cuerpos, y este es uno de los principios importantes de la embriología. Es tentador decir que la selección natural favorece a cárteles de genes en una especie de selección de grupo entre cárteles alternativos. Esto es confusión. Lo que sucede realmente es que los otros genes del fondo de genes constituyen una parte principal del entorno en el que cada gen se selecciona versus sus alelos. Dado que cada uno es seleccionado para tener éxito en presencia de los otros —que también están siendo seleccionados de forma similar—, emergen los cárteles de genes cooperativos. Aquí tenemos algo más parecido al mercado libre que a la economía planificada. Hay un carnicero y un panadero, pero quizá un nicho de mercado para un fabricante de palmatorias. La mano invisible de la selección natural rellena el nicho. Esto es diferente de tener un planificador central que favorezca la troika de carnicero + panadero + fabricante de palmatorias. La idea de cárteles cooperativos ensamblados por la mano invisible resultará ser central para nuestro entendimiento de los memes religiosos y de cómo funcionan.
Hay distintos tipos de cárteles emergiendo en diferentes fondos de genes. El fondo de genes de carnívoros tiene genes que programan órganos sensoriales para detectar presas, garras, dientes para desgarrar carne, enzimas para digerir la carne y muchos otros genes, todos bien sintonizados para cooperar con los demás. Al mismo tiempo, en el fondo de genes de herbívoros, diferentes conjuntos de genes se favorecen para su cooperación con los demás. Nos es familiar la idea de que un gen se ve favorecido por la compatibilidad de su fenotipo con el entorno exterior de la especie: el desierto, bosque o cualquier otro lugar. La idea que ahora estoy tratando es que también se ve favorecido por su compatibilidad con los otros genes de su particular fondo de genes. Un gen carnívoro no podría sobrevivir en un fondo de genes herbívoros, y viceversa. A vista de pájaro, el fondo genético de la especie —el conjunto de genes que se barajan y vuelven a barajar por reproducción sexual— constituye el entorno genético en el que cada gen se selecciona por su capacidad para cooperar. Aunque los fondos de memes están menos reglamentados y estructurados que los fondos genéticos, podemos hablar de un fondo de memes como una parte importante del «entorno» de cada meme en el «memeplex».
Un memeplex es un conjunto de memes que, aunque no necesariamente son buenos supervivientes por sí mismos, sí lo son en presencia de otros miembros del memeplex. En la sección anterior dudaba de que los detalles de la evolución del lenguaje se vieran favorecidos por cualquier tipo de selección natural. Suponía que esa evolución del lenguaje está, en cambio, gobernada por la deriva aleatoria. Es concebible que ciertas vocales o consonantes se oigan mejor que otras a través de terrenos montañosos y, por lo tanto, pueden llegar a ser características de, digamos, los dialectos suizos, tibetanos y andinos, mientras que otros sonidos son más adecuados para susurrar en densos bosques y, por ello, son característicos del lenguaje de los pigmeos y de la Amazonia. Pero el ejemplo que cité de lenguaje naturalmente seleccionado —la teoría de que el Gran Cambio Vocálico podría tener una explicación funcional— no es de este tipo. En vez de eso, tiene que ver con memes que se adecuan mutuamente en memeplex compatibles. Una vocal cambia primero, por razones desconocidas —quizá una moda de imitación de un individuo admirado o poderoso, como se alega ser el origen del ceceo español—. No importa cómo comenzó el Gran Cambio Vocálico: de acuerdo con esta teoría, una vez que la primera vocal cambió, las otras vocales tenían que subirse a su tren, para reducir la ambigüedad, y así en cascada. En esta segunda etapa del proceso, estos memes se apartaron de los fondos de memes ya existentes, construyendo un nuevo memeplex de memes mutuamente compatibles.
Finalmente, ya estamos preparados para volver a la teoría memética de la religión. Algunas ideas religiosas, como algunos genes, pueden sobrevivir por absoluto mérito. Esos memes sobrevivirían en cualquier fondo memético, sin tener en cuenta a los otros memes que los rodean. (Debo repetir el punto de importancia vital de que «mérito» en este sentido significa solo «habilidad para sobrevivir en el fondo». No implica ningún juicio de valor aparte de esto). Algunas ideas religiosas sobreviven porque son compatibles con otros memes que ya son numerosos en el fondo memético —como parte de un memeplex—. La siguiente es una lista parcial de memes religiosos que posiblemente podrían haber tenido valor de supervivencia en el fondo memético, bien por «mérito» absoluto o por compatibilidad con un memeplex existente:
• Sobrevivirás a tu propia muerte.
• Si mueres como un mártir, irás a una parte del paraíso especialmente maravillosa, donde disfrutarás de setenta y dos vírgenes (pensemos un momento en las desafortunadas vírgenes).
• Deberíamos matar a los herejes, blasfemos y apóstatas (o, de otra forma, castigarlos, por ejemplo, con el ostracismo de sus familias).
• Creer en Dios es una virtud suprema. Si ves que tus creencias están vacilando, trabaja duramente para restaurarlas, y ruega a Dios que te ayude en tu incredulidad. (En mi discusión sobre la Apuesta de Pascal mencioné la extraña asunción de que la única cosa que Dios realmente quería de nosotros es que creyéramos. En el momento en que traté ese tema, era una rareza. Ahora tenemos una explicación para ello).
• La fe (creer sin pruebas) es una virtud. Cuanto más desafíen tus creencias a las pruebas, más virtuoso serás. Los creyentes virtuosos que se las arreglan para creer algo verdaderamente extraño, sin apoyo e insoportablemente, en oposición directa con la prueba y la razón, son recompensados de forma especial.
• Todo el mundo, incluso aquellos que no tienen creencias religiosas, deben respetarlos con un nivel de respeto automático e incuestionable, más alto que el que se presta a otros tipos de creencia (vimos esto en el capítulo 1).
• Hay algunas cosas extrañas (como la Trinidad, la transustanciación, la encarnación) que no podemos pensar en comprender. No intentemos, incluso, intentar comprender una de ellas, porque ese intento puede destruirnos. Aprendamos cómo ganar satisfacción llamándolas misterio.
• La música, el arte y las escrituras bellas son en sí mismas pruebas autorreplicantes de las ideas religiosas[62].
Algunos puntos de la lista anterior probablemente tengan un valor de supervivencia absoluto y hubieran podido florecer en cualquier memeplex. Pero, como ocurre con los genes, algunos memes sobreviven solo en la correcta contraposición con otros memes, favoreciendo la construcción de memeplexes alternativos. Dos religiones diferentes pueden verse como dos memeplexes alternativos. Quizá el islam es análogo a un gen complejo carnívoro, el budismo a uno herbívoro. Las ideas de una religión no son «mejores» que las de otra en un sentido absoluto, no más que los genes carnívoros son «mejores» que los herbívoros. Los memes religiosos de este tipo no tienen necesariamente una aptitud absoluta para la supervivencia; sin embargo, son buenos en el sentido de que florecen en presencia de otros memes de su propia religión, pero no en la presencia de memes de la otra religión. En este modelo, el catolicismo romano y el islam, digamos, no fueron necesariamente diseñados por personas individuales, sino que evolucionaron separadamente como colecciones alternativas de memes que florecieron en presencia de otros memes del mismo memeplex.
Las religiones organizadas están regidas por personas: por sacerdotes y obispos, rabinos, imanes y ayatolás. Pero, para repetir la idea que apunté con respecto a Martín Lutero, eso no significa que estuvieran concebidas y diseñadas por personas. Incluso donde las religiones han sido explotadas y manipuladas para beneficio de individuos poderosos, hay muchas posibilidades de que la forma detallada de cada religión haya sido perfilada fundamentalmente por evolución inconsciente. No por selección natural genética, que es demasiado lenta para tener que ver con la rápida evolución y divergencia de las religiones. El papel de la selección natural genética en la Historia es proporcionar al cerebro, con sus predilecciones y prejuicios, la plataforma del hardware y el software de bajo nivel que forman el trasfondo de la selección memética. Dado este trasfondo, la selección natural memética de cualquier tipo me parece ofrecer una aportación plausible de la evolución detallada de las religiones particulares. En las primeras etapas de la evolución de una religión, antes de que llegue a estar organizada, los memes simples sobreviven por virtud de su atractivo universal a la psicología humana. Aquí es donde se solapan la teoría memética de la religión y la teoría del subproducto psicológico de la religión. Las etapas finales, donde una religión se vuelve organizada, elaborada y arbitrariamente distinta de otras religiones, están bastante bien manejadas por la teoría de los memeplexes —cárteles de memes mutuamente compatibles—. Esto no descarta el papel adicional de la manipulación deliberada de sacerdotes y otros. Probablemente, las religiones están, al menos en parte, diseñadas de forma inteligente, como lo son las escuelas y modas en el arte.
Una religión que fue inteligentemente diseñada, casi en su integridad, es la cienciología, pero sospecho que esto es excepcional. Otra candidata a religión puramente diseñada es el mormonismo. Joseph Smith, su emprendedor y mendaz inventor, hizo lo imposible para componer un nuevo libro sagrado completo: El libro del mormón, absolutamente inventado desde sus propios comienzos, muestra una nueva historia americana apócrifa completa, escrita en inglés «diecisietesco» ficticio. El mormonismo, sin embargo, ha evolucionado desde que fue fabricado en el siglo XIX y ahora ha llegado a ser una de las principales y respetables religiones de Estados Unidos —efectivamente, proclama ser la que crece más rápido y se habla de que van a presentar un candidato presidencial—.
La mayoría de las religiones evolucionan. Sea cual sea la teoría de la evolución religiosa que adoptemos, esa tiene que ser capaz de explicar la asombrosa velocidad con la que el proceso de evolución religiosa, bajo las condiciones adecuadas, puede despegar. Sigue un caso de estudio.
En La vida de Brian, una de las muchas cosas que el equipo de los Monty Python captó bien fue la extrema rapidez con la que puede comenzar un nuevo culto religioso. Puede brotar casi de la noche a la mañana y de ahí quedar incorporado a la cultura, donde juega un dominante e inquietante papel. Los «cultos cargo» de la Melanesia del Pacífico y Nueva Guinea proporciona el ejemplo más famoso de la vida real. Toda la historia de algunos de esos cultos, desde su inicio hasta su muerte, está incrustada en la memoria viva. A diferencia del culto a Jesús, cuyos orígenes no están fiablemente atestiguados, podemos ver el curso completo de eventos expuesto frente a nuestros ojos (e incluso aquí, como veremos, se han perdido algunos detalles). Es fascinante suponer que el culto del cristianismo casi ciertamente comenzó de la misma manera, y se diseminó en sus inicios con la misma velocidad.
Mi principal fuente para los cultos cargo es el libro de David Attenborough En busca del Paraíso, que él muy amablemente me presentó. El modelo es el mismo para todos ellos, desde los tempranos cultos en el siglo XIX hasta los más famosos que crecieron en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Parece que en todos los casos los isleños quedaron anonadados por las maravillosas posesiones de los inmigrantes blancos que llegaban a sus islas, incluyendo administradores, soldados y misioneros. Quizá fueron víctimas de la Tercera Ley de Arthur C. Clarke, que ya cité en el capítulo 2: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».
Los isleños notaron que las personas blancas que disfrutaban de esas maravillas nunca las habían hecho por sí mismos. Cuando tenían cosas que necesitaban reparar, las desechaban y otras nuevas llegaban como «carga» en barcos o, más tarde, aviones. Nunca se vio a ningún hombre blanco hacer o reparar algo, ni, efectivamente, hacer nada que pudiera reconocerse como trabajo útil de cualquier clase (estar sentado tras una mesa barajando papeles era, como es obvio, algún tipo de devoción religiosa). Evidentemente, entonces, la «carga» debía ser de origen sobrenatural. Como si corroboraran esto, los hombres blancos hacían ciertas cosas que solamente podían ser ceremonias rituales:
Construyen altos mástiles con alambres enganchados a ellos; se sientan a escuchar pequeñas cajitas que brillan con luz y emiten curiosos sonidos y extrañas voces; persuaden a la gente local para que se vistan con ropas idénticas, y marchen arriba y abajo —y difícilmente sería posible concebir una ocupación más inútil que esa—. Y entonces, el nativo se da cuenta de que ha dado con la respuesta al misterio. Es que esas incomprensibles acciones son los rituales empleados por el hombre blanco para persuadir a los dioses para que envíen la carga. Si los nativos quieren esa carga, entonces deben hacer esas cosas.
Es un hallazgo que similares cultos cargo se diseminaron de forma independiente en islas que estaban muy separadas tanto geográfica como culturalmente. David Attenborough nos dice que
… los antropólogos han notado dos brotes separados en Nueva Caledonia, cuatro en las islas Salomón, cuatro en Fiji, siete en las Nuevas Hébridas y cerca de quince en Nueva Guinea, la mayoría de las cuales son bastante independientes e inconexas unas con otras. La mayoría de esas religiones proclaman que un mesías particular traerá el cargo cuando llegue el día del Apocalipsis.
El florecimiento independiente de tantos cultos independientes, aunque similares, sugiere algunas características unificativas de la psicología humana en general.
Todavía existe un culto famoso de la isla de Tanna, en las Nuevas Hébridas (conocida como Vanuatu desde 1980). Se centra en una figura mesiánica llamado John Frum. Las referencias a John Frum en los registros oficiales del Gobierno llegan solo a 1940, pero, incluso siendo un mito tan reciente, no se sabe con seguridad si realmente existió como persona real. Una leyenda lo describe como un hombrecillo con un alto tono de voz y pelo blanco, vistiendo un abrigo con botones brillantes. Hacía profecías extrañas, y se empleó a fondo en volver a la gente en contra de los misioneros. Finalmente regresó a sus ancestros, tras prometer una segunda venida, trayendo una riquísima carga. Su apocalíptica visión incluía un «gran cataclismo; las montañas se desmoronarían y rellenarían los valles[63]; los ancianos recuperarían su juventud y la enfermedad se desvanecería; las personas blancas serían expulsadas de la isla para nunca regresar; y la carga arribaría en gran cantidad, para que todo el mundo obtuviera lo que siempre hubiera deseado».
Para mayor preocupación del Gobierno, John Frum también profetizó que, en su segunda venida, traería una nueva moneda, acuñada con la imagen de un coco. La gente debería, entonces, desembarazarse de toda la moneda que tuvieran de los hombres blancos. Esto originó, en 1941, una avalancha de gasto salvaje; la gente dejó de trabajar y la economía isleña se vio seriamente dañada. Los administradores coloniales arrestaron a los cabecillas, pero nada de lo que hubieran podido hacer hubiera matado el culto, y las iglesias y escuelas misionales quedaron desiertas.
Un poco después, a partir de la de John Frum nació la nueva doctrina del Rey de América. Providencialmente, por ese tiempo llegaron las tropas americanas a las Nuevas Hébridas y, maravilla de las maravillas, incluían hombres negros…
… que no eran pobres como los isleños, sino tan llenos de cargo como los soldados blancos. Una excitación salvaje aplastó Tanna. El día del Apocalipsis era inminente. Parecía que todo el mundo se estaba preparando para la venida de John Frum. Uno de los líderes dijo que John Frum vendría de América en avión y cientos de hombres empezaron a limpiar el bosque en medio de la isla para que el avión pudiera tener una pista de aterrizaje en la que tomar tierra.
La pista de aterrizaje tenía una torre de control de bambú con «controladores aéreos» llevando auriculares falsos hechos de madera. Había también aviones falsos en la «pista de aterrizaje» actuando como decorados, diseñados como señuelo para atraer al avión de John Frum.
En la década de 1950, el joven David Attenborough navegó hacia Tanna con un cámara, Geoffrey Mulligan, para investigar el culto de John Frum. Encontró multitud de pruebas de esa religión y fue finalmente presentado a su más alta autoridad eclesiástica, un hombre llamado Nambas. Este se refería familiarmente a su mesías como John, y afirmaba hablar de forma habitual con él por «radio». Esta («radio pertenece a John») consistía en una anciana mujer con un alambre eléctrico alrededor de su cintura que entraría en trance y hablaría un galimatías, que Nambas interpretaría como palabras de John Frum. Nambas afirmaba que había sabido por adelantado que Attenborough iba a venir a verle, porque John Frum se lo había dicho a través de la «radio». Attenborough pidió ver la «radio», pero le fue (comprensiblemente) denegado. Cambió de tercio y preguntó si Nambas había visto a John Frum:
Nambas asintió vigorosamente con la cabeza.
—Le veo muchas veces.
—¿Cómo es?
Nambas me apuntó con el dedo.
—Se parece a ti. Tiene la cara blanca. Es un hombre muy alto.
Vive en Sudamérica.
Este detalle contradice la leyenda arriba relatada de que John Frum era un hombre bajito. Tal es la forma en que evolucionan las leyendas. Se cree que el día del regreso de John Frum será el 15 de febrero, aunque se desconoce el año. El 15 de febrero de cada año, sus seguidores se reúnen para preparar una ceremonia religiosa de bienvenida para recibirle. Hasta ahora no ha llegado, pero ellos no se desaniman. David Attenborough dijo a uno de sus devotos, llamado Sam:
—Pero, Sam, han pasado diecinueve años desde que John dijo que el cargo arribaría. Él promete y promete, pero todavía el cargo no ha llegado. ¿No es mucho tiempo estar diecinueve años esperando?
Sam levantó sus ojos del suelo y me miró.
—Si tú has podido esperar dos mil años para la venida de Jesucristo y Él no ha venido, entonces yo puedo esperar más de diecinueve años por John.
El libro de Robert Buckman, ¿Podemos ser buenos sin Dios?, cita la misma réplica por un discípulo de John Frum, esta vez a un periodista canadiense, cerca de catorce años después del encuentro de David Attenborough.
La reina Isabel y el príncipe Felipe visitaron la zona en 1974, y posteriormente este fue deificado en una repetición del culto-tipo-John-Frum (de nuevo, nótese cuán rápidamente pueden cambiar los detalles en la evolución de una religión). El príncipe es un hombre apuesto que mostraba una impresionante figura con su uniforme naval blanco y su casco con penacho y, quizá, no sea sorprendente que él, en vez de la reina, fuera elevado de tal forma, sin contar con el hecho de que la cultura de los isleños hacía difícil para ellos aceptar una deidad femenina.
No quiero decir mucho más de los cultos cargo del Pacífico Sur. Aunque proporcionan un fascinante modelo contemporáneo para el modo en que surgen las religiones a partir de casi nada. En particular, sugieren cuatro lecciones sobre el origen general de las religiones, que es lo que voy a citar aquí brevemente. Primero es la asombrosa velocidad con la que puede surgir un culto. Segundo es la velocidad con la que el proceso de generación sigue su trayectoria. John Frum, si existió, hizo eso en la memoria viva. Incluso es posible que no hubiera existido en absoluto. La tercera lección surge de la emergencia independiente de cultos similares en diferentes islas. El estudio sistemático de esas similitudes nos puede decir algo acerca de la psicología humana y de su susceptibilidad a la religión. Cuarto, los cultos cargo son similares, no solo unos en comparación con los otros, sino con religiones más antiguas.
El cristianismo y otras religiones antiguas que se han diseminado por todo el mundo presumiblemente comenzaron como cultos locales como el de John Frum. En efecto, eruditos como Geza Vermes, profesor de Estudios Judíos de la Universidad de Oxford, ha sugerido que Jesús fue una de las muchas figuras carismáticas que emergieron en Palestina en esos tiempos, rodeados de leyendas similares. La mayoría de aquellos cultos desaparecieron. El único que sobrevivió, como se ve, ha sido el único que hoy encontramos. Y, según pasen los siglos, se agudizará una evolución posterior (selección memética, si te gusta esta forma de decirlo; si no, no) en el sistema sofisticado —o si no, conjuntos divergentes de sistemas descendentes— que domina grandes partes del mundo hoy día. La muerte de figuras modernas carismáticas como Haile Selassie, Elvis Presley y la princesa Diana ofrecen otras oportunidades de estudiar el rápido surgimiento de cultos y su posterior evolución memética.
Esto es todo lo que quiero decir sobre las propias raíces de la religión, aparte de un breve repaso en el capítulo 10, donde discutiré el fenómeno del «amigo imaginario» de la niñez bajo el encabezamiento de las «necesidades» psicológicas que satisface la religión.
A menudo se piensa que la moralidad tiene sus raíces en la religión, y en el siguiente capítulo me gustaría cuestionar esta visión. Argüiré que el origen de la moralidad puede ser por sí mismo sujeto de una cuestión darwinista. Igual que cuando preguntamos: ¿Cuál es el valor de supervivencia de la religión? Podemos hacer la misma pregunta para la moralidad. En efecto, la moralidad probablemente es anterior a la religión. Al igual que con la religión, podemos dar marcha atrás y reformular la pregunta, y nos encontraremos con que la moralidad puede verse mejor como un subproducto de cualquier otra cosa.