CAPÍTULO 4

POR QUÉ ES CASI SEGURO QUE NO HAY DIOS

Los sacerdotes de las diferentes sectas religiosas… tienen pavor al avance de la ciencia como las brujas temen a la llegada del amanecer, y fruncen el ceño cuando el fatal heraldo anuncia el quebrantamiento del engaño en el que viven.

THOMAS JEFFERSON

EL BOEING 747 DEFINITIVO

El argumento de la improbabilidad es el más grande. Bajo la tradicional apariencia del argumento del diseño es, con mucho, el argumento más popular hoy día que se ofrece a favor de la existencia de Dios y se percibe, por un número sorprendentemente grande de teístas, como completa y totalmente convincente. En efecto, es un argumento muy fuerte y, sospecho, sin respuesta posible, pero justamente en dirección contraria a la intención de los teístas. El argumento de la improbabilidad, convenientemente utilizado, está cerca de demostrar que Dios no existe. El nombre que he dado a la demostración estadística de que es casi seguro que Dios no existe es «El truco del Boeing 747 Definitivo».

El nombre proviene de la divertida historia de Fred Hoyle del Boeing 747 y el desguace. No estoy seguro de si Hoyle la escribió alguna vez, pero su colega Chandra Wickramasinghe se la atribuye y, presumiblemente, es auténtica(58). Hoyle dijo que la probabilidad de vida originada en la Tierra no es mayor que la posibilidad de que un huracán, girando sobre un desguace, tuviera la suerte de ensamblar un Boeing 747. Otros han tomado prestada la metáfora para referirse a la evolución posterior de seres vivos complejos, donde tiene una plausibilidad espuria. Las posibilidades contra el ensamblaje de un caballo, escarabajo o avestruz completamente funcionales gracias a la mezcla de sus partes independientes entran en el terreno del 747. En pocas palabras, este es el argumento favorito de los creacionistas, un argumento que solo puede generarse por alguien que no entienda lo más básico acerca de la selección natural: alguien que piensa que la selección natural es teoría de probabilidades, mientras que —en el sentido relevante de probabilidad— es justo lo contrario.

La errónea apropiación creacionista del argumento de la improbabilidad siempre adopta la misma forma general, y no supone diferencia alguna que el creacionista quiera camuflarse con el disfraz políticamente correcto del «diseño inteligente» (DI)[36].

Correctamente, se ensalza a algunos fenómenos observados —a menudo, una criatura viviente o uno de sus más complejos órganos, pero podría ser cualquier otra cosa, desde una molécula hasta el Universo entero— como estadísticamente improbables. A veces se utiliza el lenguaje de la teoría de la información: se reta a los darwinistas a que expliquen la fuente de toda la información contenida en la materia viva, en el sentido técnico de contenido de información como medida de la improbabilidad o del «valor sorpresa». O el argumento puede invocar al trillado lema economicista: nadie regala nada —y se acusa al darwinismo de intentar obtener algo a cambio de nada—. De hecho, como mostraré en este capítulo, la selección natural darwinista es la única solución conocida para el, de otra forma, irresoluble enigma relativo a de dónde proviene la información. Resulta que es la Hipótesis de Dios la que intenta obtener algo a cambio de nada. Dios intenta comer gratis y ser la comida. No importa lo estadísticamente improbable que sea la entidad que queremos explicar invocando a un diseñador, el propio diseñador tiene que ser al menos tan improbable. Dios es el Boeing 747 Definitivo.

El argumento de la improbabilidad establece que las cosas complejas no pueden provenir de la casualidad. Pero mucha gente define «provenir de la casualidad» como sinónimo de «provenir en ausencia de un diseño deliberado». De ahí, como es lógico, piensan que la improbabilidad es una prueba del diseño. La selección natural darwiniana muestra cuán erróneo es esto con respecto a la improbabilidad biológica. Y aunque el darwinismo no es directamente relevante al mundo inanimado —la cosmología, por ejemplo—, aumenta nuestra conciencia en áreas externas a su territorio natural de la biología. Un conocimiento profundo del darwinismo nos enseña a ser prudentes con respecto a la fácil asunción de que el diseño es la única alternativa a la casualidad y nos enseña a buscar escalas graduadas de complejidad incrementadas poco a poco. Antes que Darwin, filósofos como Hume comprendieron que la improbabilidad de la vida no significaba que hubiera sido diseñada, pero no podían imaginar cuál sería la alternativa. Tras Darwin, deberíamos presentir ciertas sospechas en lo más profundo de nuestro ser, con relación a la propia idea del diseño. La ilusión del diseño es una trampa que nos capturó con anterioridad, y Darwin debería habernos inmunizado mediante la mejora de nuestra conciencia. Debería haber tenido éxito con todos nosotros.

LA SELECCIÓN NATURAL COMO MEJORA DE LA CONCIENCIA

En una nave espacial de ciencia ficción, los astronautas tenían morriña de su hogar: «Pensemos que ahora es primavera en la Tierra». Puede que no percibamos de inmediato lo que hay de erróneo en esta frase, tan profundamente incrustado está el chovinismo inconsciente del hemisferio Norte en todos los que vivimos en él, e incluso en algunos que no viven aquí. «Inconsciente» es exactamente correcto. Aquí es donde aparece la mejora de conciencia. Es por una razón más profunda que superficialmente divertida el que, en Australia y en Nueva Zelanda, podamos comprar mapas del mundo con el Polo Sur en la parte superior. Qué espléndidas herramientas para mejorar la conciencia serían esos mapas colgados en las paredes de las aulas de nuestro hemisferio norte. Día tras día, los niños recordarían que «norte» es una polaridad arbitraria que no tiene el monopolio de «arriba». El mapa les intrigaría, así como aumentaría su conciencia. Irían a su casa y se lo contarían a sus padres —a propósito, dar a los niños algo con lo que sorprender a sus padres es uno de los regalos más grandes que un maestro puede otorgar—.

Fueron las feministas quienes aumentaron mi conciencia sobre el poder de la mejora de conciencia. Herstoria[37] es obviamente ridículo, aunque solo sea porque el comienzo de la palabra «Historia» no tiene conexión etimológica con el pronombre masculino. Es tan etimológicamente tonto como el despido, en 1999, de un oficial de Washington cuyo uso de la palabra niggardly[38] fue entendido como una ofensa racial. Pero incluso ejemplos tan tontos como niggardly y Herstoria tienen éxito en nuestra mejora de conciencia. Una vez que hemos suavizado nuestros prejuicios filológicos y hemos dejado de reírnos, la Herstoria nos muestra la Historia desde un punto de vista diferente. Los pronombres de género son la primera línea de ese tipo de mejora de conciencia. Él o ella pueden preguntarse a sí mismos si su sentido del estilo podría haberles permitido escribir así. Pero si podemos trascender la ostentosa infelicidad del lenguaje, mejora nuestra conciencia sobre las sensibilidades de la mitad de la raza humana. Hombre, los Derechos del Hombre, todos los hombres han sido creados iguales, un hombre un voto —parece que, demasiado a menudo, los ingleses excluyen a las mujeres[39]—. Cuando yo era joven, nunca se me ocurrió que las mujeres podrían sentirse menospreciadas por frases como «el futuro del hombre». Durante las décadas transcurridas hemos mejorado nuestra conciencia. Incluso aquellos que todavía utilizan «hombre» en lugar de «humano» lo hacen con un aire de disculpa autoconsciente —o de truculencia, utilizando una frase del lenguaje tradicional, e incluso poniendo nerviosas deliberadamente a las feministas—. Todos los participantes en el Zeitgeist[40] han visto mejoradas sus conciencias, incluso aquellos que eligen responder negativamente manteniéndose en sus trece y redoblando las ofensas.

El feminismo nos muestra el poder de la mejora de conciencia, y quiero tomar prestada esta técnica para la selección natural. La selección natural no solo explica toda la vida; también mejora nuestra conciencia sobre el poder que tiene la ciencia para explicar cómo puede emerger algo complejamente organizado a partir de comienzos simples sin ninguna guía deliberada. La comprensión completa de la selección natural nos anima a introducirnos audazmente en otros campos. Hace que asomen nuestras sospechas, en esos otros campos, sobre el tipo de alternativas falsas con las que una vez, en las épocas predarwinianas, nos engañó la biología. ¿Quién, antes de Darwin, podría haber imaginado que algo tan aparentemente diseñado como el ala de una libélula o el ojo de un águila fuera en realidad el producto final de una larga secuencia de causas no aleatorias, sino puramente naturales?

El conmovedor y divertido informe de Douglas Adams de su propia conversión al ateísmo radical —insiste en «radical» para el caso de que alguien pueda confundirle con un agnóstico— es un testimonio del poder del darwinismo como una herramienta de mejora de la conciencia. Espero que se me perdone la autoindulgencia que se hará aparente en la siguiente cita. Mi excusa es que la conversión de Douglas gracias a mis anteriores libros —que no pretendían convertir a nadie— me inspiró a dedicar este libro a su memoria, lo que he hecho. En una entrevista reimpresa póstumamente en El salmón de la duda, un periodista le preguntó cómo se había convertido en ateo. Comenzó su respuesta explicando cómo se hizo agnóstico, y luego continuó:

Y yo pensé y pensé y pensé. Pero eso no bastaba, por lo que realmente no llegaba a ninguna conclusión. Estaba extremadamente dudoso acerca de la idea de Dios, pero no tenía suficientes conocimientos sobre algo que me supusiera un buen modelo de trabajo para explicar la vida, el Universo y todo lo que contiene. Pero me mantuve firme y continué leyendo y continué pensando. En algún momento al principio de mi treintena, me topé con la biología evolutiva, particularmente en la forma de los libros de Richard Dawkins El gen egoísta y luego El relojero ciego, y de repente (cuando estaba leyendo por segunda vez El gen egoísta) todo encajó en su lugar. Era un concepto de una simplicidad alucinante, pero que daba paso, naturalmente, a toda la infinita y enigmática complejidad de la vida. El asombro que me inspiró me hizo asombrarme de que las personas que hablan con respeto de la experiencia religiosa parecen francamente tontos a su lado. He preferido el asombro del entendimiento frente al asombro de la ignorancia(59).

El concepto de simplicidad alucinante del que él estaba hablando no tenía, por supuesto, nada que ver conmigo. Fue la teoría de Darwin de la evolución basada en la selección natural el aumentador de conciencia científico definitivo. Douglas, te echo de menos. Eres mi más listo, divertido, abierto de mente, ingenioso, más alto y, posiblemente, mi único converso. Espero que este libro te haya hecho reír, aunque no creo que tanto como tú a mí.

Ese filósofo con tanto sentido común científico, Daniel Dennett, apuntó que la evolución es una réplica de una de las más viejas ideas que tenemos: «la idea de que se necesita mucha imaginación para pensar que algo inteligente genere algo menor. Yo lo llamo la teoría goteante de la creación. Nunca se verá a una lanza crear a un lancero. Nunca veremos a una herradura crear a un herrero. Nunca se verá a un cacharro crear a un alfarero»(60). El descubrimiento de Darwin de un proceso factible que realice algo tan contraintuitivo es lo que hace que su contribución al pensamiento humano sea tan revolucionaria y tan llena de poder para mejorar la conciencia. Es sorprendente cuán necesario es ese tipo de mejora de conciencia, incluso en las mentes de excelentes científicos de otros campos distintos al de la biología. Fred Hoyle fue un brillante físico y cosmólogo, aunque su mala comprensión del Boeing 747 y otros errores en la biología, tales como su intento de calificar el fósil Archaeopteryx como un engaño, sugieren que necesitaba mejorar su conciencia con una buena exposición al mundo de la selección natural. Supongo que comprendía la selección natural a nivel intelectual. Pero quizá sea necesario empaparse en la selección natural, sumergirse en ella, nadar en ella, antes de poder apreciar verdaderamente su poder.

Hay otras ciencias que mejoran nuestra conciencia de diferentes maneras. La propia ciencia astronómica de Fred Hoyle nos coloca en nuestro lugar, tanto literal como metafóricamente, limando nuestra vanidad hasta encajarla en el minúsculo escenario en el que tiene lugar nuestra vida —una mota de residuos de una explosión cósmica—. La geología nos recuerda nuestra breve existencia tanto como individuos como en cuanto a especie. Mejoró la conciencia de John Ruskin y provocó ese memorable grito desde lo más profundo de su corazón en 1851: «Si los geólogos me dejaran en paz podría trabajar bien, pero ¡esos atroces martillos! Oigo sus restallidos al final de la cadencia de cada versículo de la Biblia». La evolución hace lo mismo con nuestro sentido del tiempo —nada sorprendente, dado que funciona en escalas de tiempo geológicas—. Pero la evolución darwiniana, específicamente la selección natural, hace algo más. Hace añicos la ilusión del diseño en el campo de la biología y nos enseña a sospechar de cualquier tipo de hipótesis de diseño tanto en la física como en la cosmología. Creo que es eso lo que el físico Leonard Susskind tenía en mente cuando escribió: «No soy un historiador, pero voy a aventurar una opinión: La cosmología moderna comienza realmente con Darwin y Wallace. Al contrario que cualquier otro antes de ellos, propusieron explicaciones a nuestra existencia que rechazaban completamente los agentes sobrenaturales… Darwin y Wallace establecieron un estándar no solo para las ciencias de la vida, sino también para la cosmología»(61). Otros físicos que están lejos de necesitar cualquier mejora de conciencia de ese tipo son Victor Stenger, cuyo libro ¿Ha encontrado a Dios la ciencia? (la respuesta es no) recomiendo muy especialmente[41], y Peter Atkins, cuyo libro La creación revisitada es mi obra de prosa poética científica favorita.

Estoy continuamente sorprendido por aquellos teístas que, lejos de hacer que su conciencia mejore en la forma en que propongo, parecen regocijarse en la selección natural como «la forma que tiene Dios de realizar su creación». Apuntan que la evolución mediante selección natural debería ser una forma fácil y clara de realizar un mundo lleno de vida. ¡Dios no necesitaría hacer nada más en absoluto! Peter Atkins, en el libro anteriormente mencionado, sigue esta línea de pensamiento para llegar a una sensata conclusión carente de sentido divino cuando postula a un Dios hipotéticamente perezoso que intenta salir impune haciendo lo menos posible para crear un Universo con vida. El perezoso Dios de Atkins es incluso más perezoso que el Dios deísta de la Ilustración del siglo XVIII: Deus otiosus —literalmente, Dios de ocio, desocupado, desempleado, superfluo, inútil—. Paso a paso, Atkins consigue reducir la cantidad de trabajo que hace Dios hasta que finalmente termina no haciendo nada en absoluto: también podría haberse preocupado de no existir. Mi memoria percibe vívidamente el perspicaz lamento de Woody Allen: «Si resulta que Dios existe, no creo que sea malvado. Aunque lo peor que puede decirse de Él es que básicamente es un mal realizador».

COMPLEJIDAD IRREDUCTIBLE

Es imposible exagerar la magnitud del problema que resolvieron Darwin y Wallace. Podría mencionar como ejemplo la anatomía, la estructura celular, la bioquímica y el comportamiento de literalmente cualquier organismo viviente. Aunque las proezas más sorprendentes de diseño aparente son aquellas seleccionadas —por razones obvias— por los autores creacionistas, y con gentil ironía yo derivo el mío a partir de un libro creacionista: Vida, ¿cómo está aquí?, sin autor conocido, pero publicado por la Watchtower Bible and Tract Society en dieciséis idiomas y once millones de copias, es obviamente su negocio favorito, ya que me han enviado al menos seis de esos once millones de copias como regalo no solicitado de personas bienintencionadas de todo el mundo.

Seleccionando una página al azar de ese trabajo anónimo y generosamente distribuido, encontramos la esponja conocida como Cesta de Flores de Venus (Euplectella), acompañada de una cita de sir David Attenborough, nada menos: «Cuando observamos el esqueleto de una esponja compleja como aquel formado por espículas silíceas que se conoce como Cesta de Flores de Venus, la imaginación queda confusa. ¿Cómo pueden esas cuasiindependientes células microscópicas colaborar para secretar un millón de vítreas astillas y construir una celosía tan intrincada y bella? No lo sabemos». A los autores de Watchtower les ha faltado tiempo para añadir su propio final: «Pero hay una cosa que sí sabemos: la casualidad no es el diseñador más probable». No; efectivamente, la casualidad no es el diseñador más probable. Esto es algo sobre lo que todos estamos de acuerdo. La improbabilidad estadística de fenómenos tales como el esqueleto de la Euplectella es el problema central que cualquier teoría sobre la vida debe resolver. Cuanto mayor es la improbabilidad estadística, menos plausible es la casualidad como solución: esto es lo que significa improbable. Pero las candidatas a soluciones del acertijo de la improbabilidad no son, como falsamente está implícito, el diseño y la casualidad. Hay diseño y selección natural. La casualidad no es una solución, dados los altos niveles de improbabilidad que vemos en los organismos vivos, y no hay un biólogo en su sano juicio que haya sugerido nunca que lo sea. El diseño no es una solución real, tal como veremos más tarde; pero por el momento quiero continuar demostrando el problema que cualquier teoría sobre la vida debe resolver: el problema de cómo escapar a la casualidad.

Volviendo a las páginas de Watchtower, encontramos a la maravillosa planta conocida como la Pipa del Holandés (Aristolochia trilobata), cuyas partes parecen elegantemente diseñadas para atrapar insectos, cubrirlos con polen y enviarlos de nuevo en su camino hacia otra Pipa del Holandés. La intrincada elegancia de las flores hace que Watchtower se pregunte: «¿Puede todo esto ocurrir por casualidad? ¿O ha tenido lugar mediante un diseño inteligente?». De nuevo, por supuesto que no ha ocurrido por casualidad. De nuevo, el diseño inteligente no es la mejor alternativa a la casualidad. La selección natural no solo es una solución parsimoniosa, plausible y elegante; es la única alternativa factible a la casualidad nunca sugerida. Al diseño inteligente podríamos ponerle la misma objeción que a la casualidad. Simplemente, no es una solución plausible para el acertijo de la improbabilidad estadística. Y cuanto mayor es la improbabilidad, más inverosímil se vuelve el diseño inteligente. Visto claramente, el diseño inteligente se convierte en algo que reduplica el problema. Una vez más, esto se produce porque el propio diseñador (o ella, o ello) se erige en el mayor problema de su propio origen. Cualquier entidad capaz de diseñar inteligentemente algo tan improbable como una Pipa del Holandés (o un Universo) tendría que ser aún más improbable que una Pipa del Holandés. Lejos de terminar con la viciosa regresión, Dios la agrava con una venganza.

Volvamos a otra página de Watchtower para encontrarnos con un elocuente relato sobre la secuoya gigante (Sequoiadendron giganteum), un árbol al que profeso un especial afecto porque tengo uno en mi jardín —un mero bebé de apenas algo más de un siglo de edad y, aun así, el árbol más alto del barrio—. «Un hombre enclenque, de pie junto a la base de una secuoya, solo puede mirar fijamente hacia arriba, en silente sobrecogimiento, a su gigantesca grandeza. ¿Tiene sentido creer que lo que conforma a ese gigante majestuoso y la diminuta semilla que lo contuvo no han sido diseñados?». Otra vez, si se piensa que la única alternativa al diseño es la casualidad, entonces, no, no tiene sentido. Pero de nuevo los autores omiten cualquier mención a la alternativa real, la selección natural, bien porque sinceramente no la entienden, o bien porque no quieren hacerlo.

El proceso por el cual las plantas, tanto las diminutas pimpinelas como las enormes secuoyas, obtienen la energía necesaria para crecer es la fotosíntesis. De nuevo en Watchtower: «Hay cerca de setenta reacciones químicas diferentes en la fotosíntesis», dijo un biólogo. «Verdaderamente, es un hecho milagroso. Se ha llamado a las plantas verdes “fábricas” de la naturaleza —bellas, tranquilas, no contaminantes, productoras de oxígeno, recicladoras de agua y alimentadoras del mundo—. ¿Su existencia es mera casualidad? ¿Es eso creíble en verdad?». No, no es creíble; aunque la repetición de ejemplo tras ejemplo no nos lleva a ninguna parte. La «lógica» creacionista siempre es la misma. Algún fenómeno natural es demasiado improbable estadísticamente, demasiado complejo, demasiado bello, inspira demasiado sobrecogimiento como para existir por casualidad. El diseño es la única alternativa a la casualidad que los autores pueden imaginar. Por lo tanto, un diseñador tuvo que haberlo hecho. Y la respuesta de la ciencia a esta defectuosa lógica es también siempre la misma. El diseño no es la única alternativa a la casualidad. La selección natural es una alternativa mejor. Efectivamente, el diseño no es una alternativa real para todo, porque origina un problema aún mayor que el que resuelve: ¿quién diseñó al diseñador? Tanto la casualidad como el diseño fracasan como soluciones al problema de la improbabilidad estadística porque uno de ellos es el problema y el otro regresa a él. La selección natural es una solución real. Es la única solución factible que haya sido propuesta. Y no es solo una solución factible; es una solución de un poder y una elegancia impresionantes.

¿Qué es lo que hace que la selección natural consiga ser una solución al problema de la improbabilidad, mientras que tanto la casualidad como el diseño fracasen en la parrilla de salida? La respuesta es que la selección natural es un proceso acumulativo, que divide el problema de la improbabilidad en partes más pequeñas. Cada una de esas pequeñas piezas es ligeramente improbable, aunque no tan prohibitivamente. Cuando se comparan en series grandes números de esos eventos ligeramente improbables, el producto final de esa acumulación es, en efecto, muy improbable, lo suficientemente improbable como para estar más allá del alcance de la casualidad. Son esos productos finales los que conforman el objeto del reciclado y aburrido argumento creacionista. El creacionista pierde completamente el norte porque él (las mujeres no deberían por una vez pensar que están excluidas por el pronombre) insiste en tratar el origen de la improbabilidad estadística como un evento singular. No entiende el poder de la acumulación.

En Escalando el Monte Improbable expresé esta cuestión en forma de parábola. Una cara de la montaña es un escarpado precipicio, imposible de escalar, pero la otra cara es una suave pendiente que sube hacia la cumbre. En esta se encuentra un complejo dispositivo como un ojo o un flagelo bacteriano. La absurda noción de que una complejidad tal pueda autoensamblarse espontáneamente se simboliza como el paso desde la base del precipicio hasta la cima en un solo brinco. Por contraste, la evolución da la vuelta a la montaña y asciende la suave pendiente hasta la cumbre: ¡fácil! El principio de la suave ascensión en contraposición al salto del precipicio es tan simple que uno se siente tentado a sorprenderse de que a un Darwin le costara tanto llegar a escena y descubrirlo. Para cuando lo descubrió, habían transcurrido cerca de dos siglos desde el annus mirabilis de Newton, aunque su logro parezca, a primera vista, más difícil que el de Darwin.

Otra metáfora predilecta para la improbabilidad extrema es la cerradura de combinación de la cámara acorazada de un banco. Teóricamente, un ladrón de bancos puede tener suerte y dar con la combinación exacta de números por casualidad. En la práctica, la cerradura de combinación del banco está diseñada con la suficiente improbabilidad para hacer que eso sea casi imposible —casi tan improbable como el Boeing 747 de Fred Hoyle—. Pero imaginemos un cierre de combinación mal diseñado que fuera dando pequeñas pistas progresivamente —algo equivalente al juego de niños en el que dicen «caliente, caliente» cuando se van acercando al objeto escondido—. Supongamos que cuando cada uno de los giros de la cerradura se aproxima al número correcto, la puerta de la cámara acorazada se abre un poco y suelta una pequeña cantidad de dinero. El ladrón conseguiría en poco tiempo el premio gordo.

Los creacionistas que intentan utilizar el argumento de la improbabilidad a su favor siempre asumen que la adaptación biológica es una cuestión similar a obtener el premio gordo o nada. Otro nombre para la falacia de «el premio gordo o nada» es la «complejidad irreducible» (CI). O el ojo ve o no ve. O el ala vuela o no vuela. Se asume que no hay intermedios útiles. Pero esto es sencillamente incorrecto. En la práctica abundan esos intermedios —que es exactamente lo que en teoría esperaríamos—. La cerradura de combinación de la vida es un dispositivo del tipo «te vas calentando, te vas enfriando, te vas calentando» del juego infantil. La vida real busca la suave pendiente trasera del Monte Improbable, mientras que los creacionistas están ciegos a todo menos al desalentador precipicio frontal.

Darwin dedicó un capítulo entero de El origen de las especies a las «Dificultades en la teoría de los ascendientes con modificación», y es justo decir que en este breve capítulo anticipó y dispuso de cada una de las dificultades alegadas que desde entonces han sido propuestas, justo hasta nuestros días. Las dificultades más formidables son los «órganos de extrema perfección y complicación» de Darwin, algunas veces descritos erróneamente como «complejos irreducibles». Darwin seleccionó el ojo como algo que plantea un problema particularmente desafiante: «Suponer que el ojo y todas sus inimitables estructuras para enfocar a diferentes distancias, para admitir diferentes cantidades de luz y para la corrección de las aberraciones esféricas o cromáticas podrían haberse formado por selección natural parece, libremente lo confieso, absurdo en grado sumo». Los creacionistas citan esta frase con regocijo una y otra vez. No es necesario decirlo, nunca citan lo que sigue. La exageradamente libre confesión de Darwin se convierte en un recurso retórico. Estaba atrayendo a sus oponentes hacia él de forma que su puñetazo, cuando llegara, les golpeara lo más duramente posible. El puñetazo, por supuesto, fue la explicación que, sin esfuerzo alguno, Darwin dio sobre cómo evolucionó el ojo en etapas graduales.

Él no podría haber utilizado la frase «complejidad irreducible» o «la suave pendiente ascendente del Monte Improbable», aunque claramente comprendía el principio de ambas. «¿Qué utilidad tiene medio ojo?» y «¿qué utilidad tiene media ala?» son ejemplos del argumento de la «complejidad irreducible». Se dice que una unidad funcional es irreduciblemente compleja si la eliminación de una de sus partes origina un cese funcional completo. Se asume que esto es autoevidente tanto para los ojos como para las alas. Pero en cuanto dedicamos un momento a pensar en ello, inmediatamente vemos la falacia. Un paciente de cataratas al que se ha extraído quirúrgicamente el cristalino opaco puede que no vea imágenes claras sin gafas, pero puede ver lo suficiente como para no chocar contra un árbol o para no caer a un precipicio. Media ala no es tan buena como el ala entera, aunque ciertamente es mejor que ningún ala. Media ala podría salvar la vida facilitando la caída desde un árbol a cierta altura. Y el 51 por 100 de un ala podría salvar tu vida si te caes de un árbol ligeramente más alto. Cualquier fracción de ala que se tenga, hay una caída desde la que puede salvar tu vida, mientras que un alón ligeramente más pequeño no podría. El experimento de los árboles de diferente altura, desde los que uno podría caer, es simplemente una forma de percibir que, en teoría, debe haber ligeros grados de ventaja en la escala que va del uno al cien por cien de un ala. Los bosques están repletos de animales que planean o saltan como en paracaídas y que ilustran, en la práctica, cada paso del camino de ascenso de esa particular pendiente del Monte Improbable.

Por analogía con los árboles de diferentes alturas, es fácil imaginar situaciones en las que medio ojo podría salvar la vida de un animal, mientras que el 49 por 100 de ese ojo no podría. Los gradientes tienen variaciones en función de las condiciones lumínicas, variaciones en la distancia a la que puedes divisar a tu presa —o a tus depredadores—. Y, tal como ocurre con las alas y las superficies de vuelo, los intermedios plausibles no solo son fáciles de imaginar: hay abundancia de ellos en el reino animal. Un gusano plano tiene un ojo que, por cualquier medida apreciable, es menor que medio ojo humano. El Nautilus (y quizá sus primos ammonites que dominaron los mares paleozoicos y mesozoicos) tiene un ojo que está a medio camino entre el del gusano plano y el humano. A diferencia del ojo del gusano plano, que puede detectar la luz y la sombra, pero no puede ver imágenes, el ojo tipo «cámara cabeza de alfiler» del Nautilus genera una imagen real, aunque es una imagen borrosa y tenue en comparación con las nuestras. Sería de una falsa precisión asignar números a la mejora, aunque nadie sensato podría negar que esos ojos de invertebrados, y muchos otros, son mejor que ningún ojo, y todos ellos se encuentran en una pendiente continua y poco inclinada del Monte Improbable, con nuestros ojos cerca de la cumbre —no la cumbre más alta, aunque una bastante alta—. En Escalando el Monte Improbable dediqué un capítulo completo tanto al ojo como al ala, demostrando qué fácil fue para ellos evolucionar mediante lentas (o incluso puede que no tan lentas) etapas graduales, y aquí dejaré el tema. Así, hemos visto que los ojos y las alas no son en verdad irreduciblemente complejos; aunque más interesante que esos ejemplos particulares es la lección general que vamos a obtener. El hecho de que tanta gente haya muerto equivocada acerca de esos obvios casos debería servir para advertirnos de otros ejemplos que son menos obvios, tales como los casos celulares y bioquímicos que ahora publicitan esos creacionistas que se refugian bajo el eufemismo políticamente correcto de «teóricos del diseño inteligente».

Aquí tenemos una moraleja que nos está diciendo lo siguiente: no declaren directamente a las cosas como complejas de forma irreducible: es más probable que no hayan mirado bien los detalles. En el otro extremo, los que estamos en el lado de la ciencia no debemos ser dogmáticamente confiados. Puede que haya algo en la naturaleza que realmente impida, mediante su genuinamente irreducible complejidad, el suave gradiente del Monte Improbable. Los creacionistas tienen razón en que, si puede demostrarse la genuinamente irreducible complejidad, se destrozaría la teoría darwiniana. Darwin mismo dijo como mucho: «Si pudiera demostrarse que cualquier órgano complejo que exista pudiera no haber sido formado por numerosas, sucesivas y ligeras modificaciones, mi teoría quedaría absolutamente rota. Pero no puedo encontrar ningún caso así». Puede que Darwin no encontrara un caso similar, y nadie lo ha logrado desde aquellos tiempos, a pesar de los extenuantes e incluso desesperados esfuerzos. Se han propuesto muchos candidatos a este Santo Grial del creacionismo. Ninguno ha resistido un análisis.

En cualquier caso, incluso aunque la genuinamente irreducible complejidad hubiera destrozado la teoría de Darwin si se hubiera encontrado, ¿quién puede decir que no destrozaría también la teoría del diseño inteligente? Efectivamente ya se ha destrozado la teoría del diseño inteligente por, como digo y seguiré diciendo, lo poco que sabemos acerca de Dios, de quien la única cosa de la que podemos estar seguros es que es muy, muy complejo y también presumiblemente irreducible.

LA VENERACIÓN DE LOS VACÍOS

La búsqueda de ejemplos particulares de complejidad irreducible es, fundamentalmente, una forma de proceder nada científica: un caso especial de argumentar a partir de la ignorancia actual. Apela a la misma lógica defectuosa que la estrategia de «el Dios de los Vacíos» condenada por el teólogo Dietrich Bonhoeffer. Los creacionistas buscan denodadamente un vacío en el conocimiento o en la comprensión de hoy día. Si se encuentra un vacío aparente, se asume que Dios, por defecto, debe rellenarlo. Lo que preocupa a los teólogos serios como Bonhoeffer es que los vacíos se reducen según avanza la ciencia, y finalmente Dios se ve amenazado con nada que hacer y ningún lugar donde ocultarse. Lo que preocupa a los científicos es algo más. Es parte esencial del proyecto científico admitir la ignorancia, incluso regocijarse en ella como reto para futuras conquistas. Como ha escrito mi amigo Matt Ridley, «la mayoría de los científicos están aburridos de lo que ya se ha descubierto. Es su ignorancia la que los dirige». Los místicos se regocijan en el misterio y quieren que siga siendo misterioso. Los científicos se regocijan en el misterio por una razón distinta: les da algo que hacer. De forma más general, como repetiré en el capítulo 8, uno de los verdaderamente nefastos efectos de la religión es que nos inculca como virtud el estar satisfechos con el desconocimiento.

Es vital para la buena ciencia admitir la ignorancia y la mistificación temporal. Por no decir más, es muy desafortunado que la principal y negativa estrategia de los propagandistas de la creación sea la búsqueda de vacíos en el conocimiento científico y pretender rellenarlos con «el diseño inteligente» por defecto. Lo siguiente es hipotético, aunque completamente típico. Un discurso creacionista: «la articulación del codo de la rana comadreja moteada es irreduciblemente compleja. Ninguna de sus partes hace nada bueno a menos que el total esté ensamblado. Te apuesto lo que quieras a que no eres capaz de pensar en alguna forma en que el codo de la rana comadreja pudiera haber evolucionado mediante etapas graduales». Si el científico fracasa al dar una respuesta inmediata y detallada, el creacionista genera una conclusión por defecto: «Entonces, bien, la teoría alternativa, el “diseño inteligente”, vence por defecto». Nótese la lógica predispuesta: si la teoría A fracasa en algo concreto, la teoría B debe ser la correcta. No es necesario decirlo, el argumento no se aplica al contrario. Se nos anima a saltar a la teoría por defecto sin siquiera haber investigado si fracasa al explicar el mismo punto que la teoría que pretende reemplazar.

Al diseño inteligente (DI) se le otorga un salvoconducto libre, una cautivadora inmunidad frente a las rigurosas demandas hechas por la evolución. Pero mi tema presente es que la estratagema creacionista socava el natural —y efectivamente necesario— regocijo científico en la (temporal) incertidumbre. Por razones puramente políticas, los científicos de hoy deberían dudar antes de decir: «Mmm, interesante idea. Me pregunto cómo los ancestros de la rana comadreja evolucionaron su articulación del codo. No soy un especialista en ranas comadreja. Tendré que ir a la biblioteca de la universidad y echar un vistazo. Podría ser una tesis interesante para la graduación de un alumno». En el momento en que un científico dijera eso —y mucho después de que el alumno comenzara la tesis—, la conclusión por defecto se convertiría en el titular de un panfleto creacionista: «La rana comadreja solo pudo haber sido diseñada por Dios». Entonces, existe una desafortunada conexión entre la necesidad metodológica de la ciencia de buscar áreas de ignorancia para dirigir investigaciones y la necesidad del DI de buscar áreas de ignorancia para proclamar la victoria de la teoría por defecto. Precisamente es el hecho de que el DI no tiene prueba en sí mismo, pero crece como la mala hierba en los vacíos que deja el conocimiento científico, lo que coloca a la ciencia en la incómoda necesidad de identificar y proclamar esos mismos vacíos como preludio de su propia investigación. A este respecto, la ciencia se encuentra a sí misma en alianza con sofisticados teólogos como Bonhoeffer, unidos contra el enemigo común representado por los teólogos ingenuos y populistas y la teología de los vacíos del diseño inteligente.

El romance de los creacionistas con los «vacíos» en el registro fósil simboliza toda su teología de los vacíos. Una vez introduje un capítulo sobre la llamada Explosión Cámbrica con la frase: «Es como si se pensara que los fósiles fueron plantados allí sin ninguna historia evolutiva». De nuevo, era una obertura retórica, que intentaba abrir el apetito del lector para la completa explicación que seguía. La lamentable retrospectiva me dice ahora cuán predecible era que mi paciente explicación fuera extirpada y mi obertura en sí jubilosamente citada fuera de contexto. Los creacionistas adoran los «vacíos» en el registro fósil, tal como adoran, en general, cualquier vacío.

Muchas transiciones evolutivas están documentadas con elegancia por series más o menos continuas de fósiles intermedios gradualmente cambiantes. Otras, no, y esos son los famosos «vacíos». Michael Schermer ha señalado ingeniosamente que si un nuevo descubrimiento fósil biseca cuidadosamente un «vacío», el creacionista declarará que ¡ahora hay el doble de vacíos! Pero, en cualquier caso, nótese de nuevo el injustificado uso del «por defecto». Si no existen fósiles para documentar una transición evolutiva postulada, la asunción por defecto es que no hay transición evolutiva y, por lo tanto, Dios debe haber intervenido.

Es completamente ilógico exigir la documentación completa de cada paso de una narración, tanto en la evolución como en cualquier otra ciencia. También podría reclamarse, antes de acusar a alguien de asesinato, un registro cinematográfico completo de cada paso del asesino hasta la escena del crimen, sin fotogramas perdidos. Solo se fosiliza una diminuta fracción de cadáveres y somos afortunados de tener la cantidad de fósiles intermedios que poseemos. Fácilmente podríamos no haber tenido fósiles en absoluto y aun así la prueba de la evolución gracias a otras fuentes, tales como la genética molecular y la distribución geográfica, sería aplastantemente fuerte. Por otro lado, la evolución hace una fuerte predicción en el sentido de que si un único fósil se coloca en el estrato geológico erróneo, la teoría sería una completa sorpresa. J. B. S. Haldane, cuando un celoso popperiano le desafió a que dijera cómo la evolución podría haber sido falsificada, gruñó: «Conejos fósiles en el Precámbrico». No se han encontrado, en realidad, esos anacrónicos fósiles, a pesar de las desacreditadas leyendas creacionistas de cráneos humanos en el Carbonífero superior y huellas humanas entremezcladas con las de los dinosaurios.

Los vacíos que existen por defecto en la mente de los creacionistas están ocupados por Dios. Lo mismo aplica a todos los precipicios aparentes en los macizos del Monte Improbable, donde la suave pendiente no es inmediatamente obvia o, si lo es, se pasa por alto. Se asume que las áreas en las que hay una ausencia de datos o una ausencia de conocimiento pertenecen, por defecto, a Dios. El rápido recurso de proclamar dramáticamente la «complejidad irreducible» representa un fracaso de la imaginación. Por decreto, se dice que algunos órganos biológicos, si no un ojo, un flagelo bacteriano o una reacción bioquímica, son complejos irreducibles. No se hace ni siquiera el intento de demostrar la complejidad irreducible. A pesar de las moralejas sobre ojos, alas y muchas otras cosas, se asume que cada candidato a estos premios es transparente, autoevidente e irreduciblemente complejo, y su estatus se afirma por decreto. Pero pensemos en ello. Ya que la complejidad irreducible ha sido utilizada como argumento para el diseño, no debería aseverarse más mediante el fiat que el diseño en sí mismo. También se podría hacer una afirmación tan simple como que la rana comadreja (escarabajo bombardero, etc.) prueban el diseño, sin ningún argumento o justificación posterior. Esta no es forma de hacer ciencia.

No parece que la lógica sea más convincente que lo siguiente: «Yo, [inserte aquí su propio nombre], soy personalmente incapaz de pensar en la forma en que [inserte aquí un fenómeno biológico] pudo haber sido generado paso a paso. Por lo tanto, es irreduciblemente complejo. Eso significa que ha sido diseñado». Escriba eso así y verá de inmediato que es factible que lleguen algunos científicos y encuentren un intermedio; o, al menos, imaginen algún intermedio factible. Incluso si no llegan científicos con una explicación, es una clara lógica perversa asumir que al «diseño» le vaya mucho mejor. El razonamiento que subyace bajo la teoría del «diseño inteligente» es perezoso y derrotista —el clásico razonamiento del «Dios de los vacíos»—. Previamente lo he apodado como «El Argumento de la Incredulidad Personal». Imaginemos que estamos viendo un truco de magia realmente grandioso. El famoso dúo de prestidigitadores Penn y Teller sigue una rutina en la que parece que, simultáneamente, ambos disparan al otro con una pistola, y parece que cada uno de ellos atrapa la bala con los dientes. Se tomaban cuidadosas precauciones para hacer marcas en cada bala antes de colocarlas en las pistolas y todo el proceso estaba testimoniado de cerca por voluntarios del público que tenían experiencia en armas de fuego; aparentemente quedaba eliminada cualquier posibilidad de trucaje. La bala marcada de Teller acababa entre los dientes de Penn y la bala marcada de Penn acababa entre los de Teller. Yo [Richard Dawkins] soy completamente incapaz de pensar de qué forma podría hacer este truco. El Argumento de la Incredulidad Personal surge desde las profundidades de mi cerebro precientífico y casi me impele a decir: «Debe ser un milagro. No hay explicación científica. Esto debe ser algo sobrenatural». Pero la vocecita de mi educación científica lanza un mensaje diferente. Penn y Teller son ilusionistas de primera clase. Hay una explicación bastante buena. Simplemente es que yo soy demasiado ingenuo o demasiado poco observador o demasiado poco imaginativo para pensar cuál. Esta es la respuesta adecuada frente a un truco de magia. Y también es la respuesta correcta para los fenómenos biológicos que parecen ser irreduciblemente complejos. Aquellas personas que saltan directamente desde la ofuscación personal frente a un fenómeno natural hasta la apresurada invocación de lo sobrenatural, no son mejores que los tontos que ven a alguien haciendo conjuros para doblar una cuchara y llegan a la conclusión de que eso es «paranormal».

En su libro Siete claves para el origen de la vida, el químico escocés A. G. Cains-Smith apunta una nueva idea, utilizando la analogía de un arco. Un arco independiente hecho con piedras toscamente talladas y unidas sin mortero puede ser una estructura estable, pero es irreduciblemente compleja: colapsa si eliminamos alguna de sus piedras. Entonces, ¿cómo fue construido en el primer lugar? Una forma es hacer una pila sólida de piedras y luego, cuidadosamente, ir quitando piedras una por una. De una forma más general, hay muchas estructuras que son irreduciblemente complejas en el sentido en que no pueden sobrevivir a la sustracción de ninguna de sus partes, pero que fueron construidas con la ayuda de andamios que fueron eliminados posteriormente y ya no son visibles. Una vez que la estructura está completa, el andamio puede quitarse con seguridad y la estructura permanece en pie. En la evolución, también el órgano o estructura observada puede haber tenido un andamio en un antecesor, que luego fue eliminado. La «complejidad irreducible» no es una idea nueva, aunque la frase en sí fue inventada por el creacionista Michael Behe en 1996(62). Es famoso (si fama es la palabra) por haber llevado el creacionismo a una nueva área de la biología: la bioquímica y la biología celular, que quizá percibe como un feliz coto de caza para capturar vacíos en los ojos o en las alas. Su mejor aproximación a un buen ejemplo (aunque uno bastante malo) es el motor flagelar bacteriano.

El motor flagelar bacteriano es un prodigio de la naturaleza. Supone el único ejemplo conocido, exceptuando la tecnología humana, de eje de rotación libre. Sospecho que las ruedas para grandes animales son verdaderos ejemplos de complejidad irreducible y probablemente por eso no existen. ¿Cómo podrían los nervios y los vasos sanguíneos cruzar los cojinetes?[42]. El flagelo es un propulsor similar a un hilo, gracias al cual la bacteria excava su camino en el agua. Digo «excavar» en vez de «nadar» porque en la escala de la existencia bacteriana un líquido como el agua podría no percibirse como nosotros lo hacemos. Puede percibirse como algo más parecido a melaza o a gelatina o incluso a arena, y la bacteria parecería excavar o atornillar su camino a través del agua, en vez de nadar. Al contrario que los también llamados flagelos de organismos más grandes, como los protozoos, el flagelo bacteriano no se agita simplemente como un látigo o funciona como un remo. Es un verdadero eje de rotación libre que gira continuamente dentro de un cojinete, movido por un ínfimo motor molecular. A este nivel, el motor utiliza en esencia el mismo principio que un músculo, pero en rotación libre en vez de en contracción intermitente[43]. Se ha descrito acertadamente como un diminuto fueraborda (aunque para los estándares de los ingenieros —e inusualmente para un mecanismo biológico— sea demasiado ineficiente).

Sin una sola palabra de justificación, explicación o ampliación, Behe proclama tan solo que el motor flagelar bacteriano es irreduciblemente complejo. Dado que no ofrece argumentos a favor de su aserción, podemos empezar a sospechar un fallo de su imaginación. Además, alega que la literatura biológica especializada ha ignorado el problema. La falsedad de esta alegación fue obvia y (para Behe) embarazosamente documentada en el tribunal del juez John E. Jones, en Pensilvania, en 2005, donde Behe declaró como testigo experto en nombre de un grupo de creacionistas que había intentado imponer el creacionismo del «diseño inteligente» en el currículo científico de una escuela pública local —un movimiento de «impresionante necedad», por citar al juez Jones (frase y persona seguramente destinadas a la fama duradera)—. Behe no solo padeció una situación embarazosa en la audiencia, como luego veremos. La clave para demostrar la complejidad irreducible es probar que ninguna de las partes podría ser útil por sí misma. Todas necesitan estar bien colocadas antes de que alguna de ellas pueda hacer algo destacable (la analogía favorita de Behe es un cepo para ratones). De hecho, los biólogos moleculares no tienen dificultad alguna para encontrar partes funcionales fuera del todo, tanto para el motor flagelar como para otros ejemplos alegados por Behe de complejidad irreducible.

La idea está bien traída por Kenneth Miller, de la Brown University, para mi gusto, el más persuasivo castigo de «diseño inteligente», en gran parte porque es un devoto cristiano. Frecuentemente recomiendo el libro de Miller Encontrando al Dios de Darwin a las personas religiosas que me escriben por haber sido engatusadas por Behe. En el caso del motor rotatorio bacteriano, Miller llama nuestra atención hacia un mecanismo denominado el Sistema Secretor Tipo Tres, o SSTT(63). El SSTT no se utiliza para el movimiento rotatorio. Es uno de los diferentes sistemas utilizados por las bacterias parásitas para inyectar sustancias tóxicas a través de las paredes celulares para envenenar el organismo huésped. En nuestra escala humana, podríamos pensar en verter o echar a chorro un líquido por un orificio; pero, de nuevo, en la escala bacteriana las cosas son distintas. Cada molécula de sustancia secretada es una larga proteína con una clara estructura tridimensional en la misma escala que la del SSTT: más parecida a una estructura sólida que a un líquido. Cada molécula es propulsada individualmente mediante un mecanismo formado con mucho cuidado, como un dispensador automático que expenda, digamos, juguetes o botellas, en vez de un simple orificio por el que la sustancia puede «fluir». El dispensador en sí está formado por un número bastante pequeño de moléculas proteínicas, cada una de las cuales es comparable en tamaño y complejidad con las moléculas que se van a dispensar por él. Es curioso, pero esos dispensadores automáticos bacterianos son a menudo muy similares en bacterias que no están muy relacionadas. Probablemente, sus genes han sido «copiados y pegados» de otras bacterias: algo a lo que son muy aficionadas las bacterias, y un tema fascinante por derecho propio; mas debo continuar.

Las moléculas proteínicas que conforman la estructura del SSTT son muy similares a los componentes del motor flagelar. Para los evolucionistas está claro que los componentes del SSTT se apropiaron de una nueva, aunque no completamente inconexa, función cuando evolucionó el motor flagelar. Dado que el SSTT remolca moléculas a través de sí mismo, no sorprende el hecho de que utilice una rudimentaria versión del principio usado por el motor flagelar, que remolca las moléculas del eje en círculos. Evidentemente los componentes críticos del motor flagelar ya estaban colocados en su lugar y funcionando antes de que evolucionara ese motor. Apropiarse de mecanismos existentes es una forma obvia en la que piezas de aparatos de aparente complejidad irreducible podrían escalar el Monte Improbable.

Se necesita trabajar mucho más, por supuesto, y estoy seguro de que así se hará. Un trabajo como ese no podría llevarse nunca a cabo si los científicos se sintieran satisfechos con un perezoso «por defecto» similar al que promueve la «teoría del diseño inteligente». Este es el mensaje que un imaginario «teórico del diseño inteligente» lanzaría a los científicos: «Si no comprenden cómo funciona algo, no se preocupen: simplemente, ríndanse y digan que Dios lo hizo. ¿No saben cómo funcionan los impulsos nerviosos? ¡Bueno! ¿No comprenden cómo reside la memoria en el cerebro? ¡Excelente! ¿Es la fotosíntesis un proceso desconcertantemente complejo? ¡Maravilloso! Por favor, no sigan trabajando sobre ese problema. Simplemente, ríndanse y apelen a Dios. Queridos científicos, no trabajen en sus misterios. Cédannos sus misterios, porque nosotros podemos utilizarlos. No malgasten su preciosa ignorancia investigando. Necesitamos esos gloriosos vacíos como último refugio de Dios». San Agustín lo dijo de una forma bastante más abierta: «Hay otra forma de tentación, incluso más llena de peligro. Es el mal de la curiosidad. Esto es lo que nos lleva a probar y descubrir los secretos de la naturaleza, aquellos secretos que están más allá de nuestro entendimiento, que no nos sirven para nada y que el hombre no debería desear aprender» (citado en Freeman, 2002). Otro de los ejemplos favoritos alegados por Behe de «complejidad irreducible» es el sistema inmunológico. Dejemos que el propio juez Jones continúe con la historia:

De hecho, en el interrogatorio, el profesor Behe fue preguntado acerca de su afirmación de 1996 de que la ciencia nunca encontraría una explicación evolutiva para el sistema inmunológico. Se le presentaron cincuenta y ocho publicaciones revisadas por colegas suyos, nueve libros y varios capítulos de libros de texto de inmunología sobre la evolución del sistema inmunológico; sin embargo, simplemente insiste en que eso no es todavía suficiente prueba de la evolución, y que no era lo «suficientemente buena».

Behe, en el interrogatorio de Eric Rothschild, abogado jefe de los demandantes, fue forzado a admitir que no había leído la mayoría de esas cincuenta y ocho publicaciones de sus colegas. Nada sorprendente, ya que la inmunología es un tema muy complicado. Menos perdonable es el hecho de que Behe descartó esa investigación por «infructuosa». Ciertamente, es infructuosa si tu intención es hacer propaganda entre crédulos profanos y políticos, en vez de descubrir verdades importantes sobre el mundo real. Tras escuchar a Behe, Rothschild concluyó de forma muy elocuente lo que toda persona honrada en la sala del tribunal debió sentir:

Afortunadamente hay científicos que buscan respuestas a la cuestión del sistema inmunológico… Es nuestra defensa contra las enfermedades que nos debilitan y que son fatales para nosotros. Los científicos que han escrito esos libros y artículos se afanan en la oscuridad, sin derechos de autor ni contratos por dar conferencias. Sus esfuerzos nos ayudan a combatir y curar enfermedades muy serias. Por el contrario, el profesor Behe y todo el movimiento pro diseño inteligente no están haciendo nada por el avance científico o por el conocimiento médico y están diciendo, a las generaciones científicas futuras, que no se preocupen por ello(64).

Tal como estableció el genetista americano Jerry Coyne en su revisión del libro de Behe: «Si la historia de la ciencia nos demuestra algo es que no vamos a ningún sitio etiquetando nuestra ignorancia con la palabra “Dios”». O, en palabras de un elocuente blogger, comentando un artículo de Coyne y mío sobre diseño inteligente de The Guardian:

¿Por qué se considera que Dios es la explicación de algo? No lo es; es un fracaso explicativo, un encogimiento de hombros, un «Yo no…» vestido de espiritualidad y ritual. Si alguien acredita algo a Dios, lo que normalmente significa es que no sabe algo, por lo que se lo atribuye a un espíritu celestial inalcanzable y desconocido. Pida explicaciones de dónde proviene ese tipo, y lo más probable es que obtenga una respuesta vaga y seudofilosófica sobre las cosas que siempre han existido o que están fuera de la naturaleza. Lo que, por supuesto, no explica nada(65).

El darwinismo aumenta nuestra conciencia de otras formas. Los órganos evolucionados, tan elegantes y eficientes como son tan a menudo, también demuestran defectos reveladores —exactamente como se esperaría si tuvieran una historia evolutiva, y al igual que no se esperaría si estuvieran diseñados—. Tengo ejemplos analizados en otros libros: el recurrente nervio laríngeo, por decir uno, que revela su historia evolutiva en un enorme y pródigo desvío de su camino a su destino. Muchas de nuestras dolencias humanas, desde el dolor lumbar hasta las hernias, prolapsos uterinos y nuestra vulnerabilidad a las infecciones de senos, resultan directamente del hecho de que ahora caminamos sobre dos piernas con un cuerpo que fue formado durante cientos de millones de años para caminar a cuatro patas. Nuestra conciencia también se mejora gracias a la crueldad y derroche de la selección natural. Los depredadores parecen bellamente «diseñados» para cazar a sus presas, mientras que las presas parecen igual de bellamente «diseñadas» para escapar de ellos. ¿De qué lado está Dios?(66).

EL PRINCIPIO ANTRÓPICO: VERSIÓN PLANETARIA

Los teólogos de los vacíos que se han tenido que rendir a los ojos y las alas, a los motores flagelares y a los sistemas inmunológicos, a menudo prenden las esperanzas que les restan en el origen de la vida. De algún modo, la raíz de la evolución en la química no biológica parece presentar un vacío mayor que cualquier transición durante la evolución subsiguiente. Y, en un sentido, este es un vacío muy grande. Ese sentido es bastante específico, y no resulta confortable a los apologistas religiosos. El origen de la vida solo pudo haber sucedido una vez. Por lo tanto, podemos permitirle ser un evento extremadamente improbable, en magnitudes mucho más improbables de lo que la gente es consciente, tal como mostraré. Los pasos evolutivos subsiguientes se han duplicado de forma independiente, en más o menos formas similares, a lo largo de millones y millones de especies y continua y repetidamente a lo largo de los tiempos geológicos. Por ello, para explicar la evolución de la vida compleja, no podemos recurrir al mismo tipo de razonamiento estadístico aplicable al origen de la vida. Los eventos que constituyen la evolución normal, como formas distintas de su singular origen (y quizá unos pocos casos especiales), no pueden haber sido muy improbables.

La distinción puede parecer extraña, por lo que debo explicarla más detalladamente utilizando el llamado principio antrópico. El principio antrópico fue llamado así por el matemático británico Brandon Carter en 1974, y ampliado por los físicos John Barrow y Frank Tipler en su libro sobre el tema(67). El argumento antrópico se aplica normalmente al Cosmos, y luego volveré a él. Pero voy a introducir la idea a partir de una escala planetaria más pequeña. Nosotros existimos aquí, en la Tierra. Por lo tanto, la Tierra debe ser el tipo de planeta que es capaz de generarnos y apoyarnos, debe ser ese tipo de planeta, aunque sea inusual e incluso único. Por ejemplo, nuestro tipo de vida no puede sobrevivir sin agua líquida. Efectivamente, los exobiólogos que buscan pruebas de vida extraterrestre exploran los cielos, en la práctica, para encontrar signos de agua. Alrededor de una estrella típica como nuestro Sol hay una zona que llaman la Zona Goldilock —ni demasiado caliente, ni demasiado fría; simplemente, adecuada para contener planetas con agua líquida—. Una estrecha banda de órbitas está situada entre aquellas que están demasiado alejadas de la estrella, donde el agua está congelada, y las que están demasiado cerca de la estrella, donde el agua hierve.

También probablemente, una órbita apta para la vida tiene que ser casi circular. Una órbita muy elíptica, como la del recientemente descubierto décimo planeta conocido informalmente como Xena, como mucho dejaría al planeta pasar zumbando brevemente por la Zona Goldilock una vez cada pocas décadas o centurias terrestres. Xena en sí no entra en absoluto en la Zona Goldilock, incluso en su punto más cercano al Sol, que alcanza una vez cada 560 años terrestres. La temperatura del cometa Halley oscila entre cerca de 47 ºC en el punto orbital más cercano al Sol y −270 ºC en el punto más lejano. La órbita terrestre, como la de todos esos planetas, técnicamente es una elipse (está más cerca del Sol en enero y más lejos en junio[44]); pero un círculo es un caso especial de elipse, y la órbita terrestre está tan cerca de ser perfectamente circular que nunca sale de la Zona Goldilock. La situación de la Tierra en el Sistema Solar es propicia también de otras formas que la distinguen para la evolución de la vida. La gran aspiradora gravitacional de Júpiter está bien situada para interceptar asteroides que de otra forma podrían amenazarnos con una colisión letal. La única luna de la Tierra, relativamente grande, sirve para estabilizar nuestro eje de rotación(68), y promueve la vida en otras diversas formas. Nuestro Sol es inusual al no ser binario ni bloqueado en una órbita mutua con otra estrella compañera. Es posible para las estrellas binarias tener planetas, pero es probable que sus órbitas sean demasiado variables caóticamente como para promover la evolución de la vida.

Se han ofrecido dos explicaciones principales para lo especialmente favorable a la vida que es nuestro planeta. La teoría del diseño dice que Dios hizo el mundo, lo colocó en la Zona Goldilock y, deliberadamente, configuró todos los detalles en nuestro beneficio. El modelo antrópico es muy diferente y tiene un vago aire darwiniano. La gran mayoría de los planetas del Universo no están en las Zonas Goldilock de sus respectivas estrellas, y no son aptos para la vida. Ninguno de los de esa gran mayoría tiene vida. No importa lo pequeña que sea la minoría de planetas con condiciones apropiadas para la vida, necesariamente tenemos que estar en uno de ellos porque aquí estamos pensando sobre ello.

De forma accidental, es un hecho extraño que a los apologistas religiosos les guste el principio antrópico. Por algunas razones que no tienen sentido en absoluto, piensan que apoya su causa. Lo cierto es precisamente lo contrario. El principio antrópico, como la selección natural, es una alternativa a la hipótesis del diseño. Proporciona una explicación racional y libre de diseño para el hecho de que nos encontremos en una situación propicia para nuestra existencia. Creo que la confusión surge en las mentes religiosas porque el principio antrópico solo se menciona en el contexto del problema que resuelve, a saber, el hecho de que vivimos en un lugar favorable a la vida. Lo que las mentes religiosas no captan es que se ofrecen esas dos soluciones candidatas para resolver el problema. Dios es una de ellas. El principio antrópico es la otra. Hay alternativas.

El agua líquida es una condición necesaria para la vida tal como la conocemos, pero está muy lejos de ser suficiente. Con todo, la vida tiene que originarse en el agua, y el origen de la vida debe haber sido una ocurrencia muy improbable. La evolución darwiniana avanza alegremente una vez que se ha originado la vida. Pero ¿cómo comenzó la vida? El origen de la vida fue el evento químico, o la serie de eventos, por el que las condiciones vitales para la selección natural ocurrieron por vez primera. El principal ingrediente es la herencia, bien el ADN o (más probablemente) algo que replica como el ADN, pero con menor precisión, quizá la molécula relacionada ARN. Una vez que el ingrediente principal —algún tipo de molécula genética— está en su lugar, puede seguir la verdadera selección natural darwiniana, y la vida compleja emerge como consecuencia final. Mas el surgimiento espontáneo por casualidad de la primera molécula hereditaria parece más improbable. Quizá es muy, muy improbable, y pensaré mucho sobre ello, dado que es central para esta sección del libro.

El origen de la vida es un tema de investigación floreciente, aunque especulativo. La habilidad que se requiere para ello es la química, lo que no es mi tema. Yo miro desde la barrera con curiosidad comprometida, y no me sorprenderá que, en los próximos pocos años, los químicos informen de que han traído al mundo con éxito un nuevo origen de la vida en el laboratorio. Sin embargo, eso no ha sucedido todavía y aún es posible mantener que la probabilidad de que esto suceda es, y siempre fue, extremadamente baja —¡aunque ya sucedió una vez!—.

Tal como hicimos con las Zonas Goldilock, podemos apuntar que, independientemente de lo improbable que pudiera ser el origen de la vida, sabemos que sucedió en la Tierra, porque estamos aquí. Al igual que con la temperatura, hay dos hipótesis para explicar qué sucedió —la hipótesis del diseño y la hipótesis científica o «antrópica»—. El modelo del diseño postula un Dios que forjó un milagro deliberado, encendió la sopa prebiótica con fuego divino y lanzó al ADN, o algo equivalente, a su trascendental carrera.

De nuevo, como con las Goldilocks, la alternativa antrópica a la hipótesis del diseño es estadística. Los científicos invocan a la magia de los grandes números. Se ha estimado que hay entre mil y treinta mil millones de planetas en nuestra galaxia, y cerca de cien mil millones de galaxias en el Universo. Descontando algunos ceros por razones de prudencia ordinaria, cien cuatrillones es una estimación bastante conservadora del número posible de planetas del Universo. Ahora, supongamos que el origen de la vida, el surgimiento espontáneo de algo equivalente al ADN, realmente fue un evento improbable bastante pasmoso. Supongamos que fue tan improbable como para ocurrir solo en uno entre mil millones de planetas. Un organismo que concediera becas de investigación se reiría en la cara de cualquier químico que admitiera que la probabilidad de éxito de su propuesta de investigación fuera una entre cien. Pero aquí estamos hablando de posibilidades de una entre mil millones. Y aun así… incluso con esas absurdamente bajas posibilidades, la vida habría surgido en mil millones de planetas —de los que la Tierra, por supuesto, es uno de ellos—.(69).

Esta conclusión es tan sorprendente que la voy a repetir. Si las posibilidades de que la vida se originara espontáneamente en un planeta fueran una contra mil millones, este aturdidoramente improbable evento habría ocurrido en mil millones de planetas. La posibilidad de encontrar un planeta con vida entre esos mil millones nos recuerda a la proverbial aguja y el pajar. Pero no tenemos que salirnos de nuestro camino para encontrar la aguja porque (volviendo al principio antrópico) cualquier ser capaz de buscar debe necesariamente estar sentado en una de esas prodigiosamente raras agujas antes incluso de comenzar la búsqueda.

Cualquier declaración de probabilidad se realiza en el contexto de un cierto nivel de ignorancia. Si no sabemos nada acerca de un planeta, podemos postular que las posibilidades de que surja vida en él son, digamos, de una entre mil millones. Pero si añadimos algunas asunciones a nuestra estimación, las cosas cambian. Un planeta particular puede tener algunas propiedades peculiares, quizá un perfil especial de abundancia de elementos en sus rocas, que hacen que aumenten las posibilidades a favor de que surja vida en él. Algunos planetas, en otras palabras, son más parecidos a la Tierra que otros. La misma Tierra, por supuesto, ¡es especialmente parecida a sí misma! Esto debería animar a nuestros químicos a intentar recrear el evento en el laboratorio, en cuanto que puede reducir las posibilidades en contra de su éxito. Pero mi cálculo anterior demostró que incluso un modelo químico con posibilidades de éxito tan bajas como una entre mil millones todavía podría predecir que la vida surgiría en mil millones de planetas en el Universo. Y la belleza del modelo antrópico es que nos dice, contra toda intuición, que un modelo químico solo necesita predecir que la vida surgirá en un planeta entre cien cuatrillones de planetas para proporcionarnos una explicación completamente satisfactoria de la presencia de vida en la Tierra. Por un momento no voy a creer que el origen de la vida estaba tan cerca de ser tan improbable en la práctica. Creo que definitivamente merece la pena invertir dinero en intentar duplicar el evento en el laboratorio y —de la misma manera, en SETI[45]— porque pienso que es probable que exista vida inteligente en algún otro lugar.

Incluso aceptando la estimación más pesimista de la probabilidad de que la vida pudiera originarse espontáneamente, este argumento estadístico derriba por completo cualquier sugerencia de que deberíamos postular que el diseño rellenara ese vacío. De todos los vacíos aparentes en la historia evolutiva, el vacío del origen de la vida puede parecer insalvable para cerebros calibrados para valorar la posibilidad y el riesgo en una escala ordinaria: la escala en la que los organismos que dan fondos para investigación valoran las propuestas de investigación remitidas por los químicos. Aunque incluso un vacío tan grande como este es fácilmente cubierto por la ciencia estadística, aunque esa misma ciencia estadística descarte a un creador divino en el terreno del «747 Definitivo» que hemos visto antes.

Pero ahora continuemos con la interesante idea que ha iniciado esta sección. Supongamos que alguien intenta explicar el fenómeno general de la adaptación biológica sobre las mismas pautas que acabamos de aplicar al origen de la vida: apelando a un inmenso número de planetas posibles. El hecho observado es que cada especie y cada órgano de esas especies son buenos en lo que hacen. Las alas de los pájaros, abejas y murciélagos son buenas para volar. El ojo es bueno para ver. Las hojas son buenas para llevar a cabo la fotosíntesis. Vivimos en un planeta donde estamos rodeados, quizá, por diez millones de especies, cada una de las cuales independientemente refleja una poderosa ilusión de diseño aparente. Cada especie está bien adaptada a su particular modo de vida. ¿Podemos salir con el argumento del «increíble número de planetas» para explicar todas esas diferentes ilusiones de diseño? No, no podemos; repetidamente, no. Ni siquiera piense en ello. Esto es importante en tanto que toca el fondo del más serio malentendido sobre el darwinismo.

No importa con cuántos planetas juguemos, la afortunada casualidad nunca sería suficiente para explicar la exuberante diversidad de complejidad viviente sobre la Tierra, del mismo modo que la hemos utilizado para explicar la existencia de la vida aquí en primer lugar. La evolución de la vida es un caso completamente distinto al del origen de la vida porque, repitiendo, el origen de la vida fue (o podría haber sido) un evento único que tuvo que suceder solo una vez. Por otro lado, la adecuación adaptativa de las especies a sus distintos entornos se produce millones de veces continuamente.

Está claro que aquí en la Tierra tratamos con un proceso generalizado de optimización de especies biológicas, un proceso que funciona en todo el planeta, en todos los continentes e islas, y en todos los tiempos. Seguramente podemos predecir que, si esperamos otros diez millones de años, un nuevo conjunto de especies estará tan bien adaptado a su modo de vida como las especies actuales lo están al suyo. Este es un fenómeno recurrente, predecible y múltiple, no una porción de suerte estadística reconocida a posteriori. Y, gracias a Darwin, sabemos cómo ha sido causado: por selección natural.

El principio antrópico no puede explicar los múltiples detalles de las criaturas vivientes. Realmente, necesitamos la poderosa grúa de Darwin para explicar la diversidad de la vida en la Tierra y, especialmente, la persuasiva ilusión de diseño. Por el contrario, el origen de la vida está fuera del alcance de esa grúa, porque la selección natural no puede proceder sin ella. Aquí, el principio antrópico llega a su centro. Podemos tratar con el origen único de la vida postulando un número de oportunidades planetarias muy grande. Una vez garantizado el golpe de suerte inicial —y el principio antrópico debe garantizárnoslo decisivamente—, la selección natural asume el control: y la selección natural no es un asunto de suerte.

Sin embargo, puede ser que el origen de la vida no sea el único vacío principal en la historia evolutiva que haya sido superado por pura suerte, justificada antrópicamente. Por ejemplo, mi colega Mark Ridley, en El demonio de Mendel (gratuita y confusamente retitulado El gen cooperativo por sus editores americanos), ha sugerido que el origen de la célula eucariótica (nuestro tipo de células, con un núcleo y diversas estructuras tales como las mitocondrias, que no están presentes en las bacterias) fue incluso un paso más trascendental, difícil y estadísticamente improbable que el origen de la vida. El origen del conocimiento debía ser otro vacío principal cuyo traspaso fuera del mismo orden de improbabilidad. Eventos irrepetibles como estos pueden explicarse por el principio antrópico a lo largo de las siguientes líneas. Hay billones de planetas que han desarrollado vida a nivel bacteriano, pero solo una porción de esas formas de vida superarán alguna vez el vacío para llegar a algo similar a la célula eucariótica. Y de esas, una fracción aún más pequeña se las apañará para cruzar el último Rubicón hacia el conocimiento. Si ambos son eventos irrepetibles, no estamos tratando con un proceso omnipresente, como lo hacemos con la ordinaria adaptación biológica. El principio antrópico establece que, teniendo en cuenta que estamos vivos, nuestras células eucarióticas y nuestro conocimiento, nuestro planeta ha tenido que ser uno de esos intensamente raros planetas que han superado esos tres vacíos.

La selección natural funciona porque es una vía acumulativa en una única dirección para la mejora. Necesita cierta suerte para comenzar, y el principio antrópico de los «billones de planetas» garantiza esa suerte. Puede que unos pocos vacíos posteriores en la historia evolutiva también necesiten importantes inyecciones de suerte, con justificación antrópica. Pero, sea lo que sea lo que digamos después, el diseño no funciona ciertamente como una explicación para la vida, porque el diseño es definitivamente no acumulativo y, por lo tanto, origina más preguntas de las que responde —nos devuelve de nuevo a la regresión infinita del «747 Definitivo»—.

Vivimos en un planeta que es adecuado a nuestro tipo de vida, y hemos visto dos razones para ello. Una es que la vida ha evolucionado para florecer en las condiciones dadas por el planeta. Esto es así por la selección natural. La otra es la razón antrópica. Hay billones de planetas en el Universo y, sin importar cuán pequeña sea la minoría de planetas propensos a la evolución, necesariamente el nuestro ha tenido que ser uno de ellos. Ahora es el momento de llevar el principio antrópico a una etapa anterior, desde la biología retrocediendo hacia la cosmología.

EL PRINCIPIO ANTRÓPICO: VERSIÓN COSMOLÓGICA

No solo vivimos en un planeta amigable, sino también en un Universo amigable. Esto es consecuencia de nuestro hecho existencial de que las leyes de la física deben ser lo suficientemente amigables como para permitir que surgiera la vida. No es accidental que al mirar al cielo nocturno veamos estrellas, dado que estas son un prerrequisito necesario para la existencia de la mayoría de los elementos químicos, y sin la química no habría vida. Los físicos han calculado que, si las leyes y constantes de la física hubieran sido ligeramente diferentes, el Universo se habría desarrollado de una forma tal que la vida hubiera sido imposible. Distintos físicos lo expresan de diferentes maneras, pero la conclusión es siempre la misma. Martin Rees, en Seis números nada más, enumera seis constantes fundamentales que se cree se mantienen en todo el Universo. Cada uno de esos seis números está finamente sintonizado en el sentido de que, si fueran ligeramente diferentes, el Universo sería comprensiblemente diferente y presumiblemente hostil a la vida[46].

Un ejemplo de los seis números de Rees es la magnitud de la llamada fuerza «intensa», la fuerza que liga los componentes de un núcleo atómico: la fuerza nuclear que tiene que superarse cuando se divide el átomo. Se mide con E, la proporción de masa de un núcleo de hidrógeno que se convierte en energía cuando el hidrógeno se fusiona para formar helio. El valor de este número en nuestro Universo es de 0,007 y parece que debiera estar muy cerca de esta cifra para que exista cualquier tipo de química (lo que es un prerrequisito de la vida). La química tal como la conocemos consiste en la combinación y recombinación de unos noventa de esos elementos naturales de la tabla periódica. El hidrógeno es el más simple y común de los elementos. Todos los demás elementos del Universo están formados definitivamente a partir del hidrógeno mediante fusión nuclear. La fusión nuclear es un complicado proceso que tiene lugar en las condiciones intensamente calientes del interior de las estrellas (y en las bombas de hidrógeno). Las estrellas relativamente pequeñas, como nuestro Sol, solo pueden generar elementos ligeros como el helio, el segundo más ligero de la tabla periódica, tras el hidrógeno. Esto lleva a las estrellas más grandes y calientes a desarrollar las altas temperaturas necesarias para formar la mayoría de los elementos más pesados en una cascada de procesos de fusión nuclear cuyos detalles han sido expuestos por Fred Hoyle y dos colegas (un logro por el que a Hoyle, misteriosamente, no se le dio opción al premio Nobel recibido por los otros dos). Esas grandes estrellas pueden explotar y convertirse en supernovas, dispersando sus materiales, incluyendo los elementos de la tabla periódica, en forma de nubes de polvo. Finalmente, esas nubes de polvo se condensan para formar nuevas estrellas y planetas, incluyendo el nuestro. Esta es la razón por la que la Tierra es rica en elementos situados por arriba y por debajo del omnipresente hidrógeno: elementos sin los que la química, y la vida, habrían sido imposibles.

El punto relevante aquí es que el valor de la fuerza intensa determina crucialmente cuán lejos en la tabla periódica llegan las cascadas de fusión. Si la fuerza intensa fuera demasiado pequeña, digamos 0,006, en vez de 0,007, el Universo no contendría nada más que hidrógeno, y no resultaría ninguna química interesante. Si fuera demasiado grande, digamos 0,008, todo el hidrógeno se habría fusionado para formar elementos más pesados. Una química sin hidrógeno no podría originar vida tal como la conocemos. Por decir solo una cosa, no habría agua. El valor Goldilock 0,007 es correcto para producir la riqueza de elementos que necesitamos para una interesante química que apoye a la vida.

No voy a continuar con el resto de los seis números de Rees. El resultado final para cada uno de ellos es el mismo. El número real se asienta en una banda Goldilock de valores fuera de los cuales la vida no hubiera sido posible. ¿Cómo deberíamos responder a esto? De nuevo, tenemos por un lado la respuesta teísta, y la respuesta antrópica, por otro. Los teístas dicen que Dios, cuando estableció el Universo, sintonizó sus constantes fundamentales de tal forma que cada una está situada en su zona Goldilock para la producción de la vida. Esto es como si Dios tuviera seis botones que pudiera girar y sintonizara cuidadosamente, cada uno con su valor Goldilock. Como siempre, la respuesta teísta es profundamente insatisfactoria, porque deja inexplicada la existencia de Dios. Un Dios capaz de calcular los valores Goldilock para los seis números debería ser al menos tan improbable como la finamente sintonizada combinación de los propios números, y eso es efectivamente muy improbable —lo que constituye la premisa básica de lo que estamos discutiendo—. A esto seguiría que la respuesta teísta ha fracasado completamente en hacer cualquier progreso para resolver el problema. No veo alternativa, aunque no la descarto, mientras que al mismo tiempo me maravillo de la cantidad de gente que no puede ver el problema y parecen verdaderamente satisfechos por el argumento del «Divino Sintonizador de Botones».

Puede que la razón psicológica para esta asombrosa ceguera tenga algo que ver con el hecho de que muchas personas no han visto mejorada su conciencia, como lo han hecho los biólogos, por la selección natural y su poder para domesticar la improbabilidad. J. Anderson Thomson, desde su perspectiva de psiquiatra evolucionista, me apunta una razón adicional: el prejuicio psicológico que todos tenemos hacia la personificación de objetos inanimados como agentes. Como dice Thomson, estamos más inclinados a confundir una sombra con un ladrón que a un ladrón con una sombra. Una negación falsa puede ser fatal. En una carta que me dirigió, sugería que, en nuestro pasado ancestral, el mayor reto de nuestro entorno iba del uno al otro. «El legado de esto es la asunción por defecto, a menudo temor, de la intención humana. Tenemos mucha dificultad para ver cualquier cosa distinta de la causalidad humana». De una forma natural generalizamos eso como intención divina. Volveré a la seducción de los «agentes» en el capítulo 5.

No es probable que los biólogos, con su mejorada conciencia del poder de la selección natural para explicar el ascenso de las cosas improbables, estén satisfechos con cualquier teoría que eluda por completo el problema de la improbabilidad. Y la respuesta teísta al acertijo de la improbabilidad es una evasión de proporciones formidables. Es más que una repetición del problema: es una grotesca amplificación del mismo. Volvamos, entonces, a la alternativa antrópica. La respuesta antrópica, en su forma más general, es que solo podríamos estar discutiendo la respuesta en el tipo de Universo que es capaz de producirnos. Por lo tanto, nuestra existencia determina que las constantes fundamentales de la física tienen que estar en sus respectivas Zonas Goldilock. Los distintos físicos adoptan diferentes soluciones antrópicas para el acertijo de nuestra existencia. Los físicos pragmáticos dicen que los seis botones nunca fueron libres para variar en un primer lugar. Cuando finalmente alcancemos la tan esperada Teoría del Todo, veremos que los seis números dependen uno de otro, o de algo que todavía es desconocido, en tal forma que no podemos hoy imaginar. Puede resultar que los seis números no sean libres para variar como no lo es el ratio de la circunferencia de un círculo en relación con su diámetro. Esto originaría que hay solo un modo en el que un Universo puede ser. Lejos de un Dios necesario para girar los seis botones, no hay botones que girar.

Otros físicos (el propio Martin Rees sería un ejemplo) encuentran que esto es insatisfactorio, y creo que estoy de acuerdo con ellos. En efecto, es perfectamente plausible que solo haya una forma en la que un Universo pueda ser. Pero ¿por qué tuvo que ser esa única vía así para nuestra evolución final? ¿Por qué tendría que ser el tipo de Universo que parece casi como si, en palabras del físico teórico Freeman Dyson, «debería haber sabido que estábamos llegando»? El filósofo John Leslie utiliza la analogía de un hombre condenado a muerte ante un pelotón de fusilamiento. Puede que los diez hombres de ese pelotón fallen el tiro a su víctima. Retrospectivamente, el superviviente que se encuentra a sí mismo reflexionando sobre su suerte puede decir con alegría: «Bien; obviamente, todos ellos han fallado el tiro o, por el contrario, yo no estaría pensando en ello». Pero él podría estar todavía, perdonablemente, maravillado de por qué todos ellos fallaran, y jugando con la hipótesis de que habían sido sobornados o estaban borrachos.

Esta objeción puede resolverse por la sugestión —algo que el propio Martin Rees apoya— de que hay muchos universos, coexistiendo como burbujas de espuma, en un «Multiuniverso» (o «Megauniverso», como prefiere llamarlo Leonard Susskind)[47]. Las leyes y constantes de cualquier Universo, tales como las de nuestro Universo observable, son leyes menores. El Multiuniverso, entendido como un todo, tiene una plétora de conjuntos alternativos de leyes menores. El principio antrópico establece que tenemos que estar en uno de esos universos (presumiblemente, una minoría) en el que sus leyes menores son propicias para nuestra evolución final, y de ahí la contemplación del problema.

Una intrigante versión de la teoría del Multiuniverso asoma a partir de consideraciones sobre el destino final de nuestro Universo. Dependiendo de los valores de números tales como las seis constantes de Martin Rees, nuestro Universo podría estar destinado a expandirse indefinidamente, o podría estabilizarse en un equilibrio, en el llamado «gran crujido». Algunos modelos del gran crujido dicen que el Universo, entonces, se recupera en una expansión y así indefinidamente con un ciclo temporal de, digamos, veinte mil millones de años. El modelo estándar de nuestro Universo dice que el propio tiempo comienza en el big bang por el espacio, hace cerca de trece mil millones de años. El modelo serial del gran crujido enmendaría esa frase: nuestro tiempo y espacio efectivamente comenzaron en nuestro big bang, pero fue justo el último de una larga serie de big bangs, cada uno iniciado por el gran crujido que acabó con el Universo anterior de la serie. Nadie comprende qué implican singularidades tales como el big bang, así que es concebible que las leyes y constantes se restablezcan a nuevos valores cada cierto tiempo. Si los ciclos de explosión-expansión-contracción-crujido han continuado desde siempre como un acorde cósmico, tenemos una versión serial en vez de una versión paralela del Universo. De nuevo, el principio antrópico hace su trabajo explicativo. De todos los universos de la serie, solo una minoría tiene sus diales sintonizados con las condiciones biogénicas. Y, por supuesto, el Universo presente tiene que ser uno de esa minoría, porque estamos en él. Como resultado, esta versión serial del Multiuniverso debe juzgarse ahora menos probable que lo que una vez fue, porque hay pruebas recientes que nos dirigen lejos del modelo del gran crujido. Ahora parece que nuestro propio Universo estuviera destinado a expandirse por siempre.

Otro físico teórico, Lee Smolin, ha desarrollado una tentadora variante darwiniana de la teoría del Multiuniverso, incluyendo tanto elementos seriales como paralelos. La idea de Smolin, expuesta en La vida del Cosmos, depende de la teoría de los universos hijo que han nacido de los universos padre, no en un gran crujido protegido por completo, sino más localizadamente, en agujeros negros. Smolin añade una forma de herencia: las constantes fundamentales de un universo hijo son versiones ligeramente «mutadas» de las constantes de su padre. La herencia es el ingrediente fundamental de la selección natural darwiniana, y el resto de la teoría de Smolin fluye naturalmente. Esos universos que tienen lo que hace falta para «sobrevivir» y «reproducirse» llegan a predominar en el Multiuniverso. «Lo que hace falta» incluye durar lo suficiente como para reproducirse. Dado que el hecho de la reproducción tiene lugar en agujeros negros, los universos seleccionados deberían tener lo necesario para generar agujeros negros. Esta capacidad implica varias otras propiedades. Por ejemplo, la tendencia de la materia a condensarse en nubes y luego en estrellas es un prerrequisito para generar agujeros negros. También las estrellas son, como ya hemos visto, precursoras del desarrollo de una interesante química, y de ahí la vida. Así, como sugiere Smolin, ha habido una selección natural darwiniana de universos en el Multiuniverso, favoreciendo de forma directa la evolución de la fecundidad del agujero negro e indirectamente la producción de vida. No todos los físicos están de acuerdo con la idea de Smolin, a pesar de que se dice que el físico, ganador de un Nobel, Murray Gell-Mann dijo: «¿Smolin? ¿Es ese joven con esas locas ideas? Puede no estar equivocado»(70). A un biólogo travieso le podría gustar saber si algunos otros físicos están necesitados de una mejora darwinista de la conciencia.

Es tentador pensar (y muchos han sucumbido a ello) que postular una plétora de universos es un lujo despilfarrador que no debería estar permitido. Si vamos a permitir la extravagancia de un Multiuniverso, continúa el argumento, de perdidos al río y permitamos un Dios. ¿No son ambas hipótesis ad hoc igualmente pródigas e igualmente insatisfactorias? Quienes piensan eso no han visto mejorada su conciencia por la selección natural. La diferencia clave entre la realmente extravagante Hipótesis de Dios y la aparentemente extravagante Hipótesis del Multiuniverso es la de la improbabilidad estadística. El Multiuniverso, con todo lo que tiene de extravagante, es simple. Dios, o cualquier agente inteligente, decisor y calculador, debería ser tan improbable, en el mismo sentido estadístico, como las entidades que se supone explica. El Multiuniverso puede parecer extravagante en el propio número de universos. Pero si cada uno de esos universos es simple en sus leyes fundamentales, no estamos postulando nada que sea muy improbable. Justo lo opuesto debe decirse de cualquier tipo de inteligencia.

Algunos físicos son conocidos por su religiosidad (Russell Stannard y el reverendo John Polkinghorne son los dos ejemplos británicos que he mencionado). Como era de esperar, se aprovechan de la improbabilidad de todas las constantes físicas sintonizadas en sus más o menos estrechas Zonas Goldilock, y sugieren que tiene que haber una inteligencia cósmica que deliberadamente haga esa sintonía. Ya he rechazado todas esas sugerencias porque provocan más problemas de los que resuelven. Pero ¿qué intentos han hecho los teístas para contestar a esto? ¿Cómo se las arreglan con el argumento de que cualquier Dios capaz de diseñar un Universo tan cuidadosa y prudentemente sintonizado como para permitir nuestra evolución debería ser una entidad sumamente compleja e improbable que necesita incluso una explicación mayor que la que se supone que proporciona?

El teólogo Richard Swinburne, en su línea habitual, piensa que tiene una respuesta a este problema y lo expone en su libro ¿Hay un Dios? Comienza mostrando que su corazón está en el lugar correcto, hecho que utiliza para demostrar por qué debemos preferir siempre la hipótesis más simple que encaje con los hechos. La ciencia explica las cosas complejas en términos de interacciones de cosas más simples, finalmente interacciones de partículas fundamentales. Yo (y me atrevería a decir que usted también) tengo la idea hermosamente simple de que todas las cosas están formadas por partículas fundamentales que, aunque tremendamente numerosas, están formadas a su vez por pequeños y finitos conjuntos de tipos de partículas. Si somos escépticos, es probable que lo seamos porque pensamos que la idea es demasiado simple. Pero para Swinburne no es simple en absoluto; más bien al contrario. Dado que el número de partículas de cualquier tipo, digamos electrones, es grande, Swinburne piensa que es demasiada coincidencia que todas puedan tener las mismas propiedades. Como mucho podría aguantar un electrón. Pero miles de millones de electrones, todos con las mismas propiedades, es lo que realmente excita su incredulidad. Para él sería más simple, más natural y requeriría menos explicaciones si todos los electrones fueran distintos unos de otros. Peor aún: ningún electrón debería mantener de forma natural sus propiedades durante no más que un instante; cada uno debería cambiar de forma caprichosa, sin orden ni concierto, brevemente a cada momento. Esta es la visión de Swinburne del estado simple y natural del asunto. Algo más uniforme (lo que usted o yo llamaríamos más simple) requiere una explicación especial. «Las cosas son ahora como son solo porque los electrones y las partículas de cobre y todos los otros objetos materiales tienen los mismos poderes en el siglo XX que los que tenían en el siglo XIX».

Entra Dios. Dios viene al rescate gracias al mantenimiento deliberado y continuo de las propiedades de todos esos billones de electrones y partículas de cobre y neutraliza su, por otro lado, intrínseca inclinación a una fluctuación salvaje y errática. Esta es la razón por la que visto un electrón, vistos todos; esta es la razón por la que todas las partículas de cobre se comportan como partículas de cobre, y esta es la razón por la que cada electrón y cada partícula de cobre permanecen iguales a sí mismos de microsegundo en microsegundo y de siglo en siglo. Esta es la razón por la que Dios constantemente mantiene un dedo sobre cada partícula, refrenando sus imprudentes excesos y obligándola a permanecer en fila junto con sus colegas para mantenerlos iguales.

Pero ¿cómo puede Swinburne mantener que esta Hipótesis de Dios, con sus infinitos dedos sobre los impredecibles electrones, es una hipótesis simple? Por supuesto, es precisamente lo contrario de simple. Swinburne genera el engaño de su propia satisfacción mediante una pieza impresionante de sumo valor. Asegura, sin justificación, que Dios es solo una sustancia singular. ¡Qué brillante economía de causas explicativas, comparada con todos esos infinitos electrones comportándose de la misma manera!

El teísmo proclama que cada objeto que existe está movido a la existencia y mantenido en esa existencia solo por una sustancia, Dios. Y proclama que cada propiedad que tiene cada sustancia se debe a que Dios la origina o le permite existir. Es una llamativa característica de toda explicación simple postular pocas causas. A este respecto podría no haber explicación más simple que una que postula solo una causa, una persona con infinito poder (Dios puede realizar cualquier cosa posible lógicamente), infinito conocimiento (Dios sabe cualquier cosa posible de saber lógicamente) e infinita libertad.

Generosamente, Swinburne admite que Dios no puede realizar proezas que sean imposibles lógicamente, y uno agradece esta tolerancia. Dicho esto, no hay límite a los propósitos explicativos en los que se sitúa el infinito poder de Dios. ¿Tiene la ciencia una pequeña dificultad a la hora de explicar X? No hay problema. No miremos más a X. El poder infinito de Dios entra en escena sin esfuerzo alguno para explicar X (junto con todo lo demás) y siempre es una explicación sumamente simple porque, después de todo, solo hay un Dios. ¿Qué puede haber más simple que eso?

Bueno, realmente, casi todo. Un Dios capaz de monitorizar y controlar continuamente el estado individual de cada partícula en el Universo no puede ser simple. Por derecho propio, su existencia va a necesitar una explicación del tamaño de un mamut. Peor aún (desde el punto de vista de la simplicidad): las otras partes de la gigantesca conciencia de Dios están simultáneamente preocupadas por los hechos, emociones y oraciones de cada ser humano —y de cualquier otro extraterrestre que pudiera haber en otros planetas en esta y en los otros cien mil millones de galaxias—. Él tiene incluso, según Swinburne, que decidir continuamente no intervenir milagrosamente para salvarnos cuando tenemos cáncer. Eso nunca sucede, por lo que, «si Dios respondiera a la mayoría de las oraciones de los familiares que piden la recuperación del cáncer de un ser querido, el cáncer no sería un problema que hay que resolver por el género humano». Y, entonces, ¿qué podríamos hacer con nuestro tiempo?

No todos los teólogos van tan lejos como Swinburne. Sin embargo, podemos encontrar en otros escritos teológicos modernos la extraordinaria sugerencia de que la Hipótesis de Dios es simple. Keith Ward, por aquel entonces Regius Professor[48] de Teología en Oxford, fue muy claro sobre el tema en su libro de 1996 Dios, la casualidad y la necesidad:

En realidad, el teísta debería proclamar que Dios es una explicación elegante, económica y fructífera para la existencia del Universo. Es económica porque atribuye la existencia y la naturaleza de absolutamente todo lo existente en el Universo a un único ser, una causa definitiva que da una razón para la existencia de todo, incluida ella misma. Es elegante porque a partir de una idea clave —la idea del ser más perfecto posible— puede explicarse de forma inteligible toda la naturaleza de Dios y la existencia del Universo.

Como Swinburne, Ward confunde lo que significa explicar algo, y parece que tampoco entiende lo que significa decir que algo es simple. No tengo claro si Ward realmente piensa que Dios es simple, o si el pasaje anterior representa un ejercicio temporal «como hipótesis». Sir John Polkinghorne, en Ciencia y fe cristiana, cita el criticismo previo de Ward acerca del pensamiento de santo Tomás de Aquino: «Su error básico es suponer que Dios es lógicamente simple —simple no solo en el sentido de que es indivisible, sino en el sentido mucho más intenso de que siendo verdad cualquier parte de Dios, es verdad el total—. Es bastante coherente, sin embargo, suponer que Dios, en tanto que es indivisible, es internamente complejo». Aquí Ward estaba en lo cierto. Efectivamente, el biólogo Julian Huxley, en 1912, definió la complejidad en términos de la «heterogeneidad de las partes», con lo que quería significar una clase particular de indivisibilidad funcional(71).

En otro lugar, Ward aporta pruebas de la dificultad que tiene la mente teológica para captar de dónde proviene la complejidad de la vida. Cita a otro teólogo-científico, el bioquímico Arthur Peacocke (el tercer miembro de mi trío de científicos religiosos británicos), que postuló la existencia en la materia viva por una «propensión al aumento de complejidad». Ward caracteriza esto como «algún complemento de cambio evolutivo inherente que favorece la complejidad». Viene a sugerir que un error como ese «debe ser algo que complementa al proceso mutativo, para asegurar que ocurren mutaciones más complejas». Ward es escéptico acerca de esto, tal como debería ser. El impulso evolutivo hacia la complejidad proviene, en aquellos linajes de donde proviene, no de ninguna propensión inherente al incremento de la complejidad, ni de mutaciones erróneas. Proviene de la selección natural: el proceso que, hasta donde sabemos, es el único definitivamente capaz de generar complejidad a partir de la simplicidad. La teoría de la selección natural es verdaderamente simple. Como lo es el punto de origen desde el que comienza. Por otro lado, lo que esto explica es complejo casi más allá de la contundencia: más complejo que cualquier cosa que podamos imaginar, salvo un Dios capaz de diseñarla.

UN INTERLUDIO EN CAMBRIDGE

En una reciente conferencia en Cambridge sobre ciencia y religión, en la que sometí a consideración el argumento que aquí llamo el argumento del 747 Definitivo, encontré, por no decir otra cosa, que fue un cordial fracaso llevar a cabo una reunión de mentes sobre la cuestión de la simplicidad de Dios. La experiencia fue reveladora y quiero compartirla.

Antes debería confesar (probablemente sea esta la palabra correcta) que la conferencia estaba patrocinada por la Fundación Templeton. La audiencia estaba formada por un pequeño número de periodistas británicos y americanos elegidos a dedo. Yo era la representación atea entre los dieciocho conferenciantes invitados. Uno de los periodistas, John Horgan, contó que a cada uno de ellos les habían pagado la suma de 15.000 dólares por asistir a la conferencia, además de todos los gastos. Esto me sorprendió. En mi larga experiencia en conferencias académicas no había caso alguno en el que se hubiera pagado a la audiencia (al contrario que a los conferenciantes) por asistir. En cuanto lo supe, empezaron a surgir mis sospechas. ¿Estaba la Templeton utilizando este dinero para sobornar a periodistas científicos y pervertir su integridad científica? Posteriormente John Horgan se preguntaba lo mismo y escribió un artículo sobre toda su experiencia(72). En él reveló, para mi disgusto, que mi publicitada participación como conferenciante le había ayudado a él y a otros a superar sus dudas:

El biólogo británico Richard Dawkins, cuya participación en la conferencia ayudó a convencerme a mí y a otros compañeros de su legitimidad, fue el único conferenciante que denunció que las creencias religiosas son incompatibles con la ciencia, irracionales y dañinas. Los otros conferenciantes —tres agnósticos, un judío, un deísta y doce cristianos (un filósofo musulmán canceló su asistencia en el último minuto)— ofrecieron una perspectiva claramente tendenciosa a favor de la religiosidad y el cristianismo.

El artículo de Horgan es, en sí mismo, afectuosamente ambivalente. A pesar de sus recelos, hubo aspectos de la experiencia que apreciaba claramente (yo también, como se hará patente más abajo). Horgan escribió:

Mis conversaciones con los creyentes profundizaron mi apreciación de por qué algunas personas inteligentes y bien educadas abrazan la religión. Un periodista discutió la experiencia del don de lenguas y otro describió tener una relación íntima con Jesús. Mis convicciones no cambiaron, pero las de otros, sí. Al menos uno de mis colegas dijo que su fe estaba vacilando como resultado del minucioso examen de la religión que había realizado Dawkins. Y si la Fundación Templeton puede ayudar a que dé un paso tan diminuto hacia mi visión de un mundo sin religión, ¿qué mal puede haber en ello?

El agente literario John Brockman expuso por segunda vez a la opinión pública el artículo de Horgan en su página web «Edge» (a menudo descrita como un salón científico online), donde sonsacaba diversas respuestas, incluyendo una del físico teórico Freeman Dyson. Respondí a Dyson, citando su discurso de aceptación cuando ganó el premio Templeton. Tanto si le gusta como si no, al aceptar dicho galardón, Dyson había lanzado una poderosa señal al mundo. Podía entenderse como un respaldo a la religión por parte de uno de los físicos más distinguidos del mundo.

Estoy contento de ser uno de la multitud de cristianos a quienes no les preocupa la doctrina de la Trinidad o la verdad histórica de los Evangelios.

Pero ¿no es eso exactamente lo que cualquier científico ateo diría, si quisiera sonar como un cristiano? Posteriormente cité otras partes del discurso de aceptación de Dyson, satíricamente salpicadas con preguntas imaginarias (en cursiva) a un funcionario de la Templeton:

[Vaya, usted quiere algo un poco más profundo. Qué le parece…]

No hago una distinción clara entre mente y Dios. Dios es en lo que nuestra mente se convierte cuando algo ha superado la escala de nuestra comprensión.

[¿Así está bien y puedo ya irme a trabajar en mi física? Ah, ¿todavía no? Vale, entonces, qué le parece esto:]

Incluso en la horrible historia del siglo XX he visto pruebas de progreso en la religión. Los dos individuos que personifican el mal en nuestro siglo, Adolf Hitler y Josip Stalin, eran ambos ateos declarados[49].

[¿Puedo irme ya?]

Dyson podía haber refutado las implicaciones de esas citas de su discurso de aceptación del Templeton simplemente explicando con claridad qué pruebas había encontrado para creer en Dios, en un sentido algo más evolucionado que el einsteiniano que, como expliqué en el capítulo 1, todos podemos trivialmente suscribir. Si entiendo la idea de Horgan, así es como el dinero de la Templeton corrompe la ciencia. Estoy seguro de que Freeman Dyson está muy por encima de estar corrompido. Pero su discurso de aceptación es muy desafortunado incluso porque parece establecer un ejemplo para otros. El premio Templeton es cien veces el valor de los incentivos ofrecidos a los periodistas de Cambridge, explícitamente establecido así para superar al premio Nobel. Con humor faustiano, mi amigo el filósofo Daniel Dennett una vez me dijo en broma: «Richard, si alguna vez te vienen tiempos duros…».

Para bien o para mal, asistí dos días a la conferencia de Cambridge, dando una charla propia y participando en otras varias. Desafié a los teólogos a que respondieran a la idea de que un Dios capaz de diseñar un Universo, o cualquier otra cosa, debería ser compleja y estadísticamente improbable. La respuesta más fuerte que oí fue que yo estaba asignando de forma brutal una epistemología científica a una teología reluctante[50]. Los teólogos siempre han definido a Dios como simple. ¿Quién era yo, un científico, para dictar a los teólogos que Dios tenía que ser complejo? No eran argumentos científicos apropiados como los que yo acostumbraba a utilizar en mi propio terreno, ya que los teólogos han mantenido siempre que Dios está fuera de la ciencia.

No me dio la impresión de que los teólogos que montaron esta evasiva defensa estuvieran siendo voluntariamente deshonestos. Creo que eran sinceros. Sin embargo, me hacían recordar irresistiblemente el comentario de Peter Medawar sobre la obra del padre Teilhard de Chardin El fenómeno del hombre, en la que posiblemente sea la peor crítica de un libro de todos los tiempos: «puede excusarse a su autor de deshonestidad solo en el sentido de que antes de engañar a otros ha hecho grandes esfuerzos para engañarse a sí mismo»(73). Los teólogos de mi encuentro en Cambridge se definían a sí mismos dentro de una epistemológica zona de seguridad donde los argumentos racionales no podían alcanzarles porque habían declarado por decreto que no podrían. ¿Quién era yo para decir que los argumentos racionales eran la única forma admisible de argumentos? Hay otras formas de conocimiento además de la científica, y es una de esas otras formas la que debe utilizarse para conocer a Dios.

La más importante de esas otras formas de conocimiento resulta ser la experiencia personal y subjetiva de Dios. Varias de las personas que debatían en Cambridge afirmaban que Dios les hablaba, en sus cabezas, tan vívida y personalmente como podría hacerlo otro humano. Ya he tratado sobre la ilusión y la alucinación en el capítulo 3 («El argumento de la experiencia personal»), pero en la conferencia de Cambridge añadí dos ideas. Primero, que si Dios realmente se comunicara con los humanos, ese hecho no residiría fuera de la ciencia. Dios viene a irrumpir desde dondequiera que esté su dominio y morada natural, golpeando nuestro mundo donde sus mensajes pueden ser interceptados por el cerebro humano —y ese fenómeno no tiene nada que ver con la ciencia—. Segundo, un Dios que es capaz de enviar señales inteligentes a millones de personas simultáneamente y de recibir millones de mensajes de ellas al mismo tiempo, no puede ser, independientemente de lo demás que sea, simple. ¡Qué ancho de banda! Puede que Dios no tenga un cerebro hecho de neuronas, o una CPU de silicio, pero si tiene el poder que se le atribuye, debe poseer algo mucho más elaborado y no construido aleatoriamente que el cerebro más potente del mayor ordenador que conozcamos.

Una vez tras otra, mis amigos teólogos volvían a la idea de que tenía que haber una razón por la que existe algo en vez de nada. Debe existir una primera causa para todo, y debemos darle también el nombre de Dios. Sí, dije, pero debería ser una causa simple y, por lo tanto, llamémosla como la llamemos, Dios no es un nombre apropiado (a menos que la despojemos explícitamente de todo el bagaje que la palabra «Dios» tiene en las mentes de los creyentes más religiosos).

La primera causa que buscamos debe haber sido la simple base para una grúa autopropulsada que finalmente originara el mundo tal como lo conocemos en su compleja existencia actual. Sugerir que el primer movedor original era lo suficientemente complicado como para permitirse el lujo del diseño inteligente, por no decir nada acerca de la lectura de las mentes de millones de humanos simultáneamente, es equivalente a repartirse a uno mismo una mano perfecta en el bridge. Miremos al mundo de la vida, a la selva amazónica con sus lianas ricamente entrelazadas, con sus bromeliáceas, raíces y puntales voladizos; sus ejércitos de hormigas y sus jaguares, sus tapires y pecaríes, ranas arbóreas y loros. A lo que estamos mirando es el equivalente estadístico de una mano de cartas perfecta (pensemos en todas las otras formas en que podrían permutarse las partes, ninguna de las cuales funcionaría) —excepto porque sabemos cómo sucedió: por la grúa gradual de la selección natural—. Esto no es simplemente como cuando los científicos se sublevan contra la aceptación muda de tal improbabilidad surgiendo espontáneamente; el sentido común también se niega. Sugerir que la primera causa, la gran desconocida que es responsable de que exista algo en vez de nada, es un ser capaz de diseñar el Universo y de hablar a millones de personas simultáneamente, es una abdicación total de la responsabilidad de encontrar una explicación. Es una espantosa exhibición de confianza en un gancho celestial[51], llena de autoindulgencia y de negación del pensamiento.

No estoy abogando por cierto tipo de pensamiento escasamente científico. Pero lo menos que cualquier búsqueda honrada de la verdad debe hacer para descubrir la explicación de tales monstruosidades de improbabilidad como una selva, un arrecife de coral o un Universo es una grúa y no un gancho celestial. La grúa no tiene por qué ser la selección natural. Es verdad que nadie ha pensado nunca en ninguna mejor. Aunque debe haber otras por descubrir. Puede ser que la «inflación» que los físicos postulan que ocupó alguna fracción del primer yoctosegundo[52] de la existencia del Universo viniera a ser, cuando se entiende mejor, una grúa cosmológica situada junto a la grúa biológica de Darwin. O puede ser que la elusiva grúa que buscan los cosmólogos sea una versión de la propia idea de Darwin: bien el modelo de Smolin o algo similar. O puede ser el Multiuniverso más el principio antrópico adoptado por Martin Rees y otros. Incluso puede haber un diseñador sobrehumano —pero, si es así, casi seguro que no será un diseñador aparecido repentinamente en la existencia, o uno que siempre haya existido—. Si (lo que por el momento yo no creo) nuestro Universo fue diseñado y, a fortiori, si el diseñador lee nuestros pensamientos y distribuye libremente consejo omnisciente, perdón y redención, el diseñador en sí mismo debe ser el producto final de algún tipo de escalera mecánica o de grúa, quizá una versión del darwinismo en otro Universo.

La defensa final de mis críticos en Cambridge fue un ataque. Toda mi visión del mundo fue condenada como «del siglo XIX». Este es un argumento tan malo que casi omito mencionarlo. Pero, lamentablemente, me lo encuentro con bastante frecuencia. No es necesario decirlo: llamar a un argumento «del siglo XIX» no es lo mismo que explicar lo que de erróneo hay en él. Algunas ideas del XIX fueron muy buenas, en gran parte gracias a la peligrosa teoría de Darwin. En cualquier caso, este abuso verbal parece un poco fuerte, como lo es, proviniendo de un individuo (un distinguido geólogo de Cambridge, seguramente bien posicionado en el camino faustiano hacia un futuro premio Templeton) que justifica su propia fe cristiana invocando lo que él denomina la autenticidad histórica del Nuevo Testamento. Precisamente, fue en el siglo XIX cuando los teólogos, especialmente en Alemania, pusieron en grave duda esa alegada autenticidad histórica, utilizando métodos basados en las pruebas de la Historia. Esto sí que fue señalado rápidamente por los teólogos de la conferencia de Cambridge.

En cualquier caso, conozco de antiguo el insulto «del siglo XIX». Acompaña a la mofa del «ateo de pueblo». Acompaña a «Contrariamente a lo que pareces pensar, ja, ja, ja, no creemos en un anciano con una larga barba blanca, ja, ja, ja». Los tres chistes son un mensaje codificado de algo más, tal como, cuando vivía en Estados Unidos a finales de los sesenta, «ley y orden» era el código de los políticos para los prejuicios contra los negros[53]. ¿Cuál es, entonces, el significado codificado de «eres tan del siglo XIX» en el contexto de un argumento sobre religión? Es el código para: «Eres tan tosco y poco sutil, ¿cómo puedes ser tan insensible y maleducado al hacerme una pregunta tan directa y cerrada como: “¿crees en milagros?” o “¿crees que Jesús nació de una Virgen?”? ¿No sabes que en una sociedad educada no hacemos preguntas como esas? Esas preguntas se extinguieron en el siglo XIX». Pero pensemos por qué hoy es de mala educación hacer esas preguntas directas y objetivas a las personas religiosas. ¡Es porque son embarazosas! Aunque, si la respuesta a esa pregunta es sí, es la propia respuesta la que es embarazosa.

Ahora está clara la conexión con el siglo XIX. Esta fue la última época en la que era posible que una persona educada admitiera creer sin embarazo en milagros como la Virgen. Cuando se les presiona, muchos cristianos educados de hoy día son demasiado leales como para negar el nacimiento virginal y la resurrección. Pero se sienten violentos porque su mente racional sabe que es absurdo, por lo que prefieren, con mucho, que no se les pregunte nada parecido. Por lo tanto, si alguien como yo insiste en hacer la pregunta, se le acusa de ser «decimonónico». Realmente, es bastante gracioso, cuando piensas en ello. Abandoné la conferencia estimulado y vigorizado, y reforzado en mi convicción de que el argumento de la improbabilidad —el truco del «747 Definitivo»— es un argumento muy serio en contra de la existencia de Dios, y uno sobre el que todavía espero oír a un teólogo dar una respuesta convincente a pesar de las numerosas oportunidades e invitaciones a hacerlo. Dan Dennett lo describe correctamente como «una refutación irrefutable, tan devastadora hoy como cuando Filo lo utilizó para vapulear a Cleantes en los Diálogos de Hume dos siglos antes. En el mejor de los casos, un gancho celestial simplemente pospondría la solución al problema, pero Hume no podía pensar en grúa alguna, por lo que se derrumbó»(74). Darwin, por supuesto, proveyó la grúa vital. ¡Cómo la habría amado Hume! Este capítulo ha contenido el argumento central de mi libro, y por eso, aun a riesgo de sonar repetitivo, lo resumiré en forma de serie numerada de seis puntos.

1. Uno de los grandes retos para el intelecto humano, a lo largo de los siglos, ha sido explicar cómo aparece en el Universo la compleja e improbable apariencia de diseño.

2. La tentación natural es atribuir a la apariencia de diseño el propio diseño. En el caso de un artefacto creado por el hombre, como un reloj, el diseñador realmente fue un inteligente ingeniero. Es muy tentador aplicar la misma lógica a un ojo o a un ala, a una araña o a una persona.

3. La tentación es falsa, porque la hipótesis del diseñador genera inmediatamente el problema de quién ha diseñado al diseñador. Todo el problema con el que empezamos fue el de explicar la improbabilidad estadística. Obviamente, no es solución postular algo incluso más improbable. Necesitamos una «grúa», no un «gancho celestial», porque solo una grúa puede realizar la tarea de trabajar gradual y plausiblemente desde la simplicidad hacia la, de otra forma, improbable complejidad.

4. Con mucho, la grúa más ingeniosa y poderosa descubierta es la evolución darwiniana mediante la selección natural. Darwin y sus sucesores han demostrado cómo las criaturas vivientes, con su espectacular improbabilidad estadística y su apariencia de diseño, han evolucionado desde unos inicios simples mediante lentas y graduales etapas. Ahora podemos decir con seguridad que la ilusión del diseño en las criaturas vivientes es simplemente eso, una ilusión.

5. Todavía no tenemos una grúa equivalente para la física. La teoría de un cierto tipo de Multiuniverso podría, en principio, hacer por la física el mismo trabajo explicativo que el darwinismo hizo por la biología. Este tipo de explicación es en apariencia menos satisfactoria que la versión biológica del darwinismo, porque requiere mayores cantidades de suerte. Pero el principio antrópico nos faculta a postular mucha más suerte que con la que se siente confortable nuestra limitada intuición humana.

6. No deberíamos perder la esperanza de que apareciera una grúa mejor en la física, algo tan poderoso como es el darwinismo para la biología. Pero incluso en ausencia de una grúa casi totalmente satisfactoria similar a la biológica, las relativamente débiles grúas de que disponemos en el presente son, cuando se conjugan con el principio antrópico, autoevidentemente mejores que la autoderrotada hipótesis del gancho celestial de un diseñador inteligente.

Si se acepta el argumento de este capítulo, la premisa objetiva de la religión —la Hipótesis de Dios— es insostenible. Es casi seguro que Dios no existe. Con mucho, esta es la conclusión principal del libro. Ahora siguen diversas cuestiones. Incluso si aceptamos que Dios no existe, ¿no sigue siendo útil la religión? ¿No consuela? ¿No motiva a la gente a ser buena? Si no fuera por la religión, ¿cómo sabríamos lo que es bueno? En cualquier caso, ¿por qué ser tan hostiles? ¿Por qué, si es falsa, todas las culturas del mundo tienen una religión? Verdadera o falsa, la religión es omnipresente y, por lo tanto, ¿de dónde proviene? Es a esta cuestión a la que volveremos a continuación.