¿UN VACÍO MUY NECESARIO?
¿Qué puede ser más conmovedor que escrutar una distante galaxia con un telescopio de 100 pulgadas, que sostener en la mano un fósil de cien millones de años o una herramienta de piedra de quinientos mil años, que pararse frente al inmenso abismo del espacio y del tiempo que es el Gran Cañón, o que escuchar a un científico que investiga la creación del Universo sin parpadear? Eso es ciencia profunda y sagrada.
MICHAEL SHERMER
«Este libro llena un vacío muy necesario». Esta broma funciona porque simultáneamente comprendemos los dos significados opuestos. A propósito, yo pensaba que era algo ingenioso e inventado, pero, para mi sorpresa, veo que actualmente está siendo utilizando, con toda inocencia, por los editores. Véase en <http://www.kcl.ac.uk/kis/schools/hums/french/pgr/tqr.html> un libro que «rellena un vacío muy necesario en la literatura sobre el movimiento posestructuralista». Parece deliciosamente apropiado que este declaradamente superfluo libro trate de Michel Foucault, Roland Barthes, Julia Kristeva y otros iconos del alto francofonismo. ¿La religión rellena un vacío muy necesario? A menudo se dice que hay un vacío con forma de Dios en el cerebro, que necesita ser rellenado: tenemos una necesidad psicológica de Dios —amigo imaginario, padre, gran hermano, confesor, confidente—, y que necesita satisfacerse tanto si Dios existe realmente como si no. Pero ¿podría ser que Dios nos confundiera con un vacío que haríamos mejor en llenar con otras cosas? ¿Quizá con la ciencia? ¿Con el arte? ¿Con la amistad humana? ¿Con el humanismo? ¿Con el amor a esta vida del mundo real, no dando crédito a otras vidas tras la muerte? ¿Con el amor a la naturaleza o, como lo ha llamado el gran entomólogo E. O. Wilson, Biofilia?
En uno u otro tiempo se ha pensado que la religión rellena cuatro roles principales de la vida humana: explicación, exhortación, consolación e inspiración. Históricamente, la religión aspira a explicar nuestra propia existencia y la naturaleza del Universo en el que nos encontramos. En este papel está ahora completamente superada por la ciencia, y ya he hablado de ello en el capítulo 4. Por exhortación me refiero a la instrucción moral sobre cómo deberíamos comportarnos, y he cubierto este tema en los capítulos 6 y 7. No le he hecho tal justicia a la consolación y a la inspiración, y en este capítulo final trataré brevemente de ellas. Como algo preliminar a la consolación en sí misma, quiero comenzar con el fenómeno infantil del «amigo imaginario», que creo que tiene afinidades con las creencias religiosas.
Christopher Robin, presumo, no creía que Piglet y Winnie the Pooh realmente le hablaran. Pero ¿Binker era diferente?
Binker —como yo le llamo— es un secreto mío,
y Binker es la razón por la que nunca me siento solo.
Jugando en la guardería, sentado en la silla,
en cualquier cosa en la que esté ocupado, Binker estará ahí.
Oh, papá es listo, es un tipo de hombre listo,
y mamá es lo mejor desde que comenzó el mundo,
y Nanny es Nanny, y yo la llamo Nan.
Pero ellos no pueden ver a Binker.
Binker siempre está hablando, porque le estoy enseñando a hablar.
Algunas veces le gusta hacerlo de una divertida forma de chillar,
y a veces le gusta hacerlo en forma de bramido…
Y yo tengo que hacerlo por él porque su garganta está bastante dolorida.
Oh, papá es listo, es un tipo de hombre listo,
y mamá conoce todo cuanto una persona puede,
y Nanny es Nanny, y yo la llamo Nan.
Pero ellos no conocen a Binker.
Binker es tan valiente como un león cuando corremos por el parque;
Binker es tan valiente como un tigre cuando estamos tumbados en la oscuridad;
Binker es tan valiente como los elefantes. Nunca, nunca llora…
Excepto (como otras personas) cuando le entra jabón en los ojos.
Oh, papá es papá, es un tipo de hombre papá,
y mamá es tan mamá como se puede,
y Nanny es Nanny y yo la llamo Nan…
Pero ellos no son como Binker.
Binker no es codicioso, pero le gustan las cosas de comer,
por lo que tengo que decir a las personas que van a darme un dulce:
«Oh, Binker quiere una chocolatina, ¿puedes darme dos?».
Y entonces yo me la como por él, porque sus dientes están bastante nuevos.
Bien, yo le tengo mucho cariño a papá, pero él no tiene tiempo para jugar,
y tengo mucho cariño a mamá, pero ella sale a veces,
y a menudo me enfado con Nanny cuando quiere cepillarme el pelo…
Pero Binker siempre es Binker, y es cierto que está ahí.
A. A. MILNE, Ahora tenemos seis años[114]
¿Es el fenómeno del amigo imaginario una ilusión mayor, de una categoría diferente de los juegos imaginarios de la infancia? Mi propia experiencia no es de mucha ayuda aquí. Como muchos padres, mi madre guarda un cuaderno con mis dichos infantiles. Además de pretensiones simples (ahora soy un hombre en la Luna… un acelerador… un babilonio), yo estaba evidentemente encariñado con un segundo orden de pretensiones (ahora soy una lechuza que pretende ser un motor de agua) que podrían ser reflexivas (ahora soy un niño pequeño que quiere ser Richard). Nunca creí que yo fuera una de esas cosas, y creo que es normalmente cierto que en la niñez se hacen juegos imaginarios. Pero yo no tuve un Binker. Si debemos creer en el testimonio de sus adultos, al menos algunos de esos niños normales que tienen amigos imaginarios realmente creen que existen y, en algunos casos, los ven como vívidas y claras alucinaciones. Sospecho que el fenómeno infantil de Binker puede ser un buen modelo para comprender la creencia teísta de los adultos. No sé si los psicólogos lo han estudiado bajo este punto de vista, pero sería una investigación interesante. Compañero y confidente, un Binker para la vida: este es seguramente uno de los papeles que juega Dios —un vacío que quedaría sin rellenar si Dios se fuera—.
Otro niño, una niña, tenía un «hombrecillo púrpura» que a ella le parecía una presencia real y visible, y que se manifestaría, centelleando en el aire, con un dulce sonido tintineante. Él la visitaba con regularidad, especialmente cuando se sentía sola, pero con frecuencia decreciente según se iba haciendo mayor. Un día, justo antes de ir a la guardería, el hombrecillo púrpura se le apareció, precedido por su habitual fanfarria tintineante, y le anunció que no la visitaría nunca más. Esto la entristeció, mas el hombrecillo le dijo que ahora ella se estaba haciendo mayor y que no le necesitaría en el futuro. Debía dejarla ahora, para poder cuidar de otros niños. Le prometió que volvería si alguna vez le necesitaba realmente. Se le apareció de nuevo muchos años después en un sueño, cuando tenía una crisis personal y estaba intentando decidir qué hacer con su vida. La puerta de su habitación se abrió y apareció una carretada de libros, metidos en la habitación por… el hombrecillo púrpura. Interpretó esto como un consejo de que debería ir a la universidad —consejo que siguió y que después consideró acertado—. Esta historia casi me hace llorar, y me lleva lo más cerca posible a comprender el consolador y consejero papel de los dioses imaginarios en la vida de las personas. Un ser puede existir solo en la imaginación, aunque parezca completamente real a un niño, y aun así dar consuelo real y buenos consejos. Quizá incluso más: los amigos imaginarios —y los dioses imaginarios— tienen el tiempo y la paciencia de dedicar su atención al que sufre. Y son mucho más baratos que los psiquiatras o los consejeros profesionales.
¿Evolucionan los dioses, en su papel de consoladores y consejeros, desde los binkers, por una suerte de «paidomorfismo» psicológico? El paidomorfismo es la retención de los adultos de las características infantiles. Los perros pequineses tienen caras paidomórficas: los adultos parecen cachorros. Es un patrón bien conocido en la evolución, ampliamente aceptada como muy importante para el desarrollo de características humanas tales como la frente abultada y las mandíbulas cortas. Los evolucionistas nos han definido como simios jóvenes, y ciertamente es verdad que los chimpancés y gorilas jóvenes se parecen más a los humanos que cuando son adultos. ¿Puede ser que las religiones hayan evolucionado originalmente a partir de un aplazamiento gradual, durante generaciones, en el momento vital en que los niños abandonan a sus binkers —de igual manera que hemos conseguido, durante la evolución, el aplastamiento de nuestra frente y la protrusión de nuestras mandíbulas—?
Supongo, para finalizar, que deberíamos considerar la posibilidad inversa. En vez de dioses evolucionando a partir de binkers ancestrales, ¿puede ser que los binkers hayan evolucionado a partir de dioses ancestrales? Esto me parece menos probable. Me puse a pensar en ello mientras leía la obra del psicólogo americano Julian Jaynes El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, un libro que es tan extraño como sugiere su título. Es uno de esos libros que o bien es una completa basura o es el trabajo de un genio consumado, pero sin medias tintas. Probablemente sea lo primero, aunque estoy cubriendo mi apuesta.
Jaynes apunta que muchas personas perciben sus propios procesos de pensamiento como un tipo de diálogo entre «su yo» y otro protagonista interno de su cabeza. Hoy día comprendemos que ambas «voces» son nuestras —al menos si no tenemos una enfermedad mental—. Esto le sucedió, brevemente, a Evelyn Waugh. Sin pelos en la lengua, Waugh le dijo a un amigo: «No te veo desde hace tiempo, pero he visto a tan pocas personas porque, ¿sabes?, estaba loca». Tras su recuperación, Waugh escribió una novela, La mala experiencia de Gilbert Pinfold, que describe su período alucinatorio y las voces que oía.
Lo que Jaynes sugiere es que en algún momento antes del año 1000 a. C. las personas en general no eran conscientes de que la segunda voz —la voz de Gilbert Pinfold— provenía del interior de ellas mismas. Pensaban que la voz de Pinfold era la de un dios: digamos la de Apolo, Astarté, Yahvé o, más probablemente, un dios menor familiar, que les daba consejo u órdenes. Incluso Jaynes localizó las voces de los dioses en el hemisferio cerebral opuesto al que controla el discurso audible. La «ruptura de la mente bicameral» era, para Jaynes, una transición histórica. Fue el momento de la historia en que las personas fueron conscientes de que las voces externas que creían escuchar eran realmente internas. Jaynes incluso va más allá al definir esta histórica transición como el amanecer de la conciencia humana.
Hay una antigua inscripción egipcia sobre el dios creador Ptah que describe a los otros diversos dioses como variaciones de la «voz» o de la «lengua» de Ptah. Las traducciones modernas rechazan el literal «voz» e interpretan a los otros dioses como «concepciones objetivadas de la mente de Ptah». Jaynes descartó estas lecturas educadas, prefiriendo tomar en serio el significado literal. Los dioses eran voces alucinatorias, hablando dentro de las cabezas de las personas. Jaynes sugiere además que esos dioses evolucionaron de los recuerdos de reyes muertos quienes todavía, en forma de discurso, retenían el control sobre sus súbditos mediante voces imaginadas dentro de sus cabezas. Tanto si encuentras que esto es posible como si no, el libro de Jaynes es lo suficientemente intrigante para ganarse su mención en un libro de religión.
Ahora, la posibilidad que planteo, tomada de Jaynes, es construir una teoría por la que los dioses y los binkers estén relacionados en cuanto al desarrollo, pero de forma opuesta a la teoría del paidomorfismo. Equivale a sugerir que la ruptura de la mente bicameral no sucedió en la historia de forma repentina, sino que fue una retirada progresiva hacia la niñez en el momento en que las voces alucinatorias y las apariciones fueron identificadas como no reales. En un tipo de reversión de la hipótesis del paidomorfismo, los dioses alucinatorios desaparecieron primero de las mentes adultas, luego fueron retrasadas a tiempos anteriores y anteriores a la niñez, donde hoy sobreviven solo como fenómenos como el de Binker o el del hombrecillo púrpura. El problema con esta versión de la teoría es que no explica la persistencia de los dioses en los adultos actuales.
Haría mejor en no tratar a los dioses como algo tan ancestral como los binkers, o viceversa, sino que debería ver ambos como subproductos de la misma predisposición psicológica. Los dioses y los binkers tienen en común el poder de confortar y de proporcionar una vívida y sensata base para probar ideas. No vamos a irnos muy lejos del tema del capítulo 5, la teoría del subproducto psicológico de la evolución que es la religión.
Es hora de afrontar el importante papel que juega Dios al consolarnos; y el reto humano, si no existe, de colocar algo en su lugar. Muchas personas que conceden que Dios probablemente no existe, y que no es necesario para la moral, de todas formas se presentan con lo que ellos consideran una carta ganadora: la supuesta necesidad psicológica o emocional de tener un dios. Si se deshacen de la religión, pregunta de forma truculenta esta gente, ¿qué van a poner en su lugar? ¿Qué podemos ofrecer a los pacientes que están muriendo, a sus llorosos familiares, a la solitaria Eleanor Rigby, cuyo único amigo es Dios?
Lo primero que hay que responder a esto es algo que no habría necesidad de decir. El poder de consuelo de la religión no hace que sea real. Incluso si hacemos una gran concesión; incluso si demostramos que la creencia en la existencia de Dios es completamente esencial para el bienestar psicológico y emocional humano; incluso si todos los ateos fueran neuróticos desesperados tendentes al suicidio por la implacable angustia cósmica, nada de esto contribuiría a que hubiera la más diminuta posibilidad de prueba de que la creencia religiosa es cierta. Puede haber pruebas a favor de lo deseable que sería convencernos de que Dios existe, incluso aunque no exista. Como ya he mencionado, Dennett, en Rompiendo el hechizo, distingue entre creer en Dios y creer en la creencia: la creencia de que es deseable creer, incluso aunque la propia creencia sea falsa: «Señor, yo creo; ayúdame tú en mi falta de fe» (Marcos 9: 24). Se anima a los creyentes a que profesen una creencia, tanto si están convencidos como si no. Puede que si repetimos algo a menudo, finalmente consigamos convencernos de esa verdad. Creo que somos personas sabias que disfrutamos con la idea de la fe religiosa y que nos ofendemos si alguien la ataca, mientras que admitimos que no tiene sentido en sí misma. Quedé ligeramente sorprendido al descubrir un ejemplo de primera clase en el libro de mi héroe, Peter Medawar, Los límites de la Ciencia (Oxford University Press, 1984, pág. 96): «Generalmente me arrepiento de mi incredulidad en Dios y en las respuestas religiosas, porque creo que satisfarían y consolarían a muchos que tienen necesidad de ello si fuera posible descubrir buenas razones científicas y filosóficas para creer en Dios».
Tras leer la distinción de Dennett encontré ocasiones para repetirla una y otra vez. No es una exageración decir que la mayoría de los ateos que conozco disfrazan su ateísmo tras una fachada piadosa. No creen en algo sobrenatural a ellos mismos, pero mantienen una vaga debilidad por las creencias irracionales. Creen en la creencia. Es asombroso cuántas personas aparentemente no pueden distinguir entre «X es cierto» y «Es deseable que la gente creyera que X es cierto». O puede ser que no caigan en el error, sino que consideren la verdad como algo menos importante que los sentimientos humanos. No quiero criticar estos sentimientos. Pero aclaremos, en cualquier conversación particular, lo que estamos hablando: sentimientos o verdad. Ambos pueden ser importantes, pero no son lo mismo.
En cualquier caso, mi hipotética concesión era extravagante y errónea. No tengo pruebas de que los ateos tengan una tendencia generalizada hacia la infelicidad, hacia el abatimiento provocado por la angustia. Algunos ateos son felices. Otros son miserables. De la misma forma, algunos cristianos, judíos, musulmanes, hindúes y budistas son miserables, mientras que otros son felices. Debe haber pruebas estadísticas que apoyan la relación entre felicidad y creencia (o falta de creencia), pero dudo que tengan mucho efecto, tanto en un sentido como en otro. Encuentro más interesante preguntar si hay alguna buena razón para sentirnos deprimidos si vivimos sin Dios. Finalizaré este libro exponiendo, por el contrario, que es un eufemismo decir que uno puede llevar una vida feliz y plena sin una religión sobrenatural. Aunque primero debo examinar las afirmaciones de que la religión ofrece consuelo.
Consuelo, según el Diccionario abreviado de Oxford, es el alivio del dolor o de la aflicción mental. Voy a dividir el consuelo en dos tipos:
1. Consuelo directo físico. Un hombre perdido en la noche en una montaña puede encontrar consuelo en un grande y cálido perro San Bernardo, sin olvidar, por supuesto, el barril de brandy que está en su cuello. Un niño lloroso puede ser consolado por el abrazo de unos brazos fuertes que le rodean y palabras tranquilizadoras susurradas en su oído.
2. Consuelo por el descubrimiento de un hecho previamente inapreciado o por una forma anteriormente no identificada de observar hechos ya existentes. Una mujer cuyo marido ha muerto en la guerra puede consolarse por el hecho de descubrir que está embarazada de él, o porque él murió como un héroe. También podemos obtener consuelo gracias al descubrimiento de una nueva forma de pensar en una situación. Un filósofo apunta que no hay nada especial en el momento en que muere un hombre. El niño que una vez fue «murió» largo tiempo atrás, no cesando repentinamente su vida, sino creciendo. Cada una de las siete edades del hombre de Shakespeare «muere» mediante una lenta transformación hacia la siguiente. Bajo este punto de vista, el momento en el que finalmente el anciano expire no es distinto de las lentas «muertes» a lo largo de su vida(154). Un hombre que no disfruta de la perspectiva de su propia muerte puede encontrar consoladora esta perspectiva cambiada. O puede que no, pero es un ejemplo potencial del consuelo a través de la reflexión. Otro ejemplo es la ausencia de temor a la muerte de Mark Twain: «No temo a la muerte. He estado muerto durante billones y billones de años antes de que naciera, y no sufrí el menor inconveniente por ello». La aperçu[115] no cambia por el hecho de nuestra inevitable muerte. Pero se nos ha ofrecido una forma distinta para mirar lo inevitable, y encontramos que es consolador. Tampoco Thomas Jefferson temía a la muerte y parecía no creer en ningún tipo de más allá. Según relata Christopher Hitchens, «Cuando sus días estaban acabando, Jefferson escribió más de una vez a sus amigos que afrontaba el fin cercano tanto sin esperanza como sin miedo. Esto era como decir, en los términos más inequívocos, que no era cristiano».
Los intelectos robustos pueden estar preparados para la fuerte enjundia de la declaración de Bertrand Russell en su ensayo de 1925 «Lo que yo creo»:
Creo que cuando muera me pudriré, y nada de mi yo sobrevivirá. No soy joven y amo la vida. Pero despreciaría temblar de terror por el pensamiento de la aniquilación. Sin embargo, la felicidad no es menos verdadera porque pueda venir y marcharse, ni el pensamiento y el amor pierden su valor porque no sean eternos. Muchos hombres se han llevado orgullosamente a sí mismos al cadalso; seguramente el mismo orgullo nos enseñaría a pensar verdaderamente sobre el lugar del hombre en el mundo. Incluso aunque las ventanas abiertas de la ciencia al principio nos hagan estremecer de frío en el calor de los mitos humanos tradicionales, al final el aire fresco nos da vigor, y los grandes espacios son esplendorosos por derecho propio.
Me estimuló este ensayo de Russell cuando lo leí en la biblioteca de mi colegio cuando tenía aproximadamente dieciséis años, aunque lo había olvidado. Es posible que yo le estuviera rindiendo un homenaje inconsciente cuando escribí El capellán del diablo en 2003:
Hay algo más que simple grandeza en esta visión de la vida, fría y desolada, aunque pudiera parecer que se esconde bajo el seguro manto de la ignorancia. Hay un profundo refresco en levantarse y mirar de frente al fuerte viento del entendimiento: como dijo Yeats, «alas que se agitan por las vías estrelladas».
¿Cómo puede la religión compararse con, digamos, la ciencia al proveer esos dos tipos de consuelo? Mirando al consuelo de tipo 1 en primer lugar, es completamente posible que los fuertes brazos de Dios, incluso aunque sean puramente imaginarios, puedan consolar de la misma manera en que lo hacen los brazos de un amigo, o un perro San Bernardo con un barril de brandy alrededor de su cuello. Aunque, por supuesto, la medicina científica también puede ofrecer consuelo —normalmente, de una forma más eficaz que el brandy—.
Volviendo al consuelo de tipo 2, es fácil creer que la religión podría ser extremadamente eficaz. Las personas que han vivido un desastre terrible, como un terremoto, frecuentemente refieren que obtuvieron consuelo de la reflexión de que todo es parte del inescrutable plan de Dios: no hay duda de que el bien llegará a la plenitud de los tiempos. Si alguien tiene miedo a la muerte, la sincera creencia de que tiene un alma inmortal puede ser consoladora —a menos que piense que va a ir al infierno o al purgatorio—. Las creencias falsas pueden ser tan consoladoras como las verdaderas, hasta el momento de la desilusión. Esto también se aplica a las creencias no religiosas. Un hombre con un cáncer terminal puede ser consolado por un doctor que le miente y le dice que está curado, de una forma tan eficaz como al otro hombre que se le dice la verdad al contarle que está curado. La creencia sincera e incondicional en la vida tras la muerte es incluso más inmune a la desilusión que la creencia en un médico mentiroso. La mentira del doctor se mantiene eficaz solo hasta que los síntomas sean indiscutibles. Un creyente en la vida tras la muerte nunca podrá ser finalmente desilusionado.
Las encuestas sugieren que aproximadamente el 95 por 100 de la población de Estados Unidos cree que sobrevivirá a su propia muerte. Dejando a un lado a los aspirantes a mártir, no puedo dejar de preguntarme cuántas personas religiosas moderadas que proclaman realmente tal creencia, en el fondo de sus corazones, la sienten en realidad. Si fueran verdaderamente sinceros, ¿no deberían comportarse todos como el abad de Ampleforth? Cuando el cardenal Basil Hume le dijo que se estaba muriendo, el abad se alegró muchísimo por él: «¡Felicidades! Esas son muy buenas noticias. Me gustaría poder irme con usted»(155). Parece que el abad era realmente un creyente sincero. Pero precisamente por ser tan rara e inesperada, su historia llama nuestra atención, casi provocando nuestra diversión —de un modo que es reminiscencia de aquella viñeta que muestra a una mujer joven llevando una pancarta que decía «Haz el amor y no la guerra», absolutamente desnuda, y con una persona a su lado que decía: «¡Esto es lo que yo llamo sinceridad!»—. ¿Por qué no todos los cristianos y musulmanes dicen algo similar a lo que dijo el abad cuando oyó que un amigo se estaba muriendo? Cuando a una mujer devota le dijo el médico que solo le quedaban algunos meses de vida, ¿por qué no sonrió con excitada anticipación, como si hubiera ganado unas vacaciones en las Seychelles? «¡No puedo esperar!». ¿Por qué los visitantes creyentes que estaban al lado de su cama no la llenaron de mensajes para aquellos que se habían ido antes? «Dale mi cariño al tío Robert cuando lo veas…».
¿Por qué las personas religiosas no hablan así cuando están en presencia del agonizante? ¿Puede ser que no crean realmente todo lo que pretenden creer? O quizá creen pero temen el proceso de la muerte. Por buenas razones, dado que nuestra especie es la única a la que no se le permite ir al veterinario para ser eliminados sin dolor. Pero, en tal caso, ¿por qué las oposiciones más escandalosas a la eutanasia y al suicidio asistido provienen de las personas religiosas? Bajo el modelo de muerte del «abad de Ampleforth» o el de las «vacaciones en las Seychelles», ¿no diríamos que es menos posible que las personas religiosas se agarren impropiamente a la vida terrenal? También nos encontramos con el llamativo hecho de que, si te encuentras a alguien que se opone apasionadamente a la muerte misericordiosa, o está apasionadamente en contra del suicidio asistido, puedes apostar una buena suma de dinero a que es religioso. La razón oficial puede ser que todo asesinato es un pecado. Aunque ¿por qué considerarlo un pecado si crees sinceramente que estás acelerando un viaje al cielo?
Mi actitud frente al suicidio asistido, por contraste, proviene de la observación de Mark Twain, ya citada. Estar muerto no diferirá de no haber nacido —seré igual que yo era en el tiempo de Guillermo el Conquistador, o en el de los dinosaurios, o en el de los trilobites—. No hay nada que dé miedo en eso. Pero el proceso de morir bien puede ser, dependiendo de nuestra suerte, doloroso y desagradable —el tipo de experiencia respecto a la que nos hemos llegado a acostumbrar a ser protegidos por una anestesia general, como cuando a uno le quitan el apéndice—. Si tu mascota se está muriendo con mucho dolor, te condenarían por crueldad si no llamas al veterinario para que le aplique una anestesia general de la que no se va a recuperar. Pero si tu médico realiza exactamente el mismo servicio misericordioso contigo cuando estás muriendo con dolor, corre el riesgo de ser perseguido por asesinato. Cuando me muera, me gustaría que mi vida se acabara bajo anestesia general, exactamente igual que si tuviera el apéndice enfermo. Pero no me permitirán ese privilegio, porque he tenido la mala suerte de nacer miembro de la especie Homo sapiens en vez de, por ejemplo, Canis familiaris o Felis catus. Esto será así a menos que me vaya a un lugar más ilustrado como Suiza, Holanda u Oregón. ¿Por qué son tan raros esos lugares? Principalmente, por la influencia de la religión.
Aunque, podrían decirme, ¿no hay una diferencia importante entre que extraigan tu apéndice y extraigan tu vida? No, realmente; no si estás a punto de morir en cualquier caso. Y no si tienes la creencia religiosa sincera en la vida tras la muerte. Si se tiene tal creencia, morir es simplemente una transición de una vida a otra. Si la transición es dolorosa, no desearías que esa transición tuviera lugar sin anestesia general, como no desearías que te quitaran el apéndice sin anestesia. Es de todos aquellos de nosotros que vemos la muerte como algo terminal en vez de transicional de quienes ingenuamente podría esperarse que nos resistiéramos a la eutanasia o al suicidio asistido. Pero somos los únicos que lo apoyamos[116].
En el mismo sentido, ¿qué haríamos con la observación de una enfermera experimentada de mi confianza, con experiencia vital en dirigir un hogar para ancianos, donde la muerte es un suceso habitual? Ella había percibido durante años que los individuos que tenían más miedo a la muerte eran las personas religiosas. Su observación necesitaría ser contrastada estadísticamente, pero, asumiendo que estaba en lo cierto, ¿qué está pasando? Sea lo que sea, no dice mucho del poder de la religión para consolar en la muerte[117]. En el caso de los católicos, ¿puede que estén temerosos del purgatorio? El santo cardenal Hume se despidió de un amigo con estas palabras: «Bien, adiós entonces. Te veré en el purgatorio, supongo». Lo que yo supongo es que había un centelleo escéptico en esos ojos viejos. La doctrina del purgatorio ofrece una absurda revelación de la forma en que funcionan las mentes teológicas. El purgatorio es un tipo de Isla de Ellis[118] divino, una sala de espera propia del Hades adonde van las almas de los muertos si sus pecados no son lo suficientemente graves como para mandarlos al infierno, aunque todavía necesitan un chequeo y una purificación antes de ser admitidas en la zona libre de pecado del cielo[119]. En tiempos medievales, la Iglesia vendía «indulgencias» a cambio de dinero. Este dinero servía para evitar cierto número de días de remisión en el purgatorio, y la Iglesia literalmente (y con impresionante presunción) emitía certificados firmados especificando el número de días que se habían comprado. La Iglesia católica romana es una institución para cuyas ganancias parece haberse inventado especialmente la frase «obtenido por medios ilegales». Y de todos sus robos para obtener dinero, la venta de indulgencias estaría en los primeros lugares del ranking de los más grandes timos de la historia, el equivalente medieval a la estafa nigeriana por Internet, pero más exitosa.
Tan recientemente como en 1903, el papa Pío X fue todavía capaz de tabular el número de días de remisión del purgatorio que cada escala de la jerarquía tenía garantizados: los cardenales, doscientos días; los arzobispos, cien; los obispos, simplemente cincuenta. Por aquel entonces, sin embargo, las indulgencias ya no se vendían por dinero. Incluso en la Edad Media el dinero no era la única moneda con la que se podía comprar la libertad bajo fianza del purgatorio. También podías pagar con oraciones, tanto si las rezabas tú mismo antes de tu muerte como si las rezaban en tu nombre, tras tu muerte. Y el dinero podía comprar oraciones. Si eras rico, podías dejar provisiones para tu alma a perpetuidad. Mi propia facultad de Oxford, New College, fue fundada en 1379 (era nueva, entonces) por uno de los grandes filántropos de ese siglo, William de Wykeham, obispo de Winchester. Un obispo medieval podía llegar a ser el Bill Gates de la época, controlando el equivalente de las autopistas de la información (a Dios), y amasando fortunas inmensas. Su diócesis era excepcionalmente grande y Wykeham utilizó su riqueza e influencia para fundar dos grandes establecimientos educativos, uno en Winchester y otro en Oxford. La educación era importante para Wykeham, pero en palabras del director de Historia de New College, publicadas en 1979 para conmemorar el sexto centenario, el propósito fundamental de la facultad era «ser un gran altar para interceder por el reposo de su alma. Proveyó diez capellanes para dar servicio a la capilla, tres administrativos y dieciséis coristas, y ordenó que solo podría despedírseles si fallaban los ingresos de la facultad». Wykeham dejó el New College en manos de la Hermandad, un cuerpo autoelectivo que ha existido como organismo individual durante más de seiscientos años. Probablemente confiaba en nosotros para seguir rezando por su alma durante siglos.
Actualmente, la facultad tiene solo un capellán[120] y no tiene administrativos, y el estable torrente de oraciones para sacar a Wykeham del purgatorio, siglo a siglo, se ha reducido a la pequeña cantidad de dos oraciones por año. Los coristas han ganado fuerza año a año y su música es, efectivamente, mágica. Incluso siento un punto de culpa, como miembro de esa Hermandad, por la confianza traicionada. Según el entendimiento de su tiempo, Wykeham estaba haciendo el equivalente a lo que haría un hombre de hoy día que pagara una cantidad enorme de dinero a una empresa de criogenización que garantice congelar su cuerpo y mantenerlo a salvo de terremotos, desórdenes civiles, guerra nuclear y otros peligros, hasta que en algún tiempo futuro la ciencia médica haya aprendido cómo descongelarlo y cómo curar la enfermedad por la que murió. No puedo dejar de pensar en qué proporción tesoros medievales de arte y arquitectura comenzaron como pago por la eternidad, en confianzas ahora traicionadas.
Pero lo que realmente me fascina sobre la doctrina del purgatorio es la prueba que los teólogos han proporcionado sobre él: prueba tan espectacularmente débil que se hace incluso más cómica por la falsa confianza con la que se expresa. La entrada sobre el purgatorio en la Enciclopedia católica tiene una sección denominada «pruebas». La prueba esencial de la existencia del purgatorio es esta. Si el muerto simplemente fuera al cielo o al infierno según los pecados cometidos en la Tierra, no tendría sentido rezar por él. «Por qué rezar por el muerto, si no existiera la creencia del poder de la oración de permitir el solaz de aquellos que todavía no pueden disfrutar de la visión de Dios». Y rezamos por ellos, ¿no? Por lo tanto, el purgatorio debe existir, porque de otra forma ¡nuestras oraciones no tendrían sentido! Q.E.D[121]. En serio, esto es un ejemplo de lo que pasa cuando la mente teológica razona. Esta extraordinaria non sequitur[122] se refleja, a mayor escala, en la común utilización del Argumento del Consuelo. Tiene que haber un Dios, dice el argumento, porque si no existiera, la vida sería vacía, sin sentido, fútil, un desierto de sinsentidos e insignificancia. ¿Cómo puede ser necesario apuntar que la lógica falla al primer lance? Puede que la vida sea vacía. Puede que nuestras oraciones por el muerto realmente sean un sinsentido. Presumir lo contrario es presumir la verdad de la conclusión que queremos probar. El silogismo alegado es transparentemente circular. La vida sin tu mujer puede muy bien ser intolerable, estéril y vacía, pero esta desgracia no hace que ella deje de estar muerta. Hay algo infantil en la presunción de que cualquier otro (los padres en el caso de los niños, Dios en el caso de los adultos) tiene la responsabilidad de dar significado y valor a tu vida. Todo esto es un infantilismo de aquellos que, en el momento en que se tuercen un tobillo, buscan alrededor para encontrar algo a lo que culpar por ello. Alguna otra persona debe ser la responsable de mi bienestar, y alguna otra persona debe ser culpada si yo me hiero. ¿Es un infantilismo similar el que realmente reside tras la «necesidad» de un Dios? ¿Estamos volviendo a Binker de nuevo?
El punto de vista verdaderamente adulto, por el contrario, es que nuestra vida es tan significativa, plena y maravillosa como nosotros elijamos hacerla. Y podemos, efectivamente, hacer que sea muy maravillosa. Si la ciencia proporciona consuelo para algo no material, esto entra dentro de mi tema final, la inspiración.
Este es un asunto de gusto o de juicio privado, que tiene el ligeramente desafortunado efecto de que el método de argumentación que debo emplear es retórico, en vez de lógico. Ya lo he hecho antes y también lo han hecho muchos otros, incluyendo, por nombrar solo ejemplos recientes, Carl Sagan en Un punto azul pálido, Edward O. Wilson en Biofilia, Michael Shermer en El alma de la ciencia y Paul Kurtz en Afirmaciones. En Destejiendo el arco iris intenté expresar cuán afortunados éramos de estar vivos, dado que a la gran mayoría de la gente a quien potencialmente podría tocarle la lotería combinatoria del ADN, de hecho, nunca llegará a nacer. Para todos aquellos de nosotros afortunados de estar aquí, figúrese la relativa brevedad de la vida imaginando un pequeño punto láser deslizándose por una gigantesca regla de tiempo. Todo lo que esté antes o después del punto luminoso está envuelto en la oscuridad del pasado muerto o en la oscuridad del futuro desconocido. Somos asombrosamente felices de estar en el punto luminoso. Sin importar cuán breve sea nuestro tiempo bajo el sol, si malgastamos un solo segundo, o nos quejamos de que es pesado o estéril o (como un niño) aburrido, ¿no podría verse esto como un duro insulto para todos aquellos trillones de nonatos a quienes nunca se les ofreció en primer lugar la vida? Como muchos ateos han dicho mejor que yo, la comprensión de que solo tenemos una vida debería hacerla más preciosa. El punto de vista ateo es, en contraposición, afirmativo y realzante de la vida, mientras que, al mismo tiempo, nunca se mancilla con autoespejismos, ilusiones o la quejosa autocompasión de todos aquellos que sienten que la vida les debe algo. Dijo Emily Dickinson:
El que nunca vaya a regresar
es lo que hace la vida tan dulce.
Si la desaparición de Dios origina un vacío, hay diferentes personas que lo rellenarán de diferentes maneras. Mi forma incluye una buena dosis de ciencia, el honrado y sistemático empeño de encontrar la verdad sobre el mundo real. Imagino el esfuerzo humano para comprender el Universo como una empresa de construcción de modelos. Cada uno de nosotros construye, dentro de nuestra cabeza, un modelo del mundo en el que nos encontramos. El modelo mínimo del mundo es el modelo que nuestros antepasados necesitaban para sobrevivir en él. El software de simulación fue construido y depurado por la selección natural y es más experto en el mundo familiar de nuestros antepasados de la sabana de África; un mundo tridimensional de objetos de tamaño medio, moviéndose a velocidades medias relativas. Como premio inesperado, nuestros cerebros se volvieron lo suficientemente poderosos como para acomodar un modelo del mundo más rico que el otro mediocre y utilitario que nuestros antepasados necesitaban para sobrevivir. El arte y la ciencia son manifestaciones incontroladas de este premio. Déjenme pintar el cuadro final, para expresar el poder que tiene la ciencia para abrir las mentes y para satisfacer la psique.
Uno de los espectáculos más desgraciados que se ven en nuestras calles hoy día es la imagen de una mujer envuelta en ropas negras e informes de la cabeza a los pies, mirando al mundo exterior a través de una diminuta abertura. El burka no es solo un instrumento de opresión para la mujer y una medida de represión claustral de su libertad y de su belleza; no solo una prueba de la egregia crueldad del macho y de la trágicamente sumisa aceptación femenina. Quiero utilizar la estrecha abertura del velo como símbolo de otra cosa.
Nuestros ojos ven el mundo a través de una franja muy estrecha del espectro electromagnético. La luz visible es una brillante abertura en el vasto espectro oscuro, desde las ondas de radio en el extremo más lejano y los rayos gamma en el más cercano. Es bastante difícil determinar lo estrecho que es y también es un reto explicarlo. Imaginemos un gigantesco burka negro, con una abertura de visión de aproximadamente la altura estándar, es decir, un par de centímetros. Si la parte del vestido negro que está sobre la abertura representa el extremo de onda corta del espectro invisible, y la parte del vestido negro que queda por debajo de la abertura representa el extremo de onda larga del espectro, ¿qué longitud debería tener el burka para acomodar una abertura de dos centímetros a la misma escala? Es difícil representarlo adecuadamente sin utilizar escalas logarítmicas, dadas las enormes longitudes de las que estamos hablando. El último capítulo de un libro como este no es lugar para empezar a discutir sobre logaritmos, pero puedes creerme cuando afirmo sería la madre de todos los burkas. La ventana de dos centímetros de luz visible es irrisoriamente diminuta comparada con los kilómetros de vestido negro que representa la parte invisible del espectro, desde las ondas de radio en el dobladillo de la falda hasta los rayos gamma de la parte de arriba de la cabeza. Lo que hace la ciencia por nosotros es ampliar la ventana. La amplía tanto que la opresiva ropa negra se cae casi completamente, exponiendo nuestros sentidos a la aireada y estimulante libertad.
Los telescopios ópticos utilizan lentes de cristal y espejos para escrutar los cielos, y lo que ven son estrellas que están emitiendo su radiación en la estrecha banda de las longitudes de onda que nosotros llamamos luz visible. Pero otros telescopios «ven» en las longitudes de onda de los rayos X o de radio, y nos presentan una abundancia de cielos nocturnos alternativos. A menor escala, las cámaras con filtros apropiados pueden «ver» la luz ultravioleta y tomar fotografías de flores que muestran un extraño rango de rayas y puntos visibles a los ojos de los insectos, y aparentemente diseñados para ellos, y que nuestros ojos no pueden ver en absoluto sin ayuda. Los ojos de los insectos tienen una ventana espectral de altura similar a la nuestra, pero que cambia ligeramente el burka; son ciegos al rojo y ven más el espectro ultravioleta de lo que nosotros podemos —el «jardín ultravioleta»[123]—.
La metáfora de la estrecha ventana de luz, ampliándose hasta un espectro espectacularmente ancho, nos sirve en otras áreas de la ciencia. Vivimos cerca del centro de un cavernoso museo de magnitudes, viendo el mundo con órganos de sentidos y sistemas nerviosos que están equipados para percibir y comprender solo un pequeño rango de tamaños, de movernos a unas velocidades pequeñas. Estamos en casa con objetos cuyos tamaños abarcan desde unos pocos kilómetros (la vista de la cima de una montaña) hasta cerca de una décima parte de un milímetro (la punta de un alfiler). Fuera de este rango, incluso nuestra imaginación está discapacitada, y necesitamos la ayuda de instrumentos y de las matemáticas —que, afortunadamente, podemos aprender a utilizar—. El rango de tamaños, distancias o velocidades con la que muchas de nuestras imaginaciones se sienten a gusto es una banda diminuta, establecida en la mitad de un rango gigantesco posible, desde la escala del extraño quantum en el extremo más pequeño hasta la cosmología einsteiniana en el mayor.
Nuestra imaginación está tristemente infraequipada para arreglárselas con distancias que salen del rango medio de la familia ancestral. Intentamos visualizar un electrón como una bola diminuta, en órbita alrededor de un grupo de bolas que representan los protones y los neutrones. No se parecen a eso. Los electrones no son como pequeñas bolas. No se parecen a nada que podamos reconocer. No está claro que «como» signifique incluso nada cuando intentamos volar demasiado cerca de los horizontes más lejanos de la realidad. Nuestra imaginación no tiene todavía las herramientas necesarias para penetrar en el barrio del quantum. Nada a esa escala se comporta en la forma —tal como hemos evolucionado a pensar— en que debería comportarse. Ni podemos arreglárnoslas con objetos que se mueven a alguna fracción apreciable de la velocidad de la luz. El sentido común no nos sirve, porque el sentido común ha evolucionado desde un mundo donde nada se mueve muy rápido y nada es demasiado pequeño o demasiado grande.
Al final de un famoso ensayo sobre «Mundos posibles», el gran biólogo J. B. S. Haldane escribió: «Ahora, mi propia sospecha es que el Universo no es solo más extraño de lo que pensamos, sino más extraño de lo que podamos suponer… Sospecho que hay más cosas en el cielo y en la tierra que aquellas con que sueña, o con las que puede soñar, cualquier filosofía». A propósito, estoy intrigado por la sugerencia de que el famoso discurso de Hamlet citado por Haldane está convencionalmente mal dicho. El acento normal está en «tu»:
Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio,
de las que son soñadas por tu filosofía.
Efectivamente, el verso se recita a menudo con un sonido sordo, lo que implica que Horacio quiere referirse a racionalistas y escépticos poco profundos de todos sitios. Pero algunos académicos colocan el énfasis en «filosofía», con la palabra «tu» casi difuminada: «… de las que son soñadas por tu filosofía». La diferencia no importa en realidad a los presentes propósitos, excepto que la segunda interpretación ya cuida más de la «cualquier» filosofía de Haldane.
Las personas a quienes está dedicado este libro han hecho su vida de la extrañeza de la ciencia, empujándola al punto de la comedia. Lo siguiente está extraído del mismo discurso extemporáneo de Cambridge de 1998 que ya cité en el capítulo 1: «El hecho de que vivamos al final de un pozo de gravedad, en la superficie de un planeta cubierto de gas, que gira alrededor de una bola de fuego nuclear ciento cincuenta millones de kilómetros más allá y que pensemos que eso es normal es obviamente una indicación de lo retorcida que tiende a ser nuestra perspectiva». Donde otros escritores de ciencia ficción jugaron con la peculiaridad que tiene la ciencia para aumentar nuestro sentido de lo misterioso, Douglas Adams lo utiliza para hacernos reír (aquellos que hayan leído La guía para el autoestopista galáctico pueden pensar en la «infinita improbabilidad del paseo en coche», por ejemplo). Reír es posiblemente la mejor respuesta a algunas de las extrañas paradojas de la física moderna. La alternativa, pienso algunas veces, es llorar.
La mecánica cuántica, ese enrarecido pináculo del logro científico del siglo XX, hace predicciones brillantemente exitosas sobre el mundo. Richard Feynman comparó su precisión con predecir una distancia tan grande como la anchura de América del Norte con un margen de error del ancho de un cabello humano. Este éxito predictivo parece significar que la teoría cuántica tiene que ser cierta en algún sentido; tan cierta como cualquier cosa que conozcamos, incluso incluyendo los hechos de sentido común más pegados a la tierra. Aunque las suposiciones que necesita hacer la teoría cuántica, para que se cumplan esas predicciones, son tan misteriosas que incluso el gran Feynman tuvo que indicar (hay varias versiones de esta cita, de las que la siguiente me parece la más adecuada): «Si crees que comprendes la teoría cuántica…, eso significa que no comprendes la teoría cuántica»[124].
La teoría cuántica es tan extraña que los físicos recurren a otra u otras «interpretaciones» paradójicas de ella. Recurrir es la palabra adecuada. David Deutsch, en La fábrica de la realidad, aprovecha la interpretación de los «múltiples mundos» de la teoría cuántica, quizá porque lo peor que puede decirse de ella es que es ridículamente derrochadora. Postula un vasto y rápidamente creciente número de universos, existiendo en paralelo y mutuamente indetectables excepto a través de la portilla de los experimentos mecánico-cuánticos. En alguno de esos universos, yo ya estoy muerto. En una pequeña minoría de ellos, usted tiene un gran bigote. Y así.
La alternativa «Interpretación de Copenhague» es igualmente ridícula —no derrochadora, sino simplemente aplastantemente paradójica—. Edwin Schrödinger la satirizó con su parábola de un gato. El gato de Schrödinger está metido en una caja que contiene un mecanismo asesino que se desencadena por un evento mecánico-cuántico. Antes de que abramos la tapa de la caja, no sabemos si el gato está muerto. El sentido común nos dice que, sin embargo, el felino tiene que estar o vivo o muerto en la caja. La interpretación de Copenhague contradice el sentido común: todo lo que existe antes de que abramos la caja es una probabilidad. En cuanto abramos la caja, la función de onda colapsa y quedamos abandonados al evento singular: el gato está muerto o el gato está vivo. Hasta que no hemos abierto la caja, ni estaba muerto ni estaba vivo.
La interpretación de los «múltiples mundos» para esos mismos eventos es que en algunos universos el gato está muerto; en otros, el gato está vivo. Ninguna de ambas interpretaciones satisface el sentido común o la intuición humana. Esto no le importa al físico más machote. Lo que importa es que las matemáticas funcionen y las predicciones se cumplan experimentalmente. La mayoría de nosotros somos demasiado débiles para seguirlas. Vemos que necesitamos algún tipo de visualización de lo que «realmente» está pasando. Por cierto, creo que Schrödinger propuso originalmente su experimento intelectual del gato para exponer lo que él veía de absurdo en la «Interpretación de Copenhague».
El biólogo Lewis Wolpert cree que la extrañeza de la física moderna es simplemente la punta del iceberg. La ciencia en general, como algo opuesto a la tecnología, violenta el sentido común(156). Por ejemplo, Wolpert calcula «que hay muchas más moléculas en un vaso de agua que vasos de agua hay en el mar». Como toda el agua del planeta realiza su ciclo a través del mar, parecería probable pensar que cada vez que bebemos un vaso de agua, hay muchas posibilidades de que algo de lo que estamos bebiendo haya pasado por la garganta de Oliver Cromwell. Por supuesto, no hay nada especial en Cromwell o en las vejigas. ¿No ha respirado nunca un átomo de nitrógeno que fuera una vez respirado por el tercer iguanodón que estaba a la derecha de esa palmera? ¿No está contento de estar vivo en un mundo donde no solo tal conjetura es posible, sino que tiene el privilegio de entender por qué? ¿Y explicarlo a cualquier persona no como opinión o creencia suya, sino como algo que ellos, cuando tienen entendimiento y razonamiento, se sentirán impelidos a aceptar? Puede que esto sea un aspecto de lo que Carl Sagan quiso decir cuando explicó su motivo para escribir El mundo y sus demonios: una vela en la oscuridad: «No explicar ciencia me parece perverso. Cuando estamos enamorados queremos decírselo al mundo. Este libro es una declaración personal, que refleja mi romance eterno con la ciencia».
Efectivamente, la evolución de la vida compleja en su propia existencia en un mundo que obedece las leyes físicas es maravillosamente sorprendente —o debería serlo por el hecho de que esa sorpresa es una emoción que puede existir solo en un cerebro que es producto de este muy sorprendente proceso—. Hay un sentido antrópico, entonces, en el que nuestra existencia no fuese sorprendente. Quiero pensar que hablo para mis colegas humanos al insistir, sin embargo, en que es increíblemente sorprendente.
Pensemos en ello. En un planeta y posiblemente solo un planeta en todo el Universo las moléculas que normalmente no generarían nada más complicado que un trozo de piedra se juntan a sí mismas en trozos de materia del tamaño de una piedra de una forma tan asombrosamente compleja que son capaces de correr, saltar, nadar, volar, ver, oír, capturar y comer a otros trozos animados de complejidad similar, capaces en algunos casos de pensar y sentir, y de enamorarse de otros trozos de materia compleja. Ahora comprendemos esencialmente cómo se hizo el truco, pero solo desde 1859. Antes de esa fecha parecería, efectivamente, algo muy, muy extraño. Ahora, gracias a Darwin, es simplemente muy extraño. Darwin se apoderó de la ventana del burka y le dio un tirón para dejarla abierta, permitiendo el paso de un flujo de entendimiento cuya deslumbrante novedad y cuyo poder para elevar el espíritu humano quizá no tuvo precedentes —a menos que fuera la comprensión de Copérnico de que la Tierra no era el centro del Universo—.
Una vez, el gran filósofo del siglo XX Ludwig Wittgenstein le preguntó a un amigo: «¿Por qué las personas siempre dicen que es algo natural en el hombre asumir que el Sol giraba alrededor de la Tierra, en vez de que era la Tierra la que estaba rotando?». Su amigo replicó: «Bien, como es obvio, porque simplemente parece que el Sol girara alrededor de la Tierra». Wittgenstein respondió: «Bien, ¿qué habría parecido si lo hubieran observado como si pensaran que la Tierra estaba girando?». Algunas veces utilizo esta frase de Wittgenstein en mis conferencias, esperando que la audiencia se ría. En vez de eso, se quedan anonadados en silencio.
En el limitado mundo en que evolucionaron nuestros cerebros, es más probable que se muevan los objetos pequeños que los grandes, que se ven como el fondo del movimiento. Según gira el mundo, los objetos que parecen grandes porque están cerca —montañas, árboles y edificios, el suelo en sí— se mueven en exacta sincronía con los demás y con el observador, relativo a cuerpos celestiales tales como el Sol y las estrellas. Nuestros evolucionados cerebros proyectan una ilusión de movimiento en ellos, en vez de en las montañas y en los árboles del primer plano.
Ahora quiero seguir la idea mencionada arriba de que la forma en la que vemos el mundo y la razón por la que encontramos algunas cosas intuitivamente fáciles de comprender y otras difíciles es que nuestros cerebros son en sí mismos órganos evolucionados: los ordenadores de sobremesa evolucionaron para ayudarnos a sobrevivir en un mundo —usaré el nombre Mundo Medio— donde los objetos que afectan a nuestra supervivencia ni son muy grandes ni son muy pequeños; un mundo donde las cosas o permanecen quietas o se mueven muy lentamente en comparación con la velocidad de la luz, y donde lo muy improbable puede ser tratado con seguridad como si fuera imposible. Nuestra ventana del burka mental es estrecha porque no necesitaba ser mayor para ayudar a nuestros antepasados a sobrevivir.
La ciencia nos ha enseñado, contra toda evolucionada intuición, que aparentemente las cosas sólidas como el cristal y las rocas están compuestas realmente casi al completo de espacio vacío. La ilustración familiar representa el núcleo de un átomo como una mosca en medio de un estadio deportivo. El siguiente átomo está fuera del estadio. La roca más dura, más sólida, más densa, por lo tanto, es «realmente» casi espacio vacío por completo, roto solo por diminutas partículas tan alejadas que no deberían contar. Así, ¿por qué parecen las rocas tan sólidas, tan duras y tan impenetrables?
No voy a intentar imaginar cómo hubiera respondido a esa pregunta Wittgenstein. Pero, como biólogo evolutivo, yo la respondería de la siguiente forma. Nuestros cerebros han evolucionado para ayudar a nuestros cuerpos a encontrar su camino por el mundo a la escala en la que operan esos cuerpos. Nunca evolucionamos para navegar en el mundo de los átomos. Si lo hubiéramos hecho, probablemente nuestros cerebros habrían percibido las rocas como algo lleno de espacios vacíos. Las rocas parecen duras e impenetrables en nuestras manos porque nuestras manos no pueden penetrarlas. La razón de que no puedan penetrarlas es que no guardan relación con los tamaños y las partículas que constituyen la materia. En su lugar, tienen que ver los campos de fuerza propios de esas partículas tan ampliamente espaciadas de la materia «sólida». Es útil para nuestros cerebros construir nociones como la solidez y la impenetrabilidad, porque esas nociones ayudan a que nuestros cuerpos naveguen a través de un mundo en cuyos objetos —que nosotros llamamos sólidos— no pueden ocupar el mismo espacio que otro.
Un pequeño descanso cómico en este punto —de Los hombres que miraban fijamente a las cabras, de Jon Ronson—:
Esta es una historia verdadera. Es el verano de 1983. El mayor general Albert Stubblebine III está sentado tras su mesa en Arlington (Virginia), mirando fijamente a la pared, sobre la que cuelgan sus muchas condecoraciones militares. Detallan su larga y distinguida carrera. Es el jefe de Inteligencia del Ejército de Estados Unidos, con dieciséis mil soldados bajo sus órdenes… Él mira a sus condecoraciones de la pared. Hay algo que siente que debe hacer, incluso aunque el pensamiento le asuste. Piensa en la elección que tiene que tomar. Puede quedarse en su despacho o puede ir al despacho siguiente. Esta es su elección. Y la ha tomado. Va a ir al siguiente despacho… Se levanta, se mueve de detrás de su mesa y comienza a caminar. Quiero decir, él piensa, ¿de qué está formado un átomo principalmente? ¡Espacio! Acelera su paso. ¿De qué estoy yo hecho principalmente? Piensa. ¡De átomos! Ahora está a punto de correr. ¿De qué está hecha la pared principalmente? Piensa. ¡De átomos! Y todo lo que tengo que hacer es unir el espacio… Entonces, el general Stubblebine se golpea la cara con dureza contra la pared. ¡Maldición!, piensa. El general Stubblebine está confundido por su continuo fracaso para atravesar la pared.
El general Stubblebine es descrito adecuadamente como un «pensador autodidacto» en el sitio web de la organización que, en su jubilación, dirige actualmente con su esposa. Se llama Health Freedom USA, y está dedicada a «suplementos (vitaminas, minerales, aminoácidos, etc.), hierbas, remedios homeopáticos, medicina nutricional y alimentos biológicos (no tratados con pesticidas, herbicidas, antibióticos), sin empresas (gracias al uso de la coerción gubernativa) que te dicten qué dosis y tratamientos te está permitido utilizar». No se hace mención a los preciosos fluidos corporales[125].
Habiendo evolucionado en el Mundo Medio, encontramos intuitivamente fácil asimilar ideas como «Cuando un mayor general se mueve, al tipo de velocidad media a la que un mayor general y otros objetos del Mundo Medio se mueven, y chocan con otro objeto sólido del Mundo Medio como una pared, su progreso es dolorosamente detenido». Nuestros cerebros no están equipados para imaginar cómo sería un neutrino pasando a través de una pared, en los vastos intersticios de los que la pared «realmente» está formada. Ni puede nuestra comprensión arreglárselas con qué ocurre cuando las cosas se mueven a velocidades cercanas a las de la luz.
La intuición humana desasistida, evolucionada y educada en el Mundo Medio, incluso encuentra difícil de creer a Galileo cuando nos dice que una bala de cañón y una pluma, sin considerar el rozamiento del aire, alcanzarían el suelo en el mismo instante cuando se los deja caer de una torre inclinada. Esto es así porque, en el Mundo Medio, la fricción del aire siempre está ahí. Si hubiéramos evolucionado en el vacío, esperaríamos que una pluma y una bala de cañón alcanzaran el suelo simultáneamente. Somos habitantes evolucionados del Mundo Medio, y eso limita lo que somos capaces de imaginar. La estrecha ventana de nuestro burka nos permite, a menos que seamos especialmente agraciados o peculiarmente bien educados, ver solo el Mundo Medio.
Hay un sentido en el que nosotros, los animales, tenemos que sobrevivir no solo en el Mundo Medio, sino también en el micro-mundo de los átomos y los electrones. Los propios impulsos nerviosos de nuestro pensamiento y nuestra imaginación dependen de actividades en el Micro Mundo. Pero ninguna acción que nuestros ancestros salvajes hubieran tenido que realizar nunca, ni ninguna decisión que hubieran tenido que tomar, habría estado asistida por la comprensión del Micro Mundo. Si fuéramos bacterias, constantemente arrastradas por los movimientos térmicos de las moléculas, hubiera sido distinto. Pero nosotros, Mundo-Medianos, somos demasiado voluminosamente grandes como para percibir el movimiento browniano. De forma similar, nuestras vidas están dominadas por la gravedad, pero somos casi inconscientes de la delicada fuerza de la tensión superficial. Un pequeño insecto invertiría tal prioridad y encontraría que la tensión superficial es de todo menos imperceptible.
Steve Grand, en su obra Creación: la vida y cómo hacerla, es casi cáustico acerca de nuestra preocupación por la materia en sí. Tenemos esta tendencia a pensar que solo las «cosas» sólidas y materiales son «realmente» cosas. Las «ondas» de flujo electromagnético en el vacío parecen «irreales». Los victorianos pensaban que las ondas tenían que ser ondas «en» algún medio material. No se conocía tal medio, por lo que inventaron uno y lo denominaron el éter luminífero. Pero encontramos que la materia «real» es confortable para nuestro entendimiento solo porque nuestros ancestros evolucionaron para sobrevivir en el Mundo Medio, donde la materia es una construcción útil.
Por otra parte, incluso nosotros los Mundo-Medianos podemos ver que un remolino es una «cosa» con algo parecido a la realidad de una roca, incluso aunque la materia del remolino esté cambiando constantemente. En una llanura desértica de Tanzania, a la sombra del Ol Donyo Lengai, volcán sagrado de los masai, hay una gran duna formada por ceniza de una erupción de 1969. Ha sido tallada por el viento. Pero lo verdaderamente hermoso es que se mueve corpóreamente. Esto es lo que técnicamente se conoce como «barchan». Toda la duna camina por el desierto en una dirección que viene del oeste a una velocidad de unos diecisiete metros al año. Mantiene su forma de media luna y se arrastra en dirección a los extremos. El viento lleva la arena hacia la pendiente más plana. Luego, cuando cada grano alcanza la cima de la montaña, rueda en cascada hacia la pendiente más pronunciada de dentro de la media luna.
Realmente, incluso un «barchan» es más una «cosa» que una onda. Una onda parece moverse en horizontal por el mar abierto, pero las moléculas de agua se mueven verticalmente. De forma similar, las ondas de sonido pueden viajar del emisor al receptor, pero las moléculas de aire, no: eso sería el viento, no un sonido. Steve Grands apunta que usted y yo somos más probablemente como ondas que como «cosas» permanentes. Invita a sus lectores a pensar…
… en una experiencia de tu niñez. Algo que recuerdes con claridad, algo que puedas ver, sentir, puede incluso que oler, como si realmente estuvieras allí. Después de todo, estuviste allí en algún momento, ¿no? ¿De qué otra forma lo habrías recordado? Pero aquí está el bombazo: no estuviste allí. Ni un único átomo que esté hoy en tu cuerpo estuvo allí cuando ese evento se produjo… La materia fluye de lugar en lugar y momentáneamente va contigo para ser tú. Seas lo que seas, por lo tanto, no eres eso de lo que estás hecho. Si esto no hace que el pelo se te erice en la nuca, léelo otra vez hasta que se erice, porque es importante[126].
«Realmente» no es la palabra que utilizaríamos con simple confianza. Si un neutrino tuviera un cerebro que hubiera evolucionado en ancestros del tamaño de un neutrino, diría que las rocas «realmente» están compuestas sobre todo de espacio vacío. Tenemos cerebros que han evolucionado de ancestros de tamaño medio, que no podían caminar atravesando rocas, por lo que nuestro «realmente» es un «realmente» en el que las rocas son sólidas. «Realmente» para un animal es cualquier cosa que su cerebro necesite para existir, con el fin de ayudarle a su supervivencia. Y porque las diferentes especies viven en mundos tan distintos, habrá una problemática variedad de «realmentes».
Lo que vemos del mundo real no es el mundo real, sino un modelo del mundo real, regulado y ajustado por datos de los sentidos —un modelo que está construido de tal forma que es útil para tratar con el mundo real—. La naturaleza de ese modelo depende del tipo de animal que seamos. Un animal que vuela necesita un tipo distinto de modelo de mundo de un animal que camina, que trepa o que nada. Los depredadores necesitan un tipo distinto de modelo de mundo del de sus presas, incluso aunque sus mundos, necesariamente, se superpongan. El cerebro de un mono debe tener un software capaz de simular una maraña tridimensional de ramas y lianas. El cerebro de un zapatero[127] no necesita un software de tres dimensiones, teniendo en cuenta que vive en la superficie de un estanque similar a la Tierra Plana de Edwin Abbott[128]. El software de un topo para construir modelos sobre el mundo estaría personalizado para su uso subterráneo. Una rata-topo probablemente tenga un software de representación del mundo similar al del topo. Pero una ardilla, aunque es un roedor como la rata-topo, probablemente tenga un software de representación del mundo más parecido al del mono.
Yo especulé, en El relojero ciego y en otros textos, que los murciélagos pueden «ver» el color con sus orejas. El modelo de mundo que necesita un murciélago, para navegar a través de tres dimensiones cazando insectos, seguramente será similar al modelo que una golondrina necesita para realizar la misma tarea. El hecho de que el murciélago utilice el eco para actualizar las variables de su modelo, mientras que la golondrina utiliza la luz, es secundario. Los murciélagos, sugerí, utilizan los tonos percibidos como «rojo» y «azul» como etiquetas internas para algunos aspectos útiles del eco, quizá la textura acústica de las superficies; tal como la golondrina utiliza los mismos tonos percibidos para etiquetar las longitudes de onda largas y cortas de la luz. La idea es que la naturaleza del modelo está gobernada por cómo va a utilizarse, en vez de por qué modalidad sensorial está implicada. Esta es la lección de los murciélagos. La forma general del modelo mental —en oposición a las variables que constantemente se añaden por los nervios sensoriales— es una adaptación del modo de vida animal, no menos que sus alas, patas y rabo.
John B. S. Haldane, en el artículo sobre los «mundos posibles» que ya he citado, tenía algo importante que decir sobre los animales cuyo mundo está dominado por el olfato. Notó que los perros pueden distinguir dos ácidos grasos volátiles muy similares —el ácido caprílico y el ácido caproico—, cada uno diluido en una parte por millón. La diferencia es que la principal cadena molecular del ácido caprílico tiene dos átomos más de carbono que la de la cadena principal del ácido caproico. Un perro, averiguó Haldane, sería capaz probablemente de situar los ácidos «en el orden de sus pesos moleculares por sus olores, igual que un hombre puede situar el número de las cuerdas de un piano en el orden de sus longitudes por medio de sus notas».
Hay otro ácido graso, el ácido cáprico, que es igual que los otros dos, excepto en que tiene dos átomos más de carbono en su cadena principal. Un perro que nunca hubiera conocido el ácido cáprico no tendría quizá más problema en imaginar su olor que el que tendríamos nosotros para imaginar una trompeta que emite una nota más alta de la que hubiéramos oído antes de tocar ese instrumento. Me parece completamente razonable averiguar que un perro, o un rinoceronte, pudieran tratar mezclas de olores como coros armoniosos. Quizá fueran discordantes. Probablemente no serían melodías, porque las melodías están compuestas por notas que empiezan o terminan abruptamente en un tiempo adecuado, al contrario que los olores. O quizá los perros y los rinocerontes huelen en color. El argumento sería el mismo que en el caso de los murciélagos.
De nuevo, las percepciones que llamamos colores son herramientas utilizadas por nuestros cerebros para etiquetar importantes distinciones en el mundo exterior. Los tonos percibidos —lo que los filósofos llaman qualia— no tienen conexión intrínseca con la luz de una determinada longitud de onda. Son etiquetas internas que están disponibles para el cerebro, cuando construye su modelo de realidad externa, para hacer distinciones que son especialmente relevantes al animal en cuestión. En nuestro caso, o en el caso de un pájaro, eso significa luces de diferentes longitudes de onda. En el caso de un murciélago, tal como he especulado, pueden ser las superficies de diferentes propiedades o texturas ecoicas, quizá rojo para lo brillante, azul para lo aterciopelado, verde para lo abrasivo. Y en el caso de un perro o de un rinoceronte, ¿por qué no podrían ser olores? El poder de imaginar el mundo exterior de un murciélago o de un rinoceronte, un zapatero o un topo, una bacteria o un escarabajo pelotero, es uno de los privilegios que la ciencia nos garantiza cuando tira del trapo negro que es nuestro burka y nos muestra el amplio rango de lo que está ahí fuera para nuestra delicia.
La metáfora del Mundo Medio —del rango intermedio de fenómenos que la estrecha abertura de nuestro burka nos permite ver— se aplica a otras escalas o «espectros». Podemos construir una escala de improbabilidades, con una estrecha ventana similar, a través de las que nuestra intuición e imaginación son capaces de actuar. En un extremo del espectro de improbabilidades están aquellos eventos probables que nosotros llamamos imposibles. Los milagros son eventos que son extremadamente improbables. La imagen de una madonna podría saludarnos con la mano. Los átomos que conforman su cristalina estructura están vibrando de atrás hacia delante. Dado que hay muchos y que no tienen preferencia en su dirección de movimiento, la mano, como hemos visto en el Mundo Medio, permanece pétreamente quieta. Pero podría suceder que los oscilantes átomos de la mano pudieran moverse en la misma dirección al mismo tiempo. Y otra vez. Y otra vez… En este caso, la mano podría moverse, y veríamos que se está moviendo hacia nosotros. Podría suceder, aunque las probabilidades en contra son tan grandes que si usted hubiera estado escribiendo el número desde el origen del Universo, todavía no habría escrito ceros suficientes hasta hoy. El poder de calcular esas probabilidades —el poder de cuantificar lo casi imposible en vez de simplemente levantar nuestras manos con desesperación— es otro ejemplo de los liberadores beneficios de la ciencia para el espíritu humano.
La evolución en el Mundo Medio nos ha equipado muy mal para manejar eventos muy improbables. Pero en la vastedad del espacio astronómico, o en el tiempo geológico, los eventos que parecen imposibles en el Mundo Medio se vuelven inevitables. La ciencia abre de golpe la ventana estrecha a través de la que estamos acostumbrados a ver el espectro de posibilidades. Somos liberados por el cálculo y la razón para visitar regiones de posibilidades que una vez parecieron sin destino o habitadas por dragones. Ya hemos hecho uso de esta apertura de la ventana en el capítulo 4, donde considerábamos la improbabilidad del origen de la vida y cómo un evento químico casi imposible vino a transmitirse, dados años planetarios con los que jugar; y consideramos el espectro de universos posibles, cada uno con su propio conjunto de leyes y constantes, y la necesidad antrópica de encontrarnos a nosotros mismos en uno de los minoritarios lugares amigables.
¿Cómo deberíamos interpretar la frase de Haldane «más extraño de lo que podemos suponer»? ¿Más extraño de lo que en principio puede suponerse? O ¿simplemente más extraño de lo que nosotros podemos suponer, dada la limitación del aprendizaje evolutivo de nuestro cerebro en el Mundo Medio? ¿Podríamos, mediante entrenamiento y práctica, emanciparnos a nosotros mismos del Mundo Medio, tirar nuestro burka negro y alcanzar cierto tipo de entendimiento intuitivo —así como simplemente matemático— para lo muy pequeño, para lo muy grande y para lo muy veloz? Honradamente, no conozco la respuesta, pero estoy emocionado por estar vivo en un momento en el que la humanidad está luchando contra los límites del entendimiento. Incluso mejor, podemos finalmente descubrir que no hay límites.