UN NO-CREYENTE PROFUNDAMENTE RELIGIOSO
No intento imaginar un Dios personal; es suficiente sentir un gran respeto hacia la estructura del mundo, en tanto que permite que nuestros inadecuados sentidos lo aprecien.
ALBERT EINSTEIN
El muchacho está tumbado boca abajo en la hierba, con la barbilla entre las manos. De repente, se encuentra a sí mismo abrumado por una pesada conciencia de los enmarañados tallos y raíces, un bosque en miniatura, un mundo transfigurado de hormigas y escarabajos e incluso —aunque él en aquel momento no podía conocer esos detalles— de bacterias del suelo a billones, apuntalando silenciosa e invisiblemente la economía del micromundo. De repente, el microbosque del césped pareció crecer y hacerse uno con el Universo y con la absorta mente del chico que lo contemplaba. Él interpretó la experiencia en términos religiosos, lo que finalmente le condujo al sacerdocio. Fue ordenado pastor anglicano y llegó a ser el capellán de mi colegio, un profesor a quien yo tenía mucho cariño. Gracias a clérigos decentes y liberales como él, nadie podrá nunca decir de mí que tenía la religión atragantada[6].
En otro tiempo y lugar, ese chico podría haber sido yo mismo bajo las estrellas, deslumbrado por Orión, Casiopea y la Osa Mayor, con los ojos llenos de lágrimas por la música inédita de la Vía Láctea, embriagado por el aroma nocturno de los frangipanes rojos[7] y de las flores trompeta de un jardín africano. Por qué esa misma emoción guio a mi capellán en una dirección y a mí en otra distinta no es una pregunta de fácil respuesta. Entre científicos y racionalistas es común una respuesta cuasimística hacia la Naturaleza y el Universo. Esta respuesta no tiene relación alguna con creencias sobrenaturales. Presumiblemente al menos, mi capellán no era consciente en su niñez (ni yo tampoco) de lo cerca que estaba de El origen de las especies —del famoso pasaje de «la orilla enmarañada», «… con pájaros cantando en los arbustos, con diversos insectos revoloteando y con gusanos arrastrándose por la tierra húmeda»—. Si lo hubiera sido, probablemente se hubiera identificado con él y, en vez del sacerdocio, habría asumido la visión de Darwin de que todo está «producido por leyes que actúan a nuestro alrededor».
Así, a continuación surge la cosa más perfecta que somos capaces de concebir, a saber, la aparición de los animales superiores, por la guerra de la Naturaleza, por el hambre y por la muerte. Hay grandeza en esta visión de la vida, con sus diversos poderes, surgida en una o en pocas formas; y hay grandeza en que, mientras este planeta ha estado girando de acuerdo a la ley fija de la gravedad, desde tan simples inicios, formas sin fin más hermosas y maravillosas han estado, y están, evolucionando.
Carl Sagan, en Un punto azul pálido, escribió:
¿Cómo es posible que casi ninguna de las principales religiones haya observado la ciencia y concluido: «¡Esto es mucho mejor que lo que pensábamos! El Universo es mucho más importante de lo que dijeron nuestros profetas, más grandioso, más sutil, más elegante»? En su lugar, dicen: «¡No, no, no! Mi dios es un dios pequeño y yo quiero que siga así». Una religión, antigua o nueva, que hace hincapié en la magnificencia del Universo, tal como lo revela la ciencia moderna, debería ser capaz de extraer a partir de ese momento las reservas de reverencia y sobrecogimiento apenas explotadas por las creencias convencionales.
Todos los libros de Sagan abordan las «terminaciones nerviosas» de maravillas trascendentales que la religión monopolizó en siglos pasados. Mis propios libros tienen la misma aspiración. Por lo tanto, muchas veces oigo que me describen como un hombre profundamente religioso. Una estudiante americana me escribió diciéndome que había preguntado a su profesor si tenía alguna opinión sobre mí. «Seguro —replicó—. Su ciencia positiva es incompatible con la religión, pero se extasía con la Naturaleza y el Universo. Para mí, eso es religión». Pero ¿es «religión» la palabra exacta? No creo. Steven Weinberg, el físico (y ateo) ganador de un premio Nobel, lo expresó mejor que nadie en El sueño de una teoría final:
Algunas personas tienen una imagen de Dios tan amplia y flexible que es inevitable que encuentren a Dios dondequiera que lo busquen. Les oímos decir que «Dios es lo definitivo» o «Dios es nuestra mejor naturaleza» o «Dios es el Universo». Por supuesto, como cualquier otra palabra, la palabra «Dios» puede tener el significado que nosotros queramos darle. Si queremos decir que «Dios es energía», podemos encontrar a Dios en un trozo de carbón.
Seguramente Weinberg tiene razón en que, si no queremos que la palabra Dios se convierta en algo completamente inútil, deberíamos usarla de la forma en la que la gente normalmente la entiende: para denotar un creador sobrenatural al que es «apropiado que adoremos».
Se ha generado mucha y muy desafortunada confusión al no poder distinguir entre lo que podría denominarse la «religión einsteiniana» y la religión sobrenatural. Algunas veces, Einstein invocaba el nombre de Dios (y no es el único ateo que lo hace), provocando malentendidos en sobrenaturalistas ansiosos de malentender y reclamar como propio a un pensador tan ilustre. El dramático (¿o travieso?) final de Una breve historia del tiempo, de Stephen Hawking, «Para entonces, deberíamos conocer la mente de Dios», se ha malinterpretado de forma notable. Ha hecho que la gente piense, erróneamente por supuesto, que Hawking es un hombre religioso. La bióloga celular Ursula Goodenough, en Las sagradas profundidades de la naturaleza, parece más religiosa que Hawking o Einstein. Ella adora las iglesias, mezquitas y templos, y hay numerosos pasajes en su libro que piden a gritos ser sacados de contexto y utilizados como argumentos de una religión sobrenatural. Incluso va más allá al denominarse a sí misma una «naturalista religiosa». Pero una segunda lectura más detallada de su libro demuestra que realmente ella es una atea tan incondicional como yo.
«Naturalista» es una palabra ambigua que me evoca al héroe de mi niñez, el doctor Dolittle, de Hugh Lofting (quien, por cierto, tenía algo más que un toque del «filósofo» naturalista del HMS Beagle)[8]. En los siglos XVIII y XIX, naturalista significaba lo que todavía hoy significa para la mayoría de nosotros: un estudioso del mundo natural. En este sentido, los naturalistas, desde Gilbert White en adelante, a menudo han sido clérigos. El propio Darwin estaba destinado a la Iglesia cuando era joven, con la esperanza de que la ociosa vida de un cura rural le permitiera dedicarse a su pasión por los escarabajos. Pero los filósofos utilizan la palabra «naturalista» en un sentido muy distinto, como concepto contrario a «sobrenaturalista». Julian Baggini explica el significado del compromiso de un ateo con el naturalismo en Ateísmo: una introducción muy corta: «Lo que la mayoría de los ateos creen es que a pesar de que hay solo una clase de materia en el Universo y su física, fuera de esta materia están las mentes, la belleza, las emociones, los valores morales —en pocas palabras, toda la gama de fenómenos que enriquecen la vida humana—».
Los pensamientos y las emociones humanas surgen de interconexiones de entidades físicas extremadamente complejas dentro del cerebro. Un ateo, en este sentido de naturalista filosófico, es alguien que cree que no hay nada más allá del mundo natural y físico, que no hay ninguna inteligencia creativa sobrenatural escondiéndose detrás del Universo observable, que no hay un alma que dure más que el cuerpo y que no hay milagros —excepto en el sentido de fenómenos naturales que todavía no comprendemos—. Si hay algo que parece que está más allá del mundo natural tal como hoy imperfectamente se conoce, esperamos conocerlo finalmente e incluirlo dentro de ese mundo natural. Lo mismo ocurre cuando somos capaces de identificar por separado los siete colores del arco iris: eso no hace que sea menos maravilloso.
Los grandes científicos de nuestro tiempo que parecen religiosos no lo parecen tanto cuando se examinan sus creencias más profundamente. Esto es cierto para Einstein y Hawking. El actual astrónomo real y presidente de la Royal Society, Martin Rees, me dijo que él iba a la iglesia en calidad de «anglicano no creyente… no sujeto a la lealtad a la tribu». No tiene creencias divinas, pero comparte el naturalismo poético que el Cosmos provoca en los otros científicos que acabo de mencionar. En el transcurso de una conversación televisada recientemente, reté a mi amigo el ginecólogo Robert Winston, un respetado miembro de la comunidad judía británica, a que admitiera que su judaísmo tenía exactamente ese mismo carácter y que él realmente no creía en algo sobrenatural. Estuvo cerca de admitirlo, pero al final se cerró en banda (para ser justos, se suponía que él estaba entrevistándome a mí y no al contrario)(3). Cuando le presioné, dijo que el judaísmo le proporcionaba una buena disciplina para ayudarle a estructurar su vida y hacerla mejor. Probablemente sea así; pero eso, por supuesto, no tiene la menor trascendencia sobre el verdadero valor de cualquiera de las aspiraciones sobrenaturales del judaísmo. Hay muchos intelectuales ateos que orgullosamente se autodenominan judíos y que observan sus ritos, quizá por lealtad a una antigua tradición o a sus parientes muertos, pero también por una confusa y confundida voluntad de etiquetar como «religión» la reverencia panteísta que muchos de nosotros compartimos con su más distinguido exponente, Albert Einstein. Ellos no deberían creer, pero copiando una frase del filósofo Dan Dennett, ellos «creen en las creencias»(4).
Uno de los comentarios de Einstein más citados es: «La ciencia sin religión está coja. La religión sin ciencia está ciega». Pero Einstein también dijo:
Por supuesto que es mentira todo lo que ustedes han leído acerca de mis convicciones religiosas, una mentira que se repite sistemáticamente. No creo en un Dios personal y no lo he negado nunca, sino que lo he expresado muy claramente. Si hay algo en mí que pueda llamarse religioso es la ilimitada admiración por la estructura del mundo, hasta donde nuestra ciencia puede revelarla.
¿Parece que Einstein se contradice a sí mismo? ¿Que sus palabras pueden elegirse cuidadosamente para apoyar las dos caras de un mismo argumento? No. Por «religión», Einstein quiere decir algo completamente distinto de lo que normalmente se asume. Como voy a continuar aclarando la diferencia que existe entre religión sobrenatural, por un lado, y religión einsteiniana, por otro, tengan presente que solamente llamo espejismo a los dioses «sobrenaturales».
Aquí van más comentarios de Einstein para dar unas pinceladas de la religión einsteiniana:
Soy un no-creyente profundamente religioso. De alguna forma, esta es una nueva clase de religión.
Nunca he atribuido a la Naturaleza ningún propósito u objetivo, ni nada que pueda entenderse como antropomórfico. Lo que yo percibo en la Naturaleza es una estructura magnífica que solo podemos comprender muy imperfectamente, y eso debe llenar a cualquier ser pensante de un sentimiento de humildad. Este es un sentimiento genuinamente religioso que nada tiene que ver con el misticismo.
La idea de un Dios personal es bastante extraña para mí, e incluso me parece infantil.
Mucho más desde su muerte, comprensiblemente los apologistas religiosos intentan reivindicar a Einstein como uno de los suyos. Algunos de sus contemporáneos religiosos lo ven de una forma muy diferente. En 1940 Einstein escribió un famoso papel justificando su frase «Yo no creo en un Dios personal». Esta y otras frases similares provocaron una avalancha de cartas de los ortodoxos religiosos, muchas de ellas aludiendo a los orígenes judíos de Einstein.
Los fragmentos que siguen a continuación están tomados del libro de Max Jammer Einstein y la Religión (que también es mi principal fuente de citas del propio Einstein en asuntos religiosos). El obispo católico romano de Kansas City dijo: «Es triste ver a un hombre que proviene de la raza del Antiguo Testamento y sus enseñanzas renegar de la gran tradición de esa raza». Otro clérigo católico clamó: «No hay más Dios que un Dios personal… Einstein no sabe de lo que está hablando. Está absolutamente equivocado. Algunos hombres piensan que, como han alcanzado un alto nivel de aprendizaje en ciertas disciplinas, están cualificados para expresar sus opiniones en todas». No debería quedar sin discutir la idea de que la religión es una disciplina, en la que uno puede proclamarse experto. Es de suponer que ese clérigo no habría dudado de la cualificación de un reconocido experto en hadas sobre la forma y color exactos de las alas de estas. Tanto él como el obispo pensaban que Einstein, siendo teológicamente inexperto, había malinterpretado la naturaleza de Dios. Muy al contrario, Einstein sabía muy bien lo que estaba negando exactamente.
Un abogado americano católico romano, trabajando en nombre de una coalición ecuménica, escribió a Einstein:
Lamentamos profundamente que usted haya dicho esa frase… en la que ridiculiza la idea de un Dios personal. En los últimos diez años no ha habido nada tan calculado para que la gente piense que Hitler tenía alguna razón para expulsar a los judíos de Alemania como su frase. Admitiendo su libertad de expresión, sigo pensando que su frase le convierte en una de las grandes fuentes de discordia de Estados Unidos.
Un rabino de Nueva York dijo: «Indudablemente Einstein es un gran científico, pero sus puntos de vista religiosos son diametralmente opuestos al judaísmo». ¿«Pero»? ¿«Pero»? Y ¿por qué no «y»?
El presidente de una sociedad histórica de Nueva Jersey escribió una carta que dejaba al descubierto de una forma tan irrefutable la debilidad de la mentalidad religiosa, que merece la pena leerla un par de veces:
Respetamos sus conocimientos, Dr. Einstein; pero hay una cosa que parece no haber aprendido: que Dios es un espíritu y no puede ser hallado con un telescopio o con un microscopio, del mismo modo que el pensamiento o las emociones humanas no pueden encontrarse analizando el cerebro. Como todo el mundo sabe, la religión se basa en la Fe, no en el conocimiento. A todo el mundo le han asaltado las dudas religiosas en alguna ocasión. Mi propia fe vaciló mucho tiempo atrás. Pero nunca conté a nadie mis imperfecciones espirituales por dos razones: 1) porque temo que yo pueda, por mera sugestión, perturbar y dañar la vida y esperanzas de alguien; 2) porque estoy de acuerdo con el escritor que dijo «Hay una vena mezquina en cualquiera que destruya la fe de otro»… Espero, Dr. Einstein, que le hayan citado incorrectamente y que pueda usted decir todavía algo agradable para el gran número de americanos que se deleitan en honrarle.
¡Qué carta tan devastadoramente reveladora! Cada frase destila cobardía intelectual y moral.
Menos abyecta, pero más impactante, fue la carta del fundador de la Asociación del Tabernáculo del Calvario de Oklahoma:
Profesor Einstein, creo que cualquier cristiano de Estados Unidos le responderá «no rechazamos nuestras creencias en nuestro Dios y en su hijo Jesucristo, pero le invitamos, si usted no cree en el Dios de las personas de esta nación, a que regrese al lugar de donde vino». Yo he hecho todo lo que estaba en mi mano para ser una bendición para Israel, pero llega usted y con una frase de su blasfema lengua hace más daño a la causa de su pueblo que todos los esfuerzos de los cristianos que aman a Israel pueden hacer para erradicar el antisemitismo de nuestra tierra. Profesor Einstein, cada cristiano de Estados Unidos le responderá inmediatamente: «Tome su loca y falaz teoría de la evolución y vuelva a Alemania, de donde usted procede, o deje de intentar quebrar la fe de un pueblo que le dio la bienvenida cuando usted se vio obligado a abandonar su país natal».
Lo único correcto de todas sus críticas teístas fue que Einstein no era uno de ellos. Einstein se indignaba constantemente frente a la sugerencia de que era un teísta. Entonces, ¿era un deísta, como Voltaire o Diderot? ¿O un panteísta, como Spinoza, cuya filosofía admiraba: «Creo en el Dios de Spinoza, quien se revela a sí mismo en la antigua armonía de todo lo que existe, no en un Dios que se preocupa por los destinos y acciones de los seres humanos»?
Vamos a repasar la terminología. Un teísta cree en una inteligencia sobrenatural que, además de su principal ocupación de crear el Universo en primer lugar, se mantiene cerca para supervisar e influir en el destino posterior de su creación inicial. En muchos sistemas de creencias teístas, la deidad está íntimamente implicada en los asuntos humanos. Responde a las súplicas, perdona o castiga los pecados, interviene en el mundo realizando milagros, se preocupa por las buenas o malas obras y sabe cuándo las hacemos (o, incluso, cuándo pensamos hacerlas). Un deísta también cree en una inteligencia sobrenatural, pero una cuyas actividades están reducidas en primera instancia a establecer las leyes que gobiernan el Universo. El Dios deísta nunca interviene a posteriori, y por cierto, no tiene interés alguno en los asuntos humanos. Los panteístas no creen en absoluto en un Dios sobrenatural, mas utilizan la palabra «Dios» como sinónimo no sobrenatural de la Naturaleza, del Universo o del conjunto de leyes que rigen el modo en que ambos funcionan. Los deístas difieren de los teístas en que su Dios no responde a las súplicas, no está interesado en pecados ni en confesiones, no lee nuestros pensamientos y no interviene en milagros caprichosos. Los deístas difieren de los panteístas en que el Dios deísta es alguna forma de inteligencia cósmica, en vez del metafórico o poético sinónimo panteísta para las leyes del Universo. El panteísmo es ateísmo acicalado. El deísmo es teísmo descafeinado.
Es perfectamente razonable pensar que einsteinismos famosos como «Dios es sutil, pero no es malicioso» o «Dios no juega a los dados» o «¿Tenía Dios alguna opción al crear el Universo?» son panteístas, no deístas y, desde luego, no teístas. «Dios no juega a los dados» debería traducirse por «El azar no reside en el interior de todas las cosas». «¿Tenía alguna opción al crear el Universo?» significa «¿Podría el Universo haberse creado de alguna otra forma?». Einstein usaba la palabra «Dios» en un sentido puramente metafórico o poético. Del mismo modo que Stephen Hawking y la mayoría de los físicos que ocasionalmente deslizan metáforas religiosas en su lenguaje. El libro La mente de Dios, de Paul Davies, parece oscilar entre el panteísmo einsteiniano y una oscura forma de deísmo. Gracias a este libro obtuvo el premio Templeton (una gran suma de dinero que la Fundación Templeton destina cada año, normalmente, a científicos que están dispuestos a decir algo agradable sobre religión).
Permítanme resumir la religión einsteiniana con otra cita del propio Einstein: «… Sentir que detrás de cualquier cosa que pueda experimentarse hay algo que nuestra mente no puede comprender y cuya belleza y sublimidad nos llega solo indirectamente como un débil reflejo… eso es religiosidad. En este sentido, soy religioso». En este sentido, yo también soy religioso, con una reserva: que «no poder comprender» no significa «no poder comprender para siempre». Pero prefiero no llamarme religioso a mí mismo porque esto puede inducir a error. Puede despistar destructivamente porque, para la gran mayoría de las personas, «religión» implica «sobrenatural». Carl Sagan lo define bien: «… si por “Dios” solo nos referimos al conjunto de leyes físicas que gobiernan el Universo, claramente ese Dios existe. Este Dios es emocionalmente insatisfactorio… no tiene mucho sentido rezar a la Ley de la Gravedad».
Tiene gracia que la última parte de la frase de Sagan fuera anunciada por el reverendo doctor Fulton J. Sheen, un profesor de la Universidad Católica de América, como parte de un feroz ataque sobre la negación de Einstein en 1940 de un Dios personal. Sheen preguntó sarcásticamente si había alguien que estuviera preparado para ofrecer su vida por la Vía Láctea. Creía que estaba actuando en contra de Einstein, en vez de a su favor, cuando añadió: «Solo hay un error en su religión cósmica: ha colocado una letra de más en la palabra: la letra “s”». No hay nada cómico en las creencias de Einstein. Sin embargo, me gustaría que los físicos se abstuvieran de utilizar la palabra Dios en ese especial sentido metafórico. El Dios metafórico o panteísta de los físicos está a años luz del intervencionista, hacedor de milagros, lector de mentes, castigador de pecados y respondedor de plegarias Dios de la Biblia, de los sacerdotes, de los mulás y rabinos y del lenguaje ordinario. Confundir deliberadamente esos dos dioses es, en mi opinión, un acto de alta traición intelectual.
Mi título, El espejismo de Dios, no se refiere al Dios de Einstein y de los otros científicos ilustrados de la sección anterior. Por eso, para comenzar necesito expulsar de aquí a la religión einsteiniana: tiene una probada capacidad para confundir. Durante el resto de este libro solo voy a hablar acerca de los dioses sobrenaturales, de quienes, para la mayoría de mis lectores, el más familiar es Yahvé, el Dios del Antiguo Testamento. Volveré a Él dentro de poco. Pero antes de acabar este capítulo preliminar necesito tratar otro asunto más, porque, de otra forma, se enredaría todo el libro. Hacerlo ahora es una cuestión de etiqueta. Probablemente los lectores religiosos se ofenderán por lo que voy a decir y no encontrarán en estas páginas respeto suficiente para sus creencias personales (cuando no para las que otros atesoran). Sería una lástima que esas ofensas hicieran que no leyeran el libro, por lo que voy a arreglar este asunto desde el principio.
Una suposición general, que acepta casi todo el mundo en nuestra sociedad —los no-religiosos incluidos—, es que la fe religiosa es especialmente vulnerable a la ofensa y que debería ser protegida por un muro de respeto inusualmente grueso, de una forma diferente al respeto que todo ser humano debería prestar a los demás.
Douglas Adams lo expresó tan bien en un discurso improvisado en Cambridge, poco antes de su muerte(5), que nunca me cansaré de compartir sus palabras:
La religión… contiene ciertas ideas en su interior que podemos llamar sagradas o santas o lo que se quiera. Lo que esto significa es: «Aquí hay una idea o una noción de la que no te está permitido decir nada malo. Nada en absoluto. ¿Y por qué no?… Porque no». Si alguien vota a un partido con el que no se está de acuerdo, uno es libre de discutir sobre él lo que quiera; todo el mundo tendrá un argumento en contra, pero nadie se sentirá agredido por ello. Si alguien piensa que los impuestos deberían subir o bajar, eres libre de tener un argumento en contra. Pero, por otro lado, si alguien dice: «Mi religión me dice que no debo mover ni un interruptor en sábado», tú dices: «Yo lo respeto». ¿Por qué se supone que es legítimo apoyar al Partido Conservador o al Partido Laborista, a los republicanos o a los demócratas, a este modelo económico en vez de a aquel, a Macintosh en vez de a Windows, pero no lo es tener una opinión acerca de cómo comenzó el Universo, acerca de quién creó el Universo…, porque es sagrado?… No solemos desafiar las ideas religiosas, pero ¡es muy interesante ver qué ola de protestas se generan cuando Richard[9] lo hace!
Todo el mundo se pone absolutamente frenético con esto porque no se nos permite decir esas cosas. Pero si se piensa racionalmente no hay razón por la que esas ideas no puedan estar tan abiertas al debate como cualquier otra, excepto si, de alguna forma, hemos acordado entre nosotros que no deberían estarlo.
He aquí un ejemplo particular del exagerado respeto de nuestra sociedad hacia la religión, uno que realmente importa. Con mucho, el motivo más fácil para alcanzar el estatus de objetor de conciencia en tiempo de guerra es el religioso. Se puede ser un brillante filósofo moral con una tesis doctoral premiada en la que se exponen los males de la guerra y el comité de reclutamiento tardará bastante tiempo en evaluar tu petición de objeción de conciencia. Pero si puedes justificar que uno de tus padres, o los dos, es cuáquero, es coser y cantar, sin importar cuán incoherente e iletrado seas sobre teoría del pacifismo o, incluso, sobre cuaquerismo en sí.
En el lado opuesto del espectro del pacifismo tenemos una pusilánime renuencia a utilizar nombres religiosos para los distintos bandos en una guerra. En Irlanda del Norte, a los católicos y protestantes se les denomina, eufemísticamente, «nacionalistas» y «unionistas», respectivamente. La propia palabra «religiones» se ha convertido en «comunidades», como en «guerra entre comunidades». Iraq, como consecuencia de la invasión anglo-americana de 2003, degeneró en una sectaria guerra civil entre musulmanes suníes y chiíes. Lo que claramente era un conflicto religioso, en el titular de cabecera de la primera página de The Independent del 20 de mayo de 2006 y en un artículo de su interior estaba descrito como «limpieza étnica». En este contexto, «étnico» es también otro eufemismo. Lo que estamos viendo en Iraq es una limpieza religiosa. El uso original de la frase «limpieza étnica» en la antigua Yugoslavia es posiblemente un eufemismo para la limpieza religiosa, en la que estaban implicados serbios ortodoxos, croatas católicos y bosnios musulmanes(6).
Ya he llamado antes la atención sobre los privilegios que detenta la religión en cualquier discusión sobre ética tanto política como mediática(7). Siempre que surge una controversia sobre moral sexual o reproductiva, podemos estar seguros de que en los diferentes comités de representación o de influencia, o en paneles de discusión de radio y televisión, estarán representados los diferentes grupos de fe por sus líderes religiosos. No estoy insinuando que debamos cambiar nuestras convicciones y censurar las opiniones de esas personas. Pero ¿por qué nuestra sociedad les sigue el juego, pensando que tienen competencias similares a las de, digamos, un filósofo moral, un abogado de familia o un médico?
Aquí vemos otro siniestro ejemplo de los privilegios de la religión. El 21 de febrero de 2006, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó, de acuerdo con la Constitución, que una iglesia de Nuevo México podía estar exenta de cumplir la ley contra el consumo de drogas alucinógenas, que todos los demás debían obedecer(8). Los miembros del Centro Espiritista Beneficiente União do Vegetal creen que solo pueden comprender a Dios cuando beben infusión de ayahuasca, que contiene una droga alucinógena ilegal, dimetiltriptamina. Fíjense que es suficiente que ellos crean que la droga mejora su conocimiento. No necesitan justificarlo de ninguna manera. Por el contrario, hay muchas pruebas de que el cánnabis mejora las náuseas y el malestar provocado por la quimioterapia en pacientes que padecen cáncer. Pero el Tribunal Supremo dictaminó en 2005, de nuevo según la Constitución, que todos los pacientes que utilizaran cánnabis con fines medicinales eran susceptibles de ser perseguidos federalmente (incluso en la minoría de estados donde está legalizado ese uso especializado). La religión, como siempre, termina ganando. Imaginemos a los miembros de una asociación para la apreciación del arte alegando en un tribunal que necesitan una droga alucinógena para mejorar su comprensión de las obras del impresionismo o del surrealismo. Pero, cuando una iglesia reclama que necesita algo similar, se ve respaldada por el más alto tribunal de su país. Tal es el poder de la religión como talismán.
Hace diecisiete años fui uno de los treinta y seis escritores y artistas a los que la revista New Statesman encargó escribir en apoyo del distinguido autor Salman Rushdie(9), por aquel entonces bajo sentencia de muerte por escribir una novela. Enfurecido por la «simpatía» que expresaron líderes cristianos e incluso por algunos creadores de opinión seglares frente al «daño» y las «ofensas» recibidos por los musulmanes, extraje el siguiente paralelismo:
Si los partidarios del apartheid hubieran sido listos, habrían aducido —por lo que sinceramente sé— que permitir la mezcla racial va en contra de su religión. Una buena parte de la oposición se habría alejado respetuosamente de puntillas. Y no tiene sentido clamar que este es un paralelismo injusto porque el apartheid no tiene justificación racional alguna. Todo el propósito de la fe religiosa, su fortaleza y su principal esplendor radican en que no dependen de justificaciones racionales. Del resto de nosotros se espera que defendamos nuestros prejuicios. Pero pídale a una persona religiosa que justifique su fe, y estará infringiendo «su libertad religiosa».
Por lo poco que sé, algo bastante parecido ha ocurrido en el siglo XXI. El periódico Los Angeles Times del 10 de abril de 2006 informó de que numerosos grupos cristianos en las universidades de todo Estados Unidos estaban demandando a sus centros por imponer normas antidiscriminatorias, incluyendo prohibiciones contra el acoso o contra el abuso a homosexuales. Como ejemplo típico, en 2004, en Ohio, James Nixon, un muchacho de veinte años, ganó en un tribunal su derecho a llevar una camiseta con las palabras: «La homosexualidad es un pecado, el islam es una mentira, el aborto es un asesinato. ¡Algunos temas son, sencillamente, blancos o negros!»(10). La universidad le pidió que no se pusiera esa camiseta, y los padres del chico la demandaron. Estos podrían haber tenido un caso muy complicado si lo hubieran basado en la garantía de libertad de expresión de la Primera Enmienda. Mas no lo hicieron. En su lugar, los abogados de Nixon apelaron, en vez de a la libertad de expresión, a su derecho constitucional de libertad religiosa. Su victorioso pleito estuvo apoyado por la Fundación para la Defensa de la Alianza de Arizona, cuya misión es «instar a la batalla legal para la libertad religiosa».
El reverendo Rick Scarborough, que en su apoyo a la ola de demandas cristianas similares vino a establecer la religión como justificación legal para la discriminación contra homosexuales y otros grupos, lo ha denominado la lucha por los derechos civiles del siglo XXI: «Los cristianos van a tener que luchar por su derecho a ser cristianos»(11).
Una vez más, si esas personas se subieran al estrado para reclamar el derecho de libertad de expresión, uno, muy a su pesar, podría simpatizar con ellos. Pero no es eso lo que está ocurriendo. «Derecho a ser cristiano» parece significar en este caso «derecho a meter las narices en las vidas de los demás». El pleito legal a favor de la discriminación contra los homosexuales se presenta como un contrapleito por presunta discriminación religiosa. Y parece ser que las leyes lo respetan. Uno no puede salir y decir: «Ten en cuenta que, si pretendes que yo deje de insultar a los homosexuales, estás violando mi libertad de pensamiento». Pero sí puedes salir y decir: «Eso viola mi libertad religiosa». Si se piensa bien, ¿cuál es la diferencia? De nuevo, la religión siempre gana.
Voy a terminar este capítulo con un caso de estudio particular, que ilustra de forma contundente lo exagerado del respeto social hacia la religión, mucho más allá del normal respeto humano. El caso estalló en febrero de 2006, un episodio ridículo que, salvajemente, iba de un extremo a otro entre la comedia y la tragedia. El pasado septiembre, el periódico danés Jyllands-Posten publicó doce viñetas que mostraban al profeta Mahoma. Durante los tres siguientes meses, en el mundo islámico se alimentó la indignación cuidadosa y sistemáticamente por un pequeño grupo de musulmanes residentes en Dinamarca, liderados por dos imanes a quienes se había garantizado protección en ese país(12). A finales de 2005 esos malévolos exiliados viajaron de Dinamarca hacia Egipto llevando un dosier que fue copiado y difundido desde allí hacia todo el mundo islámico, incluyendo Indonesia. El dosier contenía falsedades acerca de presuntos maltratos a musulmanes en Dinamarca, así como la tendenciosa falsedad de que el Jyllands-Posten era un periódico dirigido por el Gobierno. También contenía las doce viñetas que, decisivamente, los imanes habían complementado con tres imágenes adicionales cuyo origen era misterioso, pero, por supuesto, sin conexión alguna con Dinamarca. A diferencia de las doce viñetas originales, las tres añadidas eran verdaderamente ofensivas —o lo serían si, como alegaban los celosos propagandistas, representaran a Mahoma—. Una de esas tres, particularmente dañina, no era un chiste en absoluto, sino una fotografía pasada por fax de un hombre barbudo que llevaba el hocico de un cerdo sujeto con gomas a la cabeza. Posteriormente se determinó que era una fotografía de Associated Press, mostrando a un individuo francés que daba chillidos de cerdo en el concurso de una feria rural en Francia(13). La fotografía no tenía relación alguna con el profeta Mahoma, ni relación con el islam, ni relación con Dinamarca. Pero los activistas musulmanes, en su maliciosa y conmovedora excursión a El Cairo, dieron a entender que existían esas tres relaciones… con los resultados predecibles.
Los tan cuidadosamente cultivados «daño» y «ofensa» explosionaron cinco meses después de que las doce caricaturas fueran publicadas originalmente.
Los manifestantes de Pakistán e Indonesia quemaron banderas danesas (¿de dónde las sacaron?) y se elevaron histéricas peticiones al Gobierno danés para que se disculpara (¿disculpas, por qué? Ellos no habían dibujado las viñetas, ni las habían publicado. Simplemente, los daneses viven en un país con libertad de prensa, algo que a los habitantes de la mayoría de los países islámicos les llevará mucho tiempo comprender). Los periódicos de Noruega, Alemania, Francia e incluso Estados Unidos (pero no Gran Bretaña, curiosamente) reimprimieron las viñetas en un gesto de solidaridad con Jyllands-Posten, lo que añadió más leña al fuego. Se asaltaron embajadas y consulados, se boicotearon los productos daneses y se amenazó físicamente a los ciudadanos de ese país y, de hecho, a cualquier occidental. Las iglesias cristianas de Pakistán, sin relación alguna con Dinamarca ni con Europa, fueron quemadas. Nueve personas fueron asesinadas cuando alborotadores libios atacaron y quemaron el consulado italiano de Bengasi. Tal y como escribió Germaine Greer, lo que en realidad aman esas personas y hacen realmente bien es generar el caos(14).
Un imán paquistaní puso un precio de un millón de dólares a la cabeza «del dibujante danés» —ignorando el hecho de que habían sido doce dibujantes daneses distintos, y casi con seguridad, ignorando que las tres viñetas más ofensivas no habían aparecido jamás en Dinamarca (por cierto, ¿de dónde salió ese millón de dólares?)—. En Nigeria, los manifestantes musulmanes contra las viñetas danesas quemaron distintas iglesias cristianas y utilizaron machetes para atacar y asesinar cristianos (negros nigerianos) en las calles. Metieron a un cristiano dentro de un neumático, lo rociaron con petróleo y le prendieron fuego. Los manifestantes fueron fotografiados en Gran Bretaña llevando pancartas que decían: «Asesinad a todos aquellos que insulten al islam», «Haced una carnicería con aquellos que se burlan del islam», «Europa, la vas a pagar: la demolición está en marcha»; y «Decapitemos a quienes insultan al islam». Afortunadamente, nuestros líderes políticos vinieron a recordarnos que el islam es una religión de paz y misericordia.
Tiempo después de todo esto, el periodista Andrew Mueller entrevistó al líder musulmán moderado inglés sir Iqbal Sacranie(15). Puede que sea moderado según los estándares musulmanes actuales, pero en el reportaje de Andrew Mueller todavía seguía vigente el comentario que hizo cuando Salman Rushdie fue condenado a muerte por escribir una novela: «Quizá la muerte sea algo demasiado piadoso para él» —un comentario que le situaba en ignominioso contraste frente a su valiente predecesor como musulmán más influyente de Inglaterra, el difunto doctor Zaki Badawi, quien ofreció protección a Salman Rushdie en su propia casa—. Sacranie dijo a Mueller cuán preocupado estaba por las viñetas danesas. El periodista también lo estaba, pero por una razón diferente: «Estoy preocupado porque la ridícula y desproporcionada reacción frente a ciertos desafortunados chistes aparecidos en un desconocido periódico escandinavo puedan confirmar que… el islam y Occidente son fundamentalmente irreconciliables». Por otra parte, Sacranie elogió a los diarios británicos por no haber reeditado las viñetas, a quienes Mueller transmitió la sospecha de la mayoría del país de que «esa moderación de los periódicos británicos se deriva no de la sensibilidad hacia el descontento musulmán, sino del deseo de no ver rotas sus ventanas». Sacranie explicó que «la persona del Profeta, la paz sea con él, se reverencia tan profundamente en el mundo musulmán, con un amor y un afecto tal que no puede ser explicado con palabras. Va más allá de tus padres, de tus seres queridos, de tus hijos. Es parte de la fe. También hay un precepto islámico que impide retratar al Profeta». Como Mueller observó,
… de algún modo esto supone que los valores del islam son superiores a los de cualquier otro credo —que es lo que asume cualquier seguidor del islam, de la misma manera que los seguidores de cualquier otra religión creen que el suyo es el único camino, la única verdad, la única luz—. Si la gente quiere amar a un predicador del siglo VII más que a sus familias, allá ellos, pero nadie está obligado a tomarlo en serio.
Excepto que a ti, si no te lo tomas en serio y le otorgas el respeto debido, te amenazan físicamente, de una forma en que ninguna otra religión ha soñado desde la Edad Media. Uno no puede comprender por qué es necesaria esa violencia, dado que, como Mueller dijo: «Si alguno de sus payasos tiene razón en algo, los dibujantes del periódico van a ir al infierno de cualquier forma, ¿no? Entre tanto, si quiere enfadarse por las afrentas a los musulmanes, lea los informes de Amnistía Internacional sobre Siria y Arabia Saudí».
Muchas personas han notado el contraste existente entre el histérico «daño» declarado por los musulmanes y la prontitud con la que los medios árabes publican estereotipadas viñetas antijudías. En una manifestación en Pakistán contra las viñetas danesas, una mujer con un burka negro fue fotografiada llevando una pancarta que decía: «Dios bendiga a Hitler».
Como respuesta a todo este frenético pandemónium, los periódicos liberales decentes condenaron la violencia e hicieron resistencia pasiva a favor de la libertad de expresión. Pero, al mismo tiempo, manifestaron «respeto» y «simpatía» por el «daño» y las «ofensas» que habían «sufrido» los musulmanes. El «daño» y «sufrido» consistían, recordemos, no en que nadie hubiera sufrido violencia o daño real alguno: se limitaban a una serie de manchas de tinta impresa en un periódico del que nadie, fuera de Dinamarca, habría oído hablar nunca si no hubiera sido por una deliberada campaña de incitación al caos.
No estoy a favor de ofender a nadie porque sí. Pero sí estoy fascinado y perplejo por los desproporcionados privilegios que tiene la religión en nuestras, por lo demás, laicas sociedades. Se pueden publicar irrespetuosas caricaturas de las caras de todos los políticos sin que nadie se amotine en su defensa. ¿Qué tiene de especial la religión para que le otorguemos ese privilegiado respeto? Tal como dijo H. L. Mencken: «Debemos respetar la religión del otro, pero solo en el mismo sentido y la misma extensión en que respetamos su teoría de que su mujer es la más guapa y sus niños los más listos».
A la luz de esta incomparable presunción de respeto por la religión, he escrito el descargo de responsabilidad de este libro. No voy a cambiar mi modo normal de actuar ofendiendo a nadie, pero tampoco voy a usar guante blanco para tratar la religión con más cuidado que el que tengo cuando trato cualquier otra cosa.