Qué diferente parecía el camino cuando dejé el huerto de Mooshie de aquél que me había llevado hasta allí. Una vez más estaba solo, excepto cuando Guenhwyvar respondía a mi llamada. Sin embargo, en este camino mi soledad era exclusivamente física. En la mente llevaba un nombre, la encarnación de mis principios. Mooshie me había dado el nombre de su diosa, Mielikki; para mí ella era una forma de vida.
Me acompañó a lo largo de todas las carreteras que recorrí. Me guió hacia la seguridad y combatió mi desesperación cuando fui expulsado y perseguido por los enanos de la ciudadela de Adbar, una fortaleza al noreste del huerto de Mooshie. Mielikki, y la fe en mis valores, me dio el coraje para presentarme en una ciudad tras otra a través de las tierras del norte. La recepción siempre era la misma: sorpresa y temor que rápidamente se transformaba en ira. Los más generosos que encontré se limitaban a decirme que me fuera; otros me perseguían con las armas en la mano. En dos ocasiones me vi forzado a pelear, aunque conseguí huir sin que nadie resultara malherido.
No le daba ninguna importancia a mis heridas y rasguños. Mooshie me había dicho que no viviera como él, y los consejos del viejo vigilante demostraron ser, como siempre, verdad. Durante mis viajes por las tierras del norte, conservé algo que nunca habría tenido, de haber permanecido en la soledad del huerto: la esperanza. Cada vez que aparecía un nuevo pueblo en el horizonte, el entusiasmo animaba mis pasos. Algún día me aceptarían y encontraría mi hogar.
Imaginaba que ocurriría de pronto. Me acercaría a una puerta, saludaría, y entonces me presentaría como un elfo oscuro. Incluso la fantasía estaba limitada por la realidad, pues sabía que la puerta nunca se abriría del todo ante mi presencia. Se me permitiría una entrada vigilada, un período de prueba muy parecido al que había soportado en Blingdenstone, la ciudad de los svirfneblis. Las sospechas durarían meses, pero al final mis principios serían aceptados por lo que valían; el carácter de una persona valdría más que el color de su piel y la reputación de su raza.
Mantuve viva esta fantasía a lo largo de los años. Cada palabra de cada encuentro en la ciudad imaginaria se convirtió en una letanía que me protegía contra los continuos rechazos. No habría sido suficiente si no hubiera tenido a Guenhwyvar, y ahora tenía también a Mielikki.
DRIZZT DO’URDEN