Había pasado más de un día desde la masacre cuando el primero de los vecinos de los Thistledown cabalgó hasta la granja solitaria. El hedor de la muerte alertó de la tragedia al campesino visitante incluso antes de haber mirado en la casa o en el granero.
Regresó una hora más tarde con el alcalde Delmo y varios granjeros armados. Recorrieron cautelosamente la casa de los Thistledown y los patios, cubriéndose los rostros con pañuelos para combatir el terrible olor.
—¿Quién puede haber hecho esto? —preguntó el alcalde—. ¿Qué monstruo abominable es capaz de semejante atrocidad?
Como en respuesta a su pregunta, uno de los campesinos salió del dormitorio y entró en la cocina, sosteniendo una cimitarra rota en las manos.
—¿Un arma drow? —inquirió el hombre—. Tendríamos que llamar a McGristle.
Delmo vaciló. Esperaba de un momento a otro la llegada del grupo de Sundabar y consideraba que la famosa vigilante Paloma Garra de Halcón estaba mucho más capacitada para resolver la situación que el irascible e incontrolable montañés.
El debate no llegó a plantearse porque el ladrido de un perro alertó a los de la casa de que McGristle había llegado. El rudo y sucio hombretón entró en la cocina; un costado del rostro presentaba unas heridas desgarradas cubiertas de sangre seca.
—¡Un arma drow! —gruñó en cuanto vio la cimitarra—. ¡La misma que utilizó contra mí!
—La vigilante no tardará en llegar —dijo Delmo, pero McGristle no le prestó atención.
Recorrió la cocina y el dormitorio, empujando sin miramientos los cadáveres con el pie para después agacharse y examinar algunos detalles menores.
—Vi las huellas fuera —afirmó McGristle sin más—. Dos juegos diferentes.
—El drow tiene un aliado —razonó el alcalde—. Otro motivo para que esperemos al grupo de Sundabar.
—¡Bah, ni siquiera sabe si vendrán! —protestó McGristle—. ¡Hay que perseguir al drow ahora, mientras el rastro esté fresco para el hocico de mi perro!
Varios de los granjeros presentes asintieron para expresar su acuerdo hasta que Delmo les recordó prudentemente el peligro al que podían verse expuestos.
—Un solo drow pudo con usted, McGristle —dijo el alcalde—. Ahora piensa que son dos, quizá más, ¿y quiere que nosotros los persigamos y les demos caza?
—¡Fue pura mala suerte que me sorprendiera! —contestó Roddy. Miró a su alrededor, dispuesto a apelar a los ahora poco dispuestos campesinos—. ¡Lo tenía a punto para degollarlo!
Los campesinos se movieron inquietos y cuchichearon entre ellos mientras el alcalde cogía a Roddy de un brazo y lo guiaba hasta un extremo de la habitación.
—Espere un día —le rogó Delmo—. Nuestras posibilidades de éxito aumentarán si viene la vigilante.
—De mis batallas me ocupo yo —replicó McGristle, sin dejarse convencer—. Mató a mi perro y me afeó la cara.
—Lo quiere y lo tendrá —prometió el alcalde—, pero puede haber en juego algo más que su perro o su orgullo.
El rostro de Roddy mostró una expresión de amenaza que no intimidó al alcalde. Si era verdad que un grupo drow actuaba en la región, todo Maldobar corría peligro. La mejor defensa para la pequeña comunidad, hasta que pudiera recibir ayuda de Sundabar, era permanecer unida, y esto no se podría conseguir si Roddy se llevaba a un grupo de hombres —guerreros que ya eran bastante escasos— en una persecución por las montañas. Sin embargo, Benson Delmo era lo suficientemente astuto para saber que no podía tratar con Roddy en estos términos. Si bien el montañés llevaba en Maldobar un par de años, en el fondo siempre había sido un vagabundo y no formaba parte del pueblo.
Roddy le volvió la espalda, convencido de que la conversación había acabado, pero el alcalde volvió a sujetarlo del brazo y lo hizo girar. El perro de Roddy le mostró los dientes y gruñó, aunque esto no fue nada comparado con la mirada furiosa que le dirigió el montañés.
—Tendrá al drow —se apresuró a decir el alcalde—, pero se lo ruego, espere a que llegue la ayuda de Sundabar. —Después utilizó las palabras que Roddy entendía mejor—. Soy un hombre en buena posición, McGristle, y usted era un cazador de recompensas antes de venir aquí y espero que todavía lo sea. —La expresión de Roddy pasó rápidamente de la furia a la curiosidad—. Espere a que llegue la ayuda, y después vaya a cazar al drow. —El alcalde hizo una pausa para considerar la oferta que pensaba hacer. No tenía experiencia en estas cosas y, si bien no quería ofrecer demasiado poco y apagar el interés despertado, tampoco quería aflojar los cordones de la bolsa más de lo necesario—. Mil monedas de oro por la cabeza del drow.
Roddy había jugado a este juego muchísimas veces. Ocultó el placer que le produjo la oferta; la cantidad prometida por el alcalde era cinco veces superior a su tarifa normal, y en cualquier caso pensaba cazar al drow, le pagaran o no.
—¡Dos mil! —gruñó el montañés sin pestañear, dispuesto a sacar el máximo beneficio por sus esfuerzos. El alcalde se balanceó sobre los talones dudando si aceptar o no, pero se recordó a sí mismo varias veces que podía estar en juego la existencia de todo el pueblo—. ¡Y ni una menos! —añadió Roddy, cruzando los musculosos brazos sobre el pecho.
—Espere a la dama Garra de Halcón —dijo Delmo sumiso— y recibirá las dos mil monedas.
Durante toda la noche, Lagerbottoms siguió el rastro del drow herido. El gigante de las colinas todavía no tenía muy claro sus sentimientos ante la muerte de Ulgulu y Kempfana, que se habían convertido en sus amos apoderándose de su guarida y de su vida. Si bien Lagerbottoms temía a cualquier enemigo capaz de derrotar a aquellos dos, el gigante sabía que el elfo oscuro estaba malherido.
Drizzt sabía que lo perseguían pero no podía hacer gran cosa por ocultar sus huellas. Arrastraba una pierna, lastimada en el brusco descenso hasta el fondo del barranco, y sólo lo preocupaba alejarse lo máximo posible del gigante. Cuando llegó la aurora, clara y brillante, el drow comprendió que su desventaja se había incrementado. No podía confiar en escapar del gigante de las colinas teniendo ante sí las largas horas de luz diurna.
El sendero descendía hasta un pequeño bosquecillo de tenaces árboles que habían aprovechado cada pequeño trozo de suelo desprovisto de cantos rodados. El joven planeaba continuar la marcha en línea recta —no veía otra opción que la huida— cuando, mientras descansaba apoyado en el tronco de un árbol, se le ocurrió una idea al ver que las ramas parecían fuertes y flexibles como cuerdas.
Drizzt echó una mirada al sendero y vio al gigante que cruzaba a paso lento una zona llana. Desenvainó la cimitarra con el único brazo que podía mover y cortó la rama más larga que encontró. Después buscó un peñasco adecuado.
El gigante entró en el bosque una media hora más tarde, balanceando su enorme garrote. Lagerbottoms se detuvo bruscamente al ver que el drow salía de detrás de un árbol con la intención de cerrarle el paso.
Drizzt casi soltó un suspiro de alegría cuando el gigante se detuvo, exactamente en el lugar escogido. Por un momento había tenido miedo de que el monstruo no se detuviera y lo aplastara de un garrotazo, porque, herido como estaba, no podía ofrecer mucha resistencia. Aprovechó el momento de duda del gigante y le dio el alto en idioma goblin e inmediatamente ejecutó un hechizo sencillo que rodeó a la criatura en una aureola de fuego fatuo.
Lagerbottoms se movió inquieto sin intentar proseguir el avance hacia el extraño y peligroso enemigo. Drizzt vigiló el movimiento de los pies del gigante con mucho interés.
—¿Por qué me persigues? —preguntó Drizzt—. ¿Quieres unirte a los demás en el sueño de la muerte?
El gigante pasó la lengua sobre los labios resecos. Hasta el momento, el encuentro no había resultado como esperaba. Pasada la reacción instintiva que lo había conducido hasta allí, intentó considerar las opciones. Ulgulu y Kempfana estaban muertos; también habían muerto los goblins y los gnolls. Había recuperado la caverna, y hacía tiempo que no veía a aquel molesto trasgo. De pronto se le ocurrió una idea.
—¿Amigos? —preguntó Lagerbottoms, con un tono anhelante.
Aunque sintió alivio ante la posibilidad de poder evitar el combate, Drizzt no tenía mucha confianza en la oferta. La banda gnoll le había propuesto lo mismo y el resultado había sido desastroso; además, era obvio que el gigante había estado relacionado con los otros monstruos que él había matado, los asesinos de la familia de granjeros.
—¿Amigos para qué? —replicó Drizzt.
Tenía la remota esperanza de que la oferta de la criatura pudiese estar inspirada en algún principio moral y no en la necesidad de tener un nuevo compañero para sus correrías.
—Para matar —dijo Lagerbottoms, como si la respuesta hubiese sido algo obvio.
Drizzt gruñó y sacudió la cabeza en una violenta negativa que hizo flotar en el aire su larga melena blanca. Desenvainó la cimitarra, sin preocuparse de que el pie del gigante estuviese o no metido en el lazo de la trampa.
—¡Te mataré! —gritó Lagerbottoms, al ver el súbito cambio en la situación.
El gigante levantó el garrote y dio un paso adelante, un paso acortado por la liana que se ajustó alrededor del tobillo.
El drow dominó el impulso de acercarse. La trampa funcionaba y él no estaba en condiciones de sobrevivir a un encuentro con el formidable gigante.
Lagerbottoms miró el lazo y rugió furioso. La liana no tenía la resistencia de una soga y el lazo no estaba muy apretado. El gigante no tenía más que agacharse para quitar el lazo del pie. Sin embargo, los gigantes de las colinas no destacan por su inteligencia.
—¡Te mataré! —repitió el gigante, y dio un puntapié con la intención de romper la rama.
Impulsada por la considerable fuerza de la patada, la roca sujeta al otro extremo de la rama, detrás del gigante, salió disparada del matorral y voló contra la espalda de Lagerbottoms.
El gigante había comenzado a gritar por tercera vez, pero la amenaza se transformó en un quejido sordo. El pesado garrote cayó al suelo y Lagerbottoms, con las manos en los riñones, hincó una rodilla en tierra.
Drizzt vaciló por un momento, sin saber si debía echar a correr o rematar al enemigo. No temía por sí mismo, pues el gigante tardaría algún tiempo en recuperarse, pero no podía olvidar la expresión sanguinaria en el rostro de Lagerbottoms cuando le había propuesto que podían matar juntos.
—¿Cuántas familias más piensas asesinar? —le preguntó Drizzt en idioma drow. El gigante no podía entenderlo porque desconocía el lenguaje, y continuó bramando de dolor—. ¿Cuántas? —insistió el joven, con fuego en los ojos y la cimitarra bien apretada en el puño.
El ataque fue rápido y mortífero.
Para gran alivio de Benson Delmo, el grupo de Sundabar —Paloma Garra de Halcón, sus tres compañeros guerreros y Fret, el sabio enano— llegó por la tarde de aquel mismo día. El alcalde ofreció a la tropa alojamiento y comida, pero en cuanto Paloma escuchó mencionar la masacre en la granja Thistledown, ella y sus compañeros partieron hacia allí de inmediato, seguidos por el alcalde, Roddy McGristle y varios campesinos curiosos.
Paloma no ocultó la desilusión cuando llegaron a la granja solitaria. Un centenar de huellas diferentes oscurecían las pistas principales, y muchas de las cosas de la casa, incluidos los cuerpos, habían sido manoseadas y cambiadas de sitio. De todos modos, Paloma y los veteranos compañeros realizaron una inspección metódica, intentando obtener toda la información posible de la terrible escena.
—¡Atajo de tontos! —les reprochó Fret a los campesinos cuando Paloma y los demás completaron la investigación—. ¡Habéis ayudado a nuestros enemigos!
El alcalde y varios de los granjeros mostraron una expresión compungida ante la reprimenda. En cambio, Roddy gruñó de muy mal humor y pretendió impresionar al enano con su estatura. Paloma se apresuró a intervenir.
—Vuestra anterior visita ha estropeado parcialmente alguna de las pistas —le explicó con tono tranquilo y amable al alcalde mientras se colocaba prudentemente entre Fret y el rudo montañés.
Paloma había escuchado muchas historias referentes a McGristle, y su reputación lo mostraba como un hombre irascible y de muy mal trato.
—No lo sabíamos —se justificó el alcalde.
—Desde luego que no —dijo Paloma—. Habéis actuado como cualquier otro en la misma situación.
—Como unos novatos —puntualizó Fret.
—¡Cállate! —rugió McGristle, y su perro le hizo eco con un gruñido.
—Calma, señor —le pidió Paloma—. Tenemos demasiados enemigos fuera del pueblo como para buscarnos otros en el interior.
—¿Novato? —ladró McGristle—. He cazado a más de un centenar de hombres, y sé lo suficiente de este maldito drow como para cazarlo a él también.
—¿Sabemos que fue el drow? —preguntó Paloma, que tenía dudas sobre el verdadero autor de los asesinatos.
A una señal de Roddy, uno de los campesinos le mostró la cimitarra rota.
—Un arma drow —dijo Roddy con voz áspera. Señaló la cara marcada y añadió—: ¡La vi de cerca!
Una mirada a la herida desgarrada en el rostro del montañés informó a Paloma que no la había hecho el filo de una cimitarra, pero la vigilante no dijo nada, consciente de que no valía la pena discutir.
—Y las huellas de drow —insistió el cazarrecompensas—. Las huellas de las botas son idénticas a las encontradas en el bosquecillo de zarzamoras, donde vimos al drow.
—Algo muy poderoso destrozó aquella puerta —opinó Paloma con la mirada puesta en la puerta del granero—. Y a la mujer joven que hay en el interior no la mató un elfo oscuro.
—El drow tiene una mascota —replicó Roddy, sin dar el brazo a torcer—. Una enorme pantera negra. ¡Un gato condenadamente grande!
Paloma no se dejó convencer. No había visto ni una sola huella de pantera, y la forma en que había sido devorada una parte del cuerpo de la mujer, con huesos y todo, no encajaba con lo que sabía sobre los grandes felinos. De todos modos prefirió guardarse sus pensamientos. El montañés no quería misterios que pusieran en dudas sus conclusiones.
—Ahora, si ya ha visto suficiente este lugar, no perdamos más tiempo —gritó Roddy—. Mi perro ha descubierto el rastro, y el drow ya nos lleva demasiada ventaja.
Paloma dirigió una mirada de preocupación al alcalde, que se volvió, avergonzado.
—Roddy McGristle os acompañará —farfulló Delmo, arrepentido de haber hecho el trato con Roddy. Al ver la tranquilidad de la vigilante y su grupo, tan diferente del violento comportamiento del montañés, ahora pensaba que era mejor dejar en manos de Paloma y sus compañeros la solución del problema. Pero un trato era un trato—. Será el único de Maldobar que irá en vuestro grupo —añadió—. Es un cazador veterano y conoce la región mejor que nadie.
Una vez más, Paloma, para asombro de Fret, no discutió el plan.
—El día está a punto de concluir —le dijo Paloma a McGristle—. Saldremos con el alba.
—¡El drow nos lleva mucha ventaja! —protestó Roddy—. ¡Tendríamos que perseguirlo ahora mismo!
—Da por sentado que el drow huye —replicó Paloma, sin perder la calma, pero esta vez con un tono mucho más duro—. ¿Cuántos hombres han pagado con la vida el mismo error? —Roddy, perplejo, guardó silencio—. El drow, o la banda de drows, bien puede estar oculto en algún lugar cercano. ¿Le gustaría encontrárselos de sopetón, McGristle? ¿Le gustaría combatir contra los elfos oscuros en plena oscuridad?
Roddy se limitó a levantar las manos en un gesto de renuncia; gruñó y se alejó, seguido por el perro.
El alcalde ofreció alojamiento a Paloma y sus compañeros en su propia casa, pero la vigilante prefirió quedarse en la granja Thistledown. Los campesinos se fueron, y Paloma sonrió al ver que Roddy montaba su campamento un poco más allá, con la evidente intención de no perderla de vista. Se preguntó cuál sería el interés de McGristle por todo este asunto, y llegó a la conclusión de que había algo más que el deseo de venganza por la herida en el rostro y la oreja perdida.
—¿De verdad piensas dejar que esa bestia venga con nosotros? —le preguntó Fret más tarde, mientras el enano, Paloma y Gabriel estaban sentados alrededor de la hoguera en el patio de la granja.
El arquero elfo y el otro miembro del grupo se habían ausentado para montar el primer turno de guardia.
—Es su pueblo, querido Fret —respondió Paloma—. Y no puedo negar que McGristle conoce a fondo la región.
—Pero ¡es tan sucio! —protestó el enano.
Paloma y Gabriel intercambiaron una sonrisa, y Fret, al comprender que no valía la pena discutir, se acostó entre las mantas y les volvió la espalda.
—El bueno de Limpiaplumas —murmuró Gabriel, que no dejó de ver que la sonrisa de Paloma no disminuía la expresión de sincera preocupación de su rostro—. ¿Tienes algún problema, señora Garra de Halcón? —inquirió.
—Hay algunas cosas que no encajan como es debido en todo esto.
—No fue una pantera lo que mató a la mujer en el granero —señaló Gabriel, que también había advertido algunas discrepancias.
—Ni tampoco fue un drow el asesino del granjero en la cocina, el tal Bartholemew —añadió Paloma—. La viga que le partió el cuello está casi quebrada en dos. Sólo un gigante posee tanta fuerza.
—¿Magia? —preguntó Gabriel.
—La magia drow suele ser más sutil, según dice nuestro sabio —repuso Paloma mirando a Fret, que ya roncaba a pierna suelta—. Y más completa. Fret no cree que la magia drow matara a Bartholemew o a la mujer, o destruyera la puerta del granero. Además hay otro misterio en el tema de las huellas.
—Dos juegos —manifestó Gabriel—, y hechos con casi un día de diferencia.
—Y de profundidades distintas —acotó Paloma—. Uno, el segundo, puede ser el de un elfo oscuro, pero el otro, las pisadas del asesino, son demasiado profundas para corresponder a los pasos livianos de un elfo.
—¿Un agente de los drows? —propuso Gabriel—. ¿Quizás engendros de los planos inferiores? ¿Podría ser que el elfo oscuro viniera al día siguiente para inspeccionar el trabajo del monstruo?
Esta vez, Gabriel encogió los hombros al mismo tiempo que Paloma.
—Tenemos mucho que averiguar —concluyó Paloma.
Gabriel encendió la pipa, y la vigilante se echó a dormir.
—Oh-amo, mi-amo —gimió Tephanis, al ver la forma grotesca del cuerpo destrozado del barje a medio transformar.
El trasgo no tenía mucho aprecio por Ulgulu ni por su hermano, pero la muerte de ambos planteaba algunos problemas para el futuro de Tephanis. Se había unido al grupo de Ulgulu por una cuestión de interés mutuo. Antes de que aparecieran los barjes, el trasgo había vivido solo, robando lo que podía en los pueblos cercanos. Se las había arreglado bastante bien por su cuenta, aunque le desagradaba la vida monótona y solitaria.
La llegada de Ulgulu significó un gran cambio. El grupo del barje le ofrecía protección y compañía, y Ulgulu, que no dejaba de planear nuevas y más siniestras matanzas, le había encomendado a Tephanis un sinfín de misiones importantes.
Ahora lo había perdido todo, porque Ulgulu y Kempfana estaban muertos, y él no podía hacer nada por cambiar los hechos.
«¿Lagerbottoms?», se preguntó a sí mismo de pronto.
Pensó que el gigante de las colinas, el único miembro ausente de la guarida, podía ser un buen compañero. Tephanis vio las huellas del gigante que se alejaban de la cueva para adentrarse en las montañas. Batió palmas, quizá cien veces en un segundo, y después se marchó a toda prisa en busca de un nuevo amigo.
Desde un lugar muy alto en la montaña, Drizzt Do’Urden miró por última vez las luces de Maldobar. Desde que había bajado de las cumbres después del desagradable encuentro con la mofeta, el drow se había visto enfrentado a un mundo casi tan salvaje como el reino oscuro que había dejado atrás. Las esperanzas alimentadas a lo largo de los días dedicados a observar a la familia campesina se habían esfumado, enterradas bajo el peso de la culpa y las terribles imágenes de la carnicería que lo perseguirían para siempre.
El dolor físico del drow había disminuido un poco: respiraba mejor aunque con esfuerzo, y las heridas en los brazos y las piernas habían cicatrizado. Sobreviviría. Mientras contemplaba el pueblo, otro lugar que nunca podría ser su casa, Drizzt se preguntó si después de todo no sería mejor así.