3
Los cachorros

Nathak, un goblin alto y delgado, avanzó lentamente por la empinada pendiente rocosa, dominado por el miedo. El goblin tenía que informar de sus hallazgos —no podía ocultar la muerte de cinco gnolls—, pero la pobre criatura dudaba mucho que Ulgulu o Kempfana recibieran la noticia con agrado. Sin embargo, ¿qué podía hacer? Podía escapar, cruzar al otro lado de la montaña y perderse en la espesura. Pero esto parecía todavía peor porque el goblin sabía muy bien lo vengativo que era Ulgulu. El gigantesco amo de piel púrpura podía arrancar un árbol con las manos, hacer polvo la roca de la caverna y partirle sin esfuerzo el cuello a un goblin desertor.

Cada paso lo hacía temblar a medida que Nathak pasaba más allá de los arbustos y entraba en la pequeña cueva de acceso a la caverna de su amo.

—Ya era hora de que volvieras —le reprochó uno de los dos goblins presentes— ¡Llevas dos días fuera!

Nathak sólo asintió y respondió con fuerza.

—¿Qué quieres? —preguntó el tercer goblin—. ¿Has encontrado a los gnolls?

El rostro de Nathak palideció al escuchar la pregunta, y por mucho que intentó respirar pausadamente no consiguió controlar el tembleque.

—¿Ulgulu está dentro? —preguntó con una vocecita.

Los dos centinelas intercambiaron una mirada y se volvieron hacia Nathak.

—Encontraste a los gnolls —dijo uno de ellos, que adivinó el problema—. Gnolls muertos.

—Ulgulu tendrá un disgusto —comentó el otro, y, apartándose, cada uno de ellos levantó una parte de la pesada cortina que separaba la cueva de la sala de audiencias.

Nathak vaciló y miró hacia atrás, como si reconsiderara la situación. Quizás escapar no sería tan malo. Los centinelas goblins sujetaron al larguirucho compañero y de un empujón lo hicieron entrar en la sala; después cruzaron las lanzas detrás de Nathak para impedirle la retirada.

Nathak se las arregló para recuperar en parte la compostura al ver que era Kempfana, no Ulgulu, el que ocupaba la enorme silla al otro lado de la sala. Kempfana se había ganado la reputación entre los goblins de ser el más tranquilo de los dos hermanos, si bien Kempfana había devorado el número suficiente de criados como para ganarse el respeto. Kempfana casi no se fijó en la entrada del goblin, ocupado como estaba en una animada conversación con Lagerbottoms, el gordo gigante de la colina que había sido el anterior ocupante de la caverna.

Nathak cruzó la sala arrastrando los pies, y atrajo las miradas del gigante y del enorme goblinoide de piel púrpura, casi tan grande como el gigante de la colina.

—Sí, Nathak —dijo Kempfana, que silenció al gigante con un gesto de su mano antes de que pudiese protestar—. ¿Cuál es tu informe?

—Yo…, yo —tartamudeó Nathak.

En los ojos de Kempfana apareció de pronto un resplandor naranja, señal inequívoca de peligro.

—Encontré a los gnolls —balbuceó Nathak—. Muertos. Asesinados.

Lagerbottoms soltó un gruñido amenazador, pero Kempfana apretó con fuerza el brazo del gigante de la colina para recordarle que él estaba al mando.

—¿Muertos? —preguntó el monstruo en voz baja.

Nathak asintió.

Kempfana lamentaba la muerte de unos esclavos tan valiosos, pero los pensamientos del cachorro de barje se centraban en la inevitable furia de su hermano cuando supiese la novedad. No tuvo que esperar mucho.

—¡Muertos! —gritó una voz tan poderosa que casi partió la roca de la caverna.

Las tres criaturas de la sala se agacharon instintivamente y se volvieron a tiempo para ver cómo la enorme piedra que servía de puerta a otra habitación volaba por los aires.

—¡Ulgulu! —chilló Nathak, y el pequeño goblin se echó de cara al suelo, sin atreverse a mirar.

La gigantesca criatura goblinoide de piel púrpura entró como una tromba en la sala de audiencias, los ojos convertidos en una mancha de furia naranja. Con tres zancadas, Ulgulu se colocó junto al gigante de la colina, y de pronto Lagerbottoms pareció muy pequeño y vulnerable.

—¡Muertos! —rugió una vez más Ulgulu, rabioso.

Lamentaba la pérdida de la pequeña banda de gnolls porque, a medida que se reducía la tribu de goblins —muertos por los humanos de la aldea o por otros monstruos, o devorados por Ulgulu durante sus habituales ataques de furia—, aquéllos se habían convertido en los únicos que podían traer alimento a la guarida.

Kempfana miró disgustado a su hermano mayor. Los dos cachorros de barje habían venido juntos al plano material, para comer y crecer. Ulgulu no había tardado en autoproclamarse jefe, y devoraba a las víctimas más fuertes, con lo cual ganaba en tamaño y fuerza. Por el color de la piel de Ulgulu, y por el volumen y potencia, era obvio que el cachorro muy pronto se encontraría en condiciones de regresar a los humeantes y apestosos valles de Gehenna.

Kempfana no veía la hora de que llegara ese día. Sin Ulgulu, él sería el jefe; podría comer y hacerse fuerte. Entonces, podría escapar del interminable período de crecimiento en este plano horrible, podría regresar y competir entre los barjes de su plano de existencia.

—Muertos —repitió Ulgulu en un gruñido—. ¡Levántate, goblin inmundo, y dime cómo! ¿Quién les hizo esto a mis gnolls?

—No lo sé —gimió el goblin, cuando por fin consiguió ponerse de rodillas—. Los gnolls han muerto, acuchillados y descuartizados.

Ulgulu se balanceó sobre los talones de sus enormes pies blandos. Los gnolls habían ido a atacar una granja con órdenes de regresar con el granjero y el hijo mayor. Aquellos dos humanos crecidos habrían fortalecido considerablemente al gran barje, quizás hasta el punto de hacerle alcanzar el nivel de maduración que necesitaba para volver a Gehenna. Ahora, tras el informe de Nathak, Ulgulu tendría que enviar a Lagerbottoms, o tal vez ir él mismo, aunque esto presentaba el riesgo adicional de que, al ver al gigante o al monstruo de piel púrpura, los humanos podían organizarse.

—¡Tephanis! —rugió Ulgulu de pronto.

En la pared más lejana, opuesta a la puerta por donde Ulgulu había hecho su estrepitosa aparición, se desprendió una piedra pequeña y cayó. La caída sólo fue de unos pocos palmos, pero en el tiempo que tardó la piedra en llegar al suelo, un trasgo esmirriado salió del agujero que le servía de dormitorio, cruzó los seis metros de la sala de audiencias y trepó por el costado de Ulgulu para sentarse muy orondo en el inmenso hombro del barje.

—Me-has-llamado, sí-lo-has-hecho, mi-amo —zumbó Tephanis, a una velocidad de vértigo.

Los demás ni siquiera habían advertido la entrada del trasgo, que medía sesenta centímetros de estatura. Kempfana se volvió y sacudió la cabeza asombrado.

Ulgulu soltó la carcajada. Le encantaba ver el espectáculo ofrecido por Tephanis, su sirviente más valioso. Tephanis pertenecía a una rama de los trasgos que podía moverse en una dimensión que trascendía el concepto normal del tiempo. Dotado de una energía inagotable y una agilidad que avergonzaba al más experto ladrón halfling, podía realizar una infinidad de tareas que otras razas ni siquiera podían intentar. Ulgulu se había hecho amigo de Tephanis a poco de llegar al plano material —el trasgo era el único de los diversos ocupantes de la caverna al que el barje no había querido dominar— y este vínculo le había dado al joven cachorro una clara ventaja sobre su hermano. Tephanis buscaba las posibles víctimas, y Ulgulu sabía exactamente cuáles debía devorar y cuáles dejar a Kempfana, y sabía qué debía hacer para vencer a aquellos aventureros que eran más fuertes que él.

—Querido Tephanis —ronroneó Ulgulu con un sonido parecido al de una sierra—. Nathak, el pobre Nathak —el goblin no pasó por alto las implicaciones del tono— me ha informado que mis gnolls han sufrido una terrible desgracia.

—Y-tú-quieres-que-vaya-y-vea-lo-que-les-ha-pasado, mi-amo —replicó Tephanis.

Ulgulu tardó un momento en descifrar la frase porque las palabras le habían sonado como una sola, después asintió ansioso.

—Ahora-mismo-mi-amo. No-tardaré-nada-en-regresar.

Ulgulu notó un ligero temblor en el hombro, y, antes de que él o cualquiera de los demás pudiese entender lo que Tephanis había dicho, la pesada cortina que separaba la sala del vestíbulo flotaba otra vez en la posición de reposo. Uno de los centinelas goblins asomó la cabeza sólo por un instante, para ver si Ulgulu o Kempfana lo habían llamado, y enseguida volvió a su puesto, convencido de que el movimiento de la cortina había sido cosa del viento.

Ulgulu volvió a soltar la carcajada. Kempfana lo miró disgustado: odiaba al trasgo y lo habría matado hacía mucho, de no ser por los beneficios futuros, en la suposición de que Tephanis trabajaría para él cuando Ulgulu regresara a Gehenna.

Nathak comenzó a retroceder poco a poco con la intención de salir de la sala sin llamar la atención, pero Ulgulu lo detuvo con una mirada.

—Te agradezco la información —dijo el barje. Nathak se relajó, pero sólo por el tiempo que tardó Ulgulu en estirar una de sus manazas, coger al goblin por la garganta y levantarlo en alto—. Pero me habrías sido más útil si te hubieses molestado en averiguar qué les pasó a mis gnolls.

Nathak balbuceó una excusa y casi perdió el sentido, y, cuando ya tenía medio cuerpo metido en la boca de Ulgulu, el pobre goblin deseó haberlo perdido.

«Frotar el trasero alivia el ardor, frota que frota y se va el dolor». Liam Thistledown recitaba la letanía una y otra vez para olvidarse del intenso dolor que sentía debajo de los calzones, una letanía que sus travesuras le hacían repetir a menudo. Sin embargo, esta vez era diferente, porque Liam tenía que reconocer que efectivamente había descuidado sus obligaciones.

—Pero el «drizzit» era real —gruñó Liam, desafiante, en voz alta.

Como una respuesta a la afirmación, se abrió la puerta del cobertizo y entraron Shawno, el tercero de sus hermanos mayores, y Eleni, la única hermana.

—Te lo tienes bien merecido —le reprochó Eleni con su mejor voz de hermana mayor—. ¡No has tenido suficiente con escaparte cuando había trabajo que hacer sino que además has vuelto a casa contando cosas increíbles!

—El «drizzit» era real —protestó Liam, al que no le gustaba la actitud maternal de Eleni. Ya tenía demasiados problemas con los padres para tener que soportar los aires de su hermana—. Negro como un yunque y con un león tan oscuro como él.

—¡Callaos! —les advirtió Shawno—. Si papá se entera de que estamos aquí nos azotará a los tres.

—¡Es verdad! —exclamó Liam, demasiado fuerte, y Shawno le dio un bofetón.

Los tres se volvieron, pálidos de miedo, cuando la puerta se abrió de par en par.

—¡Ven aquí! —susurró Eleni con voz áspera sujetando a Flanny por el cuello. Éste era mayor que Shawno, pero tres años menor que Eleni. Shawno, siempre preocupado por todo, echó un vistazo para comprobar que no había nadie en el exterior, y después cerró la puerta sin hacer ruido—. ¡No se espía a la gente!

—¿Y cómo podía saber que estabais aquí? —replicó Flanny—. Venía con la intención de jorobar al pequeño. —Miró a Liam, retorció la boca y movió los dedos como las patas de una araña—. Soy el «drizzit», que se come a los niños pequeños.

Liam le volvió la espalda, pero Shawno no se asustó.

—¡Vamos, cállate! —le dijo a Flanny, acompañando las palabras con un coscorrón en la cabeza del hermano mayor.

Flanny dio media vuelta dispuesto a devolverle el golpe, pero Eleni se interpuso entre los dos.

—¡Basta! —gritó Eleni, tan fuerte que los tres varones Thistledown se llevaron un dedo a la boca para reclamar silencio.

—El «drizzit» era real —insistió Liam—. Puedo probarlo si no tenéis demasiado miedo.

Los tres hermanos lo miraron curiosos. Liam era un mentiroso de tomo y lomo, pero ¿qué podía ganar ahora con mentir? El padre no había creído a Liam y esto daba por acabado el tema de los castigos. Aun así, el pequeño insistía, y su tono les dio a entender que podía haber algo de cierto.

—¿Cómo puedes probarlo? —preguntó Flanny.

—Mañana no tenemos que trabajar —contestó Liam—. Iremos a buscar moras a la montaña.

—Mamá y papá no nos dejarán ir —intervino Eleni.

—No pondrán pegas si conseguimos que Connor nos acompañe —dijo Liam, que se refería al hermano mayor.

—¡Connor no te creerá! —afirmó Eleni.

—¡Pero te creerá a ti! —exclamó Liam, con tanto brío que provocó un chistido de todos los demás.

—¡Pues yo no te creo! —declaró Eleni en voz baja—. No dejas de inventar cosas, de meterte en líos y de contar mentiras para librarte del castigo.

Liam se cruzó de brazos y taconeó impaciente para acallar la regañina de su hermana.

—¡Puedes decir lo que quieras —la interrumpió, incapaz de aguantarse—, pero me creerás si consigues que Connor nos acompañe!

—Vamos, por favor, pídeselo —le rogó Flanny a Eleni, aunque Shawno, preocupado por las posibles consecuencias, sacudía la cabeza para manifestar su oposición.

—¿Y después de subir a la montaña, qué? —preguntó Eleni como una aprobación tácita y una invitación a que Liam les diera más detalles.

Liam sonrió satisfecho y apoyó una rodilla en tierra; alisó un poco el serrín en el suelo para dibujar un mapa aproximado de la zona donde había encontrado al «drizzit». El plan era sencillo: Eleni, ocupada en recoger moras, sería el cebo. Los cuatro varones la seguirían en secreto y vigilarían mientras ella simulaba torcerse un tobillo o cualquier otra lesión. Los gritos de socorro atraerían al «drizzit»; no había motivos para dudar que acudiera a socorrer a una joven bonita en apuros. Eleni protestó enérgicamente; no la entusiasmaba hacer de lombriz en el anzuelo.

—Pero si tú no crees que exista —se apresuró a recordarle Liam.

Su sonrisa, que dejaba al descubierto el agujero donde le faltaba un diente, le demostró a la muchacha que su terquedad la había acorralado.

—¡De acuerdo, lo haré! —refunfuñó Eleni—. ¡Y no creo en tu «drizzit», Liam Thistledown! ¡Pero si el león es real y me muerde, te las verás conmigo!

Dicho esto, Eleni dio media vuelta y salió furiosa del cobertizo.

Liam y Flanny escupieron en las palmas de sus manos, y después se volvieron para mirar amenazadores a Shawno hasta que él superó sus reticencias. Entonces los tres hermanos entrechocaron las palmas ensalivadas en un gesto de triunfo. Cualquier desacuerdo entre ellos se esfumaba cuando alguno descubría algo con que molestar a Eleni.

Ninguno de ellos le habló a Connor de que planeaban cazar al «drizzit». Fue Eleni la que se encargó de recordarle los muchos favores que le había hecho y le prometió que consideraría pagada la deuda si él aceptaba acompañarlos a recoger moras. La astuta muchacha se había asegurado antes de que Liam prometiera que se haría cargo de la deuda de Connor si no encontraban al «drizzit». Connor trató de zafarse del compromiso, con la excusa de que tenía que herrar a una de las yeguas, pero nunca había podido resistirse a la mirada de los azules ojos y a la amplia sonrisa de su hermana, y la promesa de Eleni de olvidar la considerable deuda selló su destino. Con la bendición de los padres, Connor guió a los niños montaña arriba. Los pequeños llevaban cubos y él una espada barata enganchada al cinturón.

Drizzt advirtió el engaño mucho antes de que la hija del granjero avanzara sola entre las zarzamoras. También vio a los cuatro muchachos, agachados a la sombra de un bosquecillo. Connor sujetaba la espada de forma bastante torpe.

Sabía que el más pequeño los había llevado allí. El día anterior, el drow había visto cómo lo arrastraban hasta el cobertizo. Los gritos de «¡drizzit!» habían acompañado a cada correazo, al menos al principio. Ahora el empecinado chiquillo quería demostrar que había dicho la verdad.

De pronto la muchacha dejó de recoger moras, se tiró al suelo y gritó. Drizzt reconoció la palabra «¡Auxilio!»; era la misma que había empleado el chico rubio, y una sonrisa apareció en el rostro oscuro. Por la forma ridícula de la caída, Drizzt comprendió el juego. La joven no estaba herida; sólo intentaba que apareciera el «drizzit».

Drizzt sacudió la cabeza, asombrado por la inocencia de la trampa, y se volvió dispuesto a marcharse, pero lo dominó un impulso. Miró hacia las zarzas, donde la muchacha se frotaba el tobillo, sin dejar de mirar hacia donde se ocultaban sus hermanos. Una necesidad irresistible surgió en su pecho. ¿Cuánto tiempo llevaba solo, como un vagabundo solitario? En aquel momento echó de menos a Belwar, el enano que lo había acompañado en tantas aventuras por las profundidades de la Antípoda Oscura. Añoró a Zaknafein, su padre y amigo. Ver el comportamiento de los hermanos era más de lo que Drizzt Do’Urden podía soportar.

Había llegado la hora de que Drizzt conociera a los vecinos.

El drow se cubrió la cabeza con la capucha de la capa del gnoll, aunque la prenda desgarrada no servía de mucho para ocultar su verdadera naturaleza, y corrió a través del campo. Tenía la esperanza de que, si al menos podía suavizar la reacción inicial de la muchacha al verlo, quizás encontraría una manera de establecer la comunicación, aunque era mucho suponer.

—¡El «drizzit»! —jadeó Eleni cuando lo vio aparecer.

Quería gritar, pero no tenía aliento. Quería correr, pero el terror la retenía. Desde el bosquecillo, Liam habló por ella.

—¡El «drizzit»! —gritó el niño—. ¡Os lo había dicho! ¡Os lo había dicho!

Miró a los hermanos. La reacción entusiasmada de Flanny y Shawno era la que esperaba. En cambio, el rostro de Connor mostraba una expresión de miedo tan profundo que con sólo verla se esfumó la alegría de Liam.

—¡Por todos los dioses! —susurró el mayor de los hijos Thistledown. Connor había recorrido las montañas con el padre y había aprendido a reconocer a los enemigos. Ahora miró a los tres hermanos menores y musitó una sola palabra que no aclaró nada a los inexpertos niños—: Drow.

Drizzt se detuvo a una docena de pasos de la aterrorizada muchacha, la primera mujer humana que había visto de cerca, y la observó. Eleni era bonita, de ojos grandes y expresivos, las mejillas con hoyuelos, y la piel suave y dorada. Comprendió que no representaba ninguna amenaza. Le sonrió y cruzó los brazos sobre el pecho, sin hacer movimientos bruscos.

—Drizzt —la corrigió, señalándose.

Con el rabillo del ojo advirtió que algo se movía por un costado y se volvió.

—¡Corre, Eleni! —gritó Connor Thistledown, mientras corría espada en alto hacia el drow—. ¡Es un elfo oscuro! ¡Un drow! ¡Corre!

De todo lo que Connor había gritado, Drizzt sólo entendió la palabra «drow». Sin embargo, la actitud y la intención del joven resultaban muy claras, porque Connor se interpuso entre Drizzt y Eleni, con la punta de la espada apuntando al elfo. Eleni consiguió ponerse de pie detrás de su hermano, pero no escapó como él le había dicho. Ella también había escuchado hablar de los malvados elfos oscuros, y no estaba dispuesta a dejar que Connor se le enfrentara a solas.

—Vete, elfo oscuro —gruñó Connor—. Soy un espadachín experto y mucho más fuerte que tú.

Drizzt extendió las manos en un gesto de indefensión, sin entender ni una palabra.

—¡Lárgate! —chilló Connor.

Llevado por un impulso, Drizzt intentó contestar con el código mudo de los drows, un complicado lenguaje de manos y gestos faciales.

—¡Cuidado, prepara un hechizo! —gritó Eleni, y se zambulló entre las zarzas.

Connor soltó un alarido y cargó.

Antes de que Connor pudiese hacer nada, Drizzt lo sujetó por el antebrazo, utilizó la otra mano para retorcerle la muñeca y quitarle la espada, hizo girar el arma tres veces por encima de la cabeza de Connor, la lanzó al aire, la cogió por la hoja cuando caía y se la devolvió al muchacho por el mango.

Drizzt abrió los brazos y sonrió. Según la costumbre drow, semejante muestra de superioridad sin herir al oponente representaba el deseo de amistad. En cambio, en el hijo mayor del granjero Bartholemew Thistledown, la fulgurante exhibición del drow sólo inspiró aún más terror.

Connor permaneció inmóvil, boquiabierto, durante un buen rato. Dejó caer la espada sin darse cuenta, y tampoco advirtió que acababa de orinarse en los pantalones.

Un grito de espanto surgió por fin de la garganta de Connor. Sujetó la mano de Eleni, que se unió al grito, y juntos escaparon hacia el bosquecillo para buscar a los demás, y después corrieron todos juntos hasta cruzar el umbral de su casa.

De pronto Drizzt se había quedado solo entre las zarzamoras con la sonrisa en los labios y los brazos extendidos.

Unos ojos muy atentos habían vigilado el episodio con gran interés. La inesperada aparición de un elfo oscuro, cubierto con la capa de un gnoll, explicaba muchas de las cosas que quería saber Tephanis. El trasgo había examinado los cadáveres de los gnolls, y lo había intrigado la limpieza de las heridas mortales de los gnolls, que no podían haber sido hechas con las armas vulgares que usaban los campesinos. Al ver las magníficas cimitarras colgadas en el cinturón del elfo oscuro y la facilidad con que había desarmado al joven labriego, Tephanis descubrió la verdad.

El rastro que dejó el trasgo habría confundido a los mejores exploradores de los Reinos. Tephanis, que nunca hacía nada directamente, subió por los senderos montañosos, rodeó unos cuantos árboles, corrió arriba y abajo por los troncos de otros, y en general dobló, e incluso triplicó, la ruta. La distancia jamás había sido un problema para Tephanis; se presentó ante el barje de piel púrpura antes de que Drizzt, ocupado en analizar las implicaciones del desastroso encuentro, se marchara del campo de zarzamoras.