25
Las divagaciones de un enano

Catti-brie oyó el gruñido del perro, pero no tuvo tiempo de reaccionar cuando el hombretón salió de su escondite detrás de un peñasco y la sujetó rudamente por la muñeca.

—¡Sabía que lo sabías! —gritó McGristle, echando su pestilente aliento contra el rostro de la muchacha.

—¡Suéltame! —replicó Catti-brie al tiempo que le propinaba un puntapié en la espinilla.

Roddy se sorprendió al advertir que en su voz no había el menor rastro de miedo. La sacudió con fuerza cuando ella intentó patearlo otra vez.

—Has venido a la montaña por alguna razón —dijo Roddy, sin aflojar la presión—. Has venido a ver al drow. Sabía que vosotros erais amigos. ¡Lo vi en tus ojos!

—¡Tú no sabes nada! —afirmó Catti-brie—. No dices más que mentiras.

—Así que el drow te ha contado su historia de los Thistledown, ¿no? —manifestó Roddy, que interpretó correctamente el significado de sus palabras.

Catti-brie comprendió que el enojo la había descubierto.

—¿El drow? —dijo la muchacha, con una indiferencia simulada—. No sé de qué hablas.

—Has estado con el drow, muchacha —insistió Roddy, con una carcajada—. Lo has dicho con toda claridad. Y ahora me llevarás a donde está él. —Catti-brie le hizo una mueca, y el montañés la volvió a sacudir. De pronto la expresión de Roddy se suavizó, y a Catti-brie le gustó todavía menos la expresión que apareció en sus ojos—. Eres una muchacha muy animosa, ¿verdad? —ronroneó Roddy, sujetando a Catti-brie por el otro hombro para obligarla a que lo mirase a la cara—. Llena de vida, ¿eh? Me llevarás a donde está el drow, muchacha, de eso puedes estar segura. Pero quizás antes podamos hacer algunas otras cosas, cosas que te enseñarán a no cruzarte en el camino de gente como Roddy McGristle.

Su caricia en la mejilla de Catti-brie no sólo resultó grotesca, sino también horrible y amenazadora. La muchacha pensó que iba a vomitar.

Catti-brie tuvo que apelar a toda su fortaleza para enfrentarse a Roddy en aquel momento. No era más que una niña, pero se había criado entre los enanos del clan Battlehammer, un grupo orgulloso y valiente. Bruenor era un guerrero y también lo era su hija. Catti-brie descargó un rodillazo en la entrepierna de Roddy y, cuando éste aflojó la presión, aprovechó para arañarle el rostro. Repitió el golpe en la entrepierna, con menos efecto, aunque lo suficiente como para que el movimiento defensivo de Roddy le permitiera casi escapar.

La mano de hierro de Roddy le apretó bruscamente la muñeca, y lucharon durante un momento. Entonces Catti-brie sintió que alguien la cogía de la otra mano, y, antes de que pudiese comprender qué ocurría, se vio libre y en compañía de una silueta oscura.

—¿Conque has venido a enfrentarte con tu merecido? —exclamó Roddy, encantado al ver a Drizzt.

—Vete —le dijo el elfo a Catti-brie—. Esto no es asunto tuyo.

La muchacha, temblorosa y muy asustada, no discutió.

Las manos de Roddy empuñaron el mango del hacha. El cazador de recompensas había combatido antes con el drow y no tenía la intención de medirse con los pasos ágiles y las fintas del elfo. Sin perder un segundo soltó al perro.

El sabueso sólo consiguió hacer un par de metros, antes de que Guenhwyvar lo lanzara por los aires de un zarpazo. El animal se levantó, herido de poca consideración, pero se mantuvo a una distancia prudente.

—Ya está bien —dijo Drizzt, muy serio—. Me has perseguido durante muchos años y muchas leguas. Reconozco tu empeño aunque te hayas equivocado de persona. Yo no maté a los Thistledown. ¡Nunca me hubiese atrevido a alzar mis armas contra ellos!

—¡Al infierno con los Thistledown! —rugió Roddy—. ¿Crees que ellos son la razón de todo esto?

—No hay ninguna recompensa por mi cabeza —replicó Drizzt.

—¡Al infierno con el oro! —vociferó Roddy—. ¡Me quitaste un perro y una oreja, drow!

Con un dedo roñoso señaló el costado de la cara marcada.

Drizzt quería explicarse, quería recordarle a Roddy que había sido él quien había iniciado la pelea, y que su hacha había derribado el árbol que le había desgarrado la cara. Pero comprendió los motivos de Roddy y supo que las palabras no eran suficientes. Había herido el orgullo del hombre, y para alguien como Roddy aquello era mucho peor que cualquier dolor físico.

—No quiero peleas —manifestó Drizzt con firmeza—. Llama a tu perro y vete de aquí. Sólo quiero que me des tu palabra de que no volverás a perseguirme.

La risa burlona de Roddy estremeció al drow.

—¡Te perseguiré hasta el fin del mundo, drow! —rugió Roddy—. ¡Y siempre te encontraré! ¡No habrá ningún agujero lo bastante profundo para ocultarte! ¡Ni mares lo bastante anchos! ¡Ya te tengo, drow! ¡Y, si escapas, te tendré después!

Roddy mostró los amarillentos dientes en una sonrisa repulsiva y avanzó con precaución.

—Ya te tengo, drow —repitió casi para sí mismo.

De pronto cargó y lanzó un golpe horizontal con el hacha. Drizzt se apartó de un salto.

Un segundo ataque obtuvo idéntico resultado, pero Roddy, en lugar de seguir el movimiento, lo invirtió en un revés que rozó la barbilla de Drizzt. En el instante siguiente, su hacha era un molinete que atacaba por los dos flancos.

—¡Quédate quieto! —gritó enfurecido mientras Drizzt esquivaba, saltaba por encima o se agachaba al paso del arma.

El elfo sabía que corría un gran riesgo al no contestar a los golpes, pero confiaba en que, si conseguía agotar al montañés, quizá pudiera encontrar una solución pacífica. Roddy era muy ágil y rápido para ser un hombre tan corpulento; aun así, Drizzt lo superaba y creía poder soportar el juego durante mucho más tiempo.

El hacha se movió en una trayectoria horizontal a la altura del pecho del drow. El golpe era una trampa; Roddy pretendía que Drizzt se agachara para poder darle un puntapié en la cara.

Pero el drow advirtió el engaño. Saltó en lugar de agacharse, dio una voltereta por encima del hacha, y aterrizó suavemente, todavía más cerca de Roddy. Ahora Drizzt pasó a la ofensiva, y estrelló las empuñaduras de las cimitarras contra el rostro del hombre. El cazador de recompensas retrocedió tambaleante, con la nariz llena de sangre.

—Vete —le dijo Drizzt, con toda sinceridad—. Vete con tu perro a Maldobar, o a donde sea que tengas tu casa.

Si Drizzt pensaba que Roddy se rendiría después de sufrir una nueva humillación, cometía un grave error. Roddy lanzó un grito de rabia y cargó con la cabeza gacha, dispuesto a arrollar al drow.

Drizzt machacó la cabeza del hombre con los pomos y saltó por encima de la espalda de Roddy. El montañés cayó de bruces, pero de inmediato se puso de rodillas, sacó una daga y la lanzó antes de que Drizzt pudiera acabar de volverse.

El elfo vio el destello plateado en el último segundo y alzó la cimitarra para desviarla. Otra daga siguió a la primera y después otra, y cada vez Roddy avanzaba un paso más hacia el drow.

—Conozco tus trucos, drow —anunció Roddy, con una sonrisa malvada.

Con dos pasos más se puso a la distancia adecuada y descargó otro hachazo.

Drizzt se zambulló hacia un lado y se levantó unos pasos más allá. La confianza del hombre en sus propias fuerzas comenzó a preocupar al elfo. Los golpes que le había dado al montañés habrían bastado para derribar a la mayoría de los humanos, y se preguntó hasta cuándo podría aguantar su rival. Este pensamiento lo llevó a la inevitable conclusión de que tal vez tendría que emplear algo más que las empuñaduras.

Una vez más, el hacha atacó por el costado. Ahora, Drizzt no hizo un regate. Avanzó para quedar dentro del arco de la trayectoria y la detuvo con una cimitarra, dejando a Roddy indefenso al golpe con la otra. Tres rápidos puntazos con la derecha cerraron uno de los ojos de Roddy, pero el cazador de recompensas sólo sonrió y se abalanzó sobre Drizzt, consiguió sujetarlo y cayeron al suelo abrazados.

El drow se defendió como pudo, consciente de que él era el único culpable de esta situación. En la lucha cuerpo a cuerpo no podía igualar la fuerza de Roddy, y la falta de espacio borraba la ventaja de la rapidez. Roddy mantuvo la posición y alzó el hacha para rematar a Drizzt.

Un ladrido del perro amarillo fue la única advertencia, pero no llegó a tiempo para evitar el ataque de la pantera. Guenhwyvar apartó a Roddy y lo tumbó de costado. El montañés conservó la serenidad suficiente para atacar a la pantera cuando pasó por encima de él, y la hirió en la grupa.

El sabueso se sumó al ataque, pero la pantera se recuperó, rodeó el cuerpo de Roddy y espantó al perro.

Cuando el montañés volvió la atención a Drizzt, recibió un vendaval de golpes de cimitarras que no podía seguir ni replicar. Drizzt había visto el golpe que había herido a la pantera, y el fuego en los ojos lila indicaba que ahora las cosas iban en serio. Un pomo aplastó la cara de Roddy, seguido por un golpe de plano de la otra cimitarra. Un pie lo golpeó en el pecho, el estómago y la entrepierna en lo que pareció un solo movimiento. Imperturbable, Roddy lo aguantó todo con un gruñido, pero el enfurecido drow no se contuvo. Una cimitarra enganchó la cabeza del hacha, y Roddy intentó atacar, convencido de que podía tumbar al elfo.

La segunda cimitarra golpeó primero y abrió un profundo tajo en el antebrazo del hombre. Roddy retrocedió, dejó caer el hacha, y sujetó con la mano libre el brazo herido.

Drizzt no se detuvo. La ofensiva pilló a Roddy con la guardia baja, y una sucesión de puñetazos y puntapiés lo hicieron tambalear. Entonces Drizzt dio un salto y lanzó los dos pies juntos contra la mandíbula de Roddy, que se desplomó. Cuando éste intentó levantarse, se lo impidieron los filos de las cimitarras cruzadas contra la garganta.

—Te dije que te largaras —declaró Drizzt con una voz terrible, sin apartar las armas ni un milímetro para que el hombre pudiera sentir el frío del acero contra la piel.

—Mátame —dijo Roddy muy tranquilo, al adivinar una debilidad en el oponente—, si tienes agallas.

Drizzt vaciló, aunque no desapareció de su rostro la expresión de furia.

—Vete —repitió con toda la calma que pudo, una calma que disimulaba el calvario por el que tendría que pasar.

Roddy se le rio en las barbas.

—¡Mátame, asqueroso demonio negro! —gritó provocador, aunque sin intentar levantarse—. ¡Mátame o te cogeré! ¡No lo dudes, drow! ¡Te perseguiré hasta el último rincón del mundo y debajo de la superficie si es preciso! —Drizzt palideció y miró a Guenhwyvar en busca de apoyo—. ¡Mátame! —chilló casi histérico y, sujetando las muñecas de Drizzt, las empujó contra él. Dos líneas de sangre aparecieron en el cuello del hombre—. ¡Mátame como mataste a mi perro! —Horrorizado, el drow intentó apartarse sin conseguirlo—. ¿No tienes estómago para hacerlo? —vociferó el cazador de recompensas—. ¡Entonces deja que te ayude!

Sacudió las muñecas de Drizzt, y los cortes se hicieron más profundos. Si el enloquecido hombre sentía dolor, la sonrisa fija lo desmentía.

Un sinfín de emociones contradictorias sacudieron a Drizzt. En aquel momento quería matar a Roddy, más como una respuesta a la frustración que como venganza, y sin embargo sabía que no podía hacerlo. Para él, el único crimen cometido por Roddy era esta persecución implacable, y no era razón suficiente. De acuerdo con sus principios, Drizzt tenía que respetar la vida humana, incluso la de alguien tan ruin como Roddy McGristle.

—¡Mátame! —repetía una y otra vez Roddy, que disfrutaba con la repugnancia del drow.

—¡No! —le gritó Drizzt a la cara con tanta fuerza que silenció al cazador de recompensas.

Enfurecido hasta tal punto que era incapaz de contener el temblor de los músculos, Drizzt no esperó a que Roddy volviese a gritar como un loco. Empujó la cabeza de Roddy con la rodilla, liberó las muñecas de las manos del hombre, y lo golpeó en las sienes con los mangos de las cimitarras.

Roddy puso los ojos bizcos, pero no perdió el conocimiento, y sacudió la cabeza, empecinado por librarse de los efectos de los golpes. Drizzt lo aporreó una y otra vez, hasta conseguir desplomarlo, horrorizado por sus acciones y el continuo desafío del cazador de recompensas.

Cuando agotó su furia, permaneció de pie junto al hombre tendido, temblando de emoción y con lágrimas en los ojos.

—¡Espanta a ese perro! —le gritó a Guenhwyvar.

Soltó las cimitarras y se agachó para comprobar que McGristle no había muerto.

Roddy abrió los ojos y vio al perro amarillo a su lado. Caía la noche, y el viento volvía a soplar con fuerza. Le dolían la cabeza y el brazo, pero no hizo caso del dolor; sólo deseaba reanudar la persecución, seguro de que Drizzt nunca tendría el coraje de matarlo. El sabueso encontró el rastro, que iba hacia el sur, y se pusieron en marcha. El entusiasmo de Roddy se enfrió un poco cuando, al rodear un saliente, se topó con un enano de barba roja y la muchacha, que lo esperaban.

—No tendrías que haber tocado a mi niña, McGristle —manifestó Bruenor, con voz tranquila.

—¡Ella es cómplice del drow! —protestó Roddy—. ¡Avisó al demonio asesino de mi presencia!

—¡Drizzt no es un asesino! —gritó Catti-brie—. ¡Él no mató a los granjeros! ¡Dijo que sólo lo dices para que los demás te ayuden a capturarlo!

Catti-brie comprendió de pronto que acababa de admitir ante su padre que se había reunido con el drow. Cuando la muchacha había encontrado a Bruenor, sólo le había hablado del mal trato sufrido a manos de McGristle.

—Fuiste a verlo —dijo Bruenor, herido—. ¡Me has mentido, has estado con el drow! Te dije que no, y tú me…

El reproche de Bruenor afectó profundamente a la muchacha, pero se mantuvo firme en sus convicciones. Bruenor le había enseñado a ser honrada, y esto incluía ser honrada con lo que era correcto.

—Una vez me dijiste que todo el mundo recibe lo que se merece —replicó Cattibrie—. Que cada uno es diferente y que debe ser tratado por lo que es. He estado con Drizzt y creo que es sincero. ¡Él no es un asesino! ¡Y él —la muchacha señaló a Roddy— es un mentiroso! ¡No me enorgullezco de mi mentira, pero nunca permitiré que atrape a Drizzt!

Bruenor pensó en las palabras de su hija por un momento, después le rodeó la cintura con un brazo y la estrechó con fuerza. El engaño de la muchacha aún le dolía, pero estaba orgulloso de que estuviera dispuesta a luchar por lo que creía. En realidad, Bruenor había acudido allí, no en busca de Catti-brie, a la que creía en las minas desahogando su malhumor, sino para encontrar al drow. No había dejado de pensar en la batalla contra el remorhaz, y había llegado a la conclusión de que Drizzt se había presentado con la intención de ayudarlo, no de pelear contra él. Ahora, a la vista de los últimos acontecimientos, ya no quedaban más dudas.

—Drizzt vino y me libró de él —añadió Catti-brie—. Me salvó la vida.

—El drow la ha engañado —afirmó Roddy, al presentir el cambio de actitud de Bruenor y sin ninguna gana de luchar con el peligroso enano—. ¡Te digo que es un perro asesino, y también lo diría Bartholemew Thistledown si los muertos pudiesen hablar!

—¡Bah! —exclamó Bruenor—. ¡No conoces a mi niña, o lo pensarías dos veces antes de llamarla mentirosa! Y te lo he dicho antes, McGristle, ¡no me gusta que maltraten a mi hija! Pienso que tendrías que salir de mi valle. Creo que deberías irte ahora mismo.

Roddy gruñó y lo mismo hizo el perro, que saltó entre el montañés y el enano y le mostró los dientes. Bruenor encogió los hombros, despreocupado, y le devolvió el gruñido, cosa que provocó todavía más a la bestia.

El perro lanzó un mordisco contra el tobillo del enano, pero éste, con gran agilidad, le metió la gruesa bota entre las fauces y le aplastó la mandíbula inferior contra el suelo.

—¡Y llévate a tu sucio perro contigo! —rugió Bruenor, que, al admirar el carnoso costillar del perro, pensó que él podía darle mejor uso al animal.

—¡Yo voy a donde me place, enano! —contestó Roddy—. ¡Voy a cazar al drow, y, si el drow está en tu valle, nadie me sacará de aquí!

Bruenor advirtió la frustración en la voz del hombre, y entonces se fijó en las marcas de los golpes en el rostro de Roddy y la herida en el antebrazo.

—El drow te ha dado una buena paliza y se ha ido —afirmó el enano, y su carcajada le sentó a McGristle como una bofetada.

—No irá muy lejos —prometió Roddy—. ¡Y ningún enano se interpondrá en mi camino!

—Vuelve a las minas —le dijo Bruenor a Catti-brie—. Avisa a los demás que tal vez llegue un poco tarde para la cena.

El enano cogió el hacha que llevaba en el hombro.

—Dale una buena —murmuró Catti-brie, sin dudar ni por un instante de la capacidad de su padre.

Le dio un beso en el casco, y echó a correr feliz. Su padre confiaba en ella: nada podía ir mal.

Roddy McGristle y su perro con tres patas no tardaron mucho en abandonar el valle. El montañés había advertido cuál era la debilidad de Drizzt y había pensado que podía vencerlo, pero no ocurrió lo mismo con Bruenor Battlehammer. Cuando el enano tumbó a Roddy, cosa que no le llevó mucho, el hombre no dudó ni por un segundo que, si intentaba repetir el juego y pedirle que lo matara, Bruenor lo complacería.

Desde lo alto de la ladera sur, adonde había ido para echar una última mirada a Diez Ciudades, Drizzt vio que la carreta salía del valle, y sospechó que pertenecía al cazador de recompensas. No sabía qué significaba, pero estaba seguro de que Roddy no había cambiado sus intenciones. El drow echó una ojeada a sus pertenencias y pensó en el camino a seguir.

Comenzaron a encenderse las luces de los pueblos, y Drizzt las contempló emocionado. Había estado muchas veces en esta cumbre, pues le encantaba el panorama que se divisaba desde ella, y la consideraba como su hogar. ¡Qué distinta le resultaba ahora la vista! La aparición de McGristle lo había devuelto a la realidad, recordándole que era un paria y que siempre sería igual.

—«Drizzit» —murmuró para sí mismo, una palabra maldita.

En aquel momento, Drizzt no creía que alguna vez llegaría a tener un hogar, no creía que un drow, aunque no fuera tal en su corazón, pudiera tener un sitio en los Reinos, en la superficie o en la Antípoda Oscura. La esperanza, siempre esquiva en el fatigado corazón del elfo, había volado para siempre.

—Este lugar se llama la cumbre de Bruenor —dijo una voz áspera detrás de Drizzt. El elfo se volvió dispuesto a escapar, pero el enano de barba roja estaba demasiado cerca y le cerraba el paso. Guenhwyvar corrió al costado de Drizzt y mostró los dientes—. Aparta a tu mascota, elfo —añadió Bruenor—. ¡Si el gato sabe tan mal como el perro, no quiero ni verla! ¡Este lugar es mío, porque yo soy Bruenor y ésta es la cumbre de Bruenor!

—¡No vi ninguna señal de propiedad! —replicó Drizzt indignado, harto de tantos inconvenientes—. Ahora sé que es tuya y por lo tanto me iré. Tienes mi palabra, enano, no volveré.

Bruenor tendió una mano para silenciar al drow e impedir que se fuera.

—No es más que un montón de piedras —repuso Bruenor a modo de disculpa, algo poco frecuente en él—. Le puse mi nombre, pero ¿por eso es mía? ¡No es más que un maldito montón de piedras! —Drizzt torció la cabeza ante las inesperadas divagaciones del enano—. ¡Nada es lo que parece, drow! —declaró Bruenor—. ¡Nada! ¡Uno intenta ceñirse a lo que sabe! ¡Pero entonces descubres que no sabes aquello que pensabas que sabías! ¡Pensaba que el perro tendría buen sabor, parecía apetitoso, pero ahora la barriga maldice cada vez que me muevo!

La segunda mención al perro hizo que Drizzt comprendiera la súbita partida del cazador de recompensas.

—Tú le ordenaste que se marchara —dijo Drizzt, señalando la carretera de salida del valle—. Has apartado a McGristle de mi rastro.

Bruenor apenas si prestó atención a sus palabras, y en cualquier caso no habría admitido la buena acción.

—Nunca he confiado en los humanos —afirmó, con voz pausada—. Nunca sabes lo que quieren y, cuando lo descubres, ¡muchas veces es demasiado tarde para hacer nada! Pero siempre he tenido las ideas claras respecto a otras gentes. Después de todo, un elfo es un elfo, y lo mismo pasa con los enanos. Y los orcos son estúpidos y feos. ¡Nunca encontré ninguno que no lo fuera, y he conocido a unos cuantos!

Bruenor palmeó el hacha, y Drizzt entendió el gesto.

—¿Y qué pienso de los drows? Nunca conocí a ninguno, nunca quise conocerlos. ¿Quién quiere, pregunto yo? Los drows son malos, tienen el corazón perverso, es lo que me dijo mi padre y el padre de mi padre, y lo que me dicen todos los demás. —Bruenor miró las luces de Termalaine, junto al lago de Maer Dualdon, al oeste; sacudió la cabeza y pateó una piedra—. Ahora escucho que un drow ronda por mi valle, y ¿qué debe hacer un rey? ¡Entonces mi hija va a verlo! —Un súbito fuego apareció en los ojos de Bruenor, pero se apaciguó rápidamente, casi avergonzado, en cuanto miró a Drizzt—. ¡Me mintió a la cara! Nunca lo había hecho antes, y nunca más volverá a mentirme si sabe lo que le conviene.

—No fue culpa suya —comenzó a decir Drizzt, pero Bruenor movió frenético las manos para indicar que el tema ya estaba olvidado.

—Pensé que sabía lo que sabía —prosiguió Bruenor después de una breve pausa, su voz casi como un lamento—. Tenía todo muy claro. Es fácil cuando no sales de tu agujero. —Miró directamente a los ojos del drow—. ¿La cumbre de Bruenor? —preguntó el enano, y encogió los hombros con un gesto de resignación—. ¿De qué sirve poner tu nombre a un montón de piedras? Sin embargo, pensé que lo sabía, y también pensé que la carne de perro podía ser sabrosa. —Bruenor se frotó el estómago y frunció el entrecejo—. ¡Di que es un montón de piedras, y no tendré más derecho que tú! ¡Di que se llama la cumbre de Drizzt, y podrás echarme a puntapiés!

—No lo haría —contestó Drizzt en voz baja—. ¡No sabía que podía hacerlo si lo deseaba!

—¡Llámala como quieras! —gritó Bruenor, de pronto angustiado—. ¡Y di que un perro es una vaca! Eso no cambiará el gusto de la carne. —Bruenor levantó las manos frustrado, le dio la espalda, y echó a andar cuesta abajo, sin dejar de rezongar—. Y no te olvides de vigilar a mi hija —escuchó Drizzt que decía—, si es tan tozuda como para ir de paseo por estas montañas llenas de orcos y gusanos pestilentes. Entérate de que te haré responsable…

El resto se perdió en el momento en que Bruenor desapareció en una curva.

Drizzt no sabía por dónde comenzar a interpretar las divagaciones del enano, pero tampoco necesitaba poner en orden las palabras de Bruenor. Apoyó una mano en la cabeza de Guenhwyvar, y rogó para que la pantera compartiera con él la maravilla de la vista panorámica. Drizzt comprendió entonces que volvería muchas veces aquí, a la cumbre de Bruenor, a contemplar cómo se encendían las luces. Porque, entre las muchas cosas que había dicho el enano, había deducido una frase que había esperado oír durante muchos años:

Bienvenido a casa.