21
Hephaestus

Tephanis observó al grupo de los cinco frailes y Drizzt, que marchaba lentamente hacia el túnel que constituía el acceso occidental a Mirabar. Roddy había enviado al trasgo a explorar la región, y le había dado orden de conseguir que el drow regresara hacia donde estaba él, si es que lo encontraba.

—Mi hacha se encargará de resolver este asunto —había manifestado el montañés con una palmada en el acero de la formidable arma.

El trasgo tenía sus dudas. Había visto cómo el drow despachaba a Ulgulu, un amo muchísimo más poderoso que Roddy McGristle, y cómo otra bestia temible, Caroak, había sido destrozada por las garras de la pantera negra. Si Roddy se salía con la suya y plantaba cara al drow en un combate, Tephanis probablemente tendría que comenzar a buscar un nuevo amo.

—Esta-vez-no, drow —susurró de pronto el trasgo, cuando se le ocurrió una idea—. ¡Esta-vez-te-atraparé!

Tephanis conocía el túnel de Mirabar —él y Roddy lo habían utilizado hacía dos inviernos, cuando la nieve había enterrado la carretera occidental— y había aprendido muchos de sus secretos, incluido el que ahora pensaba usar en su provecho.

Hizo un largo rodeo para evitar que el drow pudiera advertir su presencia, y así y todo llegó a la entrada del túnel mucho antes que los demás. Al cabo de unos minutos, el trasgo se encontraba casi a dos kilómetros en el interior del túnel, ocupado en forzar una cerradura de aspecto formidable, aunque para él bastante primitiva, en la palanca que permitía levantar una gruesa reja de hierro.

El hermano Mateo abría la marcha hacia el túnel junto a otro fraile, y los otros tres completaban un escudo protector alrededor de Drizzt, que caminaba con la capucha bien ajustada y encorvado de espaldas. Esto lo había pedido el propio Drizzt para poder ocultarse de las miradas ajenas.

Avanzaron a buen ritmo por el pasaje iluminado con antorchas, sin encontrar a nadie, hasta que llegaron a una intersección. Mateo se detuvo bruscamente, al ver la reja levantada en un corredor a la derecha. Una docena de pasos más allá, se veía una puerta de hierro abierta y después sólo oscuridad, porque, a diferencia del túnel principal, no había antorchas.

—Qué extraño —comentó Mateo.

—Un descuido imperdonable —dijo otro—. Roguemos que ningún viajero, menos experto que nosotros, equivoque el rumbo y tome por allí.

—Quizá tendríamos que bajar la reja —propuso un tercero.

—No —se opuso Mateo—. Puede haber alguien allí abajo, quizás algún mercader, al que no le gustaría encontrar la reja bajada.

—¡No! —gritó de pronto el hermano Jankin, y corrió a situarse a la cabeza del grupo—. ¡Es una señal! ¡Una señal divina! ¡Se nos llama, hermanos míos, para que nos reunamos con Phaestus, el sufrimiento final! —Jankin dio media vuelta dispuesto a entrar en el corredor, pero Mateo y los demás, acostumbrados a los disparates del fraile, se le echaron encima y lo sujetaron—. ¡Phaestus! —chilló Jankin enloquecido—. ¡Ya voy!

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Drizzt, que no sabía de qué hablaban los frailes, aunque creía recordar la referencia—. ¿Quién, o qué es Phaestus?

Hephaestus —lo corrigió el hermano Mateo. Drizzt conocía el nombre. Uno de los libros que había recogido del huerto de Mooshie trataba el tema de los dragones, y Hephaestus, un venerable dragón rojo que vivía en las montañas al noroeste de Mirabar, figuraba en el texto—. Desde luego no es el nombre verdadero del dragón —añadió el fraile entre gruñidos mientras forcejeaba con Jankin—. Nadie lo sabe.

Jankin se retorció bruscamente. Consiguió separarse del otro fraile y dio un pisotón en la sandalia de Mateo.

Hephaestus es un viejo dragón rojo que vive en las cuevas al oeste de Mirabar desde hace tanto tiempo que ni siquiera los enanos recuerdan cuándo llegó —explicó otro fraile, el hermano Herschel, menos ocupado que Mateo—. La ciudad lo tolera porque es haragán y estúpido, aunque yo no me atrevería a decírselo. Supongo que la mayoría de las ciudades están dispuestas a aceptar la presencia de un dragón rojo si con ello consiguen evitar una pelea. Pero Hephaestus no es muy dado al pillaje (nadie recuerda cuándo salió por última vez de su agujero), y de vez en cuando incluso lo contratan para fundir minerales, aunque la tarifa es bastante cara.

—Hay quienes la pagan —añadió Mateo, que ya tenía otra vez bien sujeto a Jankin—, a finales de la temporada, con la intención de llevar una última caravana hacia el sur. ¡No hay nada como el aliento de un dragón rojo para fundir los metales!

La carcajada de Mateo se cortó de pronto cuando Jankin lo tumbó al suelo de un puñetazo.

Jankin echó a correr, pero la libertad le duró muy poco. Antes de que los demás frailes pudieran reaccionar, Drizzt se quitó la capa y fue tras él; le dio caza apenas pasada la puerta de hierro. Una zancadilla y un movimiento de muñeca bastaron para tumbar de espaldas al hombre y dejarlo sin aliento.

—Salgamos de aquí cuanto antes —dijo el drow, con la mirada puesta en el fraile caído—. Estoy harto de las tonterías de Jankin, y si insiste lo dejaré que vaya a reunirse con el dragón.

Dos frailes se acercaron para hacerse cargo de Jankin, y el grupo se dispuso a reanudar la marcha.

—¡Socorro! —gritó una voz desde las profundidades del pasaje. Drizzt empuñó las cimitarras. Los frailes se apiñaron a su alrededor y espiaron en la oscuridad.

—¿Ves algo? —le preguntó Mateo al drow, porque sabía que Drizzt disponía de visión infrarroja.

—No, pero hay una curva un poco más allá —respondió el elfo.

—¡Socorro! —repitió la voz.

A espaldas del grupo, oculto en una curva del túnel principal, Tephanis tuvo que reprimir la carcajada. Los trasgos eran muy buenos ventrílocuos, y la mayor dificultad que tenía Tephanis en la realización del engaño era pronunciar con la lentitud suficiente para ser entendido.

Drizzt avanzó cauteloso, y los frailes, preocupados por la llamada de auxilio, lo siguieron. El drow les indicó que retrocedieran, al comprender que podía tratarse de una trampa.

Tephanis regresó a la superficie al cabo de unos minutos, muy orgulloso por lo que había hecho y recordándose a sí mismo que debía mantener una expresión de desconcierto cuando le explicara a Roddy que no había dado con el paradero del drow.

Los frailes dejaron de gritar en cuanto Drizzt les avisó que los gritos podían despertar al ocupante del otro extremo del túnel.

—Además, aunque alguien pasara junto a la reja, no escucharía nada a través de esta puerta —comentó el drow mientras inspeccionaba el portal a la luz de la vela que sostenía Mateo.

La puerta, construida por los enanos, estaba hecha de una combinación de hierro, piedra y cuero, y encajaba perfectamente en el marco.

Drizzt dio unos cuantos golpes con el pomo de la cimitarra, y el ruido no llegó más allá de lo que habían llegado los gritos.

—Estamos perdidos —gimió Mateo—. No tenemos manera de salir y nuestras provisiones son escasas.

—¡Otra señal! —exclamó de pronto Jankin.

Los dos frailes que lo vigilaban lo tumbaron en el acto y se sentaron sobre su cuerpo para impedir que echara a correr hacia la guarida del dragón.

—Quizás el hermano Jankin tenga algo de razón —dijo Drizzt después de una larga pausa.

—¿Crees que nuestras provisiones durarán más si el hermano Jankin va a reunirse con Hephaestus? —preguntó Mateo con una mirada de sospecha.

—No tengo la intención de sacrificar a nadie —afirmó Drizzt con una carcajada y mirando a Jankin, que intentaba librarse de sus compañeros—. Pero al parecer sólo nos queda una salida.

—Si no piensas sacrificar a nadie, entonces miras en la dirección equivocada —protestó el fraile al ver que Drizzt observaba el pasaje en tinieblas—. ¡No pensarás pasar por donde está el dragón!

—Ya lo veremos —contestó Drizzt.

Encendió otra vela con la primera y avanzó unos cuantos metros. El sentido común del drow se oponía al innegable entusiasmo que sentía ante la perspectiva de enfrentarse a Hephaestus, aunque pensaba que la necesidad acabaría con la discusión. Montolio había luchado contra un dragón, y el fuego le había quemado los ojos. Pero aparte de las heridas, los recuerdos del vigilante no habían sido tan terribles. Drizzt comenzaba a comprender lo que el vigilante ciego le había dicho sobre las diferencias entre sobrevivir y vivir. ¿Hasta qué punto resultarían valiosos los quinientos años que tenía por delante?

Por el bien de los frailes, Drizzt confiaba en que apareciera alguien para abrir la reja y la puerta. Sin embargo, le cosquilleaban los dedos cuando metió la mano en la bolsa y sacó el libro sobre dragones.

Los ojos del drow no necesitaban mucha luz, y podían ver las letras casi sin dificultades. Tal como sospechaba, había una referencia al venerable dragón rojo que vivía al oeste de Mirabar. El texto confirmaba que Hephaestus no era su nombre verdadero, sino uno que le habían dado y que hacía referencia a un oscuro dios de los herreros.

El comentario no era muy extenso. Las citas correspondían a mercaderes que habían contratado al dragón por su aliento, y mencionaba a otros que al parecer habían dicho algo equivocado o regateado demasiado el precio —o quizá sencillamente el dragón tenía hambre o estaba de malhumor— y nunca más habían regresado. Lo más importante para Drizzt era la confirmación de lo que habían dicho los frailes: que el dragón era perezoso y un tanto estúpido. Según el libro, Hephaestus era muy orgulloso, cosa habitual entre los dragones, y sabía hablar la lengua común, pero carecía de la astucia y la inteligencia que normalmente se atribuían a la raza, y en especial a los venerables rojos.

—El hermano Herschel intenta abrir la cerradura —le comunicó Mateo—. Tus dedos son más hábiles. ¿No quieres intentarlo?

—Ni él ni yo podemos abrir esa cerradura —respondió Drizzt con aire ausente, sin apartar la mirada del libro.

—Al menos Herschel lo intenta —gruñó Mateo—, y no se aparta a un lado ni derrocha velas para leer un libro inútil.

—No es inservible para quien pretenda salir vivo de aquí —contestó Drizzt, atento a la lectura.

La respuesta despertó el interés del fraile.

—¿De qué trata? —preguntó Mateo, inclinándose sobre el hombro de Drizzt, aunque no sabía leer.

—Habla de la vanidad.

—¿La vanidad? ¿Qué tiene que ver la vanidad…?

—La vanidad de los dragones —lo interrumpió Drizzt—. Algo muy importante. Todos los dragones son muy vanidosos, los malvados más que los buenos.

—Con garras largas como espadas y un aliento capaz de derretir las piedras, no es de extrañar —masculló Mateo.

—Quizá, pero la vanidad es sin duda un punto débil incluso para un dragón. Varios héroes se han aprovechado de esta flaqueza para derrotarlos.

—¿Ahora piensas matar al dragón? —exclamó Mateo.

—Si es necesario —repuso Drizzt, sin hacerle mucho caso.

Mateo alzó las manos y se alejó, sacudiendo la cabeza como única respuesta a las miradas de los demás frailes.

Drizzt sonrió para sus adentros y volvió a enfrascarse en la lectura. Los planes comenzaban a definirse. Leyó la referencia varias veces, hasta aprenderla de memoria.

Tres velas más tarde, Drizzt continuaba leyendo y los frailes estaban cada vez más impacientes y hambrientos. Incordiaron a Mateo, que por fin se puso de pie, acomodó el cinturón por encima de la barriga, y se acercó al drow.

—¿Más vanidades? —preguntó sarcástico.

—Ya he acabado con esa parte —respondió Drizzt. Levantó el libro para mostrarle a Mateo el dibujo de un enorme dragón negro acurrucado entre varios árboles caídos en un pantano—. Ahora estudio al dragón que puede ayudar a nuestra causa.

Hephaestus es rojo —comentó Mateo con desprecio—, no negro.

—Éste es un dragón diferente —explicó Drizzt—. Mergandevinasander de Chult, quizás el visitante que hablará con Hephaestus.

—Los negros y los rojos no se llevan bien —afirmó Mateo desconcertado pero también escéptico—. Hasta los tontos lo saben.

—Pocas veces hago caso de los tontos —replicó Drizzt, y una vez más el fraile se alejó moviendo la cabeza—. Hay algo más que tú no sabes, pero que Hephaestus sin duda conoce —añadió Drizzt, tan bajo que nadie más lo oyó—. ¡Mergandevinasander tiene los ojos lila!

Drizzt cerró el libro, seguro de que ahora sabía lo suficiente para hacer el intento. Si alguna vez hubiese visto antes el terrible esplendor de un venerable rojo, ahora no habría sonreído. Pero la ignorancia y las memorias de Montolio alimentaron el coraje del joven guerrero drow, que no tenía nada que perder. Además, no estaba dispuesto a morir de inanición; por miedo a un peligro desconocido, aunque todavía era demasiado pronto para iniciar la aventura.

Antes tenía que practicar su mejor voz de dragón.

De todas las maravillas que Drizzt había visto a lo largo de su vida aventurera, ninguna —ni las grandes mansiones de Menzoberranzan, ni la caverna de los illitas o el lago de ácido— podía aspirar a compararse con el impresionante espectáculo de la guarida del dragón. Montañas de oro y gemas tapizaban el suelo de la enorme sala, formando ondas como la estela de un barco enorme en el mar. Armas y armaduras relucientes se amontonaban por todas partes, y la abundancia de objetos manufacturados —cálices, vasos, griales— era suficiente para abastecer los tesoros de un centenar de reyes ricos.

El drow tuvo que hacer un esfuerzo para volver a la realidad. No eran las riquezas lo que encendía su imaginación —no le daba valor a las posesiones materiales— sino las aventuras que sugerían todos aquellos objetos preciosos. Al contemplar la guarida del dragón, las peripecias vividas en el camino con los frailes plañideros y el sencillo sueño de tener un hogar le parecieron baladíes. Pensó una vez más en el relato de Montolio sobre su encuentro con el dragón y en todas las otras aventuras que le había contado el vigilante ciego. De pronto sintió la necesidad de vivir el mismo tipo de proezas.

El elfo quería un hogar y deseaba que lo aceptaran, pero al mirar los tesoros, comprendió que también quería aparecer en los libros de los bardos. Deseó poder viajar por carreteras llenas de peligro, y escribir incluso sus propias historias.

La sala era inmensa e irregular, con muchos rincones ciegos, y la iluminación le daba un resplandor dorado. El ambiente era cálido, y tanto Drizzt como los frailes se inquietaron al pensar en la fuente de calor.

Drizzt se volvió hacia los frailes y les guiñó un ojo. Después señaló hacia la izquierda, en dirección a la única salida, y, sin emitir sonido alguno, movió los labios para decir: «Ya sabéis la señal».

Mateo asintió inquieto; aún dudaba si había hecho bien en confiar en el drow. Drizzt había sido un buen aliado en la carretera, pero un dragón era un dragón.

El joven volvió a examinar la sala, esta vez mirando más allá de los tesoros. Entre dos pilas de oro vio su objetivo, y era tanto o más espléndido que las joyas y las gemas. En el hueco formado por las dos pilas había una cola enorme cubierta de escamas, con el mismo tono dorado rojizo de la luz, que se movía lenta y suavemente de un lado a otro, aumentando la profundidad del surco.

El drow había visto figuras de dragones; uno de los magos de la Academia incluso había creado imágenes de las diversas clases de dragones para los estudiantes. Pese a ello, nada había preparado al joven para el espectáculo de un dragón vivo. En todos los Reinos no había nada más impresionante, y, de todas las variedades de dragones, los rojos eran los más imponentes.

Cuando Drizzt consiguió desviar la vista de la cola, escogió el camino a seguir a través de la sala. El pasaje desembocaba a bastante altura en una de las paredes, pero había un camino bien marcado para llegar hasta el suelo. Drizzt lo estudió durante un buen rato, hasta memorizar cada escalón. Después echó dos puñados de tierra en los bolsillos, sacó una flecha de la aljaba y la dotó con un hechizo de oscuridad. Con mucho cuidado y en silencio, bajó uno a uno los peldaños, guiado por el suave roce de la cola contra el oro. Estuvo a punto de caer cuando tropezó con la primera montaña de gemas, y oyó cómo la cola se detenía.

—Aventura —murmuró para sí mismo.

Prosiguió la marcha, concentrado en la imagen mental de la sala. Imaginó que el dragón se erguía ante él, capaz de ver a través del globo de oscuridad. Se encogió instintivamente, convencido de que una bola de fuego lo abrasaría de un momento a otro. Pero siguió adelante y, cuando por fin llegó a la pila de oro, se alegró de oír la pausada respiración del dragón, que dormitaba.

Drizzt comenzó a subir la segunda pila paso a paso, mientras dejaba que el hechizo de levitación surgiera en su mente. No tenía mucha confianza en lograrlo porque el hechizo le había fallado en todas las últimas pruebas, pero cualquier ayuda era bienvenida en este momento. Llegó a la mitad de la pila, echó a correr y ejecutó el hechizo, que le permitió permanecer en el aire durante una fracción de segundo antes de perder efecto. Entonces Drizzt cayó, al mismo tiempo que disparaba el arco para lanzar la flecha con el globo de oscuridad al otro lado de la sala.

Jamás hubiese creído que un monstruo tan grande pudiera ser tan ágil, pero cuando cayó con todo su peso sobre una pila de copas y ánforas recamadas de piedras preciosas, se encontró delante mismo de la cara de una bestia muy furiosa.

¡Qué ojos! Como rayos gemelos, su mirada se clavó en Drizzt, lo atravesó, lo empujó a prosternarse y a suplicar misericordia, a revelar todos los engaños, y a confesar todos los pecados a Hephaestus, el dios. El largo cuello del dragón se inclinó ligeramente a un lado, pero la mirada no se apartó del drow, manteniéndolo sujeto con la misma firmeza que el abrazo de Bluster, el oso.

Una voz sonó débil pero insistente en los pensamientos de Drizzt: la voz del vigilante ciego cuando relataba historias de batallas y heroísmo. Al principio, el drow apenas si la oía: pero la voz insistía para recordarle a su manera que cinco hombres dependían de él. Si fracasaba, los frailes morirían. Esta parte del plan no fue difícil para Drizzt, porque creía sinceramente en las palabras.

—¡Hephaestus! —gritó en la lengua común—. ¿Puede ser finalmente que seas tú? ¡Oh, eres magnífico! ¡Mucho más magnífico de lo que dicen los relatos!

La cabeza del dragón se apartó una docena de pasos, y una expresión de desconcierto apareció en aquellos ojos sabios.

—¿Me conoces? —rugió Hephaestus, y el ardiente aliento del dragón agitó la cabellera blanca del drow con la fuerza del viento.

—¡Todos te conocen, poderoso Hephaestus! —gritó Drizzt, que se arrodilló, sin atreverse a permanecer de pie—. ¡Era a ti al que buscaba y ahora que te encuentro puedo decir que no me decepcionas!

—¿Por qué el elfo oscuro busca a Hephaestus? —preguntó el dragón con una mirada de sospecha—. El destructor de Cockleby y devorador de diez mil reses, el que aplastó Angalander, el que…

Continuó el recitado durante varios minutos, y Drizzt soportó el aliento fétido estoicamente, sin dejar de fingir una profunda admiración por la larga lista de maldades. Cuando Hephaestus terminó, el drow tuvo que hacer una pausa para recordar la pregunta inicial. Su desconcierto sirvió para mejorar el engaño.

—¿Elfo oscuro? —preguntó como si no hubiese entendido la pregunta. Miró al dragón y repitió las palabras, todavía con más desconcierto—. ¿Elfo oscuro?

El dragón echó un vistazo a la sala, observó las montañas de tesoros, y se detuvo un momento en el globo de oscuridad, casi al otro lado del recinto.

—¡Me refiero a ti! —bramó de pronto, y la fuerza del grito hizo caer de espaldas a Drizzt—. ¡Elfo oscuro!

—¿Drow? —dijo Drizzt, que se recuperó en el acto y esta vez sí que se puso de pie—. No, no lo soy. —Se miró el cuerpo y asintió como si de pronto se viera en la realidad—. Sí, desde luego —añadió—. ¡Muchas veces olvido el cuerpo que tengo ahora! —Hephaestus soltó un gruñido de impaciencia, y el joven comprendió que debía actuar deprisa—. No soy un drow —afirmó—, aunque no tardaré en serlo si Hephaestus no puede ayudarme. —Drizzt sólo podía confiar en despertar la curiosidad del dragón—. Estoy seguro de que has escuchado hablar de mí, poderoso Hephaestus. Soy, o era… y espero volver a serlo, Mergandevinasander de Chult, un viejo negro de larga fama.

—¿Mergandevin…? —Hephaestus se interrumpió en mitad del nombre.

Desde luego, lo había escuchado mencionar. Los dragones conocían los nombres de casi todos los demás dragones del mundo. Hephaestus también sabía, como había sospechado Drizzt, que Mergandevinasander tenía los ojos lila.

Para ayudarse en la explicación, Drizzt recordó sus experiencias con Clak, el desgraciado pek que había sido transformado en oseogarfio por un mago.

—Un mago me derrotó —dijo compungido—. Un grupo de aventureros entró en mi guarida. ¡Ladrones! ¡Atrapé a uno de ellos, un paladín! —A Hephaestus pareció gustarle este pequeño detalle, y Drizzt se felicitó por su inventiva—. ¡Cómo se derretía su armadura plateada con el ácido de mi aliento!

—Una pena haberlo desperdiciado —comentó Hephaestus—. ¡Los paladines son un bocado exquisito!

Drizzt sonrió para ocultar la inquietud ante el comentario.

«¿Qué gusto tendrá la carne de elfo oscuro?», se preguntó al ver la boca del dragón tan cerca.

—Los habría matado de no haber sido por aquel maldito hechicero. ¡Fue él quien me hizo esta cosa tan terrible!

Drizzt miró su cuerpo de drow con un gesto de asco.

—¿Te refieres a la polimorfía? —preguntó Hephaestus, y a Drizzt le pareció percibir un tono de compasión en la voz.

—Un hechizo malvado —asintió solemne—. Me quitó la forma, las alas, el aliento. En mi pensamiento no dejé de ser Mergandevinasander, pero… —Hephaestus abrió los ojos ante la pausa, y la mirada de angustia y desconcierto que le dirigió Drizzt hizo que el dragón se apartara—. De pronto he descubierto que me gustan las arañas —murmuró el drow—. Hacerles mimos, besarlas…

«Conque éste es el aspecto que tiene un dragón asqueado», pensó Drizzt cuando volvió a mirar al monstruo.

Las monedas y las joyas tintinearon por toda la sala cuando un temblor involuntario sacudió al dragón.

Los frailes, apiñados en la boca del túnel, no podían ver el encuentro, pero sí escuchaban la conversación con toda claridad y comprendían el juego que el drow se traía entre manos. Por primera vez desde que lo conocían, el hermano Jankin había enmudecido, y fue Mateo el que susurró unas pocas palabras que expresaban el sentimiento general.

—¡Hay que reconocer que tiene agallas!

El fraile gordo soltó una risita, y se tapó la boca en el acto, asustado por la posibilidad de haber hablado demasiado alto.

—¿Por qué has venido a mí? —rugió Hephaestus, furioso.

Drizzt trastabilló, pero consiguió mantenerse en pie.

—¡Te lo ruego, poderoso Hephaestus! —suplicó Drizzt—. No tengo elección. Viajé a Menzoberranzan, la ciudad de los drows, pero me dijeron que el hechizo era muy poderoso, que no podía hacer nada por disiparlo. Así que he venido a ti, grande y poderoso Hephaestus, famoso por tus conocimientos de los hechizos de transmutación. Quizás alguien como yo…

—¿Un negro? —vociferó Hephaestus, y esta vez Drizzt rodó por el suelo—. ¿Alguien como tú?

—No, no, un dragón —se apresuró a decir el drow, rectificando el aparente insulto al tiempo que volvía a levantarse, convencido de que en cualquier momento tendría que echar a correr.

El gruñido de Hephaestus le indicó que necesitaba una distracción, y la encontró detrás del dragón, en las profundas huellas producidas por el fuego en las paredes y el fondo de un nicho rectangular. Drizzt dedujo que era allí donde Hephaestus ganaba fortunas derritiendo metales. El drow no pudo evitar un estremecimiento al pensar en cuántos desafortunados mercaderes y aventureros debían de haber encontrado la muerte entre aquellas paredes ennegrecidas.

—¿Qué ha causado semejante cataclismo? —gritó Drizzt, asombrado. Hephaestus no volvió la cabeza, atento a una traición. Al cabo de un momento, entendió a qué se refería el drow y dejó de gruñir—. ¿Qué dios se ha posado sobre ti, todopoderoso Hephaestus, y te ha bendecido con semejante poder? ¡No hay en ninguna parte de los Reinos una piedra tan calcinada! ¡No desde que los fuegos formaron el mundo…!

—¡Ya es suficiente! —tronó Hephaestus—. ¿Tú que eres tan sabio no conoces el aliento de un rojo?

—Sin duda el fuego es el don de un rojo —replicó Drizzt, sin apartar la mirada del nicho—. Pero ¿tan intensas pueden ser las llamas? ¡No es posible que causen semejante destrucción!

—¿Quieres que te lo demuestre? —manifestó el dragón con un resoplido cargado de humo.

—¡Sí! —gritó el drow—. ¡Quiero decir, no! —añadió, mientras se acurrucaba en una posición fetal. Era consciente de que caminaba sobre la cuerda floja, pero era un riesgo necesario—. En realidad deseo ser testigo de la descarga, aunque temo sentir su calor.

—¡Entonces observa, Mergandevinasander de Chult! ¡No te lo pierdas!

La profunda inspiración del dragón arrastró a Drizzt dos pasos hacia delante, le echó la cabellera contra el rostro, y casi le arrancó la manta de la espalda. En la montaña, detrás de él, las monedas cayeron por la pendiente.

El cuello del dragón se movió en un arco muy amplio para situar la gran cabeza roja en línea con el nicho.

La bocanada de fuego consumió el aire de la sala; Drizzt sintió que los pulmones le ardían y le escocían los ojos, tanto por el calor como por el resplandor. Aun así, no apartó la mirada mientras el fuego del dragón convertía el nicho en una terrible hoguera. El drow no pasó por alto que el dragón cerraba los ojos al tiempo de escupir el fuego.

Cuando acabó la exhibición, Hephaestus se volvió triunfante. Drizzt, que aún miraba el nicho y las piedras derretidas que chorreaban de las paredes y el techo, no tuvo necesidad de fingir asombro.

—¡Por todos los dioses! —susurró con voz ronca. Consiguió mirar la expresión ufana del dragón—. ¡Por todos los dioses! —repitió—. ¡Mergandevinasander de Chult, que se creía supremo, se humilla ante ti!

—¡No es para menos! —gritó Hephaestus—. ¡Ningún negro se puede comparar con un rojo! No lo olvides nunca, Mergandevinasander. ¡Es una verdad que puede salvarte la vida si alguna vez un rojo se presenta a tu puerta!

—¡Desde luego! —asintió Drizzt—. ¡Pero mucho me temo que no tendré puerta! —Una vez más miró su forma y mostró su disgusto—. Ninguna otra puerta que no sea la de la ciudad de los elfos oscuros.

—Ése es tu destino, no el mío —replicó Hephaestus—. Sin embargo, me apiadaré de ti. Te dejaré marchar vivo, aunque es más de lo que te mereces por haber perturbado mi siesta.

Había llegado el momento crítico. Drizzt podía aceptar la oferta de Hephaestus. No deseaba otra cosa que poder salir de allí cuanto antes. Pero sus principios y el recuerdo de Mooshie se lo impedían. ¿Qué pasaría con los compañeros que aguardaban en el túnel? ¿Qué aventuras mencionarían los libros de bardos?

—Entonces devórame —le dijo al dragón, aunque él mismo no podía creer en sus palabras—. Yo, que he conocido la gloria de los dragones, no puedo contentarme con vivir como un elfo oscuro. —La enorme boca de Hephaestus se acercó—. ¡Adiós a todos los dragones! —lloriqueó el drow—. ¡Cada vez somos menos, mientras los humanos se multiplican como gusanos! ¡Adiós a los tesoros de los dragones, que serán robados por hechiceros y paladines! —La forma en que pronunció esta última palabra detuvo a Hephaestus—. ¡Y adiós a Mergandevinasander —proclamó Drizzt—, derrotado por un hechicero humano cuyo poder incluso supera al de Hephaestus, el más poderoso de los dragones!

—¡Supera! —vociferó Hephaestus, y toda la sala tembló con el poder de aquel rugido.

—¿Qué debo creer si no? —gritó Drizzt, aunque su voz pareció un susurro comparada con la del dragón—. ¿Es que Hephaestus no puede ayudar a uno de su misma raza? No, me niego a creerlo. El mundo entero no lo creerá. —Drizzt señaló con un dedo el techo de la sala buscando las palabras más adecuadas. No necesitaba recordar cuál era el precio del fracaso—. No. ¡Lo que dirán de un extremo al otro de los Reinos es que Hephaestus no se atrevió a disipar la magia del hechicero, que el gran rojo no se atrevió a mostrar su debilidad ante un hechizo tan poderoso por miedo a que su debilidad pudiera invitar al grupo del mago a venir al norte para apoderarse de las riquezas de otro dragón! ¡Ah! —añadió Drizzt, con los ojos desorbitados—. Pero ¿acaso esta supuesta debilidad no dará también pie al hechicero y a su banda de sucios ladrones para albergar esperanzas de hacerse con semejante botín? ¿Y qué dragón tiene un tesoro mayor que el de Hephaestus, el rojo de la rica Mirabar?

El dragón no sabía qué hacer. A Hephaestus le gustaba su forma de vida, le gustaba dormir sobre los tesoros cada vez mayores que le suministraban los mercaderes a cambio de sus servicios. No necesitaba para nada que una pandilla de heroicos aventureros se presentaran en su madriguera. Éstos eran los sentimientos que Drizzt esperaba provocar.

—¡Mañana! —rugió el dragón—. ¡Hoy estudiaré el hechizo y mañana Mergandevinasander volverá a ser negro otra vez! ¡Pero se marchará con la cola en llamas, si se atreve a pronunciar una sola blasfemia más! Ahora debo descansar para recordar el hechizo. No se te ocurra moverte, dragón con forma de drow. Te oleré allí adonde vayas y escucharé cualquier movimiento. ¡No tengo el sueño tan profundo como desean los ladrones!

Desde luego, Drizzt no ponía en duda sus palabras. Pero si bien las cosas habían salido tal como esperaba, ahora se encontraba con otro problema. No podía esperar un día entero para reanudar la conversación con el rojo, ni tampoco podían esperar sus compañeros. ¿Cómo reaccionaría el dragón cuando intentara recordar un hechizo que no existía? ¿Y qué pasaría, se preguntó Drizzt de pronto aterrorizado, si Hephaestus lo transformaba en un dragón negro?

—Es evidente —dijo Drizzt— que el aliento de un negro tiene ventajas sobre el de un rojo.

El dragón se volvió como un rayo, furioso una vez más.

—¿Quieres sentir mi aliento? —bramó—. ¿Crees que tus bravatas lo soportarán?

—No, no —replicó Drizzt—. No lo tomes como un insulto, poderoso Hephaestus. ¡El espectáculo de tu fuego me ha quitado el orgullo! ¡Pero no hay por qué despreciar el aliento de los negros! ¡Tiene algunas cualidades que superan incluso el poder del fuego de los rojos!

—¿Cuáles?

—El ácido, sin ir más lejos, oh Hephaestus el increíble, devorador de diez mil reses —contestó el drow—. El ácido se adhiere a la armadura del caballero, la atraviesa para causar un tormento incomparable.

—¿Algo parecido al metal derretido? —preguntó el dragón rojo, sarcástico—. ¿El metal fundido por el fuego de un rojo?

—Me temo que más duradero —repuso Drizzt, con la mirada baja—. El aliento de un rojo es sólo un estallido de destrucción inmediata, pero el del negro permanece para desesperación del enemigo.

—¿Un estallido? —gruñó Hephaestus—. ¿Cuánto tiempo puedes lanzar tu aliento, pobre negro? ¡Tardo yo más en respirar, lo sé!

—Pero… —comenzó a decir Drizzt, señalando el nicho.

Esta vez la súbita inspiración del dragón lo arrastró unos cuantos pasos y casi lo levantó por los aires. El drow mantuvo la calma suficiente para gritar la señal, «¡Fuego de los Nueve Infiernos!», mientras Hephaestus volvía la cabeza hacia el nicho.

—¡La señal! —gritó Mateo por encima del tumulto—. ¡Corred si queréis salvar la vida! ¡Corred!

—¡No! —replicó el hermano Herschel aterrorizado, y los demás, excepto Jankin, estuvieron de acuerdo.

—¡Oh, qué alegría poder sufrir tanto! —aulló el fanático, que se apresuró a salir del túnel.

—¡Tenemos que escapar! ¡Nos va la vida en ello! —les recordó Mateo, al tiempo que sujetaba a Jankin por el pelo para evitar que fuera en la dirección equivocada.

Los otros frailes, al comprender que quizás ésta era la última oportunidad, abandonaron el túnel con tanta prisa que resbalaron por la pendiente. Cuando se pusieron de pie, comenzaron a dar vueltas, sin saber si debían volver al túnel o correr hacia la salida. Intentaron subir sin éxito, sobre todo porque Mateo todavía trataba de dominar a Jankin y les impedía el paso, así que el camino obligado era la salida. Desesperados, los frailes corrieron a través de la sala.

Sin embargo, ni siquiera el terror impidió que cada uno de ellos, incluido Jankin, se llenara los bolsillos con joyas a medida que corrían.

¡Nunca se había visto nada igual! Hephaestus, con los ojos cerrados, soltaba llamas en un chorro interminable que desintegraba las paredes del nicho. El fuego desbordaba el recinto —Drizzt estaba a punto de desmayarse por el calor— pero el furioso dragón no cedía, dispuesto a humillar de una vez para siempre a su insolente visitante.

Hephaestus espió una sola vez, para ver los efectos de su demostración. Los dragones conocían sus salas de tesoros mejor que cualquier otra cosa en el mundo, y Hephaestus no pasó por alto la imagen de cinco figuras que corrían a través de la sala en dirección a la salida. Cesó el chorro de fuego, y el dragón dio media vuelta.

—¡Ladrones! —rugió con una fuerza capaz de partir piedras.

Drizzt comprendió que había acabado el juego.

La enorme boca con dientes como lanzas se lanzó contra el drow. Drizzt se hizo a un lado y saltó hacia delante porque no podía hacerlo en ninguna otra dirección. Se sujetó a uno de los cuernos del dragón, trepó para situarse sobre la cabeza y se aferró con todas sus fuerzas mientras el monstruo intentaba hacerlo volar por los aires. El drow quiso coger la cimitarra, pero en cambio metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de tierra. Sin la menor vacilación lanzó la tierra contra los ojos del dragón.

Hephaestus sacudió la cabeza de arriba abajo, enloquecido. Al ver que Drizzt resistía con alma y vida, el astuto dragón escogió un método más eficaz.

El drow adivinó la intención de Hephaestus en cuanto la cabeza comenzó a subir a gran velocidad. El techo era alto, pero no para el cuello del dragón. Era una caída muy larga, pero preferible a morir aplastado, y Drizzt se dejó caer antes de que la cabeza se estrellara contra la piedra.

El drow se levantó tambaleante en el momento en que Hephaestus, poco afectado por el golpe, tomaba aire. Esta vez la suerte acompañó al drow. Un gran trozo de piedra se desprendió del techo, fue a dar contra la cabeza del dragón, y Hephaestus dejó escapar el aliento antes de convertirlo en llamas. Drizzt corrió por una de las montañas de oro y se zambulló al otro lado.

Hephaestus rugió rabioso y, sin pensarlo, soltó el resto de aliento contra la pila. Las monedas de oro se derritieron, y gemas enormes se quebraron por efecto del calor. La montaña tenía un espesor de más de seis metros y era muy compacta, pero así y todo, Drizzt notó que se le quemaba la espalda. Escapó de la pila, dejando atrás la capa humeante mezclada con oro fundido.

Con las cimitarras en alto, Drizzt se lanzó contra el dragón, que retrocedía. En una acción tan valiente como estúpida descargó las cimitarras con todas sus fuerzas, pero sólo alcanzó a dar dos golpes; después se detuvo porque no podía soportar el dolor en las manos. Era como pegar en una pared de piedra.

Hephaestus, con la cabeza bien alta, no prestó ninguna atención al ataque.

—¡Mi oro! —gimió el dragón. Entonces el monstruo miró hacia abajo, buscando al drow—. ¡Mi oro! —repitió.

Drizzt encogió los hombros como disculpándose y echó a correr.

Hephaestus descargó un golpe con la cola, que chocó contra otra montaña de tesoros, y una lluvia de monedas de oro y plata y gemas preciosas se dispersó por toda la sala.

—¡Mi oro! —chillaba el dragón mientras derrumbaba las pilas a su paso.

Drizzt, agazapado detrás de una pila, cogió la estatuilla de ónice y llamó a la pantera.

—¡Ayúdame, Guenhwyvar!

—¡Te huelo, ladrón! —anunció el dragón con una voz de trueno no muy lejos del escondite del drow.

En respuesta al grito, la pantera apareció en lo alto de la pila, soltó un rugido y se alejó de un salto. Drizzt, bien acurrucado, contó cuidadosamente los pasos de Hephaestus.

—¡Te haré pedazos a dentelladas, transformista! —gritó el dragón, y abrió las mandíbulas para engullir a la pantera.

Pero ni siquiera los dientes de un dragón podían morder la niebla insustancial en que se había convertido de pronto la pantera.

Drizzt se embolsó unas cuantas gemas mientras corría hacia la salida, y los rugidos de rabia del dragón ahogaron el ruido de sus pasos. La sala era muy grande, y Drizzt no había llegado todavía a la salida cuando Hephaestus lo descubrió. Desconcertado, pero no por ello menos furioso, el dragón se lanzó en su persecución.

A Drizzt se le ocurrió un último ardid al recordar que, según el libro, el dragón rojo hablaba la lengua de los goblins.

—¡Cuando esa estúpida bestia salga detrás de mí, entrad y llevaos el resto! —gritó en dicho idioma.

Hephaestus se detuvo en seco y se volvió para mirar desconfiado el agujero del túnel que comunicaba con las minas. El estúpido dragón se enfrentaba a un dilema: quería perseguir al drow pero al mismo tiempo tenía miedo de ser víctima de un robo. Hephaestus se acercó al túnel, metió la cabeza en el agujero para comprobar si había alguien en el interior, y después se apartó para pensar las cosas con más calma.

Los ladrones sin duda ya estarían lejos, pensó. Tendría que salir a cielo abierto si quería atraparlos, algo de poco provecho en esta época del año, la más lucrativa. Al final, Hephaestus resolvió el dilema de la misma manera que solucionaba todos los otros problemas. Juró que se comería al próximo grupo de mercaderes que acudiera a visitarlo. Recuperado el orgullo con esta decisión, que olvidaría en cuanto se fuera a dormir, el dragón volvió a la sala para ordenar los tesoros y salvar lo que pudiera de las pilas que había fundido sin darse cuenta.