19
Caminos separados

Ocho días no habían sido suficientes para aliviar el dolor en el pie de Tephanis. El trasgo caminaba lo mejor que podía, pero cada vez que echaba a correr, invariablemente se desviaba y a menudo iba a chocar contra algún arbusto o, todavía peor, contra el tronco de un árbol.

—¡Quieres-por-favor-dejar-de-gruñirme, perro-estúpido! —le reprochó Tephanis al sabueso amarillo que le hacía compañía desde el día siguiente a la batalla.

Ninguno de los dos se encontraba a gusto con el otro. Con frecuencia, el trasgo lamentaba que este feo animal no se pareciera en nada a Caroak.

Caroak estaba muerto: Tephanis había encontrado el cadáver destrozado del lobo plateado. Otro compañero desaparecido, y ahora estaba solo otra vez.

—¡Sólo-excepto-por-ti, perro-estúpido! —se lamentó.

El perro le enseñó los dientes y gruñó.

Tephanis sintió ganas de rebanarle la garganta, y de atravesar de arriba abajo todo el cuerpo del perro sarnoso con su cuchillo. Sin embargo vio que faltaba poco para la puesta de sol y pensó que la bestia podría serle de utilidad.

—¡Es-hora-de-irme! —anunció el trasgo.

Antes de que el perro pudiese reaccionar, Tephanis pasó junto a él, cogió la cuerda que le había pasado por el cuello y la sujetó con tres vueltas alrededor de un árbol cercano. El perro intentó cazarlo pero no pudo ir más allá de lo que daba la cuerda.

—¡Enseguida-vuelvo, estúpido!

Tephanis corrió por los senderos de la montaña, consciente de que esta noche podría ser la última oportunidad. Las luces de Maldobar brillaban en la distancia, pero el trasgo se guiaba por otra luz, la de una hoguera. Llegó al pequeño campamento al cabo de unos minutos, y le alegró ver que el elfo no estaba.

Encontró a Roddy McGristle sentado en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, los brazos atrás y las muñecas atadas con una cuerda. El montañés tenía un aspecto lamentable —tan lamentable como el perro— pero Tephanis no tenía dónde elegir. Ulgulu y Kempfana estaban muertos, igual que Caroak, y Graul, después de la derrota en el huerto, había puesto precio a la cabeza del trasgo.

Esto sólo le dejaba a Roddy, que no era gran cosa. Sin embargo, Tephanis no quería tener que depender exclusivamente de sí mismo para la supervivencia. Se acercó, sin ser visto, al árbol.

—Mañana-estarás-en-Maldobar —susurró al oído del montañés. Roddy se quedó de una pieza al escuchar la voz chillona—. Mañana estarás en Maldobar —repitió Tephanis, mucho más despacio.

—Vete —le gruñó Roddy, convencido de que el trasgo le tomaba el pelo.

—¡Tendrías-que-ser-más-amable-conmigo, sí, señor! —replicó Tephanis—. El-elfo-quiere-llevarte-a-la-cárcel. Por-atentar-contra-el-vigilante-ciego.

—¡Cállate! —le ordenó McGristle, más fuerte de lo que esperaba.

—¿Con quién hablas? —preguntó Kellindil, que no estaba muy lejos.

—¡Ya-la-has-jorobado, tonto! —murmuró el trasgo.

—¡He dicho que te largues! —exclamó Roddy.

—Si-me-voy, ¿sabes-adónde-irás-a-parar? ¡A-la-cárcel! ¡Yo-te-puedo-ayudar, si-es-que-quieres-mi-ayuda!

—Desátame las manos —ordenó Roddy, que al fin parecía comprender las intenciones del trasgo.

—Ya-están-desatadas —contestó Tephanis, y Roddy comprobó que era verdad.

Hizo un movimiento para levantarse pero se detuvo al ver que Kellindil entraba en el campamento.

—No-te-muevas —dijo Tephanis—. Yo-me-encargaré-de-distraer-al-elfo.

Tephanis ya se había puesto en movimiento mientras hablaba, por lo que Roddy sólo escuchó un murmullo incomprensible. De todos modos, mantuvo las manos a la espalda como una precaución, al ver que se aproximaba el elfo, fuertemente armado.

—Nuestra última noche en el camino —comentó Kellindil, dejando caer junto al fuego el conejo que había cazado para la cena. Se acercó a Roddy y se agachó—. Enviaré recado a la dama Garra de Halcón en cuanto lleguemos a Maldobar —añadió—. Considera a Montolio DeBrouchee un buen amigo y le interesará saber los hechos ocurridos en el huerto.

—¿Y tú qué sabes? —replicó Roddy—. ¡El vigilante también es amigo mío!

—Si eres amigo de Graul, el rey orco, entonces no eres amigo del vigilante del huerto —afirmó Kellindil.

Roddy se quedó sin respuestas, pero Tephanis le dio una. Un zumbido sonó detrás del elfo, y Kellindil se volvió con la mano en la empuñadura de la espada.

—¿Qué clase de criatura eres tú? —le preguntó al trasgo, con una mirada de asombro.

Kellindil no tuvo ocasión de oír la respuesta, porque Roddy se abalanzó sobre él y lo aplastó contra el suelo. El elfo era un guerrero veterano, pero en el combate cuerpo a cuerpo no podía superar la enorme diferencia de peso del montañés. Las gordas y sucias manos de Roddy McGristle se cerraron alrededor del esbelto cuello del elfo.

—Tengo-a-tu-perro —dijo Tephanis en cuanto Roddy acabó de estrangular al elfo—. Atado-a-un-árbol.

—¿Tú quién eres? —inquirió Roddy, disimulando la alegría por haber recuperado la libertad y saber que su perro estaba vivo—. ¿Qué quieres de mí?

—Soy-una-cosa-pequeña-y, como-puedes-ver, no-miento —explicó el trasgo—. Me-gusta-tener-amigos-grandes.

—Bueno, te lo has ganado —reconoció Roddy, con una carcajada. Encontró el hacha entre las pertenencias del elfo muerto. Con una expresión seria, añadió—: Vamos, tenemos que volver a las montañas. Debo ocuparme de un drow.

Durante un segundo, una expresión agria apareció en las delicadas facciones de Tephanis, que no tenía ningún interés en acercarse al huerto del vigilante. Aparte del precio puesto a su cabeza por el rey orco, sabía que los demás elfos podrían sospechar si veían aparecer a Roddy sin Kellindil. Además, el solo hecho de pensar en tener que enfrentarse otra vez al elfo oscuro aumentaba considerablemente el dolor en la cabeza y el pie de Tephanis.

—¡No! —exclamó el trasgo. Roddy, poco acostumbrado a que lo desobedecieran, lo miró enfadado—. No-es-necesario —mintió Tephanis—. El-drow-ha-muerto. Lo-mató-un-worg. —El montañés no pareció muy convencido—. Yo-te-guié-una-vez-hasta-el-drow —le recordó el trasgo.

Roddy se llevó una gran desilusión, pero ya no dudaba de la palabra de su pequeño amigo. De no haber sido por Tephanis, jamás habría encontrado a Drizzt. Ahora habría estado a casi doscientos kilómetros de distancia, dedicado a husmear por la cueva de Morueme y malgastando su oro en las mentiras del dragón.

—¿Y qué me dices del vigilante ciego? —preguntó.

—Está-vivo, pero-déjalo-vivir —respondió Tephanis—. Se-le-han-unido-muchos-amigos-peligrosos. —Guió la mirada de Roddy hacia el cadáver de Kellindil—. Elfos, muchos-elfos.

Roddy asintió. No tenía ninguna deuda pendiente con Mooshie y no le interesaba enfrentarse a los parientes de Kellindil.

Enterraron al elfo y todas las provisiones que no podían llevarse, buscaron al perro de Roddy, y aquella misma noche echaron a andar hacia los amplios territorios del oeste.

El verano fue un período tranquilo y productivo en el huerto de Mooshie. Drizzt aprendió todo lo referente a los principios y los métodos de los vigilantes con mucha más facilidad de lo que había esperado Montolio. El viejo le enseñó los nombres de todos los árboles y arbustos de la región, y el de los animales, y también le enseñó a interpretar las pistas que le daba Mielikki. Cuando se encontraba con un animal que no conocía, sólo con observar los movimientos y las acciones podía deducir su comportamiento.

—Ve y tócale la piel —le susurró Montolio un día a la hora del crepúsculo.

El viejo señaló a través del campo una hilera de árboles y una cola de ciervo blanca. Incluso en la penumbra, Drizzt tenía dificultades para ver al animal, pero al igual que el ciego, presentía su presencia.

—¿Me dejará? —preguntó.

Montolio se limitó a sonreír.

Drizzt se deslizó por el borde del prado en silencio y con mucho cuidado, sin apartarse de las sombras. Escogió acercarse por el norte, en contra del viento, pero para situarse al norte del ciervo, tenía que rodearlo por el este. Comprendió el error cuando todavía le faltaban unos veinte metros para alcanzar al animal. El ciervo levantó la cabeza, husmeó el aire y sacudió la blanca cola.

El drow permaneció inmóvil y esperó un buen rato mientras el ciervo volvía a pastar. Pero la criatura estaba sobre aviso y, en cuanto Drizzt dio otro paso, salió disparada.

Montolio, en cambio, que se había acercado por el sur, tuvo tiempo de palmearlo en la grupa cuando pasó a su lado.

—¡Tenía el viento a mi favor! —protestó Drizzt, sorprendido, al ver la expresión ufana del vigilante.

—Sólo durante los últimos veinte metros, cuando te acercaste por el norte —le explicó Montolio—. Antes era mejor el oeste que el este.

—Pero no podía situarme en el norte desde el oeste —objetó el elfo.

—No era necesario —contestó el viejo—. Hay un risco allá atrás —señaló el sur—, que corta el viento en este ángulo y lo desvía.

—No lo sabía.

—Tienes que saberlo —afirmó Montolio—. Ahí está el truco. Tienes que tener la visión del pájaro y mirar la región desde lo alto antes de escoger una ruta.

—No sé volar —replicó Drizzt, sarcástico.

—¡Ni yo! —exclamó el vigilante—. Mira el cielo.

Drizzt entornó los párpados y miró el cielo encapotado. Distinguió una silueta solitaria, que planeaba con las grandes alas bien abiertas para aprovechar las corrientes de aire.

—Veo un halcón —dijo.

—Que llegó con la brisa del sur —comentó Montolio—, y después se desvió al oeste al encontrarse con el cruce de las corrientes provocado por el risco. Si hubieses observado su vuelo, podrías haber sospechado el cambio en el terreno.

—Eso es imposible —afirmó Drizzt.

—¿Lo es? —preguntó Montolio, y se alejó… para ocultar su sonrisa.

Desde luego el drow tenía razón: no se podía saber cuál era la topografía del terreno a partir del vuelo de un halcón. El viejo se había enterado del cambio del viento gracias a un búho al que había llamado en cuanto Drizzt se internó en el prado, pero el joven no tenía por qué saberlo. Decidió que al drow le vendría muy bien un repaso de sus conocimientos. Descubrir la verdad por sus propios medios sería una lección muy valiosa.

—Te lo dijo Sirena —declaró Drizzt al cabo de media hora, en el camino de regreso al huerto—. El búho te avisó del cambio de viento y de la presencia del halcón.

—Pareces estar muy seguro.

—Así es —dijo Drizzt, con firmeza—. El halcón no gritó, porque yo lo habría oído. Tu no podías ver al pájaro y sé que tampoco escuchaste el ruido del viento contra sus alas, por mucho que digas lo contrario.

El elfo sonrió al escuchar la carcajada de Montolio que confirmaba sus deducciones.

—Lo has hecho muy bien —comentó el vigilante.

—No conseguí tocar al ciervo —le recordó Drizzt.

—Ésa no era la prueba —replicó Montolio—. Has confiado en tus conocimientos para rebatir mis afirmaciones. Estás bien seguro de lo que has aprendido. Ahora aprenderás algunas cosas más. Deja que te enseñe algunos trucos sobre cómo acercarse a un ciervo.

Hablaron durante todo el camino de regreso al huerto y hasta bien entrada la noche. Drizzt escuchaba absorto las palabras que le enseñaban nuevas y maravillosos secretos de la naturaleza.

Una semana más tarde, en otro campo, Drizzt apoyó una mano en la grupa de una cierva, y la otra en el lomo de su cervatillo. Los animales escaparon espantados al sentirse tocados, pero Montolio «vio» la sonrisa del compañero desde un centenar de metros más allá.

Todavía le faltaban muchas lecciones cuando acabó el verano, pero Montolio ya no dedicaba tanto tiempo a la enseñanza del drow. Drizzt ya sabía lo suficiente para salir y aprender por su cuenta sobre las voces de los animales y las señales sutiles en los árboles y las plantas. Tan interesado estaba Drizzt en sus estudios que no se dio cuenta de los profundos cambios que ocurrían en Montolio. El vigilante se sentía mucho más viejo. Apenas si podía enderezar la espada los días de más frío, y las manos se le agarrotaban. Montolio lo soportaba todo en silencio, porque siempre había rechazado la autocompasión y no lo preocupaba lo que no tardaría en llegar. Había vivido muchos años, había conseguido muchas cosas, y había disfrutado de la vida mucho más que la mayoría de los hombres.

—¿Cuáles son tus planes? —le preguntó una noche a Drizzt mientras cenaban un guiso de verduras preparado por el drow.

La pregunta sorprendió al elfo. No tenía ningún plan más allá del presente, y ¿por qué iba a tenerlo, cuando disfrutaba de una vida tan tranquila y agradable como jamás hubiese imaginado? Drizzt no quería pensar en el tema, así que le arrojó una galleta a Guenhwyvar para cambiar de tema. La pantera se había aficionado a la cama de Drizzt, y se envolvía con las mantas hasta el extremo que el drow había llegado a pensar que la única manera de sacarla de allí era enviándola de regreso al plano astral.

—¿Cuáles son tus planes, Drizzt Do’Urden? —insistió el vigilante—. ¿Dónde y cómo vivirás?

—¿Me echas de aquí? —se extrañó Drizzt.

—Desde luego que no.

—Entonces me quedaré a vivir contigo —declaró Drizzt, muy tranquilo.

—Me refiero a después —dijo Montolio, con cierto embarazo.

—¿Después de qué? —inquirió Drizzt, suponiendo que Mooshie sabía algo que no le había dicho.

La risa de Montolio se burló de sus sospechas.

—Soy un hombre viejo —explicó el vigilante—, y tú eres un elfo joven. Soy mayor que tú, pero incluso si fuese un bebé, tú vivirías más que yo. ¿Adonde irá Drizzt Do’Urden cuando Montolio DeBrouchee ya no esté?

—Yo no… —tartamudeó el drow, sin mirar al viejo—. Me quedaré aquí.

—No —dijo Montolio, con voz seria—. Tienes muchas más cosas por delante que esto. Esta vida no es para ti.

—A ti te ha valido —respondió Drizzt con cierta brusquedad.

—Durante cinco años —contestó Montolio, sin ofenderse—. Cinco años después de una vida llena de aventuras y emociones.

—Mi vida no ha sido muy plácida —le recordó Drizzt.

—Pero tú todavía eres un niño —afirmó Montolio—. Cinco años no son lo mismo que quinientos, y quinientos son los que te restan. Prométeme que meditarás tu decisión cuando yo no esté. Hay un mundo entero que te espera, amigo mío, lleno de dolor, pero también lleno de alegría. El primero te ayudará a crecer, y el segundo hará más tolerable el viaje. Prométeme ahora —añadió el viejo— que, cuando Mooshie ya no esté, buscarás el lugar que te corresponde.

Drizzt deseaba discutir; quería preguntarle al vigilante por qué estaba tan seguro de que el huerto no era su «lugar». Después pensó en Maldobar, en la muerte de los granjeros, y en las pruebas que había pasado. Y también recordó su deseo de conocer el mundo. ¿Cuántas personas como Mooshie podría encontrar? ¿Cuántos amigos? De pronto se le ocurrió que el huerto sería un lugar muy solitario para Guenhwyvar y él solos.

Montolio aceptó el silencio, consciente de lo difícil que era para su amigo tomar una decisión. Por fin, se decidió a hablar.

—Al menos prométeme que, cuando llegue el momento, pensarás en lo que te he dicho —pidió el vigilante, y Drizzt asintió.

La primera nevada llegó muy pronto; era sólo un polvo blanco que descargaron las nubes que ocultaban a ratos la luna llena. Drizzt, que había salido a pasear con Guenhwyvar, disfrutaba con el cambio de estación, contento con la reafirmación del interminable ciclo. De muy buen humor regresó al huerto, sacudiendo las ramas bajas de los pinos para ver cómo caía la nieve.

En la hoguera sólo quedaban las brasas. Sirena permanecía inmóvil sobre una rama e incluso el viento parecía no hacer ningún ruido. Drizzt miró a la pantera como si le pidiera una explicación, pero el animal se instaló junto al fuego con aire sombrío.

El temor es una emoción extraña, la culminación de unas pistas muy sutiles que producen tanto desconcierto como miedo.

—Mooshie… —llamó Drizzt en voz baja, acercándose al dormitorio del vigilante.

Apartó la cortina y la utilizó para protegerse del resplandor de las brasas, mientras acomodaba los ojos a la visión infrarroja.

Permaneció en la entrada durante mucho tiempo, observando cómo el cuerpo del viejo irradiaba las últimas ondas de calor. Pero si el cadáver de Mooshie estaba frío, la sonrisa satisfecha seguía cálida.

Drizzt lloró muchas veces durante los días siguientes, aunque, cada vez que recordaba aquella sonrisa y la paz que emanaba de ella, comprendía que lloraba su propia pérdida y no la de Mooshie.

El drow enterró al vigilante debajo de un montículo de piedras junto al huerto, y después pasó el invierno ocupado en las tareas cotidianas mientras pensaba en el futuro. Sirena aparecía cada vez menos, y, en una ocasión, por la mirada que dirigió al drow mientras remontaba el vuelo, Drizzt supo que no volvería más.

Con la llegada de la primavera, Drizzt llegó a comprender los sentimientos del búho. Durante más de una década había buscado un hogar y lo había encontrado con Montolio. Pero desaparecido el vigilante, el huerto ya no era el mismo. Éste era el lugar de Mooshie, no el de Drizzt.

—Cumplo con mi promesa —murmuró Drizzt una mañana.

Montolio le había pedido que meditara con mucho cuidado sobre el futuro después de su desaparición, y él ahora cumplía la palabra dada. Se encontraba a gusto en el huerto y todavía era aceptado, pero éste ya no era su hogar. El suyo se encontraba en otra parte, en aquel mundo que Montolio le había dicho que estaba «lleno de dolor, y también lleno de alegría».

Drizzt recogió unas cuantas cosas —provisiones y algunos de los libros más interesantes del vigilante—, sujetó las cimitarras al cinto y se echó el arco al hombro. Entonces dio un último paseo por el huerto; contempló los puentes de sogas, la armería, los barriles de licor y el tronco hueco, la raíz del árbol donde había detenido la carga del gigante, el lugar donde Mooshie había batallado. Llamó a Guenhwyvar, y la pantera comprendió la situación en el acto.

No volvieron a mirar atrás mientras se alejaban por el sendero hacia el mundo lleno de penurias y alegrías.