18
La batalla del huerto de Mooshie

Drizzt observó que Montolio parecía bastante preocupado después de que Sirena, que había traído más noticias, volviera a partir.

—¿La división de las fuerzas de Graul? —preguntó.

—Orcos montados en worgs, sólo un puñado, que dan un rodeo hacia el este —contestó Montolio, muy serio.

—Podemos detenerlos —afirmó Drizzt, después de mirar más allá de la pared de piedra, hacia el paso protegido por el tronco lleno de licor.

Sin embargo, sus palabras no sirvieron para animar al vigilante.

—Otro grupo de worgs, alrededor de una veintena o más, se aproxima por el sur. —Drizzt no pasó por alto el temor del viejo cuando añadió—: Los guía Caroak. Nunca pensé que llegaría a convertirse en aliado de Graul.

—¿Un gigante?

—No, un lobo plateado —contestó Montolio. Al escuchar la respuesta, Guenhwyvar aplastó las orejas y gruñó furiosa—. La pantera sabe quién es —agregó mientras Drizzt miraba asombrado—. Un lobo plateado es una perversión de la naturaleza, un atentado contra las criaturas que siguen el orden natural, y, por lo tanto, enemigo de Guenhwyvar. —La pantera volvió a gruñir—. Es una bestia muy grande y demasiado astuta para ser un lobo. Ya he luchado antes contra Caroak. Él solo se bastaría para hacernos pasar un mal rato. Con la protección de los worgs, y nosotros ocupados en luchar contra los orcos, quizá podría salirse con la suya.

Guenhwyvar gruñó por tercera vez y escarbó el suelo con sus enormes garras.

Guenhwyvar se encargará de Caroak —afirmó Drizzt.

Montolio se acercó a la pantera y, sujetándola por las orejas, sostuvo la mirada de Guenhwyvar con sus ojos ciegos.

—Cuídate del aliento del lobo —dijo el vigilante—. Es un soplo helado que te congelará los músculos hasta los huesos. ¡He visto cómo tumbaba a un gigante! —Montolio se volvió hacia Drizzt y adivinó la expresión preocupada en el rostro del drow—. Guenhwyvar tiene que mantenerlos alejados de nosotros hasta que nos deshagamos de Graul y los suyos —añadió el viejo—. Entonces podremos hacer lo necesario para ocuparnos de Caroak.

Soltó las orejas de la pantera y le dio una palmada bien fuerte en el cuello.

Guenhwyvar rugió por cuarta vez y echó a correr a través del huerto, como una flecha negra apuntada al corazón del mal.

La fuerza principal de Graul llegó, tal como esperaban, por el oeste, precedida por un vocerío infernal, y avanzó en dos grupos entre los densos matorrales.

—¡Apunta al grupo del sur! —le avisó Montolio a Drizzt, apostado en el puente de soga donde tenían preparadas las ballestas—. ¡Tenemos amigos en el otro!

Como una confirmación a las palabras del vigilante, en el matorral del norte los orcos comenzaron a gritar, y sus voces sonaban más a chillidos de terror que a gritos de combate. Un coro de roncos gruñidos acompañaba a los gritos. Drizzt comprendió que Bluster, el oso, había acudido en respuesta a la llamada de Montolio, y, por los ruidos, parecía haber traído consigo a unos cuantos amigos.

Drizzt no estaba dispuesto a poner pegas a su buena fortuna. Se situó detrás de la ballesta más cercana y disparó cuando los primeros orcos salieron de los matorrales del sur. Corrió a lo largo del puente, apretando el gatillo de las ballestas a su paso. Desde su posición, Montolio disparó unas cuantas flechas por encima de la pared.

Entre tantos cuerpos en movimiento, Drizzt no podía saber cuántos disparos habían dado en el blanco, pero los dardos demoraron la carga de los orcos y dispersaron las filas. Varios cayeron de bruces; unos pocos dieron media vuelta y regresaron por donde habían venido. Pero el grueso del grupo, a los que se sumaron a toda prisa algunos que salían del otro matorral, prosiguió la carga.

Montolio disparó una última vez, y después se situó en el pasillo creado por las copas de los pinos doblados, donde lo protegían por tres lados las paredes de madera y los árboles. Con el arco en una mano, comprobó la espada y a continuación posó la otra sobre una cuerda.

Drizzt observó los movimientos del vigilante, situado a unos seis metros más al norte, y pensó que ésta podría ser su última oportunidad para disparar sin estorbos. Escogió un objeto colgado sobre la cabeza de Montolio y lanzó un hechizo sobre él.

Las flechas sólo habían provocado un cierto desorden entre los orcos, pero las trampas resultaron muy efectivas. Primero uno, después otro, pisaron los cepos, y sus gritos sonaron por encima del estrépito general. A medida que los demás veían el dolor de los compañeros y eran conscientes del peligro, fueron demorando el paso o deteniéndose.

Mientras aumentaba la confusión en el campo de batalla, Drizzt hizo una pausa y consideró cuidadosamente el último disparo. Descubrió a un orco muy grande y bien equipado que seguía el desarrollo de la lucha protegido por las ramas del matorral norte. El drow comprendió que aquél era Graul, pero entonces su atención pasó a la figura erguida junto al rey orco.

—Maldita sea —murmuró, al reconocer a McGristle.

Ahora estaba en un dilema y movió la mira de la ballesta de uno a otro. Drizzt quería disparar contra Roddy, acabar con su tormento personal en aquel momento. Pero Roddy no era un orco, y le repugnaba la idea de matar a un humano.

—Graul es el objetivo principal —se dijo a sí mismo como una manera de resolver las dudas.

Deprisa, antes de pensar en más excusas, apuntó y disparó. El dardo fue a clavarse en un árbol apenas unos centímetros por encima de la cabeza de Graul. Roddy se apresuró a sujetar al rey orco y arrastrarlo hacia una parte más protegida. En su lugar apareció un gigante con una piedra en la mano.

El proyectil golpeó los árboles detrás de Drizzt, y sacudió las ramas y el puente. Un segundo tiro hizo blanco en uno de los pilares, y la primera mitad del puente se derrumbó.

Aunque Drizzt lo había visto venir, esto no disminuyó el asombro y el horror ante la increíble puntería del monstruo a tanta distancia. En el momento en que el puente comenzó a caer, Drizzt saltó de la pasarela y se sujetó a una rama. Entonces se vio enfrentado a un nuevo problema. Por el este llegaban los orcos montados en worgs, provistos con antorchas.

El drow miró hacia el tronco lleno de líquido inflamable, y después a la ballesta. El arma y el poste que la sujetaba seguían en pie, pero no podía llegar hasta ella por el puente roto.

Los líderes del grupo principal, ahora detrás de Drizzt, llegaron a la pared de piedra. Por suerte, el primer orco que saltó fue a dar en una de las trampas y los compañeros ya no tuvieron tanta prisa por seguirlo.

Guenhwyvar se movió entre las numerosas grietas que marcaban el descenso hacia el norte. La pantera escuchó los primeros gritos de la batalla en el huerto, pero su atención se centraba en los aullidos de la manada de lobos. Saltó sobre una cornisa baja y esperó.

Caroak, la enorme bestia plateada, guiaba la carga. Atento sólo a los hechos en el huerto, la sorpresa del lobo fue total cuando la pantera aterrizó sobre su lomo y comenzó a hundir las zarpas y los dientes en la carne.

Trozos de piel plateada volaron por todas partes a consecuencia del asalto. Con un aullido de dolor, Caroak se tumbó de costado y rodó sobre sí mismo. Guenhwyvar cabalgó sobre el lobo como un leñador sobre un tronco en el agua, sin interrumpir el ataque. Pero Caroak era un luchador curtido, veterano de cien batallas. Al mismo tiempo que rodaba levantó la cabeza y lanzó un chorro helado contra la pantera.

Guenhwyvar se hizo a un lado, para evitar la escarcha y el ataque de varios worgs. La escarcha alcanzó a rozar el morro de la pantera y le entumeció la mandíbula. Entonces comenzó la persecución; Guenhwyvar volaba sobre las rocas, y los worgs encabezados por Caroak la seguían pegados a sus talones.

A Drizzt y Montolio se les agotaba el tiempo. Por encima de todo, el drow sabía que debía proteger la retaguardia. Con una perfecta sincronización de movimientos, se quitó las botas, cogió el pedernal en una mano, sujetó el trozo de acero entre los dientes y saltó a una rama que le permitiría llegar hasta la ballesta solitaria.

Consiguió situarse encima de ella. Cogido de una mano, golpeó el pedernal con fuerza. Las chispas saltaron cerca del blanco. El drow realizó varios intentos hasta que por fin una chispa dio en el trapo empapado de aceite y lo encendió.

Ahora Drizzt ya no tuvo tanta suerte. Se movió de un lado a otro pero no podía acercar el pie para accionar el gatillo.

Desde luego Montolio no podía ver nada de lo que ocurría aunque sí tenía un conocimiento bastante exacto de la situación. Escuchó a los worgs que se acercaban por el fondo del huerto y comprendió que los que tenía enfrente habían superado la pared. Disparó otra flecha entre las ramas de los árboles doblados, como una medida de precaución, y ululó tres veces muy fuerte.

Al escuchar la señal, un grupo de búhos remontó el vuelo entre los pinos y se lanzó contra los orcos que habían alcanzado la pared de piedra. Igual que las trampas, los pájaros sólo podían ocasionar unos daños mínimos, pero la confusión que creaban servía para dar un poco más de tiempo a los defensores.

Hasta el momento, el único lugar donde los defensores tenían ventaja era el matorral norte, donde Bluster y otros tres de sus amigos osos habían acabado con una docena de orcos y puesto en fuga a una veintena.

Un orco, en su intento por escapar de un oso, apareció por detrás de un árbol y se encontró delante de Bluster. El orco tuvo el coraje suficiente para levantar la lanza pero no la fuerza necesaria para clavarla en la dura piel del animal.

Bluster respondió con un manotazo que hizo volar la cabeza del orco entre los árboles.

Otro oso inmenso pasó a su lado, con los brazos pegados al pecho. El único indicio de que el animal llevaba a un orco aprisionado en su abrazo mortal eran los pies que asomaban por debajo de los brazos.

Bluster descubrió a otro enemigo, más pequeño y rápido que un orco. El oso lanzó un rugido y cargó inútilmente, porque la criatura desapareció mucho antes de que pudiera dar un par de pasos.

Tephanis no tenía intención de unirse a la batalla. Había acompañado al grupo del norte sólo para mantenerse lejos de la vista de Graul, y pensaba mantenerse oculto en los árboles hasta el final del combate. Ahora los árboles no parecían un lugar seguro, por lo que el trasgo echó a correr hacia el matorral sur.

A medio camino, se derrumbaron los planes de Tephanis. Su gran velocidad casi lo había puesto a salvo de la trampa antes de que se cerraran las mandíbulas de hierro, pero unos dientes agudos se hundieron en la junta del pie. El dolor lo dejó sin aliento, y el tirón de la cadena lo hizo caer de bruces.

Drizzt sabía que la llama encendida en la punta del dardo delataba su posición y por lo tanto no se sorprendió cuando un proyectil arrojado por el gigante golpeó la rama a la que estaba sujeto; acompañada por unos crujidos indicadores de que se partiría de un momento a otro, la rama bajó unos centímetros.

El drow enganchó el pie en la ballesta y apretó el gatillo antes de que el arma se desviara demasiado. Después mantuvo la posición y observó.

La flecha incendiaria voló en la oscuridad más allá de la pared de piedra occidental, pasó entre la hierba alta acompañada por una estela de chispas, y finalmente se clavó en el exterior del tronco lleno de licor.

La primera mitad de los jinetes consiguió cruzar la trampa, pero los otros tres no tuvieron tanta suerte. Las llamas alcanzaron a encender el licor y la hierba seca en el momento en que los worgs saltaban por encima del tronco. Convertidos en bolas de fuego, los orcos y los worgs rodaron por el suelo, con lo que provocaron varios incendios.

Los que ya habían pasado se volvieron bruscamente ante la presencia de las llamas. Uno de los jinetes orcos salió lanzado por los aires y fue a caer sobre su propia antorcha, y los otros dos a duras penas consiguieron mantenerse en el lomo de los animales. Por encima de todo, los worgs odiaban el fuego, y el ver cómo tres de su raza se asaban vivos contribuyó muy poco a su moral de combate.

Guenhwyvar llegó a una pequeña zona llana dominada por un arce solitario. La pantera trepó con la misma rapidez que si el tronco hubiese estado caído.

La manada de worgs apareció un segundo después, y los lobos comenzaron a dar vueltas y a olfatear por todas partes, seguros de que la pantera se encontraba en el árbol, aunque incapaces de descubrirla entre las profundas sombras de la copa.

La pantera sólo esperaba el momento propicio para reaparecer. En cuanto vio al lobo plateado en posición, se dejó caer sobre su lomo, y esta vez se preocupó de engancharle las orejas con las garras.

El lobo se sacudió enloquecido sin dejar de ladrar mientras las garras de Guenhwyvar hacían su trabajo. Caroak consiguió volver la cabeza, y la pantera escuchó cómo inhalaba con fuerza, para descargar el chorro helado.

Guenhwyvar flexionó los poderosos músculos del cuello y consiguió torcer en otra dirección las abiertas fauces del lobo justo cuando éste soltaba el aliento, que alcanzó a tres worgs que acudían en su ayuda y los congeló en el acto.

Una vez más, la pantera movió la cabeza de Caroak hacia un lado y después bruscamente hacia el otro y se oyó un chasquido seco cuando le partió el cuello. El lobo plateado se desplomó con Guenhwyvar erguida sobre su lomo.

Los tres worgs más cercanos a la pantera, los tres que habían recibido de lleno el aliento de Caroak, no representaban una amenaza. Uno yacía tumbado, sin conseguir llevar aire a los pulmones congelados; el segundo daba vueltas cerradas totalmente ciego, y el tercero permanecía inmóvil, atento a sus patas delanteras, que se negaban a moverse.

El resto de la manada, casi unos veinte, rodearon a la pantera en un anillo mortal. Guenhwyvar buscó una brecha por donde escapar, pero los worgs avanzaron metódicamente para no abrir huecos.

Trabajaban en armonía, hombro con hombro, sin dejar de cerrar el círculo.

Los orcos que marchaban en la vanguardia se arremolinaron delante de los pinos doblados, en busca de un lugar por donde pasar. Algunos habían conseguido avanzar entre las ramas, aunque de nada les iba a servir porque las trampas estaban interconectadas, y cualquiera de la docena de cuerdas a ras del suelo podía hacer que los pinos se levantaran.

Entonces uno de los orcos tuvo la mala suerte de descubrir la red de Montolio. Tropezó con una de las cuerdas, cayó de bruces sobre la red y se vio elevado a las alturas junto con uno de sus compañeros. Ninguno de los dos hubiese imaginado nunca que otros envidiarían su suerte, en particular el orco que fue víctima de una de las diabólicas trampas, que se activó al enderezarse los árboles; los cuchillos de doble filo lo cogieron de lleno y lo abrieron en canal.

Tampoco les fue mejor a los orcos que no fueron sorprendidos por las trampas secundarias. Las entrelazadas ramas estaban erizadas de agudas espinas, y algunos orcos soportaron una poco agradable cabalgata, mientras que los demás acababan llenos de arañazos y pinchazos.

Para empeorar la suerte de los atacantes, Montolio se sirvió del ruido producido por los árboles al enderezarse como señal para disparar. Una flecha tras otra volaron hacia los blancos, y muy pocas fallaron. Un orco levantó la lanza pero, antes de que pudiese arrojarla, recibió un flechazo en el rostro y otro en el pecho. El que estaba a su lado dio media vuelta y echó a correr, sin dejar de gritar frenético:

—¡Magia negra!

Los que cruzaban la pared de piedra pensaron que el orco volaba, porque movía los pies por encima del suelo. Descubrieron la verdad cuando cayó de bruces y pudieron ver la flecha clavada en la espalda.

Drizzt, todavía colgado de la rama, no tuvo tiempo de maravillarse de la perfecta ejecución de los planes de Montolio, pues por el oeste avanzaba el gigante y, en la otra dirección, los dos orcos restantes montados en los worgs reanudaban la carga, enarbolando las antorchas.

El círculo de worgs se estrechó. Guenhwyvar podía oler los apestosos alientos. No tenía ninguna posibilidad de romper el cerco, o de poder saltar por encima de él lo bastante rápido como para escapar.

Guenhwyvar encontró otra ruta. Afirmó las patas traseras en el cadáver todavía caliente de Caroak se elevó en un salto prodigioso, de unos seis metros o más de altura, que le permitió alcanzar las ramas más bajas del arce con sus poderosas garras, donde se encaramó. Entonces desapareció entre el follaje, seguida de un coro de aullidos y gruñidos de la furiosa manada.

No tardó nada en reaparecer por el otro lado y saltar otra vez al suelo. La manada echó a correr en su persecución. La pantera conocía muy bien el terreno después de haber pasado allí varias semanas y ahora sabía exactamente hacia dónde guiar a los worgs.

Corrieron a lo largo de un risco, con un profundo precipicio en el flanco izquierdo. Guenhwyvar seguía con mucha atención todas las marcas que le ofrecían los peñascos y los pocos árboles dispersos. No podía ver el otro lado del abismo y tenía que confiar únicamente en la memoria. Con una velocidad increíble, la pantera cambió de rumbo, saltó al vacío, aterrizó suavemente en el otro borde y se alejó hacia el huerto. Los worgs tendrían que efectuar el mismo salto —demasiado largo para la mayoría de ellos— o efectuar un largo rodeo si pretendían seguirla.

Se acercaron al precipicio sin dejar de gruñir. Uno llegó hasta el borde con la intención de saltar, pero desistió cuando una flecha hizo blanco entre sus costillas.

Los worgs no eran animales estúpidos y al ver la flecha se pusieron a la defensiva, pero no contaban con la lluvia de flechas que dispararon Kellindil y sus parientes. Sólo unos pocos consiguieron escapar de la matanza y se desparramaron para encontrar refugio al amparo de la oscuridad.

Drizzt apeló a otro truco mágico para detener a los portadores de antorchas. De pronto el fuego fatuo, algo totalmente inofensivo, apareció por debajo de las antorchas y se extendió a lo largo de estas hasta rodear las manos de los orcos. El fuego fatuo no quemaba —ni siquiera era caliente— pero al ver que tenían las manos envueltas en llamas, los orcos olvidaron toda conducta racional.

Uno arrojó la antorcha con tanta violencia que perdió el equilibrio y fue a dar con los huesos contra el suelo. El worg se detuvo y lanzó un gruñido de frustración.

El otro orco sencillamente dejó caer la antorcha, que dio en la cabeza del animal. El fuego quemó la espesa capa de pelo, las orejas y las cejas del worg, y la bestia se volvió loca. Comenzó a rodar por el suelo y se llevó por delante al jinete. El orco se puso de pie, tambaleante y dolorido, y abrió los brazos en señal de disculpa. Pero el worg no estaba para disculpas. Saltó sobre el orco y le clavó los dientes en la garganta.

Drizzt no vio nada de todo esto. El drow sólo podía confiar en que el truco hubiera dado resultado, porque, en cuanto realizó el hechizo, apartó el pie de la ballesta y dejó que la rama rota lo llevara hasta el suelo.

Dos orcos, al ver por fin un blanco concreto, se lanzaron sobre el drow apenas tocó tierra, pero Drizzt empuñó en el acto las cimitarras, un detalle que los atacantes habían pasado por alto y que les costó la vida. Sin encontrar mucha resistencia, el drow se abrió paso hacia el puesto que había elegido. Una sonrisa apareció en su rostro cuando su pie desnudo pisó el mango metálico de la pica. Recordaba muy bien al monstruo que había matado a la familia de granjeros en Maldobar, y lo consolaba saber que ahora podría acabar con otro monstruo.

—¡Mangura bok woklok! —gritó Drizzt, con un pie apoyado en la raíz y el otro en el extremo enterrado del arma oculta.

Montolio sonrió al escuchar la llamada del drow, y lo reanimó saber que tenía cerca a un aliado tan poderoso. Disparó unas cuantas flechas, pero presentía que los orcos se acercaban por detrás protegidos por los numerosos árboles. El vigilante esperó, haciendo de cebo de su propia trampa. Entonces, cuando estaban a punto de rodearlo, Montolio dejó caer el arco, empuñó la espada y cortó la soga que tenía a su lado, por debajo de un nudo muy grande. El extremo cortado se perdió en las alturas, el nudo se enganchó en la horqueta de la rama más baja y el escudo de Montolio, envuelto en el globo de oscuridad que le había lanzado Drizzt, bajó hasta quedar colgado en el punto exacto donde lo esperaba el brazo extendido del vigilante.

La oscuridad no afectaba a Montolio; en cambio, para el puñado de orcos que habían intentado sorprender al viejo, planteaba una gran dificultad. Comenzaron a repartir estocadas a diestro y siniestro —una de las cuales mató a otro compañero— mientras Montolio actuaba con toda precisión. En un minuto, cuatro de los cinco atacantes estaban muertos o agonizantes y el quinto había huido.

Lejos de darse por satisfecho, el vigilante avanzó, provisto con su globo de oscuridad portátil, en busca de voces o sonidos que le permitieran encontrar más orcos. Sonó una vez más la llamada del drow, y Montolio repitió la sonrisa.

—¡Mangura bok woklok! —volvió a gritar Drizzt.

Un orco arrojó la lanza contra el drow, y él la desvió con un golpe de cimitarra. Ahora el enemigo estaba desarmado, pero Drizzt no lo persiguió, dispuesto a mantener la posición.

—¡Mangura bok woklok! ¡Ven aquí, bestia estúpida! —Esta vez el gigante, que marchaba en dirección a Montolio, escuchó las palabras. Vaciló un momento, y miró al drow con curiosidad. Éste no desaprovechó la oportunidad—. ¡Mangura bok woklok! —Con un aullido y un puntapié que hizo temblar la tierra, el gigante abrió un agujero en la pared de piedra—. ¡Mangura bok woklok! —repitió el drow para mayor seguridad, mientras acomodaba los pies en la posición correcta.

El gigante echó a correr, y dispersó a los orcos aterrorizados que se interponían en el camino, al tiempo que golpeaba la maza contra la piedra con un gesto de furia. En aquellos pocos segundos maldijo mil veces a Drizzt, en una lengua que el drow no entendía. Tres veces más alto que el elfo oscuro y varias veces más pesado, pareció que su carga conseguiría aplastar a Drizzt, que lo esperaba impasible.

Cuando el gigante se encontraba sólo a dos pasos de distancia, sin ninguna posibilidad de frenar su embestida, Drizzt apoyó todo el peso en el pie retrasado. Un extremo de la pica se hundió en el agujero. La punta se levantó.

Drizzt se apartó de un salto en el momento en que el gigante chocó contra la pica. La punta y la hoja de doble filo provista de garfios desaparecieron en el vientre del monstruo, y continuaron la trayectoria a través del diafragma para alojarse en los pulmones y el corazón. El asta de metal se dobló y pareció estar a punto de quebrarse, mientras el extremo se hundía más de un palmo en el suelo.

La pica aguantó, y el gigante se paró en seco. Dejó caer la maza y la piedra, y acercó las manos al asta, pero no tenía siquiera la fuerza suficiente para sujetarla. Los ojos se le salieron de las órbitas en una expresión de terror y sorpresa. La enorme boca se contorsionó en un grito mudo, porque ya no tenía aire en los pulmones.

También Drizzt estuvo a punto de gritar, pero se contuvo.

—Sorprendente —murmuró, con la mirada puesta en Montolio, porque lo que había estado a punto de gritar era una alabanza a Mielikki.

Drizzt sacudió la cabeza y sonrió, asombrado de la perspicacia del compañero.

Con estos pensamientos en la mente, convencido de que luchaba por el bien, Drizzt subió por el asta y descargó las cimitarras contra la garganta del gigante. Después se encaramó sobre el hombro y la cabeza del monstruo y desde allí saltó hacia un grupo de orcos que presenciaban el combate.

Ver la agonía y muerte de su campeón había inquietado a los orcos, y ahora sólo les faltó advertir que el drow los había escogido como las próximas víctimas para echar a correr aterrorizados. El elfo oscuro alcanzó a dos rezagados, los abatió con sendas estocadas, y continuó la carrera.

A unos seis metros de distancia, el globo de oscuridad salió de los árboles, y una docena de orcos retrocedieron espantados. Sabían que entrar en la zona oscura significaba la muerte a manos del ciego.

Dos orcos y tres worgs, todo lo que quedaba del grupo montado, se reunieron y se escurrieron en silencio hacia el borde oriental del huerto. Pensaban que, si conseguían situarse en la retaguardia del enemigo, aún podían ganar la batalla.

El orco que cerraba la marcha ni siquiera vio la forma negra que se le venía encima. Guenhwyvar lo arrolló y siguió adelante, segura de que aquél no volvería a levantarse. El siguiente en la columna era un worg. Más rápido de reflejos que el orco, el animal se volvió para enfrentarse a la pantera, con las fauces bien abiertas.

Guenhwyvar respondió con un rugido, se detuvo, y atacó con las garras. El worg no podía superar la velocidad del felino. Lanzaba dentelladas a un lado y a otro, pero siempre demasiado tarde para atrapar las garras. Cinco zarpazos fueron suficientes para derrotar al worg. Había perdido un ojo; la lengua, hecha un pingajo, le colgaba por un costado de la boca, y tenía la mandíbula inferior descolocada. Sólo la presencia de otros objetivos le salvó la vida, porque, cuando dio media vuelta y huyó, la pantera prefirió las presas más cercanas y no se molestó en perseguirlo.

Drizzt y Montolio habían conseguido rechazar a la mayor parte de la fuerza invasora que ahora retrocedía hacia la pared de piedra.

—¡Magia negra! —gritaban los orcos desesperados.

Sirena y una legión de búhos colaboraban al desorden general; se lanzaban en picado contra los orcos, les picoteaban el rostro o les clavaban las garras, y remontaban otra vez el vuelo. Uno de los orcos metió el pie en una trampa, y sus aullidos de dolor aumentaron el pánico de los compañeros.

—¡No! —gritó Roddy McGristle, incapaz de dar crédito a sus ojos—. ¡Has dejado que aquellos dos destrozaran tu ejército! —Graul dirigió al montañés una mirada cargada de odio—. ¡Podemos conseguir que vuelvan! —añadió Roddy—. ¡Si te ven, volverán al combate!

El juicio del hombre no iba desencaminado. La presencia de Graul y Roddy en aquel momento habría servido para reagrupar a la cincuentena larga de guerreros de que todavía disponían. Con la mayoría de las trampas agotadas, Drizzt y Montolio se habrían encontrado en una situación muy comprometida. Pero el rey orco había advertido que se planteaba otro problema por el norte y, a pesar de las protestas de Roddy, decidió que no valía la pena realizar tantos esfuerzos para matar al drow y al vigilante.

Los orcos que se hallaban en el campo de batalla tuvieron noticias de la presencia enemiga antes de verla, porque Bluster y sus amigos formaban una pandilla muy ruidosa. La mayor dificultad que tuvieron los osos mientras atravesaban las filas orcas era escoger un blanco en medio de la espantada. Zurraban a los orcos a medida que pasaban, y los perseguían por el matorral hasta sus agujeros junto al río. Era primavera; el aire estaba cargado de energía y entusiasmo, y a los osos les encantaba zurrar a los orcos.

La horda fugitiva pasó a la carrera junto al cuerpo del trasgo. Cuando Tephanis volvió en sí, descubrió que era el único vivo en el campo empapado de sangre. Los aullidos y los gritos de los fugitivos llegaban por el oeste, y en el huerto del vigilante continuaba la batalla. Tephanis comprendió que había acabado su intervención en el combate. Sentía un dolor terrible en la pierna. Miró el pie desgarrado y para su gran espanto comprobó que la única manera de librarse de la trampa era completar el corte, lo que significaba la pérdida de los cinco dedos y de parte del pie. No era difícil —sólo un trozo de piel mantenía unida la punta del pie— y Tephanis no vaciló, temeroso de que en cualquier momento apareciera el drow y acabara con él.

El trasgo ahogó un grito y vendó la herida con un trozo de tela de la camisa hecha harapos, y se alejó —a la pata coja— entre los árboles.

El orco avanzó en silencio, satisfecho porque los ruidos de la pelea entre la pantera y un worg disimulaban sus pasos. Ya no pensaba en matar al viejo ni al drow. Había visto a sus compañeros perseguidos por una panda de osos, y ahora sólo deseaba encontrar la manera de escapar, cosa bastante difícil en la maraña de las ramas bajas de los pinos.

Pisó unas hojas secas al entrar en un claro y se quedó inmóvil al oír el crujido. Miró a la izquierda, y después movió lentamente la cabeza hacia la derecha. De pronto, dio un salto y se giró, atento a un ataque por la retaguardia. Pero no vio nada, y, excepto por los rugidos de la pantera y los ladridos del worg, reinaba el silencio. El orco soltó un suspiro de alivio y reanudó la marcha.

No había dado más de un paso cuando, llevado por el instinto, echó la cabeza hacia atrás para mirar hacia arriba. Había una silueta oscura acurrucada en una rama, justo sobre su cabeza, y el destello acerado descendió sin darle tiempo a reaccionar. La curva de la cimitarra se deslizó a la perfección por debajo de la barbilla para hundirse en la garganta.

El orco permaneció muy quieto con los brazos abiertos, e intentó gritar sin éxito porque la hoja lo había degollado; después cayó hacia atrás, pero ya estaba muerto antes de tocar el suelo.

Un poco más allá, uno de los orcos atrapados en la red consiguió librarse y soltó al compañero. Furiosos y poco dispuestos a escapar sin haber participado en el combate, avanzaron en silencio. El primero, al ver una esfera negra junto a unos arbustos, se volvió hacia el camarada.

—En la oscuridad. Dentro —dijo.

Levantaron las lanzas al mismo tiempo y las arrojaron, con un gruñido salvaje por el esfuerzo. Las lanzas desaparecieron en el centro del globo de oscuridad y al cabo de un instante se oyó un ruido metálico y algo que sonó más blando.

Los gritos de victoria de los orcos fueron interrumpidos en el acto por los zumbidos de la cuerda de un arco. Una de las criaturas cayó de bruces, pero el otro aguantó de pie y pudo ver el astil de la flecha clavada en su pecho. Vivió lo suficiente para ver a Montolio entrar tranquilamente en el globo y recuperar el escudo.

Drizzt también presenció la escena y no pudo hacer otra cosa que mover la cabeza en señal de admiración.

—Se ha acabado —dijo el elfo explorador a los demás cuando se reunieron con él entre los peñascos, al sur del huerto de Mooshie.

—No estoy tan seguro —replicó Kellindil con la mirada puesta en el oeste, donde todavía se escuchaban los gruñidos de los osos y los chillidos de los orcos.

Sospechaba que había alguien más aparte de Graul en la ejecución del ataque y, al considerarse en parte responsable del drow, quería averiguar quién podía ser.

—El vigilante y el drow han ganado la batalla —afirmó el explorador.

—De acuerdo —dijo Kellindil—, y vuestra parte ha terminado. Volved todos al campamento.

—¿Y tú vendrás con nosotros? —preguntó otro de los elfos, aunque ya había adivinado la respuesta.

—Si lo quiere la fortuna —contestó Kellindil—. Ahora tengo que atender otros asuntos.

Los demás no plantearon objeciones. Kellindil sólo los visitaba de vez en cuando y nunca por mucho tiempo. Era un aventurero, y su hogar era el camino. Partió de inmediato en persecución de los orcos y, cuando los alcanzó, avanzó paralelo a ellos un poco más al sur.

—¡Has dejado que aquellos dos te derrotaran! —protestó Roddy cuando Graul y él se tomaron un momento de descanso—. ¡Sólo eran dos!

La respuesta de Graul fue un golpe de maza. Roddy consiguió parar en parte el impacto, pero su fuerza lo hizo tambalear.

—¡Pagarás por esto! —gruñó el montañés, empuñando el hacha.

Una docena de orcos aparecieron junto a su rey y comprendieron al instante la situación.

—¡Tú nos has traído la desgracia! —le respondió Graul y, volviéndose hacia los suyos, ordenó—: ¡Matadlo!

El perro de Roddy se encaró con los orcos más cercanos, y Roddy no esperó a que los demás se les unieran. Dando media vuelta, echó a correr en medio de la noche, y utilizó todos los trucos que sabía para alejarse de los perseguidores.

Sus esfuerzos tuvieron éxito —en realidad los orcos ya no querían más peleas aquella noche—, y Roddy hubiese hecho bien en dejar de mirar por encima del hombro.

Oyó un ruido delante y se volvió a tiempo para recibir en pleno rostro el pomo de una espada. La fuerza del golpe, multiplicada por el impulso del hombre, lo dejó inconsciente en el suelo.

—No me sorprende —comentó Kellindil junto al montañés caído.