16
De dioses y propósitos

Las lecciones continuaron a buen ritmo. El viejo vigilante había disminuido la considerable carga emocional del drow, y Drizzt resultaba un alumno aventajado a la hora de aprender todo lo referente al mundo natural. Sin embargo, Montolio presentía que algo preocupaba al drow, aunque no sabía qué podía ser.

—¿Todos los humanos tienen el oído tan desarrollado? —le preguntó de pronto el elfo mientras arrastraban una enorme rama caída fuera del huerto—. ¿O es que el tuyo es una bendición, quizá para compensar la ceguera? —La pregunta tan directa sólo sorprendió a Montolio durante el instante que tardó en comprender la frustración del drow, una inquietud causada por el fracaso de Drizzt a la hora de entender las habilidades del hombre—. ¿O tu ceguera es acaso un ardid, un engaño que empleas para conseguir ventaja?

—Y si lo es, ¿qué? —replicó Montolio.

—Entonces es un ardid muy bueno, Montolio DeBrouchee —dijo el elfo—. Desde luego que te ayuda contra los enemigos… y los amigos.

Estas palabras dejaron un regusto amargo en Drizzt, y el drow sospechó que se estaba dejando llevar por el orgullo.

—Es evidente que no te han vencido en las batallas —respondió Montolio, al descubrir que el origen de las frustraciones era el duelo que habían mantenido. De haber podido ver la expresión del elfo, el vigilante habría tenido la confirmación de su razonamiento—. Te lo tomas demasiado a pecho —añadió tras una pausa incómoda—. La verdad es que no te vencí.

—Me tenías tumbado e indefenso.

—Te derrotaste tú mismo —explicó Montolio—. Es verdad que soy ciego, pero no tan indefenso como pareces creer. Me subestimaste. Sabía que lo harías, aunque me resistí a pensar que tú pudieras ser tan ciego.

Drizzt se detuvo súbitamente, y Montolio hizo lo mismo cuando el peso de la rama aumentó de pronto. El vigilante sacudió la cabeza y soltó una carcajada. Entonces sacó la daga, la arrojó al aire, la cogió por la hoja, y al grito de «¡Abedul!», la lanzó con fuerza contra uno de los pocos abedules que había en el huerto.

—¿Puede un ciego hacer esto? —preguntó Montolio.

—Entonces puedes ver —declaró Drizzt.

—Desde luego que no —afirmó Montolio enfático—. Mis ojos no ven desde hace cinco años. ¡Pero tampoco estoy ciego, Drizzt, sobre todo en este lugar que llamo mi hogar! Sin embargo me tratas como a un ciego —añadió más tranquilo—. En nuestro duelo, cuando desapareció el globo de oscuridad, creíste que tenías ventaja. ¿Es que pensaste que todas mis acciones…, debo señalar que todas efectivas…, tanto en la batalla contra los orcos como en nuestro combate, respondían sencillamente a algo ensayado? Si fuera un inválido como me considera Drizzt Do’Urden, ¿cómo podría sobrevivir un solo día más en estas montañas?

—Yo no… —comenzó a decir Drizzt, pero la vergüenza lo hizo callar.

Montolio había dicho la verdad, y él lo sabía. Desde el primer encuentro había considerado, al menos a un nivel subconsciente, que el vigilante era un minusválido. Drizzt suponía que en ningún momento le había faltado el respeto a su amigo (al contrario, lo valoraba muchísimo), pero sí había dado por hecho que podía más que él y que las limitaciones del anciano eran mayores que las suyas.

—Lo has hecho —lo corrigió Montolio—, y te perdono. Para que lo sepas, me has tratado mejor que cualquiera de los que conocí antes, incluso aquéllos que cabalgaron a mi lado en innumerables campañas. Ahora siéntate. Llega mi turno de relatar mi historia, como tú me has contado la tuya. ¿Por dónde comenzar?

El viejo se rascó la barba. Todo le parecía tan lejano, como si perteneciera a una vida olvidada hacía tiempo. De todos modos, retenía un vínculo con el pasado: la preparación de vigilante de la diosa Mielikki. Drizzt, que la había conocido a través de él, lo comprendería.

—Desde muy joven dediqué mi vida al bosque, al orden natural —dijo Montolio—. Aprendí, de la misma manera que te enseño a ti, los usos y las costumbres del mundo salvaje y decidí muy pronto que defendería aquella perfección, aquella armonía de los ciclos demasiado vasta y maravillosa para ser comprendida. Ésta es la razón por la que me gustaba pelear contra los orcos y otros como ellos. Como he dicho antes, hay enemigos del orden natural, enemigos de los árboles y de los animales como los hay de los humanos y de las otras razas buenas. ¡Todos ellos monstruos, y nunca me he arrepentido de matarlos!

Montolio dedicó muchas horas al relato de las campañas, expediciones en las que había actuado solo o como explorador de grandes ejércitos. Le habló de su maestra, Dilamon, una vigilante tan experta con el arco que nunca la vio errar la diana, ni siquiera una vez en diez mil disparos.

—Murió en combate —explicó Montolio—, defendiendo una granja del ataque de una banda de gigantes. Pero no lloremos por la señora Dilamon, porque ni un solo granjero resultó herido y ninguno del puñado de gigantes que consiguió escapar con vida volvió a mostrar nunca su horrible rostro por aquella región.

La voz de Montolio se hizo mucho más moderada cuando llegó el momento de hablar del pasado reciente. Le habló de los vigilantes de la sierra, su última compañía, y de cómo fueron a combatir con un dragón rojo que aterrorizaba a los pueblos de la zona. Habían conseguido liquidar al dragón, pero en la batalla murieron tres vigilantes, y Montolio acabó con la cara quemada.

—Los sacerdotes me curaron muy bien —relató Montolio con tono sombrío—. Casi no quedaron cicatrices como prueba del sufrimiento. —Hizo una pausa, y, por primera vez desde que había conocido al vigilante, Drizzt pudo ver una expresión de dolor en el rostro del anciano—. Pero no pudieron hacer nada por mis ojos. Las heridas estaban más allá de sus conocimientos.

—Entonces viniste aquí para morir —manifestó Drizzt, con un tono acusador que no había pretendido.

—He soportado el aliento de los dragones, las lanzas de los orcos, la furia de hombres malvados y la codicia de aquellos dispuestos a esquilmar la tierra en su propio beneficio —dijo el vigilante sin negar la afirmación—. Ninguna de todas esas cosas me afectó tanto como la piedad. Incluso mis compañeros, que habían luchado a mi lado tantas veces, se apiadaban de mí. Tú también.

—Yo no… —trató de decir Drizzt.

—Tú también —replicó Drizzt—. En nuestro duelo, te consideraste superior. ¡Ahí tienes la razón de tu derrota! La fuerza de cualquier vigilante es la sabiduría, Drizzt. Un vigilante se comprende a sí mismo, a los enemigos y a los amigos. Me tomaste por un inválido; si no, nunca habrías intentado una maniobra tan atrevida como la de saltar por encima de mí. Pero te comprendí y preví el movimiento. —En el rostro del viejo apareció la sonrisa astuta de siempre—. ¿Todavía te duele la cabeza?

—Sí —admitió Drizzt, frotándose la cicatriz—. Pero poco a poco, se me aclaran las ideas.

—En cuanto a tu primera pregunta —continuó Montolio, satisfecho de dejar bien sentado el punto—, no hay nada excepcional en mi oído, o en cualquiera de los otros sentidos. Lo que sucede es que, a diferencia de las demás personas, presto más atención a lo que ellos me dicen; y, como has podido comprobar, me guían bastante bien. Si quieres saber la verdad, yo tampoco conocía sus capacidades cuando vine aquí, y has acertado en lo referente a mis motivos. Sin los ojos, me consideraba un hombre acabado, y quería morir aquí, en este huerto que había conocido en mis primeros viajes y me gustaba tanto.

»Quizá se debió a Mielikki, la señora del bosque…, aunque es más probable que fuera por Graul, el enemigo tan cercano…, pero no me llevó mucho cambiar las intenciones respecto a mi propia vida. Aquí encontré un propósito, solo y minusválido… y reconozco que en aquellos días era un minusválido. Dicho propósito vino acompañado con un nuevo sentido de la vida, y esto a su vez me llevó a comprender mis limitaciones. Si hubiese muerto hace cinco años, como había sido mi intención, habría muerto con mi vida incompleta. Nunca habría podido saber qué era capaz de hacer. Sólo en la adversidad, mucho más allá de cualquier cosa que Montolio DeBrouchee hubiera podido imaginar, fui capaz de conocerme a mí mismo y a mi diosa tan bien.

Montolio hizo una pausa y volvió la cabeza hacia Drizzt. Había escuchado un ruido al mencionar el nombre de la diosa, y lo interpretó como un movimiento de malestar. Interesado por averiguar esta revelación, el viejo metió una mano por debajo de la cota de malla y sacó un colgante que reproducía la cabeza de un unicornio.

—¿No es hermoso? —preguntó con toda intención.

Drizzt vaciló. El unicornio era una maravilla de diseño y de una talla exquisita, pero las connotaciones del colgante no le hacían ninguna gracia. En Menzoberranzan, Drizzt había sido testigo de la insensatez de obedecer los dictados de los dioses, y le parecía detestable.

—¿Cuál es tu dios, drow? —quiso saber Montolio. En todo el tiempo que llevaban juntos, nunca habían hablado a fondo de religión.

—No tengo dios —afirmó Drizzt, atrevido—, ni quiero tenerlo. —Esta vez le tocó a Montolio hacer una pausa. Drizzt se levantó y se alejó unos pasos—. Mi gente sigue a Lloth —añadió—. Ella, si no es la causa, sí que es la prolongación de su perversidad, de la misma manera que Gruumsh lo es para los orcos, y los otros dioses lo son para otras gentes. Seguir a un dios es una estupidez. Yo, en cambio, sigo a mi corazón.

—Tú también tienes un dios, Drizzt Do’Urden —aseguró Montolio, con una risa suave que restó todo dramatismo a la declaración del joven elfo.

—Mi dios es mi corazón —proclamó Drizzt, dándole la espalda.

—Y el mío.

—Tú has dado a tu diosa el nombre de Mielikki —repuso Drizzt.

—Y en cambio tú todavía no has encontrado un nombre para el tuyo —replicó Montolio—. Esto no quiere decir que no tengas dios. Tu dios es tu corazón, y ¿qué te dice tu corazón?

—No lo sé —contestó Drizzt después de meditar unos instantes.

—Entonces, ¡piensa! —gritó Montolio—. ¿Qué te dijeron tus instintos sobre la banda de gnolls, o de los granjeros en Maldobar? Lloth no es tu deidad, eso ya lo sabemos. ¿Cuál es el dios o la diosa que se ajusta a lo que hay en el corazón de Drizzt Do’Urden? —Montolio casi podía escuchar los repetidos encogimientos de hombros que hacía el elfo oscuro—. ¿No lo sabes? —preguntó el viejo—. Yo sí.

—Presumes demasiado —dijo Drizzt, poco convencido.

—Observo mucho —lo rectificó Montolio con una carcajada—. ¿Crees que tienes el mismo corazón de Guenhwyvar?

—Nunca lo he puesto en duda —afirmó Drizzt.

Guenhwyvar sigue a Mielikki.

—¿Cómo puedes saberlo? —protestó Drizzt, un tanto preocupado.

No le molestaban las suposiciones de Montolio referentes a su persona, pero consideró las palabras del viejo como un ataque a la pantera. Drizzt siempre había pensado que Guenhwyvar estaba por encima de los dioses y de todo lo que representaba creer en uno.

—¿Cómo lo sé? —replicó Montolio incrédulo—. ¡Porque la pantera me lo dijo! Guenhwyvar es la entidad de una pantera, una criatura del reino de Mielikki.

Guenhwyvar no necesita tus etiquetas —declaró Drizzt furioso, mientras volvía a sentarse junto al vigilante.

—Desde luego que no —admitió Montolio—. Pero esto no cambia las cosas. No lo entiendes, Drizzt Do’Urden. Has crecido rodeado de la perversión de una deidad.

—¿Y la tuya es la auténtica? —inquirió Drizzt, sarcástico.

—Todas son verdaderas, y todas son una misma —respondió Montolio.

Drizzt reconoció que el viejo tenía razón en una cosa: no lo entendía.

—Consideras a los dioses como entidades exteriores —intentó explicarle Montolio—. Los ves como seres físicos que pretenden controlar tus acciones para sus propios fines, y por lo tanto tú, en tu empecinada independencia, los rechazas. Yo digo que los dioses están en nuestro interior, y da igual que le hayas dado un nombre o no. Tú has seguido a Mielikki toda tu vida, Drizzt. Sólo que no le has dado un nombre en tu corazón. —De pronto Drizzt se mostró más intrigado que escéptico—. ¿Qué sentías cuando abandonaste la Antípoda Oscura? —preguntó Montolio—. ¿Qué te dijo el corazón cuando miraste por primera vez el sol o las estrellas, o el verde de los bosques?

Drizzt recordó aquel día en el pasado, cuando él y la patrulla drow habían salido de la Antípoda Oscura para atacar a un grupo de elfos. Eran memorias dolorosas, pero en ellas había un consuelo, un momento de exaltación al sentir el contacto del viento y los aromas de las flores.

—¿Y cómo pudiste hablar con Bluster? —añadió Montolio—. ¡No es ninguna tontería compartir una cueva con aquel oso! Lo quieras o no, tienes el corazón de un vigilante. Y el corazón de un vigilante es un corazón que pertenece a Mielikki.

—¿Y qué es lo que requiere tu diosa? —preguntó en tono airado Drizzt, molesto por una afirmación tan concluyente.

Quiso levantarse, pero Montolio le puso una mano sobre las piernas y se lo impidió.

—¿Requerir? —El vigilante rio—. ¡No soy un misionero que predica la palabra e impone reglas de comportamiento! ¿No te acabo de decir que los dioses están en nuestro interior? Conoces las reglas de Mielikki tan bien como yo. Las has seguido durante toda tu vida. Te ofrezco un nombre, nada más, y la personificación de un comportamiento ideal, un ejemplo que te servirá en los momentos en que te apartes de lo que sabes que es verdad.

Dicho esto, Montolio cogió la rama y Drizzt lo imitó.

El drow consideró las palabras del vigilante durante mucho tiempo. Aquel día no durmió y permaneció en el dormitorio, pensando.

—Me gustaría saber algo más de tu… de nuestra… diosa —reconoció Drizzt aquella noche, mientras Montolio preparaba la cena.

—Y yo deseo enseñarte —contestó Montolio.

Un centenar de ojos amarillos inyectados en sangre siguieron la figura del humano que cruzaba el campamento en compañía de un perro amarillo bien sujeto a su lado. A Roddy no le hacía ninguna gracia acudir allí, a la fortaleza de Graul, el rey orco, pero tampoco tenía la intención de permitir que el drow se volviera a escapar. Roddy había tratado varias veces con Graul durante los últimos años: el jefe orco, con tantos espías en las montañas, era un aliado muy valioso, y también muy caro, en la cacería de fugitivos.

Varios orcos muy grandes se cruzaron adrede en su camino, para molestarlos a él y al perro. Pero Roddy contuvo al animal aunque no le faltaban ganas de lanzarlo contra los malolientes orcos. Repetían el mismo juego cada vez que aparecía por allí: lo empujaban, le escupían, lo que fuera por provocar la pelea. Los orcos siempre se mostraban muy valientes cuando superaban al rival cien a uno.

Todo el grupo marchó detrás de McGristle a lo largo de los últimos cincuenta metros, hasta una ladera rocosa, la entrada a la cueva de Graul. Dos orcos aparecieron en la puerta, armados con lanzas, para detener al intruso.

—¿Por qué has venido? —preguntó uno en su lengua nativa. El otro extendió la mano como si esperara un pago.

—Esta vez no pago yo —contestó Roddy en el mismo dialecto—. ¡Esta vez paga Graul!

Los orcos intercambiaron una mirada incrédula; después volvieron a mirar al humano, y gruñeron amenazadores hasta que de pronto los interrumpió la aparición de un orco más grande todavía.

Graul salió de la cueva, apartó a los guardias de un empellón, y sin detenerse avanzó hasta poner el morro cubierto de mocos casi pegado a la nariz de Roddy McGristle.

—¿Graul paga? —gritó, y casi tumbó al humano con el aliento.

La carcajada de Roddy fue exclusivamente a beneficio de la chusma. No podía demostrar la más mínima debilidad. Como los perros salvajes, los orcos atacaban a todo aquél que no se mantenía firme contra ellos.

—Tengo información, rey Graul —dijo el cazarrecompensas, sin vacilar—. Información que Graul necesita saber.

—Habla —ordenó Graul.

—¿Y la paga? —preguntó Roddy, consciente de que abusaba de la suerte.

—¡Habla! —gruñó Graul—. Si tus palabras tienen valor, Graul te dejará vivir.

Roddy lamentó para sus adentros que los tratos con Graul siempre funcionaran de esta manera. Era difícil conseguir alguna ventaja con el maloliente cacique cuando tenía el apoyo de un centenar de guerreros armados. Aun así, permaneció tranquilo. No había ido por dinero —aunque no perdía la esperanza de conseguir un poco— sino por venganza. No podía atacar abiertamente al drow mientras éste estuviera con Mooshie. En estas montañas, con el apoyo de los animales amigos, Mooshie era un rival formidable. Incluso si conseguía quitarlo de en medio y acabar con el drow, los muchos aliados del vigilante, veteranos como Paloma Garra de Halcón, se tomarían la revancha.

—¡Hay un elfo oscuro en tus dominios, poderoso rey orco! —prosiguió Roddy, sin provocar la reacción imaginada.

—Un renegado —aclaró Graul.

—¿Lo sabías?

Los ojos como platos de Roddy descubrieron su incredulidad.

—El drow mató a los guerreros de Graul —dijo el cacique, muy serio.

Los orcos presentes comenzaron a dar golpes en el suelo y a escupir, maldiciendo al elfo oscuro.

—Entonces, ¿cómo es que el drow vive? —preguntó Roddy sin rodeos.

El cazador de recompensas entrecerró los ojos al sospechar que Graul desconocía el paradero del elfo oscuro. Quizá todavía le quedaba algo con que poder negociar.

—¡Mis exploradores no pueden encontrarlo! —rugió Graul.

Y no mentía. Pero la frustración que mostraba era simulada. El cacique, a diferencia de los exploradores, sí sabía cuál era el paradero del drow.

—¡Yo lo he encontrado! —vociferó Roddy.

Todos los orcos comenzaron a gritar y a saltar de alegría. Graul levantó una mano para hacerlos callar. El cacique orco era consciente de que éste era un momento crítico. Buscó con la mirada entre la concurrencia al chamán de la tribu, al jefe espiritual, y descubrió al orco ataviado con una capa roja que prestaba gran atención a las palabras del cazarrecompensas.

Por consejo del chamán, Graul había evitado cualquier acción contra Montolio durante todos estos años. El chamán consideraba que el ciego tenía poderes de magia negra, y, debido a las advertencias del jefe espiritual, los orcos de la tribu se acobardaban cada vez que Montolio estaba cerca. Pero al aliarse con el drow —y, si las sospechas de Graul eran ciertas, al ayudar al elfo oscuro a ganar la batalla en la cima de la montaña—, Montolio se había metido en asuntos ajenos, había violado los dominios de Graul de la misma manera que el drow vagabundo. Seguro de que el drow era un renegado, pues no habían aparecido más elfos oscuros en la región. El cacique orco sólo esperaba una excusa que pudiera animar a los súbditos a tomar una acción contra el huerto. A Graul le habían dicho que Roddy quizá podría facilitarle la excusa.

—¡Habla! —rugió una vez más Graul a la cara de Roddy, para evitar que insistiera en algún tipo de recompensa.

—El drow está con el vigilante —contestó Roddy—. ¡Se sienta en el huerto del vigilante ciego!

Si Roddy había tenido la esperanza de que el anuncio provocara otro estallido de gritos, saltos y escupitajos, se quedó con las ganas. La mención del vigilante ciego apagó cualquier muestra de entusiasmo de los reunidos, y todos los orcos miraron al chamán y a Graul en busca de una orientación. Había llegado el momento de que el humano comenzara a relatar una historia de conspiraciones, tal cual Graul había sido avisado que haría.

—¡Tenéis que ir allí y cogerlos! —gritó—. No podemos…

El cacique levantó los brazos para silenciar los murmullos de los vasallos y también a Roddy.

—¿Fue el vigilante ciego quien mató al gigante? —le preguntó el rey orco con un tono de astucia—. ¿Y ayudó al drow a matar a los guerreros?

Desde luego, Roddy no sabía a qué se refería Graul, pero captó en el acto las intenciones del cacique.

—¡Fue él! —proclamó con voz altisonante—. ¡Y ahora el drow y el vigilante conspiran contra vosotros! ¡Debéis ir y acabar con ellos antes de que se presenten aquí dispuestos a aniquilaros! ¡El vigilante traerá a sus animales, a los elfos…, muchísimos elfos, y también a los enanos para que luchen contra Graul!

La mención de los amigos de Montolio, en particular los elfos y los enanos, a los que la gente de Graul odiaban más que a cualquier otra cosa en el mundo, provocó expresiones agrias en todos los presentes, y hubo más de uno que miró nervioso por encima del hombro, como si esperara ver al ejército del vigilante rodeando el campamento.

Graul miró al chamán.

—El-que-vigila debe bendecir el ataque —respondió el chamán a la pregunta silenciosa—. ¡En la noche de luna nueva!

Graul asintió, y el orco de la túnica roja se volvió, llamó a unos cuantos súbditos y se marchó a ocuparse de los preparativos.

Graul metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de monedas de plata para Roddy. El hombre no le había dicho nada que él no supiera, pero la mentira de la conspiración contra la tribu inventada por el cazarrecompensas había sido de mucha ayuda en el intento de convencer al supersticioso chamán de que debía bendecir el ataque.

Roddy aceptó el pago sin rechistar, porque ya se daba por satisfecho con haber conseguido sus propósitos, y se volvió dispuesto a marcharse.

—Te quedas —dijo Graul de pronto a sus espaldas. A una señal del rey orco, varios guardias se adelantaron y rodearon al cazador de recompensas, que lo miró desconfiado—. Huésped —explicó el rey muy tranquilo—. Participarás en la pelea.

A Roddy no le quedaba mucho donde elegir.

Graul despidió a la guardia personal y regresó solo a la cueva. Los guardias encogieron los hombros y sonrieron, sin muchas ganas de seguirlo y tener que soportar a los otros invitados del rey, en especial al enorme lobo plateado.

En cuanto Graul ocupó su sitio habitual, se dirigió a uno de los invitados.

—Tenías razón —le dijo al pequeño trasgo.

—Soy-muy-bueno-para-conseguir-información —afirmó Tephanis, y para sus adentros añadió: «Y-para-crear-situaciones-que-me-beneficien».

En aquel momento se consideraba muy listo, porque no sólo había avisado a Roddy que el drow se encontraba en el huerto de Montolio, sino que se había puesto de acuerdo con el rey Graul para que Roddy los ayudara. Sabía que el orco odiaba al vigilante ciego, y que, con la excusa de la presencia del drow, podría por fin convencer al chamán para que bendijera el ataque.

—¿Caroak ayudará en la pelea? —preguntó Graul, con una mirada de sospecha al enorme e imprevisible lobo plateado.

—Desde-luego —contestó Tephanis en el acto—. ¡La-destrucción-de-los-enemigos-también-favorece-a-nuestros-intereses!

Caroak, que podía entender perfectamente la conversación, se levantó y salió de la cueva. Los guardias de la entrada no intentaron cerrarle el paso.

Caroak-se-encargará-de-los-worgs —explicó Tephanis—. Reunirá-una-fuerza-muy-poderosa-contra-el-vigilante-ciego. Hace-mucho-tiempo-que-es-enemigo-de-Caroak.

Graul asintió y pensó en las semanas venideras. Si podía librarse del vigilante y del drow, disfrutaría de una seguridad que no tenía desde hacía años; para ser precisos, desde la llegada de Montolio. El vigilante casi nunca combatía contra los orcos, pero Graul sabía que los animales espías del vigilante siempre alertaban a las caravanas. El cacique ya no recordaba cuál había sido la última vez que habían atacado a una caravana por sorpresa, el método favorito de los orcos. En cambio, con el vigilante ausente…

Con la llegada del verano aumentaría el paso de caravanas, y los orcos conseguirían excelentes botines. Ahora lo único que necesitaba era la confirmación del chamán, saber que El-que-vigila, el dios orco Gruumsh el Tuerto, aprobaba el ataque.

La luna nueva, un tiempo sagrado para los orcos y el momento que el chamán consideraba como el más propicio para conocer la voluntad del dios, se produciría dentro de poco más de dos semanas. Ansioso e impaciente, Graul protestó contra la demora, pero sabía que no podía hacer otra cosa que esperar. El cacique, mucho menos religioso que los demás, tenía la intención de atacar de todas maneras, pero no quería desafiar al líder espiritual de la tribu a menos que fuese algo absolutamente necesario.

Tampoco faltaba tanto para la luna nueva, pensó Graul. Entonces se libraría para siempre del vigilante ciego y del misterioso drow.