11
Invierno

Drizzt buscó su camino a través de las altas e imponentes montañas durante muchos días, dispuesto a poner la mayor distancia posible entre el pueblo de campesinos y los espantosos recuerdos. La decisión de escapar no había sido consciente; si Drizzt no se hubiera sentido tan desesperado, quizás habría comprendido la buena voluntad que demostraban los regalos del elfo, la pócima medicinal y la devolución de la daga, y la posibilidad de una futura relación.

Pero los recuerdos de Maldobar y la culpa que pesaba sobre los hombros del drow no podían ser descartados fácilmente. El pueblo se había convertido sencillamente en otra parada más en la búsqueda de un hogar, un intento que cada día le parecía más fútil. Drizzt se preguntó si sería capaz de acercarse al próximo pueblo que encontrara en el camino. Se creía responsable de todas las tragedias. No se le ocurrió pensar que la presencia de los barjes podía ser una circunstancia extraordinaria, y que, quizá, sin ellos, el resultado del encuentro podría haber sido otro muy distinto.

En este momento tan amargo de la vida, todos los pensamientos de Drizzt se enfocaban en una sola palabra que se repetía incesantemente en su cabeza y le traspasaba el corazón: «drizzit».

El camino de Drizzt acabó por llevarlo hasta un gran paso en las montañas y una profunda quebrada de paredes abruptas cubierta con la niebla de un río turbulento que discurría en el fondo. El aire era cada vez más frío, algo que Drizzt no comprendía, y el vapor de agua le produjo una sensación agradable. Buscó la forma de bajar, y tardó casi todo el resto del día en llegar a las orillas de la corriente.

Drizzt había visto ríos en la Antípoda Oscura, pero ninguno parecido a éste. El Rauvin corría entre las piedras, lanzando espuma a varios metros de altura. Rodeaba peñascos enormes, recorría un campo de cantos rodados, y se hundía de pronto en unas cascadas que tenían cinco veces la altura del drow. Drizzt estaba encantado con la vista y el sonido, pero sobre todo, porque veía las posibilidades de este lugar como refugio. En las orillas se veían numerosos charcos abastecidos por los desvíos del curso principal. En ellos también había peces, que descansaban de la lucha contra la corriente.

La visión provocó un gruñido de hambre en el estómago de Drizzt. Se arrodilló junto a uno de los charcos, con la mano lista para pescar. Le costó muchos intentos comprender el fenómeno de la refracción de la luz en el agua, pero era lo bastante listo y rápido para aprender el juego. La mano de Drizzt se hundió de pronto y volvió a la superficie con una trucha de treinta centímetros bien sujeta en el puño.

Drizzt arrojó al pescado sobre las piedras, lejos del agua, y no tardó en pescar el segundo. Esta noche comería bien, por primera vez desde que había escapado de la región agrícola, y tenía agua fresca y clara para todas sus necesidades.

Los que conocían la región llamaban a este lugar el paso del Orco Muerto. El nombre engañaba un poco, porque, si bien centenares de orcos habían muerto en este valle rocoso en las numerosas batallas contra las legiones humanas, todavía quedaban miles que vivían en las numerosas cuevas, listos para atacar a los intrusos. En consecuencia, no eran muchos los visitantes y los que aparecían desconocían el peligro.

Para el ingenuo Drizzt, la abundancia de agua y comida sumada a la niebla que lo aliviaba del frío del aire, hacían de este lugar un refugio perfecto.

El drow pasaba los días acurrucado en las sombras protectoras de los numerosos peñascos y cuevas pequeñas; las horas de la noche las dedicaba a cazar y recolectar. No veía este regreso a los hábitos nocturnos como una regresión a lo que había sido antes. Cuando había abandonado la Antípoda Oscura, lo había hecho con la decisión de vivir entre los habitantes de la superficie como uno más, y, por lo tanto, había hecho grandes esfuerzos para habituarse a la vida diurna. Ahora ya no tenía las mismas ilusiones. Realizaba las actividades de noche porque sus ojos sufrían menos y también porque, cuanto menos estuviera la cimitarra expuesta a la luz solar, más tiempo conservaría el filo mágico.

De todos modos, no tardó mucho en averiguar la razón por la cual los habitantes de la superficie preferían el día. Con el calor del sol, la temperatura del aire todavía era soportable, aunque un poco fresca. Durante la noche, a menudo tenía que protegerse de la brisa helada que soplaba entre las paredes casi verticales de la quebrada cubierta de niebla. Llegaba el invierno a las tierras del norte, pero el drow, criado en la Antípoda Oscura, donde no existían las estaciones, no lo sabía.

Una noche, cuando soplaba un viento brutal y helado que le entumecía las manos, Drizzt hizo un descubrimiento fundamental. Incluso con Guenhwyvar a su lado, acurrucada debajo de un saliente, el joven notaba el dolor intenso que el frío provocaba en sus extremidades. Faltaban muchas horas para el alba, y Drizzt se preguntó si llegaría a ver la salida del sol.

—Hace demasiado frío, Guenhwyvar —tartamudeó, tiritando—. Demasiado frío.

Flexionó los músculos y se movió vigorosamente, en un intento por reactivar la circulación. Después se preparó mentalmente; pensó en los días en que tenía calor, como una forma de contener la desesperación y engañar al cuerpo para que olvidara el frío. Su mente se concentró en un solo pensamiento: el recuerdo de las cocinas de la Academia de Menzoberranzan. En la siempre cálida Antípoda Oscura, Drizzt nunca había considerado el fuego como una fuente de calor. El fuego únicamente había sido un método para cocinar, un medio para producir luz y un arma ofensiva. Ahora, en cambio, tenía un significado mucho más importante. Mientras el viento soplaba cada vez más frío, Drizzt comprendió, espantado, que el calor del fuego era la única cosa que podía mantenerlo vivo.

Miró a su alrededor en busca de leña. En la Antípoda Oscura había quemado tallos de setas, pero en la superficie no había setas tan grandes. En cambio había plantas, árboles que crecían más altos que los hongos de la Antípoda Oscura.

—Busca… ramas —le indicó tartamudeando a Guenhwyvar, que no conocía las palabras para madera o árbol. La pantera lo miró curiosa—. Fuego —rogó.

Intentó ponerse de pie pero las piernas no lo sostenían.

Entonces la pantera lo comprendió. Gruñó y desapareció en la noche. El felino casi se llevó por delante un montón de ramas y astillas que había sido dejado —por quién, Guenhwyvar no lo sabía— a unos pasos de la entrada. Drizzt, demasiado preocupado por la supervivencia, no se extrañó ante el súbito regreso del animal.

Durante varios minutos intentó sin éxito encender el fuego, golpeando la daga contra un cuchillo. Por fin comprendió que el viento impedía que las chispas llegaran a la madera, y movió las ramas a un lugar más protegido. Le dolían las piernas, y la saliva se le congelaba en los labios y la barbilla.

Una chispa prendió en las astillas secas. Drizzt sopló con mucho cuidado la pequeña llama, encerrándola entre las manos para evitar que el viento la apagara.

—Ha encendido un fuego —le dijo un elfo a su compañero.

Kellindil asintió muy serio, todavía poco seguro respecto a si él y sus compañeros habían hecho bien en ayudar al drow. El arquero había regresado inmediatamente de Maldobar, mientras Paloma y los otros se marchaban a Sundabar, y se había reunido con una pequeña familia de elfos, parientes suyos, que vivían en las montañas cerca del paso del Orco Muerto. Con su ayuda, el elfo no había tenido muchas dificultades en localizar al drow, y entre todos lo habían vigilado, con gran interés, durante las últimas semanas.

El inocente comportamiento de Drizzt no había disipado todas las dudas del elfo. Después de todo era un drow, de visible piel oscura y corazón negro por reputación.

En cualquier caso, Kellindil suspiró aliviado cuando vio el pequeño y distante resplandor. El drow no se congelaría; el arquero consideraba que no se merecía semejante destino.

Después de cenar, Drizzt se apoyó en Guenhwyvar —la pantera aceptó gustosa compartir el calor corporal— y contempló las estrellas que brillaban con toda claridad en el aire helado.

—¿Recuerdas Menzoberranzan? —le preguntó a la pantera—. ¿Recuerdas cuando nos vimos por primera vez?

Guenhwyvar no dio ninguna muestra de haber comprendido las palabras. Con un bostezo, se estiró contra su amo y apoyó la cabeza sobre las patas extendidas.

Drizzt sonrió y frotó con fuerza la oreja de la pantera. Había conocido a Guenhwyvar en Sorcere, la escuela de magia de la Academia, cuando la pantera pertenecía a Masoj Hun’ett, el único drow que Drizzt había matado en su vida. El joven no quería recordar el episodio; con el fuego bien encendido y los pies calientes, no era esta una noche para recuerdos desagradables. A pesar de los muchos horrores que había visto en su ciudad natal, Drizzt también había vivido algunos momentos agradables y aprendido muchas cosas útiles. Incluso Masoj le había enseñado cosas que ahora lo ayudaban más de lo que hubiese esperado. Al mirar las llamas, Drizzt pensó que, de no haber sido por aquellas tareas de aprendiz, en las que debía ocuparse de encender velas, no habría sabido cómo encender un fuego. No había ninguna duda de que este conocimiento lo había salvado de morir de frío.

La sonrisa de Drizzt duró poco mientras sus pensamientos seguían por la misma línea. Unos pocos meses después de aquella lección tan útil, se había visto forzado a matar a Masoj.

Se recostó una vez más y suspiró. Sin peligros inminentes ni malas compañías, quizás ésta era la época más sencilla de su vida, pero nunca como ahora las complejidades de la existencia lo habían abrumado tanto.

La tranquilidad se quebró al cabo de unos momentos, cuando un pájaro grande, un búho con dos mechones de plumas como cuernos en la cabeza, voló de pronto por encima de él. Drizzt soltó una carcajada al comprobar su incapacidad para relajarse; en el segundo que había tardado en ver que el pájaro no era una amenaza, se había puesto de pie y desenvainado la cimitarra y la daga. También Guenhwyvar había reaccionado ante la inesperada aparición del búho, pero de una manera muy diferente. En cuanto Drizzt se apartó, la pantera se acercó al fuego, se desperezó y volvió a bostezar.

El búho voló silencioso entre las brisas invisibles, ascendiendo con la bruma del río por la pared opuesta a la cueva de Drizzt. El pájaro voló a través de la noche hasta un espeso bosque en la ladera de una montaña, y se posó en un puente de cuerdas construido entre las ramas más altas de tres de los árboles. Después de unos momentos dedicados a alisarse el plumaje, el búho hizo sonar una campanita de plata, sujeta al puente para estas ocasiones. Al cabo de un segundo, el pájaro tocó otra vez la campana.

—Ya voy —dijo una voz desde más abajo—. Paciencia, Sirena. ¡Deja que un ciego camine al paso que más le acomode!

Como si hubiese entendido, y disfrutara del juego, el búho repitió el toque.

Un anciano con un enorme e hirsuto mostacho gris y los ojos blancos apareció en el puente. Avanzó con toda seguridad por los troncos del puente en dirección al pájaro. Montolio era un antiguo vigilante de mucho renombre, que ahora vivía sus últimos años —por propia elección— recluido en las montañas y rodeado por las criaturas a las que más quería (no consideraba entre ellas a los humanos, elfos, enanos, ni a ninguna de las otras razas inteligentes). A pesar de su considerable edad, Montolio se conservaba ágil y atlético, aunque el paso de los años se había dejado sentir, y el ermitaño tenía una mano retorcida hasta el punto de que se parecía a la garra de un ave.

—Paciencia, Sirena —repitió varias veces.

Cualquiera que lo hubiese visto cruzar el peligroso puente no habría imaginado que era ciego, y aquéllos que lo conocían tampoco lo habrían descrito como tal. En cambio, quizás habrían dicho que los ojos no le funcionaban aunque se habrían apresurado a añadir que no los necesitaba. Con sus habilidades y conocimientos, y la ayuda de sus muchos amigos animales, el viejo vigilante podía «ver» mucho más del mundo que la mayoría de las personas con vista.

Montolio extendió un brazo, y el gran búho se posó sobre él y aseguró las garras en la gruesa manga de cuero.

—¿Has visto al drow? —preguntó Montolio.

El búho respondió con un «¡uuuuuh!» y después emitió una complicada serie de sonidos. Montolio escuchó con gran atención sin perderse ni un solo detalle. Con la ayuda de los amigos, y en especial la del búho parlanchín, el vigilante había seguido los movimientos del drow durante varios días, curioso por saber las razones por las que un elfo oscuro había entrado en el valle. Al principio, Montolio había pensado que el drow podía tener alguna relación con Graul, el jefe de los orcos de la región; pero a medida que pasaba el tiempo, el vigilante fue cambiando de parecer.

—Una buena señal —comentó Montolio cuando el búho le aseguró que el drow no había mantenido ningún contacto con las tribus de orcos.

¡Graul ya era una pesadilla y sólo le faltaba recibir la ayuda de un aliado tan poderoso como un elfo oscuro!

Aun así, el vigilante no podía entender por qué los orcos no habían ido a buscarlo. Probablemente no lo habían visto; el drow se había tomado muchas molestias para pasar inadvertido, no había encendido fuego (hasta esta noche) y sólo salía con el anochecer, aunque Montolio llegó a la conclusión, después de pensar un poco más, que los orcos habían visto al drow pero no tenían coraje para establecer contacto.

En cualquier caso, todo el episodio proporcionaba una distracción que complacía al vigilante mientras se ocupaba de las tareas habituales de preparar la casa para el invierno. No temía la aparición del drow —Montolio no le tenía miedo a nada— y, si el drow y los orcos no eran aliados, el conflicto podía ser digno de verse.

—Ya puedes irte —le dijo al búho, que rezongaba—. ¡Ve y caza unos cuantos ratones! —El búho remontó el vuelo al instante, dio una vuelta por encima del puente, y desapareció en la noche—. ¡Ten cuidado de no comerte ninguno de los que vigilan al drow! —añadió Montolio, con una carcajada.

Sacudió la gran melena gris, regresó a la escalera al final del puente. Juró, mientras descendía, que no tardaría en ceñirse la espada a la cintura y descubrir qué buscaba el drow en esta región.

El vigilante era muy dado a hacerse estas promesas.

Los avisos del otoño cedieron paso rápidamente al terrible invierno. Drizzt no había tardado en comprender el significado de las nubes grises, pero cuando estalló la tormenta, esta vez en forma de nieve en lugar de lluvia, el drow se quedó boquiabierto. Había visto el blanco en la cumbre de las montañas, aunque nunca había subido hasta allí, y había pensado que sólo era la coloración de las rocas. Ahora contemplaba la caída de los copos blancos en el valle; desaparecían en el torrente y se amontonaban en las piedras.

A medida que aumentaba el espesor de la nieve y las nubes bajaban de altura, Drizzt comprendió que debía actuar deprisa, y se apresuró a llamar a Guenhwyvar.

—Tenemos que buscar un refugio más adecuado —le explicó a la cansada pantera, que sólo había podido estar un día en su casa astral—. Y debemos abastecerlo con madera para las hogueras.

Había muchas cuevas en la pared a este lado del río. Drizzt encontró una, no sólo profunda y oscura sino también protegida del viento por un risco bastante alto. Entró y se detuvo para permitir que los ojos se habituaran a la oscuridad después de soportar el fuerte resplandor de la nieve.

El suelo de la cueva era irregular y el techo no muy alto. Había un montón de piedras grandes dispersas, y en un extremo, cerca de una de éstas, Drizzt observó una sombra más oscura, que indicaba una segunda cámara. Dejó la brazada de leña y se dirigió hacia allí; de pronto, Guenhwyvar y él se detuvieron al presentir otra presencia.

Drizzt desenvainó la cimitarra, se ocultó detrás del peñasco, y espió el interior de la otra cámara. Con la infravisión no le fue difícil ver al otro habitante de la cueva, una bola caliente mucho más grande que el drow. Drizzt supo de inmediato quién era, aunque no tenía un nombre para él. Había visto a la criatura desde lejos en repetidas ocasiones, la había observado mientras, con mucha maña —y una velocidad sorprendente, dado el tamaño—, pescaba en el río.

En cualquier caso le daba igual no saber el nombre. No tenía ningún interés en luchar contra él para ocupar la cueva; había muchas más en la zona, más fáciles de conseguir.

El gran oso pardo, en cambio, parecía tener otras ideas. El animal se despertó bruscamente, se irguió sobre las patas traseras, y exhibió las garras mientras su poderoso rugido resonaba como un trueno en la caverna.

Guenhwyvar, la entidad astral de la pantera, conocía al oso como un enemigo ancestral, una criatura que los felinos sensatos trataban de evitar. Sin embargo, en esta ocasión la valiente pantera se colocó delante de Drizzt, dispuesta a enfrentarse con el oso para que su amo tuviera tiempo de huir.

—¡No, Guenhwyvar! —le ordenó Drizzt, y sujetó a la pantera para ponerse él otra vez delante.

El oso, otro de los muchos amigos de Montolio, no hizo ningún movimiento de ataque, sino que mantuvo la posición con fiereza, enfadado por la interrupción del sueño invernal.

Drizzt notó una sensación que no podía explicar; no una amistad hacia el oso, sino una extraña comprensión del punto de vista de la criatura. Se trató a sí mismo de tonto cuando envainó la cimitarra, pero tampoco podía negar la empatía, casi como si estuviese viendo la situación a través de los ojos del animal.

Con cautela, Drizzt se acercó para mirar al oso atentamente. El animal pareció casi sorprendido y entonces, poco a poco, bajó las garras y la mueca feroz fue reemplazada por una expresión que el elfo comprendió como de curiosidad.

Drizzt metió una mano en la bolsa y sacó el pescado que tenía reservado para la cena. Se lo arrojó al oso, que lo olió una vez y después se lo engulló casi sin masticarlo.

Transcurrió otro largo momento de estudio, pero la tensión había desaparecido. El oso eructó una vez, volvió a tenderse en el suelo, y al cabo de un par de minutos roncaba satisfecho.

Drizzt miró a Guenhwyvar y encogió los hombros, sin saber cómo explicar la comunicación tan profunda con el animal. Por su parte, la pantera parecía haber comprendido las connotaciones del cambio porque la piel ya no se veía erizada.

Durante el resto del tiempo que Drizzt pasó en aquella cueva, nunca dejó de poner algo de comida junto al oso dormido, cada vez que podía hacerlo. En ocasiones, especialmente si Drizzt había dejado pescado, el oso lo olía y se despertaba el tiempo suficiente para comérselo. Pero la mayoría de las veces, el animal no hacía caso y continuaba dormido soñando con miel, frutas, osas, todo aquello con lo que sueñan los osos.

—¿Comparte el hogar con Bluster? —exclamó Montolio asombrado cuando se enteró por Sirena de que el drow y el intratable oso compartían la cueva.

Montolio casi se cayó de espaldas… y se habría caído de no haber tenido cerca un árbol donde apoyarse. Recostado en el tronco, atónito, el viejo vigilante se rascó la barba y se tironeó los mostachos. Conocía al oso desde hacía años, y ni siquiera él estaba seguro de estar dispuesto a compartir el alojamiento con el animal. Bluster era una criatura que se irritaba fácilmente, como muy bien habían podido averiguar los estúpidos orcos de Graul con el paso de los años.

«Supongo que Bluster está demasiado cansado para discutir», pensó Montolio, aunque sabía que aquí pasaba algo más.

Si un orco o un goblin hubiesen entrado en la cueva, Bluster los habría matado sin pensarlo dos veces. No obstante, el drow y la pantera pasaban allí los días, encendiendo fuego en la primera cámara mientras Bluster roncaba en la otra.

Como vigilante, y conociendo a muchos otros vigilantes, Montolio había visto y escuchado muchas cosas extrañas. En cualquier caso, hasta entonces siempre había considerado la habilidad innata para comunicarse mentalmente con los animales salvajes un dominio exclusivo de los elfos de la superficie, los trasgos, los halflings, los gnomos y los humanos que habían aprendido la vida de los bosques.

—¿Cómo puede un elfo oscuro saber qué es un oso? —preguntó Montolio en voz alta, sin dejar de rascarse la barba.

El vigilante consideró dos posibilidades: o bien desconocía cosas de la raza drow, o este elfo oscuro no tenía mucho que ver con los suyos. A la vista del extraño comportamiento del drow, Montolio se inclinaba por la segunda, aunque necesitaba confirmarla. Pero las investigaciones tendrían que esperar. Había caído la primera nevada, y la seguirían muchas más. En las montañas que rodeaban el paso del Orco Muerto no se movía nadie cuando comenzaba a nevar.

Guenhwyvar fue la salvación de Drizzt en el transcurso de las semanas siguientes. En las ocasiones en que la pantera caminaba por el plano material, Guenhwyvar se aventuraba constantemente por los campos cubiertos de nieve dedicada a cazar y, más importante aún, a recolectar leña para el fuego.

Pese a ello, las cosas no eran fáciles para el drow. Cada día tenía que ir hasta el río y romper la capa de hielo de los charcos que se formaban en la orilla, donde hallaba su provisión de pesca. No era una caminata muy larga, pero caminar por la nieve resultaba difícil y peligroso; a menudo se producían pequeños aludes que lo sepultaban, y muchas veces regresaba a la caverna con las manos y los pies entumecidos. No tardó en aprender que debía dejar el fuego encendido antes de salir, porque al regreso no tenía fuerzas para sostener la daga y la piedra y hacer chispas.

Incluso cuando tenía el estómago lleno y permanecía sentado junto al fuego apoyado en el cuerpo de la pantera, tenía frío y se sentía desconsolado. Por primera vez en muchas semanas, el drow dudaba de la decisión de abandonar la Antípoda Oscura, y, a medida que crecía la desesperación, se preguntó una y otra vez si había hecho bien en marcharse de Menzoberranzan. Se compadecía de sí mismo y había momentos en que creía que acabaría por morir de frío, solo y abandonado.

Drizzt no comprendía lo que pasaba en el extraño mundo que lo rodeaba. ¿Volvería alguna vez el calor que había encontrado a su llegada a la superficie? ¿Acaso el frío era el resultado de una maldición lanzada por los poderosos enemigos de Menzoberranzan? Esta confusión le planteó un complejo dilema: ¿debía permanecer en la cueva y esperar a que pasara la tormenta (no sabía otro nombre para la estación invernal)? ¿O debía abandonar el valle y buscar un clima más cálido?

Se habría ido, y sin duda habría muerto en el cruce de las montañas, de no haber sido por otro hecho coincidente con el mal tiempo. Las horas diurnas eran menos y más las nocturnas. ¿Significaba esto que el sol desaparecería por completo, y la superficie quedaría envuelta por la oscuridad y el frío eternos? Drizzt dudaba de esa posibilidad, así que, utilizando un poco de arena y una botella vacía que tenía en la mochila, comenzó a medir los períodos de luz y oscuridad.

Sus esperanzas se desmoronaron al ver que los cálculos demostraban que el día era cada vez más corto. La estación avanzaba, y con ella aumentaba la desesperación. Su salud empeoró. Casi estaba al límite de sus fuerzas, cuando advirtió por primera vez un cambio: el solsticio de invierno. Apenas si podía dar crédito al descubrimiento —las mediciones horarias eran poco precisas— pero después de unos días, Drizzt no podía negar la evidencia del reloj de arena.

Los días volvían a ser más largos.

El joven recuperó la esperanza. Había sospechado un cambio de estación desde que habían soplado los primeros vientos fríos. Había visto cómo el oso pescaba afanosamente a medida que empeoraba el tiempo, y ahora creía que el animal había previsto el frío y acumulado grasa para el largo sueño.

Este conocimiento y los hallazgos sobre la duración del día, convencieron a Drizzt de que este paisaje helado no lo sería para siempre.

Sin embargo, el solsticio no trajo un alivio inmediato. Los vientos no amainaron y continuaron las nevadas. Pero Drizzt tenía otra vez el ánimo muy alto, y habría sido necesario algo más que un invierno para derrotar al indómito drow.

Entonces ocurrió. Al parecer, casi de la noche a la mañana. Dejó de nevar, el río corrió libre de hielo y el viento cambió para traer un aire más cálido. Drizzt notó una sensación de vitalidad y alegría, un alivio del dolor y la culpa que no podía explicar. Aunque no sabía de qué se trataba ni podía darle un nombre, experimentaba los efectos de la primavera como todas las demás criaturas naturales del mundo de la superficie.

Una mañana, mientras Drizzt acababa de comer y se disponía a irse a dormir, su compañero de cueva salió de la otra cámara, visiblemente más delgado aunque igual de formidable. Drizzt observó al oso sin saber muy bien si debía empuñar la cimitarra o llamar a Guenhwyvar. El oso no le prestó atención. Pasó junto a él, se detuvo para oler y lamer la piedra que Drizzt había utilizado como plato, y después salió a la luz del sol. Bostezó y se desperezó con tantas ganas que Drizzt comprendió que había acabado la siesta invernal. También comprendió que, con el animal en activo, la cueva resultaría pequeña para dos. Decidió que quizá, con un tiempo más benigno, no valía la pena luchar por la cueva.

Drizzt se marchó antes del regreso del oso, pero para deleite del animal, le dejó un pescado para la cena. El joven no tardó en encontrar otra cueva adecuada unos centenares de metros más abajo.