8
Extraños

Drizzt contempló a través de la puerta abierta de la casa de Belwar las actividades habituales de la ciudad de los svirfneblis, como había hecho cada día durante las últimas semanas. Tenía la impresión de estar en el limbo, como si el tiempo se hubiera paralizado. No había visto a Guenhwyvar desde que era huésped de Belwar, ni tampoco esperaba recuperar a corto plazo el piwafwi, las cimitarras y la armadura. Drizzt lo aceptaba todo con estoicismo, en la suposición de que tanto él como Guenhwyvar estaban ahora mucho mejor de lo que habían estado en años, y confiaba en que los svirfneblis no dañarían la estatuilla ni ninguna otra de sus pertenencias. El drow pasaba las horas dedicado a observar la rutina diaria mientras esperaba que las cosas siguieran el curso debido.

Belwar había salido, en una de las contadas ocasiones en que el capataz dejaba la casa. A pesar de que el enano y Drizzt conversaban muy poco —Belwar no era de los que malgastaban las palabras—, el joven descubrió que lo echaba de menos. Habían estrechado la amistad aunque las conversaciones fueran esporádicas.

Un grupo de jóvenes svirfneblis pasó por delante de la casa y le gritaron al drow que se encontraba en el interior. Esto se había repetido con mucha frecuencia, en particular durante los primeros días de la llegada de Drizzt a la ciudad. En las ocasiones anteriores, Drizzt no había sabido si lo saludaban o lo insultaban. En cambio ahora comprendía el significado amistoso de las palabras porque Belwar se había preocupado de enseñarle un vocabulario básico del idioma de los enanos.

El capataz regresó al cabo de varias horas y encontró a Drizzt sentado en el taburete de piedra sin hacer otra cosa que mirar.

—Dime, elfo oscuro —preguntó el enano con su voz profunda y melodiosa—, ¿qué ves cuando nos miras? ¿Tan extraños te parecemos?

—Veo esperanza —contestó Drizzt—. Y también desesperación.

Belwar comprendió la respuesta. Sabía que la sociedad svirfnebli se acomodaba a los principios del drow, pero observar el bullicio de Blingdenstone sin participar en él sólo podía despertar dolorosos recuerdos en su nuevo amigo.

—Hoy me he reunido con el rey Schnicktick —dijo el capataz—. Está muy interesado en ti.

—Curioso sería más acertado —replicó Drizzt sonriente, y Belwar se preguntó cuánto dolor ocultaba aquella sonrisa.

El capataz se disculpó con una reverencia, desarmado por la sinceridad sin tapujos del joven.

—Curioso, si lo prefieres. Debes saber que no encajas en la idea que tenemos de los elfos oscuros. Te ruego que no lo tomes como una ofensa.

—En absoluto —respondió Drizzt, honestamente—. Tú y tu gente me habéis dado mucho más de lo que podía esperar. Si me hubieseis matado en cuanto llegué a la ciudad, habría aceptado mi destino sin culpar a los svirfneblis.

Belwar siguió la mirada de Drizzt hasta el grupo de jóvenes reunidos a unos metros de la puerta.

—¿Por qué no vas a reunirte con ellos? —le preguntó el enano.

Drizzt lo miró, sorprendido. En todo el tiempo que llevaba en la casa, el svirfnebli jamás le había propuesto nada parecido. El drow había dado por hecho que era invitado del capataz, y que Belwar había asumido la responsabilidad personal de vigilar sus movimientos.

Belwar movió la cabeza en dirección a la puerta, para insistir en la invitación. Drizzt miró una vez más al exterior. Al otro lado de la caverna, los jóvenes, alrededor de una docena, habían comenzado un juego que consistía en arrojar piedras contra la efigie de un basilisco, construida a escala natural con piedras y armaduras viejas. Los enanos eran expertos en crear ilusionismos, y con un encantamiento menor habían pulido los detalles más burdos para que la efigie pareciera real.

—Elfo oscuro, algún día tendrás que salir —comentó Belwar—. ¿Hasta cuándo te conformarás con mirar las paredes vacías de mi casa?

—A ti te bastan —replicó Drizzt, con un tono más cortante de lo que pretendía.

Belwar asintió y se volvió sin prisa para contemplar la habitación.

—Así es —dijo el enano en voz baja, y Drizzt advirtió su profundo dolor. Cuando Belwar miró otra vez al drow, su redonda cara mostraba una expresión resignada—. Magga cammara, elfo oscuro. Que esta sea tu lección.

—¿Por qué? —inquirió Drizzt—. ¿Por qué Belwar Dissengulp, el muy honorable capataz —Belwar torció el gesto al escuchar el título—, permanece en la sombra de su propia puerta?

—Sal —contestó Belwar con un gruñido sonoro, los ojos entrecerrados y el mentón firme—. Eres joven, elfo oscuro, y tienes todo el mundo ante ti. Yo, en cambio, soy viejo. Mi tiempo ya ha pasado.

—No tan viejo —afirmó Drizzt, dispuesto a no ceder hasta poder averiguar los motivos de la preocupación de Belwar.

El enano le volvió la espalda, caminó en silencio hasta el dormitorio y corrió la manta que hacía de puerta.

Drizzt sacudió la cabeza y descargó un puñetazo contra la palma de su mano en señal de frustración. Belwar había hecho mucho por él; primero lo había salvado del veredicto del rey, y después le había dado cobijo en su casa, donde le había enseñado los rudimentos del idioma de los svirfneblis y las costumbres de los enanos. Drizzt no había podido devolverle el favor, aunque veía claramente que Belwar soportaba una pesada carga. En este momento el joven no deseaba otra cosa que apartar la cortina, acercarse al capataz, y conseguir que le confiara los motivos de su abatimiento.

Sin embargo, Drizzt no podía comportarse de forma tan atrevida con su nuevo amigo. Se prometió a sí mismo que a su debido tiempo encontraría la clave para resolver las penas del enano, pero antes tenía que superar su propio dilema. ¡Belwar le había dado permiso para recorrer Blingdenstone!

Drizzt miró otra vez al grupo al otro lado de la caverna. Tres muchachos permanecían absolutamente inmóviles delante de la efigie, como si se hubiesen convertido en piedra. Curioso, Drizzt se acercó a la puerta, y entonces, sin darse cuenta de lo que hacía, salió de la casa y se acercó a los enanos.

El juego llegó a su fin en cuanto el drow se acercó, porque los svirfneblis tenían un gran interés por conocer al elfo oscuro que había sido motivo de comentarios durante tantas semanas. Corrieron a su encuentro y lo rodearon, sin dejar de susurrar alborozados.

Drizzt sintió la tensión involuntaria de los músculos cuando los enanos se movieron a su alrededor. Los instintos primarios del cazador le advertían de una vulnerabilidad que no podía tolerar. El joven hizo un gran esfuerzo para controlar a su otro yo, repitiendo mentalmente que los svirfneblis no eran sus enemigos.

—Salud, drow amigo de Belwar Dissengulp —dijo uno de los enanos—. Soy Seldig, por ahora un novato, y futuro minero expedicionario de aquí a tres años.

Drizzt tardó bastante en entender las palabras del joven, pues éste hablaba muy deprisa. De todos modos, comprendió la importancia de la futura ocupación de Seldig, porque Belwar le había explicado que los mineros expedicionarios, los svirfneblis que entraban en la Antípoda Oscura en busca de minerales preciosos y gemas, gozaban de gran prestigio.

—Salud, Seldig —respondió el drow, por fin—. Soy Drizzt Do’ Urden.

Sin saber muy bien qué debía hacer a continuación, cruzó los brazos sobre el pecho. Para el elfo oscuro, éste era un gesto de paz, aunque no tenía muy claro si el significado era válido en el resto de la Antípoda Oscura.

Los svirfneblis se miraron los unos a los otros, imitaron el gesto, y sonrieron al escuchar el suspiro de alivio de Drizzt.

—Dicen que has estado en la Antípoda Oscura —añadió Seldig, mientras invitaba a Drizzt con un ademán a que lo siguiera hasta el lugar del juego.

—Durante muchos años —contestó Drizzt, que acomodó su paso al del muchacho.

El cazador volvió a asomar ante la incómoda proximidad de los enanos, pero Drizzt podía controlar la paranoia. Cuando el grupo llegó junto a la efigie del basilisco, Seldig se sentó en una piedra y pidió al drow que les relatara algunas de sus aventuras.

Drizzt vaciló, consciente de que no dominaba el idioma svirfnebli lo bastante bien como para poder narrar una historia, pero Seldig y los demás insistieron. Por fin, el drow asintió y se puso de pie. Pensó durante unos momentos en algún relato que pudiera ser de interés para los reunidos. Su mirada recorrió la caverna en busca de alguna idea y se detuvo por un instante en la efigie del monstruo.

—Basilisco —explicó Seldig.

—Lo sé —respondió Drizzt con ligereza—. Conocí a una de esas criaturas.

Se volvió entonces hacia los enanos y lo sorprendió ver las expresiones. Seldig y todos los demás lo miraban con la boca abierta y el cuerpo echado hacia delante, en un gesto donde se mezclaban la intriga, el miedo y el deleite.

—¡Elfo oscuro! ¿Has visto a un basilisco? —preguntó uno de ellos, incrédulo—. ¿Un basilisco de verdad?

Drizzt sonrió al comprender los motivos del asombro. Los svirfneblis, a diferencia de los elfos oscuros, protegían a los miembros más jóvenes de la comunidad. Si bien estos enanos tenían casi la misma edad que Drizzt, prácticamente ninguno —si es que había alguno— había salido nunca de Blingdenstone; a su misma edad, los elfos oscuros llevaban años dedicados a vigilar los túneles que se extendían más allá de Menzoberranzan. De haber tenido más experiencia, el hecho de que Drizzt hubiese encontrado un basilisco no les habría parecido algo tan extraordinario, aunque estos monstruos eran una presencia muy poco habitual incluso en la Antípoda Oscura.

—¡Y tú decías que los basiliscos no existían! —le reprochó uno de los muchachos a otro, mientras le daba un empujón en el hombro.

—¡No es verdad! —protestó éste, respondiendo al empellón.

—Mi tío vio uno —intervino un tercero.

—¡Lo único que vio tu tío fueron arañazos en la piedra! —exclamó Seldig, burlón—. ¡Él mismo dijo que eran huellas de un basilisco!

Drizzt sonrió risueño. Los basiliscos eran criaturas mágicas, más habituales en otros planos de existencia. Los drows las conocían bien pues solían entrar en contacto con esos otros planos, pero para los svirfneblis eran una figura casi mítica. Eran poquísimos los enanos que habían visto un basilisco. El drow soltó la carcajada. Sin duda todavía eran menos los enanos que habían podido relatar la experiencia.

—Si tu tío hubiese seguido el rastro y encontrado al monstruo —prosiguió Seldig—, todavía seguiría convertido en una estatua de piedra en algún pasillo. ¡Que yo sepa las estatuas no cuentan historias!

—¡Drizzt Do’Urden vio a uno! —protestó el otro enano—. ¡Y no se convirtió en piedra!

Todas las miradas se volvieron hacia el drow.

—¿De verdad has visto a uno, elfo oscuro? —preguntó Seldig—. Por favor, dime la verdad.

—Lo vi —contestó Drizzt.

—¿Y pudiste escabullirte antes de que te mirara? —quiso saber Seldig, aunque consideraba que la pregunta no necesitaba respuesta.

—¿Escabullirme? —Drizzt repitió la palabra en lengua enana porque no tenía muy claro el significado.

—Escabullirte…, en…, echar a correr —le aclaró Seldig.

Miró a uno de los compañeros, que se apresuró a fingir una expresión de horror y a dar unos cuantos pasos como si corriera. Los demás enanos celebraron la imitación, y Drizzt compartió las carcajadas.

—Escapaste del basilisco antes de que pudiese mirarte —afirmó Seldig.

Drizzt encogió los hombros, un tanto avergonzado, y Seldig adivinó que le ocultaba alguna cosa.

—¿No escapaste?

—No podía… escabullirme —contestó Drizzt—. El basilisco había invadido mi casa y había matado gran parte de mi ganado. Una casa —hizo una pausa para buscar la palabra correcta en svirfnebli—, un refugio no es fácil de encontrar en las profundidades de la Antípoda Oscura. Cuando encuentras uno y es tuyo, hay que defenderlo a toda costa.

—¿Luchaste contra él? —preguntó una voz anónima.

—¿Le tiraste piedras desde lejos? —lo interrogó Seldig—. Dicen que es el método correcto.

Drizzt echó una mirada a las piedras que los enanos habían arrojado contra la efigie y después miró su delgado cuerpo.

—Ni siquiera podría levantar unas piedras tan grandes —respondió con una carcajada.

—Entonces, ¿cómo? —insistió Seldig—. Tienes que decírnoslo.

Drizzt ya tenía la historia. Permaneció en silencio durante unos instantes para ordenar los recuerdos. Comprendió que las limitaciones impuestas por el escaso conocimiento del idioma no le permitirían hacer un relato muy detallado y decidió apelar a la mímica. Cogió dos palos que los enanos habían llevado consigo para utilizarlos a modo de cimitarras y a continuación examinó la efigie para comprobar que podía resistir su peso.

Los jóvenes se acurrucaron ansiosos mientras Drizzt explicaba la situación previa al ataque: el hechizo de oscuridad —colocó uno un poco más allá de la cabeza del basilisco— y la posición de Guenhwyvar, su compañera felina. Los svirfneblis no perdían detalle y acompañaban las palabras del relato con exclamaciones de asombro. La efigie pareció cobrar vida en sus mentes, como un monstruo al acecho, mientras Drizzt, el extraño forastero, lo vigilaba oculto en las sombras.

Drizzt prosiguió con el relato hasta que llegó el momento de reproducir los movimientos del combate. Oyó el grito de asombro de los muchachos cuando saltó sobre el lomo del basilisco y comenzó a trepar hacia la cabeza con precaución. El drow se dejó contagiar por el entusiasmo del auditorio, y esto refrescó los recuerdos.

De pronto fue como volver a vivir la realidad.

Los enanos se acercaron, dispuestos a presenciar una impresionante exhibición de esgrima por parte del drow que había aparecido procedente de las profundidades de la Antípoda Oscura.

Entonces ocurrió algo terrible.

En un instante era Drizzt el narrador, que entretenía a los nuevos amigos con una historia de aventuras, y al siguiente, mientras levantaba un palo para golpear al muñeco, había dejado de ser él mismo. En el lomo de la efigie se erguía el cazador, lo mismo que aquel día en los túneles de la caverna cubierta de musgo.

Los palos golpearon contra los ojos del monstruo y machacaron la cabeza de piedra.

Los svirfneblis retrocedieron, algunos asustados, otros sólo por precaución. El cazador prosiguió con los golpes, y la piedra se cuarteó y agrietó. El pedrusco que servía de cabeza de la criatura se desplomó y arrastró al elfo oscuro con él. El cazador rodó por el suelo un par de veces, se levantó de un salto, y volvió al ataque. La furia de los golpes hizo astillas los palos, y las manos de Drizzt se cubrieron de sangre, pero el cazador no quería ceder.

Las fuertes manos de unos enanos lo sujetaron por los brazos, en un intento de calmarlo, y el cazador se volvió contra los nuevos adversarios. Eran más fuertes que él y lo apretaban con firmeza, pero con un par de retorcimientos consiguió hacerles perder el equilibrio. El cazador los pateó en las rodillas y se dejó caer sobre las suyas, mientras giraba de forma tal que lanzó a los dos svirfneblis de cabeza al suelo.

De inmediato se irguió con los palos rotos en posición para defenderse del solitario enemigo que se acercaba.

No había miedo en la expresión de Belwar, que avanzaba con los brazos abiertos.

—¡Drizzt! —gritó el capataz una y otra vez—. ¡Drizzt Do’Urden!

El cazador vio la pica y el martillo del svirfnebli, y la visión de las manos de mithril despertó en su mente unos recuerdos tranquilizadores. De pronto volvió a ser Drizzt. Sorprendido y avergonzado, dejó caer los palos y contempló las manos laceradas.

Belwar sujetó al drow cuando se tambaleó a punto de caer. Lo levantó en brazos y lo llevó de vuelta a la hamaca.

Las pesadillas invadieron el sueño de Drizzt, recuerdos de la Antípoda Oscura y de aquel otro ser interior del que no podía escapar.

—¿Cómo puedo explicarlo? —le preguntó a Belwar cuando el capataz lo encontró sentado en el borde de la mesa de piedra aquella misma noche—. ¿Qué puedo decir para disculparme?

—No digas nada —contestó Belwar.

—Tú no lo entiendes —repuso Drizzt, asombrado, mientras se preguntaba cómo podría conseguir que el enano comprendiera la gravedad de lo que había ocurrido.

—Has pasado muchos años en la Antípoda Oscura —añadió Belwar—, y has sobrevivido allí donde casi todos han muerto.

—Pero ¿es que esto es sobrevivir? —pensó Drizzt en voz alta. La mano-martillo de Belwar tocó suavemente el hombro del drow, y el capataz se sentó a su lado. Allí permanecieron el resto de la noche. Drizzt no pronunció palabra y Belwar no insistió, consciente de que bastaba con la compañía.

Ninguno de los dos sabía cuánto tiempo había pasado cuando oyeron la voz de Seldig que llamaba desde el exterior.

—Sal, Drizzt Do’Urden —gritó el joven—. Sal y cuéntanos más historias de la Antípoda Oscura.

Drizzt miró a Belwar inquisitivamente, temeroso de que la invitación fuera parte de un engaño o una burla, pero cambió de idea al ver la sonrisa del capataz.

Magga cammara, elfo oscuro —dijo Belwar, con una risa sonora—. No dejarán que te escondas.

—Haz que se vayan —le pidió Drizzt.

—¿Acaso estás dispuesto a rendirte sin más? —replicó Belwar, un tanto irritado—. ¿Tú que has sido capaz de sobrevivir a las pruebas de la Antípoda Oscura?

—Es demasiado peligroso —exclamó Drizzt, desesperado por no saber cómo explicarse mejor—. No puedo controlarlo…, no puedo librarme…

—Ve con ellos, elfo oscuro —dijo Belwar—. Esta vez serán más precavidos.

—Esta… bestia… me persigue —insistió Drizzt.

—Quizá durante un tiempo —afirmó el capataz sin darle mucha importancia—. ¡Magga cammara, Drizzt Do’Urden! Cinco semanas es un plazo muy corto si lo comparas con los sufrimientos que has soportado en los últimos diez años. Ya conseguirás librarte de la… bestia.

Los ojos lila de Drizzt buscaron la mirada franca de Belwar Dissengulp.

—Pero sólo si te empeñas —acabó el capataz.

—Sal, Drizzt Do’Urden —volvió a llamar Seldig.

Esta vez, y en todas las sucesivas, Drizzt, y únicamente Drizzt, respondió a la llamada.

El rey micónido observó al elfo oscuro que rondaba por el nivel inferior de la caverna cubierta de musgo. La criatura sabía que no era el mismo drow que se había marchado, pero Drizzt, un aliado, había sido el único contacto del rey con los elfos oscuros. Sin advertir el peligro, el gigante de tres metros de altura salió al paso del extraño.

El espectro de Zaknafein ni siquiera intentó escapar o esconderse del hombrehongo. Las manos de Zaknafein empuñaban con firmeza las espadas. El rey micónido lanzó una nube de esporas, dispuesto a establecer una comunicación telepática con el recién llegado.

Pero los monstruos no muertos existían en dos planos diferentes, y sus mentes eran inaccesibles a estos intentos. El cuerpo material de Zaknafein se enfrentaba al micónido mientras que la mente del espectro se encontraba muy lejos, unida al cuerpo a través de la voluntad de la matrona Malicia. El espectro recorrió los últimos metros que lo separaban del adversario.

El micónido lanzó una segunda nube, esta vez de esporas capaces de tranquilizar a un enemigo, y tampoco dio resultado. Al ver que el espectro continuaba la marcha, el gigante levantó los brazos dispuesto a tumbarlo.

Zaknafein paró los golpes con las espadas afiladas como navajas y le cortó las manos al micónido. Después, con una velocidad impresionante, hundió las armas en el torso del rey una y otra vez hasta que éste se desplomó.

Desde el nivel superior, varias docenas de los micónidos mayores y más fuertes avanzaron para rescatar al rey herido. El espectro los observó sin preocuparse del peligro. Acabó de rematar al rey y a continuación se volvió para rechazar el ataque.

Los hombres-hongo lanzaron diversos tipos de esporas contra el espectro. Zaknafein no hizo caso de las nubes, que no podían causarle ningún daño, y concentró la atención en los brazos que intentaban golpearlo. Ahora los micónidos lo rodeaban.

Y murieron a su alrededor.

Habían atendido el huerto durante siglos, ocupados sólo en sus asuntos y en paz con los demás. Pero el espectro que salió del túnel, procedente de la cueva desierta donde una vez había residido Drizzt, estaba lleno de furia y no toleraba ni el menor gesto de paz. Zaknafein escaló la pared hasta el huerto de setas y acabó con todo lo que encontró a su paso.

Las setas gigantes caían como árboles talados. En el nivel inferior, el pequeño rebaño de vaquillas, nerviosas por naturaleza, se espantó y se dispersó por los túneles que daban a la Antípoda Oscura. Los pocos hombres-hongo que quedaban vivos intentaron alejarse al ver la destrucción provocada por el elfo oscuro, pero los micónidos eran criaturas pesadas, y Zaknafein les dio caza en cuestión de minutos.

Su reinado en la caverna cubierta de musgo, y el huerto de setas que habían cuidado durante tanto tiempo, llegaron a un brusco y definitivo final.