Muchas gracias por haber venido, muy honorable capataz —dijo uno de los enanos reunidos fuera de la pequeña habitación que encerraba al prisionero drow.
Todo el grupo de ancianos saludó con una reverencia la llegada del capataz.
Belwar Dissengulp hizo una mueca ante el gracioso recibimiento. No conseguía acostumbrarse a los muchos honores que su gente le dispensaba desde aquel día infausto hacía más de una década, cuando los elfos oscuros habían descubierto al grupo de mineros en los corredores al este de Blingdenstone, cerca de Menzoberranzan. Mutilado y casi muerto por la pérdida de sangre, Belwar había conseguido regresar a Blingdenstone como el único superviviente de la expedición.
El grupo se apartó para dejar paso a Belwar, de modo que pudiese ver el interior de la habitación y al drow. Para los prisioneros encadenados a la silla, la habitación circular era como una cueva de piedra sin otra abertura que la puerta reforzada con hierros. Pero en realidad había una ventana, invisible gracias a un hechizo que tampoco dejaba pasar ningún sonido, que permitía a los svirfneblis mantener sometidos a los prisioneros a una vigilancia constante.
—Es un drow —declaró el capataz con voz resonante, aunque con una cierta preocupación en el tono, después de observar a Drizzt durante unos momentos. No tenía muy claro para qué lo habían hecho acudir—. Es igual a cualquier otro elfo oscuro.
—El prisionero afirma que os conoció en la Antípoda Oscura —le informó uno de los ancianos. Su voz apenas era un susurro, y miró al suelo mientras completaba la frase—. El día de la gran pérdida.
Belwar frunció el entrecejo al escuchar la mención. ¿Hasta cuándo tendría que revivirlo?
—Quizá —dijo Belwar sin darle importancia—. No distingo a un elfo oscuro de otro, y tampoco me interesa intentarlo.
—De acuerdo —manifestó el anciano—. Todos se parecen.
Mientras hablaba el anciano, Drizzt se volvió hacia la ventana y los miró de frente, aunque no podía ver ni oír más allá del hechizo.
—Tal vez recordáis su nombre, capataz —señaló otro svirfnebli, que hizo una pausa al ver el súbito interés de Belwar por el drow.
La habitación circular estaba a oscuras y, en estas condiciones, los ojos de una criatura que utilizaba la visión infrarroja brillaban con toda claridad. Por lo general, los ojos aparecían como puntos de luz roja, pero no era éste el caso de Drizzt Do’Urden. Incluso en el espectro infrarrojo, los ojos del drow tenían un brillo lila.
Belwar recordaba esos ojos.
—Magga cammara —exclamó Belwar—. Drizzt —murmuró en respuesta a la pregunta del enano.
—¡Lo conocéis! —gritaron varios svirfneblis. Belwar levantó los brazos; uno de los muñones tenía implantada la cabeza de una pica, el otro la cabeza de un martillo.
—Este drow, este Drizzt… —tartamudeó por la prisa de explicarse—, ¡es el responsable de mi condición, fue él!
Algunos de los presentes murmuraron una oración por el drow condenado, convencidos de que el capataz ansiaba vengarse.
—Entonces se mantiene la decisión del rey Schnicktick —dijo uno de ellos—. El drow será ejecutado en el acto.
—¡Pero si es Drizzt el que me salvó la vida! —protestó Belwar, a gritos.
Los demás lo miraron incrédulos.
—No fue decisión de Drizzt el que me cortaran las manos —añadió el capataz—. Él pidió que me permitieran regresar a Blingdenstone. «Como un ejemplo», dijo Drizzt, pero incluso entonces comprendí que lo decía sólo para aplacar a los demás. Detrás de sus palabras se escondía otra cosa: la piedad.
Una hora más tarde, uno de los consejeros, el mismo que había hablado antes con Drizzt, se presentó en la habitación del prisionero.
—Es decisión del rey que seas ejecutado —declaró el enano bruscamente mientras se acercaba a la silla de piedra.
—Lo comprendo —repuso Drizzt, con la mayor calma posible—. No me opondré al veredicto. —El joven miró los grilletes y añadió—: Aunque tampoco podría.
El svirfnebli se detuvo y observó al sorprendente prisionero, convencido de la sinceridad de sus palabras. Antes de que pudiese añadir nada más sobre lo que iba a ocurrir, el drow se le adelantó.
—Sólo pido un favor —dijo Drizzt. El enano lo dejó acabar, interesado en conocer las intenciones del condenado—. La pantera —explicó éste—. Descubrirás que Guenhwyvar es una compañera muy valiosa y una gran amiga. Cuando yo ya no esté, debes ocuparte de que tenga un amo como se merece, quizá Belwar Dissengulp. Por favor, buen enano, promételo.
El svirfnebli sacudió la rapada cabeza, no para negar la petición de Drizzt sino por pura incredulidad.
—El rey, por mucho que le pese, no puede correr el riesgo de mantenerte vivo —manifestó el enano con aire sombrío. Después, una sonrisa le iluminó el rostro y añadió—: ¡Pero la situación ha cambiado!
Drizzt levantó la cabeza, casi sin atreverse a respirar.
—¡El capataz te recuerda, elfo oscuro! —exclamó el enano—. El muy honorable capataz Belwar Dissengulp ha hablado en tu favor y acepta la responsabilidad de mantenerte.
—Entonces… ¿no voy a morir?
—No, a menos que busques tu propia muerte.
—¿Y podré vivir entre tu gente? —preguntó Drizzt, casi sin poder articular las palabras—. ¿En Blingdenstone?
—Todavía no se ha resuelto —contestó el svirfnebli—. Belwar Dissengulp ha intercedido por ti, y esto es muy importante. Pero si te autorizarán o no…
El enano hizo una pausa y acabó la respuesta encogiéndose de hombros.
Después de abandonar la celda, el recorrido a través de las cavernas de Blingdenstone resultó una experiencia inolvidable para el drow. Drizzt observó cada uno de los detalles de la ciudad de los enanos y los comparó con Menzoberranzan. Los elfos oscuros habían trabajado la gran caverna que ocupaba la ciudad para transformarla a su gusto. La ciudad de los svirfneblis también era hermosa, pero respetaba las formas naturales de las piedras. Mientras que los drows habían cortado y tallado, los enanos se habían acomodado al diseño de la naturaleza.
Con su techo fuera del alcance de la vista, Menzoberranzan disponía de una amplitud a la que Blingdenstone no podía aspirar. La ciudad drow la formaban una serie de castillos individuales, cada uno de los cuales era fortaleza y casa a la vez. En cambio, en la ciudad de los enanos, había un sentido general de hogar, como si todo el complejo detrás de las enormes puertas de piedra y hierro fuese una estructura singular, un refugio comunitario ante los constantes peligros de la Antípoda Oscura.
También eran diferentes los ángulos de la ciudad. Al igual que el aspecto físico de la raza enana, las fortificaciones y cornisas de Blingdenstone eran redondeadas, pulidas y de curvas suaves. En Menzoberranzan todo era anguloso, tan afilado como la punta de una estalactita, un lugar lleno de callejuelas y terrazas. Drizzt vio que las diferencias entre las ciudades eran tan notorias como las de las razas que albergaban, y se atrevió a imaginar que también lo eran los sentimientos de los pobladores.
En un apartado rincón de una de las cavernas exteriores se encontraba la casa de Belwar, una sencilla estructura de piedra construida dentro de otra caverna más pequeña. A diferencia de la mayoría de las casas de los svirfneblis, la casa de Belwar tenía puerta.
Uno de los cinco guardias que escoltaban a Drizzt llamó a la puerta con el puño de la maza.
—¡Salud, muy honorable capataz! —gritó el enano—. ¡Por orden del rey Schnicktick, os hemos traído al drow!
Drizzt tomó nota del tono respetuoso del guardia. Había tenido miedo por Belwar el día aquel hacía ya más de una década, y muchas veces había pensado si amputarle las manos no había sido mucho más cruel que matar a la pobre víctima. La Antípoda Oscura no era un lugar propicio para los minusválidos.
Se abrió la puerta de piedra, y Belwar saludó a los visitantes. De inmediato miró a Drizzt con la misma mirada que habían compartido tantos años atrás, cuando se habían separado.
Drizzt vio una nota sombría en los ojos del capataz pero el orgullo se mantenía, aunque un tanto disminuido. El joven no quería ver los muñones del enano, porque los asociaba a una multitud de recuerdos desagradables. Sin embargo, sin poder evitarlo, bajó la mirada por el torso de barril de Belwar hasta fijarse en el extremo de los brazos.
Contra lo que esperaba, Drizzt se quedó atónito cuando vio las «manos» de Belwar. En la derecha, ajustada para que encajara exactamente en el muñón, había la cabeza de un martillo forjada en mithril y grabada con intrincadas runas mágicas y la figura de un elemental terrestre junto a las de otras criaturas que Drizzt no conocía.
El apéndice izquierdo de Belwar no era menos espectacular. El enano blandía una pica, también de mithril y con runas y grabados, entre ellos el de un dragón que volaba por la superficie de la hoja. Drizzt podía notar la magia en las manos de Belwar, y comprendió que muchos otros svirfneblis, artesanos y hechiceros, habían intervenido en la confección de las piezas.
—Muy útiles —comentó Belwar después de esperar unos instantes a que Drizzt acabara de mirar las manos metálicas.
—Hermosas —susurró Drizzt, que veía en ellas algo más que un martillo y una pica.
Las manos en sí mismas eran maravillosas, pero todavía lo era más lo que representaban. Si un drow, en particular un elfo varón, hubiese regresado a Menzoberranzan con las manos amputadas, la familia lo habría condenado inmediatamente a vivir como un paria hasta que algún otro drow o un esclavo acabase para siempre con su desgracia. No había lugar para las debilidades en la cultura drow. En cambio aquí era obvio que los svirfneblis habían aceptado a Belwar y lo habían atendido con todos los medios. Drizzt volvió la mirada al rostro del capataz.
—Me recordabas —dijo—. Tenía miedo…
—Ya hablaremos, Drizzt Do’Urden —lo interrumpió Belwar. Después se dirigió a los guardias, en el idioma de los svirfneblis que Drizzt no comprendía—. Si habéis acabado con vuestra misión, podéis iros.
—Estamos a vuestras órdenes, muy honorable capataz —contestó uno de los soldados. Drizzt observó el leve temblor de Belwar al escuchar el tratamiento—. El rey nos ha enviado como escolta y también de guardias. Debemos permanecer a vuestro lado hasta que se conozcan las verdaderas intenciones de este drow.
—¡Entonces, marchaos! —exclamó Belwar, colérico. Miró a los ojos de Drizzt mientras acababa la frase—. Sé cuáles son las intenciones de este elfo oscuro. No corro ningún peligro.
—Con vuestro perdón, muy honora…
—Puedes irte —lo cortó Belwar con brusquedad al ver que el soldado quería seguir la discusión—. Vete. He hablado en su favor. Está a mi cuidado y no le tengo ningún miedo.
Los guardias hicieron una reverencia y se alejaron sin prisa. Belwar acompañó a Drizzt al interior de la casa y, en cuanto cruzaron la puerta, se volvió para señalarle los dos guardias que se habían apostado en las casas vecinas.
—Se preocupan demasiado por mi salud —manifestó desabrido en lengua drow.
—Tendrías que estar agradecido por tanto interés —dijo Drizzt.
—¡No soy un desagradecido! —respondió Belwar, enojado.
Drizzt descubrió la verdad oculta detrás de la respuesta. Belwar no era un desagradecido, sino que no se creía merecedor de tantas atenciones. El joven no hizo ningún comentario para no avergonzar aún más al orgulloso svirfnebli.
El mobiliario de la casa de Belwar era escaso; una mesa de piedra y un taburete, varios estantes con potes y jarras, y un fogón con una parrilla de hierro. Más allá de la rústica entrada había otro cuarto que servía de dormitorio, provisto únicamente con una hamaca colgada de pared a pared. Había otra hamaca enrollada en el suelo, destinada a Drizzt, y una chaqueta de cuero con anillas de mithril colgada en la pared del fondo, donde se amontonaban unas cuantas bolsas y mochilas.
—La colgaremos en esta habitación —dijo Belwar, señalando con la mano-martillo la segunda hamaca.
Drizzt quiso ir a recogerla, pero Belwar lo detuvo con la mano-pica y lo hizo dar media vuelta.
—Más tarde —explicó el enano—. Primero debes decirme por qué has venido. —Belwar observó las astrosas prendas y el rostro, sucio y arañado, de Drizzt. Resultaba obvio que el drow llevaba algún tiempo en las profundidades de la Antípoda Oscura—. Y también quiero que me digas de dónde vienes.
—He venido porque no tenía ningún otro lugar adonde ir —respondió con toda franqueza mientras se sentaba en el suelo con la espalda apoyada en la pared.
—¿Cuánto tiempo llevas fuera de tu ciudad, Drizzt Do’Urden? —preguntó Belwar suavemente.
Incluso en los tonos graves, la voz del enano resonaba con la claridad de una campana. Drizzt se maravilló ante la variedad de tonos de la voz y de cómo podía transmitir compasión o inspirar temor sólo con un sutil cambio de volumen.
Drizzt encogió los hombros y echó la cabeza hacia atrás de forma tal que podía contemplar el techo. Su mente buscaba un camino hacia el pasado.
—Años. He perdido la cuenta. —Miró al svirfnebli—. El tiempo no significa mucho en los túneles de la Antípoda Oscura.
Por la apariencia de Drizzt, Belwar no podía dudar de la veracidad de la respuesta, aunque de todas maneras lo sorprendió. Caminó hasta la mesa y tomó asiento en el taburete. Belwar había visto combatir a Drizzt, lo había visto derrotar a un elemental terrestre, ¡toda una proeza! Pero si Drizzt decía la verdad, si había sobrevivido en las profundidades de la Antípoda Oscura durante años, entonces tendría que considerarlo un héroe.
—Tendrás que contarme tus aventuras, Drizzt Do’Urden —lo animó el enano—. Quiero saberlo todo para poder entender mejor los motivos que te han impulsado a venir a la ciudad de tus enemigos raciales.
Drizzt permaneció en silencio durante un buen rato, sin saber muy bien por dónde y cómo empezar. Confiaba en Belwar —¿qué otra cosa podía hacer?— pero no tenía muy claro si el svirfnebli sería capaz de entender el dilema que lo había forzado a abandonar la seguridad de Menzoberranzan. ¿Podía Belwar, que vivía en una comunidad donde reinaban la cooperación y la amistad, comprender la tragedia de vivir en la ciudad de los drows? Drizzt lo dudaba, pero ¿qué podía hacer?
En voz baja, Drizzt recapituló para Belwar la historia de la última década de su vida; le habló de la guerra en ciernes entre la casa Do’Urden y la casa Hun’ett; de la pelea contra Masoj y Alton, cuando había conseguido a Guenhwyvar; del sacrificio de Zaknafein, padre, maestro y amigo; y de la decisión de abandonar para siempre a su gente y a la deidad malvada, Lloth. Belwar comprendió que Drizzt se refería a la diosa oscura que los enanos llamaban Lolth, pero no lo corrigió. Si Belwar había tenido alguna sospecha sobre las verdaderas intenciones del joven el día en que se habían conocido tantos años atrás, el capataz no tardó en convencerse de que sus suposiciones habían sido correctas. El enano se sacudía y temblaba de emoción mientras Drizzt le hablaba de su vida en la Antípoda Oscura, de la pelea contra el basilisco, y del combate contra sus hermanos.
Antes de que Drizzt pudiese mencionar los motivos que lo habían impulsado a buscar a los svirfneblis —la agonía de la soledad y el miedo a perder la verdadera identidad en la lucha salvaje por sobrevivir— Belwar ya los había adivinado. Cuando Drizzt relató los últimos días delante de las puertas de Blingdenstone, escogió las palabras con mucho cuidado. Todavía no tenía muy claro cuáles eran sus verdaderos sentimientos, y no estaba preparado para divulgar sus dudas, por mucho que confiara en el nuevo compañero.
El capataz permaneció en silencio, y se limitó a mirar a Drizzt cuando éste acabó el relato. Belwar comprendía el dolor provocado por la recapitulación. No pidió más información ni detalles íntimos que el drow no había querido compartir.
—Magga cammara —susurró el enano.
Drizzt torció la cabeza.
—Por las piedras —tradujo Belwar—. Magga cammara.
—Así es. Por las piedras —asintió Drizzt.
Durante unos minutos ninguno agregó palabra hasta que el silencio se hizo insoportable.
—Un buen relato —manifestó Belwar, por fin.
Palmeó a Drizzt en un hombro, y después caminó hasta el dormitorio en busca de la segunda hamaca. Antes de que el joven pudiese reaccionar, el enano había sujetado la hamaca a los ganchos.
—Duerme en paz, Drizzt Do’Urden —dijo el enano, mientras se dirigía al dormitorio—. Aquí no tienes enemigos. Al otro lado de la puerta no hay ningún monstruo al acecho.
Belwar desapareció en el dormitorio, y Drizzt se quedó a solas con el torbellino de sus pensamientos y la emoción de la esperanza renovada.