Drizzt no había visto jamás nada parecido a Blingdenstone. Había esperado encontrar algo no muy diferente de Menzoberranzan, aunque a menor escala, pero cuando los guardias lo hicieron pasar a través de las enormes puertas de piedra y hierro, comprobó que sus expectativas no tenían nada que ver con la realidad.
Menzoberranzan ocupaba el interior de una caverna inmensa; en cambio, Blingdenstone se componía de una serie de cavernas comunicadas por túneles de baja altura. La más grande del complejo, apenas pasada la puerta, la ocupaba la guardia de la ciudad, y el recinto había sido acondicionado exclusivamente para una posición defensiva. Había docenas de cornisas y el doble de escaleras y rampas que bajaban y subían, de forma tal que un atacante podía estar a sólo tres metros de un defensor y sin embargo tener que bajar varios niveles y subir otros tantos antes de poder acercarse lo suficiente para combatir. Las bajas paredes de sillería que marcaban las pasarelas rodeaban unos muros más altos y gruesos capaces de mantener encajado a un ejército invasor en las partes abiertas de la caverna durante mucho tiempo.
Un gran número de svirfneblis abandonaron las posiciones para poder ver al elfo oscuro que había entrado en la ciudad. Lo observaban desde todas las cornisas, y Drizzt no sabía si las expresiones en los rostros de los enanos eran de curiosidad o de ira. En cualquier caso, los pequeños guerreros estaban preparados para cualquier eventualidad, pues todos mantenían las ballestas y las lanzas listas para atacar.
Los svirfneblis guiaron a Drizzt a través de la caverna. Subieron muchas escaleras mientras bajaban, sin apartarse de las pasarelas y siempre por lugares donde había muchos guardias. El camino daba vueltas y bajaba, subía bruscamente, y tenía mil y una revueltas. La única manera de mantener la orientación era observar el techo, que resultaba visible desde el nivel más bajo de la caverna. El drow sonrió para sus adentros al pensar que, incluso sin la presencia de los guardias, cualquier grupo invasor podía tardar horas en encontrar el camino correcto.
Al final de un corredor bajo y estrecho, que los enanos recorrieron en fila india y Drizzt casi a gatas, el grupo entró en la zona habitada. Esta caverna, más ancha pero no tan larga como la primera, también tenía cornisas, aunque con muchos menos niveles. En las paredes del recinto se veían docenas de entradas de cuevas, y ardían hogueras en varios lugares, cosa poco habitual en la Antípoda Oscura dada la escasez de combustible. Blingdenstone resultaba un lugar cálido y luminoso comparado con el resto del mundo subterráneo.
Drizzt conservó la calma, a pesar de la gravedad de la situación, mientras observaba a los svirfneblis dedicados a las tareas de la vida diaria. Los habitantes lo miraban con curiosidad, pero sólo por unos instantes; eran gente muy trabajadora y no podían perder tiempo en distracciones.
Una vez más, Drizzt fue guiado por caminos bien trazados, pero ahora con muchas menos vueltas y dificultades. Todas las calles, bastante anchas y de pavimento liso, parecían conducir a un gran edificio central.
El jefe del grupo que escoltaba a Drizzt se adelantó a la carrera para hablar con los dos centinelas armados con picas apostados delante del edificio. Uno de los guardias corrió al interior, mientras el otro mantenía abierta la puerta de hierro para dar paso a la patrulla y al prisionero. Por primera vez desde que habían entrado en la ciudad, los svirfneblis hicieron marchar a Drizzt a toda prisa por un laberinto de pasadizos que acababa en una cámara circular de poco más de dos metros de diámetro y techo demasiado bajo para el drow. No había nada en la habitación excepto una silla de piedra y, en cuanto lo hicieron sentar, Drizzt comprendió su función; tenía grilletes de hierro en los brazos y patas para sujetar al prisionero por las muñecas y los tobillos. Los enanos no lo trataron con muchos miramientos, pero cuando el joven hizo una mueca de dolor porque los eslabones le pellizcaron la carne de la cintura al retorcerse, uno de los guardias se apresuró a acomodarlos para que no le hiciesen daño.
Después de encadenarlo, los enanos dejaron a Drizzt a solas en el cuarto oscuro y vacío. La puerta de piedra se cerró con un golpe ominoso, y el silencio fue total.
Pasaron las horas.
Drizzt flexionó los músculos en un intento de aflojar la presión de los grilletes. Retorció y tiró con una mano, y sólo el dolor del hierro al morder la muñeca lo alertó sobre lo que hacía. Estaba a punto de recuperar la personalidad del cazador, que tenía como única meta sobrevivir.
—¡No! —gritó Drizzt.
Tensó todos los músculos del cuerpo dispuesto a recuperar el control racional. ¿Es que el cazador podía dominar su mente? Había ido a ese lugar voluntariamente y hasta el momento todo había resultado mejor de lo que esperaba. Ése no era el momento para acciones desesperadas, pero tal vez el cazador tuviera fuerza suficiente para desobedecer sus decisiones racionales.
Drizzt no tuvo tiempo para responder a sus dudas, porque un segundo más tarde se abrió la puerta de piedra y un grupo de siete ancianos —a juzgar por la extraordinaria cantidad de arrugas en sus rostros— entró en la celda y se situó delante de la silla de piedra. El joven reconoció la evidente importancia del grupo. Los guardias llevaban chaquetas de cuero sujetas con anillas de mithril; en cambio, los visitantes vestían túnicas de fina tela. Comenzaron a dar vueltas alrededor de Drizzt, sin dejar de hacer comentarios en su incomprensible idioma.
—¿Menzoberranzan? —preguntó uno de los enanos mientras le enseñaba el emblema de la casa de Drizzt.
El drow asintió hasta donde le permitía el dogal de hierro, ansioso por establecer algún tipo de comunicación con los captores. Pero no era ésa la intención de los enanos, pues reanudaron la conversación entre ellos, mucho más excitados.
La discusión se prolongó durante varios minutos, y Drizzt advirtió por el tono de las voces que a dos de los ancianos parecía disgustarles profundamente tener prisionero a un elfo oscuro procedente de la ciudad de sus más cercanos y odiados enemigos. Por la forma en que discutían, Drizzt casi esperaba que alguno de ellos decidiera cortarle el cuello sin más demora.
Desde luego, no fue así; los enanos no eran criaturas atolondradas ni crueles. Uno de los integrantes del grupo se apartó de los demás para ir a situarse delante del joven y dirigirle la palabra en el idioma de los drows.
—¡Por las piedras, elfo oscuro! ¿Por qué has venido? —inquirió el enano, con una pronunciación titubeante pero clara.
Drizzt no supo qué responder a esta pregunta tan sencilla. ¿Cómo podía comenzar a explicar los años de soledad en la Antípoda Oscura? ¿O hablar de la decisión de abandonar la malvada sociedad drow y vivir de acuerdo con sus propios principios morales?
—Amigo —contestó por fin, y después se movió inquieto, convencido de que había dado una respuesta absurda e inadecuada.
Pero, al parecer, el svirfnebli opinaba de otro modo, pues se rascó la barbilla rasurada y consideró la respuesta durante un buen rato.
—¿Has…, has venido aquí desde Menzoberranzan? —lo interrogó.
El enano fruncía la nariz con cada una de las palabras.
—Así es —respondió Drizzt, más confiado.
El enano inclinó la cabeza hacia un lado como una indicación de que esperaba una explicación más amplia.
—Abandoné Menzoberranzan hace muchos años —añadió Drizzt, con la mirada perdida en la distancia al recordar la vida que había dejado atrás—. Nunca fue mi hogar.
—¡Ah, mientes, elfo oscuro! —chilló el enano, que sacudió el emblema de la casa Do’Urden sin darse cuenta de las connotaciones de la respuesta de Drizzt.
—He vivido muchos años en la ciudad de los drows —continuó el joven, sin perder un segundo—. Soy Drizzt Do’Urden, en otros tiempos segundo hijo de la casa Do’Urden. —Miró el medallón que sostenía el enano, estampado con el emblema familiar, e intentó explicarse—. Daermon N’a’shezbaernon.
El svirfnebli se volvió hacia los demás, que comenzaron a hablar al unísono. Uno de ellos asentía muy excitado; al parecer había reconocido el nombre antiguo de la casa drow, cosa que sorprendió a Drizzt.
El enano que había interrogado al joven miró al prisionero mientras se golpeaba los labios fruncidos con las puntas de los dedos índices y chasqueaba la lengua con un sonido irritante.
—Según nuestras informaciones, la casa Do’Urden sobrevive —comentó, atento a la reacción de Drizzt. Al ver que no respondía, añadió con tono acusador—: ¡Tú no eres un paria!
¿Cómo podía el enano estar enterado de su situación?, se preguntó Drizzt, asombrado.
—Soy un paria por elección… —intentó explicar.
—Ah, elfo oscuro —lo interrumpió el svirfnebli, más tranquilo—. Sé que has venido por tu propia voluntad, y te creo. Pero ¿un paria? ¡Por las piedras, elfo oscuro! —El rostro del enano se contorsionó en una súbita expresión de furia—. ¡Tú eres un espía!
Entonces, con la misma rapidez, el enano recuperó la serenidad y adoptó una postura relajada.
Drizzt lo observó atentamente. ¿Los cambios de humor del enano tenían el propósito de desconcertar a los prisioneros? ¿O formaban parte del carácter de la raza? El joven recordó aquel único encuentro anterior con los svirfneblis en busca de algún antecedente que le permitiera disipar las dudas. En aquel momento, su interlocutor metió la mano en el bolsillo más profundo de su túnica y sacó la estatuilla de la pantera.
—Escúchame bien, elfo oscuro. Quiero que contestes la verdad. Si lo haces, te evitarás sufrimientos inútiles —dijo con calma el enano—. ¿Qué es esto?
Drizzt notó el temblor en los músculos. El cazador quería llamar a Guenhwyvar, recurrir a la pantera para que descuartizara a toda esa pandilla de enanos ancianos. Quizás alguno de ellos tenía la llave de los grilletes; entonces recuperaría la libertad y…
Drizzt descartó estas ideas ridículas y alejó al cazador de su mente. Se encontraba en una situación desesperada, pero esto lo sabía desde el momento en que había decidido ir a Blingdenstone. Si los enanos creían de verdad que era un espía, sin duda lo matarían. Incluso si no podían probarlo, ¿cómo se atreverían a mantenerlo vivo?
—Fue una locura venir aquí —murmuró Drizzt casi para sí mismo, al comprender que el dilema no sólo lo afectaba a él sino que también involucraba a los enanos.
El cazador intentó meter baza en sus pensamientos. Una palabra, y la pantera aparecería a su lado.
—¡No! —gritó Drizzt por segunda vez en el día, para resistirse al lado más oscuro de su persona.
Los enanos se apartaron de un salto ante la posibilidad de un hechizo. Un dardo chocó contra el pecho del joven y dejó escapar una nube de gas.
Drizzt se mareó al respirar el gas. Escuchó a los svirfneblis que se movían alrededor de la silla, discutiendo qué hacer con él en una lengua que no entendía. Vio la silueta de uno, sólo una sombra, que se acercaba y le abría los dedos en busca de componentes mágicos.
Cuando por fin Drizzt recuperó la claridad mental, vio que todo seguía igual. El talismán de ónice apareció otra vez ante sus ojos.
—¿Qué es esto? —preguntó el enano intérprete, con un tono un poco más insistente.
—Un compañero —susurró Drizzt—. Mi única amiga.
El drow hizo una larga pausa para reflexionar en sus siguientes palabras. No podía culpar a los svirfneblis si decidían matarlo, y Guenhwyvar se merecía algo más que ser un adorno en la repisa de algún enano.
—Se llama Guenhwyvar —añadió Drizzt—. Invoca su nombre y vendrá la pantera, una aliada y una amiga. Cuídala mucho, porque es muy valiosa y de gran poder.
El enano miró el amuleto y después a Drizzt, con una expresión en la que se mezclaban la curiosidad con la cautela. Entregó la figura a uno de los compañeros y lo envió fuera del calabozo, porque no confiaba en el drow. Si el elfo oscuro había dicho la verdad, y el enano no lo ponía en duda, Drizzt acababa de revelar el secreto de un objeto mágico muy poderoso. Pero resultaba todavía más sorprendente el hecho de que, al decir la verdad, el drow había renunciado a su única posibilidad de escapar. El svirfnebli tenía casi doscientos años de edad y sabía tanto como cualquiera de su pueblo sobre la naturaleza de los elfos oscuros. Si alguno de ellos actuaba de una forma imprevisible, como era el caso presente, se rompían los esquemas. Los elfos oscuros se habían ganado a pulso la fama de crueles y asesinos, y cuando los enanos atrapaban a uno que encajaba en el molde, sabían cuál era la solución y la aplicaban sin remordimiento. Pero ¿qué podían hacer con un drow que mostraba un comportamiento moral sin precedentes?
Los svirfneblis volvieron a conversar entre ellos, sin hacer caso de Drizzt. Después se marcharon, excepto el enano que podía hablar el idioma de los elfos oscuros.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Drizzt.
—La decisión es privilegio exclusivo del rey —contestó el enano, muy serio—. Quizá tarde varios días en decidir cuál será tu destino, después de estudiar las consideraciones del consejo asesor, el grupo que acabas de conocer. —El svirfnebli hizo una reverencia, y a Continuación miró a Drizzt a los ojos y añadió bruscamente—: Sospecho, elfo oscuro, que serás ejecutado.
Drizzt asintió, resignado a la lógica que motivaba la sentencia.
—De todos modos creo que no eres como los demás, elfo oscuro —prosiguió el enano—. Sospecho que recomendaré clemencia o, al menos, piedad en la ejecución.
El svirfnebli encogió los hombros, dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
El tono de las palabras del interlocutor despertó un recuerdo en la mente de Drizzt. Otro svirfnebli le había hablado de la misma manera, en términos casi iguales, muchos años atrás.
—Espera —llamó Drizzt.
El enano se detuvo y se volvió, mientras el drow trataba de hacer memoria, de recordar el nombre del prisionero que él había salvado en aquella ocasión.
—¿Qué quieres? —preguntó el enano, impaciente.
—Un enano —contestó Drizzt—. Creo que de esta ciudad. Sí, tenía que ser de aquí.
—¿Conoces a alguien de mi gente, elfo oscuro? —inquirió el svirfnebli, acercándose a la silla de piedra—. Dime el nombre.
—No lo sé —respondió el drow—. Yo formaba parte de una patrulla, hace años, quizás una década. Luchamos contra un grupo de svirfneblis que habían entrado en nuestra región. —Hizo una mueca al ver que el enano fruncía el entrecejo pero no calló, consciente de que aquel superviviente podía ser la única esperanza de salvación—. Recuerdo que sólo sobrevivió un enano y que regresó a Blingdenstone.
—¿Cómo se llamaba? —insistió el svirfnebli, colérico, con los brazos cruzados sobre el pecho y golpeando el suelo con la contera de la bota.
—No lo recuerdo —admitió Drizzt.
—Entonces ¿a qué viene todo esto? —gruñó el enano—. Pensaba que eras diferente de…
—Perdió las manos en la batalla —lo interrumpió Drizzt, empecinado—. Por favor, tienes que conocerlo.
—¿Belwar? —respondió el enano, en el acto. El nombre refrescó la memoria del drow.
—¡Belwar Dissengulp! —gritó Drizzt—. ¡Entonces está vivo! Quizás él pueda recordar…
—¡Jamás olvidará aquel día aciago, elfo oscuro! —afirmó el enano casi sin poder controlar la furia—. ¡Nadie de Blingdenstone olvidará aquel día tan funesto!
—Llámalo. Busca a Belwar Dissengulp —suplicó Drizzt.
El enano caminó hacia la puerta sin dejar de sacudir la cabeza ante las continuas sorpresas del elfo oscuro.
La puerta se cerró con el ruido de una lápida, y Drizzt volvió a estar solo. Mientras reflexionaba sobre la mortalidad intentó no hacerse demasiadas esperanzas.
—¿Pensabas que podía hacerte algún mal? —le decía Malicia a Rizzen cuando Dinin entró en la antecámara de la capilla—. Aquello no fue más que un engaño para no despertar las sospechas de SiNafay Hun’ett.
—Muchas gracias, madre matrona —respondió Rizzen, mucho más tranquilo.
Se apartó del trono de Malicia sin dejar de hacer reverencias a cada paso.
—Nuestras semanas de trabajo han dado su fruto —anunció Malicia a todos los presentes—. ¡Zin-carla está acabado!
Dinin se frotó las manos, entusiasmado. Sólo las mujeres de la familia habían visto el producto de su trabajo. A una seña de Malicia, Vierna se acercó a una cortina en el extremo de la sala y la corrió. Allí se erguía Zaknafein, el maestro de armas; ya no era un cadáver en descomposición sino que mostraba el mismo aspecto lozano que había tenido en vida.
Dinin se balanceó sobre los talones cuando el maestro de armas avanzó para colocarse delante de la matrona Malicia.
—Tan guapo como siempre, mi querido Zaknafein —le dijo Malicia, complacida.
El espectro no respondió.
—Y más obediente —añadió Briza.
El comentario provocó las carcajadas de las demás mujeres.
—¿Esto…, él… perseguirá a Drizzt? —se atrevió a preguntar Dinin aunque sabía muy bien que no tenía permiso para hablar.
Malicia y las demás estaban demasiado interesadas en Zaknafein y pasaron por alto la falta del hijo mayor.
—Zaknafein se encargará de aplicar el castigo que se merece tu hermano —prometió Malicia, con un brillo de alegría en los ojos—. Pero falta algo —añadió la matrona, coqueta, mientras miraba primero a Zak y después a Rizzen—. Es demasiado guapo como para inspirar miedo a aquel renegado.
Los demás se miraron los unos a los otros, intrigados por la actitud de la matrona. ¿Acaso pretendía compensar a Rizzen por el mal rato que le había hecho pasar?
—Ven, esposo mío —le dijo Malicia a Rizzen—. Coge la espada y marca el rostro de tu rival muerto. Te sentirás mejor, y servirá para inspirar terror a Drizzt cuando vea a su viejo maestro.
Rizzen vaciló pero ganó confianza a medida que se aproximaba al espectro. Zaknafein permanecía inmóvil, sin respirar ni parpadear, al parecer ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Rizzen apoyó una mano en el pomo de la espada y miró a Malicia para pedir una confirmación.
Ésta asintió. Con una mueca feroz, Rizzen desenvainó la espada y lanzó un mandoble contra el rostro de Zaknafein.
Ni siquiera consiguió acercarse a él.
El espectro entró en acción con tanta rapidez que los presentes casi ni vieron los movimientos. Empuñó las dos espadas y paró el golpe al tiempo que atacaba. La espada de Rizzen voló por los aires y, antes de que el infortunado patrón de la casa Do’Urden pudiese expresar una palabra de protesta, uno de los aceros de Zaknafein le cortó la garganta y el otro le atravesó el corazón.
Rizzen ya estaba muerto cuando cayó al suelo, pero el espectro no se dio por satisfecho con la rapidez y la limpieza del ataque. Zaknafein continuó con los mandobles y estocadas dispuesto a reducir a trozos el cadáver del rival, hasta que Malicia, complacida con la demostración, le ordenó parar.
—Me aburría —explicó la matrona al ver la incrédula mirada de los hijos—. Ya he escogido un nuevo patrón entre los plebeyos.
Sin embargo, no era la muerte de Rizzen lo que motivaba las expresiones de asombro de los hijos de Malicia; no les interesaba en lo más mínimo ninguno de los amantes que la madre pudiera escoger como patrón de la casa, una posición siempre temporal, sino la habilidad y la rapidez del espectro en el manejo de las armas.
—Tan magnífico como cuando vivía —comentó Dinin.
—¡Mejor! —afirmó Malicia—. Zaknafein conserva intactas y exclusivamente las cualidades de guerrero y no hay nada que lo distraiga de su cometido. Miradlo bien, hijos míos. Zin-carla, el regalo de Lloth.
Se volvió hacia Dinin y le sonrió con picardía.
—No pienso acercarme a esa cosa —exclamó Dinin, al suponer que su madre podía desear una segunda demostración.
—No temas, primer hijo —lo tranquilizó Malicia, con una carcajada—. No tengo ningún motivo para desearte mal.
Dinin no hizo caso del consejo. Malicia no necesitaba razones. El cuerpo despedazado de Rizzen era la mejor demostración.
—Te encargarás de guiar al espectro al exterior —añadió la matrona.
—¿Al exterior?
—A la región donde encontraste a tu hermano —explicó Malicia.
—¿Tendré que ir delante de la cosa? —preguntó Dinin.
—Sólo tienes que guiarlo hasta allí —contestó su madre—. Zaknafein conoce la presa. Está imbuido con hechizos que lo ayudarán en la caza.
Briza, que se mantenía a un lado, parecía preocupada.
—¿Qué ocurre? —quiso saber la matrona al ver la expresión de su hija.
—No pongo en duda el poder del espectro, o la magia con que lo has dotado —manifestó Briza, vacilante al saber que Malicia no aceptaría discusiones en un asunto tan importante.
—¿Todavía tienes miedo de tu hermano menor? —la interrogó Malicia.
Briza no supo qué responder.
—Olvida tus temores por muy válidos que te puedan parecer —añadió Malicia, muy tranquila—. Os lo digo a todos: Zaknafein es el regalo de nuestra reina. ¡No hay nada ni nadie en la Antípoda Oscura que pueda detenerlo! —Miró al espectro—. Tú no me fallarás, maestro de armas, ¿no es así?
Zaknafein permaneció impasible, con las espadas tintas en sangre envainadas, las manos contra los muslos, y sin pestañear, parecía una estatua, un ente sin vida.
Pero bastaba mirar el cuerpo mutilado del patrón de la casa Do’Urden tendido a los pies de Zaknafein para comprender que el maestro de armas no era un monstruo inanimado.