Sin prisa por enfrentarse a la cólera de su madre, Dinin caminó lentamente hacia la antecámara de la capilla de la casa Do’Urden. La matrona Malicia lo había llamado, y él no podía rehusar la convocatoria. En el pasillo, delante de las puertas, encontró a Vierna y Maya que tampoco las tenían todas consigo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Dinin a través del código mudo.
—La matrona Malicia ha estado reunida todo el día con Briza y Shi’nayne —respondieron las manos de Vierna.
—Sin duda planean alguna otra misión en busca de Drizzt —señaló Dinin sin mucho entusiasmo porque sabía que le tocaría participar en ella.
Las dos sacerdotisas interpretaron perfectamente la expresión desdeñosa del varón.
—¿De verdad fue tan terrible? —inquirió Maya—. Briza no se ha mostrado muy explícita.
—Los dedos amputados y la pérdida del látigo hablan por sí solos —opinó Vierna con una sonrisa de complacencia mientras movía los dedos.
Al igual que sus hermanos, sentía muy poco afecto por la hija mayor de la matrona Malicia.
De todos modos, la sonrisa no encontró eco en Dinin, que recordaba el enfrentamiento con Drizzt.
—Las dos pudisteis ver su habilidad con las armas mientras residía con nosotros —contestó Dinin con las manos—. Su capacidad se ha multiplicado por diez en los años que lleva fuera de la ciudad.
—Pero ¿cómo es? —preguntó Vierna.
Intrigada por la capacidad de supervivencia de Drizzt, desde que la patrulla había regresado con la noticia de que seguía vivo, Vierna había alimentado la esperanza de volver a ver al hermano menor. Se decía que eran hijos del mismo padre, y Vierna mostraba un aprecio por Drizzt más allá de lo prudente, a la vista de los sentimientos de Malicia respecto a él.
Al notar la expresión excitada, y recordar la humillación sufrida a manos de Drizzt, Dinin dirigió una mirada de reproche a Vierna.
—No temas, querida hermana —le dijo a toda prisa—. Si Malicia te envía a los túneles, como sospecho que hará, tendrás ocasión de ver a Drizzt todo lo que te plazca.
Dinin unió las manos para dar más énfasis a las palabras; después pasó entre las dos mujeres y entró en la antecámara.
—Tu hermano ha olvidado que antes de entrar se debe llamar a la puerta —comentó la matrona Malicia a Briza y Shi’nayne, que se encontraban junto a ella.
Rizzen, de rodillas delante del trono, miró a Dinin por encima del hombro.
—¡No te he dado permiso para mirar! —le chilló Malicia al patrón.
Golpeó el puño contra uno de los brazos del trono, y Rizzen se echó sobre la panza aterrorizado. Las palabras siguientes de la matrona llevaban la fuerza de un hechizo.
—¡Arrástrate! —ordenó, y Rizzen se arrastró hasta sus pies.
Malicia extendió una mano al varón, sin dejar de mirar a Dinin. El hijo mayor entendió perfectamente la intención de la matrona.
—¡Besa! —le dijo Malicia a Rizzen, que se apresuró a cubrir de besos la mano ofrecida—. Levántate.
Rizzen apenas si tuvo tiempo de incorporarse a medias antes de que la matrona le propinara un puñetazo en pleno rostro. El patrón se desplomó hecho un ovillo sobre el suelo de piedra.
—Si te mueves, te mataré —prometió Malicia, y Rizzen permaneció inmóvil, sin dudar de la validez de la promesa.
Dinin sabía que todo este espectáculo tenía como objetivo impresionarlo. Sin parpadear, Malicia lo observó atentamente.
—Me has fallado —declaró, después de una larga pausa.
Dinin aceptó la reprimenda en silencio, sin atreverse siquiera a respirar hasta que Malicia se volvió hacia Briza.
—¡Y tú! —gritó Malicia—. Una gran sacerdotisa con la ayuda de seis guerreros de primera y no has sido capaz de atrapar a Drizzt.
Briza cerró y abrió la mano para ejercitar los dedos que Malicia había hecho crecer gracias a la magia en reemplazo de los amputados durante el combate.
—¡Siete contra uno —protestó Malicia—, y regresáis con el rabo entre las piernas anunciando desastres!
—¡Yo lo atraparé, madre matrona! —prometió Maya mientras ocupaba su lugar junto a Shi’nayne.
Malicia miró a Vierna, pero la hija segunda no se atrevió a imitar a la hermana en la afirmación.
—Eres muy atrevida —le dijo Dinin a Maya.
De inmediato, la mirada incrédula de Malicia se fijó en él como un recordatorio de que no era su turno de hablar.
—Demasiado atrevida —gruñó Briza, apresurándose a completar la opinión de Dinin. Malicia miró a Briza, que como gran sacerdotisa agraciada con el favor de Lloth estaba en su derecho de hablar—. No sabes nada de nuestro hermano menor —añadió Briza, dirigiéndose tanto a Malicia como a Maya.
—No es más que un varón —replicó Maya—. Yo podría…
—¡Acabarías cortada en trozos! —chilló Briza—. Deja de decir tonterías y de formular falsas promesas, hermana. En los túneles más allá de Menzoberranzan, Drizzt te mataría en un abrir y cerrar de ojos.
Malicia no se perdía palabra. Había escuchado el relato del encuentro con Drizzt varias veces, y conocía el valor y los poderes de la hija mayor lo suficiente para saber que Briza no hablaba en vano.
Maya optó por no seguir la discusión porque no quería crear rencores con Briza.
—¿Podrías derrotarlo ahora que comprendes mejor en qué se ha convertido? —le preguntó Malicia a Briza.
La respuesta de Briza fue flexionar los dedos de la mano herida; tardaría varias semanas en recuperar la fuerza. La matrona interpretó su gesto como una respuesta definitiva.
—¿Y tú? —interrogó a Dinin.
Dinin se movió inquieto, sin saber qué debía responder a la quisquillosa Malicia. La verdad podía dejarlo en situación desairada, pero una mentira significaría volver a los túneles en busca del fugitivo.
—¡Dime la verdad! —rugió Malicia—. ¿Estás dispuesto a capturar a Drizzt y así recuperar mi favor?
—Yo… —tartamudeó Dinin, y bajó la mirada al comprender que Malicia utilizaba un hechizo de detección. No podía mentir porque lo descubriría en el acto—. No —respondió—. Aunque pierda tu favor, madre matrona, no quiero ir en busca de Drizzt.
Maya y Vierna —incluso Shi’nayne— se quedaron estupefactas ante una respuesta tan sincera, convencidas de que no podía existir nada peor que la ira de una madre matrona. En cambio, Briza asintió porque tampoco quería volver a enfrentarse con Drizzt. Malicia tomó nota del gesto de su hija.
—Te pido perdón, madre matrona —continuó Dinin, en un intento de arreglar un poco las cosas—. He visto a Drizzt en combate. Me derribó como a un muñeco, algo que nadie más podría conseguir. Derrotó a Briza en una pelea limpia, y a ella jamás la habían vencido. No quiero salir a cazar a mi hermano porque creo que el resultado provocaría tu cólera y plantearía más problemas a la casa Do’Urden.
—¿Tienes miedo? —le preguntó Malicia, con astucia.
—Sí —reconoció Dinin—, y también sé que volvería a desilusionarte, madre matrona. En los túneles que él llama su casa, Drizzt es imbatible. No puedo aspirar a derrotarlo.
—Puedo aceptar la cobardía en un varón —dijo Malicia, despectiva.
Dinin, que no podía hacer otra cosa, aceptó el insulto estoicamente.
—¡Pero tú eres una gran sacerdotisa de Lloth! —le echó en cara Malicia a Briza—. ¡No es posible que un vulgar varón esté por encima de los poderes que te ha dado la reina araña!
—¡Escucha las palabras de Dinin, matrona! —contestó Briza.
—¡Lloth está contigo! —intervino Shi’nayne.
—Pero Drizzt está fuera del alcance de la reina araña —replicó Briza—. Creo que Dinin ha dicho una verdad que se aplica a todos nosotros. No podemos atrapar a Drizzt. Las profundidades de la Antípoda Oscura son sus dominios, y nosotros somos unos extraños.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Maya.
Malicia se recostó en el trono y descansó la afilada barbilla en la palma de una mano. Había intentado coaccionar a Dinin con la amenaza de ponerse en su contra, y pese a todo él había rehusado aventurarse a una nueva persecución. Briza, llena de ambiciones y poderosa, y con el respaldo de Lloth, aunque la casa Do’Urden y Malicia no lo tuvieran, había regresado sin el látigo ni los dedos de una mano.
—¿Por qué no emplear a Jarlaxle y su banda de mercenarios? —propuso Vierna al ver el dilema de Malicia—. Bregan D’aerthe nos ha prestado grandes servicios durante muchos años.
—El jefe mercenario no aceptará la propuesta —contestó Malicia, porque ya había intentado contratarlo años antes para esta misma misión—. Todos los miembros de Bregan D’aerthe obedecen las decisiones de Jarlaxle, y toda nuestra fortuna no es suficiente para tentarlo. Sospecho que Jarlaxle acata las órdenes estrictas de la matrona Baenre. Drizzt es problema nuestro, y la reina araña quiere que seamos nosotros los que le demos solución.
—Si me ordenas que vaya, iré —anunció Dinin—, aunque pueda desilusionarte. No tengo miedo a las espadas de Drizzt ni a la propia muerte si es a tu servicio.
Dinin había interpretado el mal humor de su madre lo suficiente para saber que no tenía la intención de mandarlo a la caza y captura de Drizzt, y consideró que no le costaba nada mostrarse generoso.
—Te lo agradezco, hijo mío —dijo Malicia, satisfecha. Dinin hizo un esfuerzo para no burlarse de la mirada furiosa que le dirigieron sus hermanas—. Ahora haz el favor de dejarnos —añadió la matrona, con un tono altivo que robó a Dinin su momento de gloria—. Hemos de atender asuntos que no conciernen a un varón.
Dinin hizo una reverencia y se encaminó a la puerta. Las hermanas no pasaron por alto la facilidad con que Malicia lo había puesto en su sitio.
—Recordaré tus palabras —prosiguió Malicia, que disfrutaba con el juego de poder y el aplauso silencioso. Dinin hizo una pausa, con la mano apoyada en el picaporte de la decorada puerta—. Algún día tendrás que probar la lealtad que me tienes, tenlo por seguro.
Las cinco grandes sacerdotisas se rieron a espaldas de Dinin mientras él salía de la sala a toda prisa.
En el suelo, Rizzen se encontró enfrentado a un peligroso dilema. Malicia había despachado a Dinin porque los varones no tenían derecho a permanecer en la antecámara. Sin embargo, la matrona no le había dado permiso para moverse. Afianzó las puntas de las botas y apretó los dedos contra la piedra, listo para levantarse y salir en cuanto se lo ordenaran.
—¿Todavía estás aquí? —le gritó Malicia, y Rizzen corrió hacia la puerta—. ¡Alto! —chilló Malicia al tiempo que lanzaba un hechizo.
Rizzen se detuvo en el acto, incapaz de oponerse a la fuerza del duomer del hechizo.
—¡No te he dado permiso para que te muevas! —exclamó la matrona a sus espaldas.
—Pero… —comenzó a protestar Rizzen.
—¡Cogedlo! —ordenó Malicia a las dos hijas menores.
Vierna y Maya se apresuraron a cumplir la orden y sujetaron a Rizzen.
—Encerradlo en una de las mazmorras —añadió Malicia—. Mantenedlo vivo. Lo necesitaremos más tarde.
Vierna y Maya se llevaron al aterrado varón, que no se atrevió a ofrecer resistencia.
—Tienes un plan —le dijo Shi’nayne a Malicia, consciente de que había un propósito definido en cada una de las acciones de la matrona de la casa Do’Urden.
Conocía perfectamente bien las obligaciones de una madre matrona y comprendía que el enfado de Malicia contra Rizzen, que no había hecho nada malo, no era real sino que enmascaraba algún otro fin.
La matrona se volvió hacia Briza.
—Estoy de acuerdo con tu análisis —declaró—. Drizzt está fuera de nuestro alcance.
—Pero como ha dicho la matrona Baenre, no podemos fracasar —le recordó Briza—. Tu posición en el consejo regente debe ser fortalecida a toda costa.
—No fracasaremos —le dijo Shi’nayne a Briza con la mirada puesta en Malicia, que le devolvió la mirada con una expresión desabrida—. En los diez años de lucha contra la casa Do’Urden he llegado a entender los métodos de la matrona Malicia. Tu madre encontrará la manera de atrapar a Drizzt. —Hizo una pausa al ver la sonrisa de la matrona—. Quizá ya sabe cómo hacerlo.
—Ya lo veremos —presumió Malicia, ufana ante la muestra de respeto de su antigua rival—. Ya lo veremos.
Más de doscientos plebeyos de la casa Do’Urden se apiñaban en la gran capilla, y el rumor de los comentarios sobre los motivos de esta reunión iba en continuo aumento. Los plebeyos tenían muy pocas oportunidades de visitar el lugar sagrado, salvo en las fiestas de culto a la reina araña o para los oficios previos a una batalla. Pero esta vez no había ninguna guerra a punto de estallar y la fecha no correspondía a ninguno de los días sagrados del calendario drow.
Dinin Do’Urden, tan nervioso y excitado como los demás, se movía entre la muchedumbre, dedicado a acomodar a los elfos oscuros en las filas de asientos que rodeaban el altar central. El hecho de ser varón le impedía participar en la ceremonia en el altar, y la matrona Malicia no lo había puesto en antecedentes de sus planes. De todos modos, por las órdenes recibidas, Dinin sabía que los resultados de la ceremonia tenían una importancia crítica para el futuro de la familia. Como maestro del coro tendría que moverse entre los congregados y dirigir a los plebeyos en las letanías y oraciones a la reina araña.
Dinin ya había desempeñado este papel en numerosas ocasiones, pero esta vez la matrona Malicia le había advertido que un solo fallo en los rezos le costaría la vida. Había otro hecho que preocupaba al hijo mayor de la casa Do’Urden. Por lo general, el otro varón noble de la casa, el actual compañero de Malicia, lo ayudaba en esta tarea. Pero nadie había visto a Rizzen desde la reunión mantenida por toda la familia en la antecámara para discutir cómo capturar a Drizzt. Dinin sospechaba que Rizzen tenía los días contados como patrón de la casa. No era ningún secreto que la matrona Malicia había ofrecido en sacrificio a Lloth a más de un amante.
En cuanto los plebeyos estuvieron sentados, unas luces rojas mágicas comenzaron a brillar suavemente en todo el recinto. La iluminación aumentó poco a poco para permitir a los presentes pasar del espectro infrarrojo a la visión normal sin alteraciones.
Una nube de vapor apareció debajo de los asientos, se extendió por todo el suelo, y comenzó a llenar la sala. Dinin dirigió a los reunidos en un tarareo sordo: la llamada de la matrona Malicia.
Ésta apareció en el punto más alto de la cúpula, con los brazos extendidos y los pliegues de la túnica negra bordada con dibujos de arañas sacudidos por una brisa mágica. Descendió lentamente sobrevolando en círculos para observar a los reunidos y dejar que ellos contemplaran la magnificencia de la madre matrona.
Cuando Malicia se posó en el altar central, Briza y Shi’nayne aparecieron en el techo y descendieron de la misma manera. Aterrizaron y ocuparon sus puestos, Briza junto a la caja tapada por un paño que había al lado del ara con forma de araña y Shi’nayne detrás de la matrona Malicia.
La matrona dio una palmada, y el tarareo cesó en el acto. Con un rugido, se alzaron las llamas de los ocho braseros dispuestos sobre el altar, y el brillo del fuego no fue tan doloroso para los ojos de los drows gracias a la niebla y el resplandor rojizo de las luces mágicas.
—¡Entrad, hijas mías! —gritó Malicia.
Todas las miradas se dirigieron a la puerta principal de la capilla. Vierna y Maya entraron escoltando a Rizzen, quien al parecer iba drogado, y seguidas por un féretro que flotaba en el aire.
Dinin no fue el único sorprendido al ver este extraño arreglo. Daba por hecho que Rizzen sería sacrificado, pero nunca habían utilizado un féretro en la ceremonia.
Las dos hijas menores subieron al altar y sin perder un segundo ataron a Rizzen a la piedra del sacrificio, Shi’nayne se hizo cargo del féretro y lo desvió hacia el extremo opuesto a Briza.
—¡Llamad a la doncella! —ordenó Malicia, y de inmediato Dinin dirigió a los plebeyos en la letanía.
Las llamas crecieron en los braseros, mientras Malicia y las demás grandes sacerdotisas incitaban a los presentes con gritos mágicos en las palabras claves de la llamada. De pronto sopló un viento muy fuerte que dispersó la niebla.
Las llamas de los ocho braseros superaron en altura a Malicia y a las demás, y se unieron en un estallido furioso en el centro de la plataforma circular. Los braseros escupieron fuego una vez más en una explosión común, lanzando todas las llamas en la invocación; después casi se apagaron mientras las lenguas de fuego formaban primero una bola y a continuación una columna ígnea.
El asombro dominó a los plebeyos, que prosiguieron con la salmodia mientras la columna pasaba por todos los colores del espectro y se enfriaba. Cuando se apagaron las llamas apareció una criatura dotada de tentáculos, más alta que un drow, parecida a una vela medio derretida y con el rostro alargado como si las facciones estuviesen a punto de fundirse. Todos los presentes reconocieron a la criatura, aunque eran muy pocos los plebeyos que habían visto una alguna vez, excepto quizás en las ilustraciones de algún libro religioso. De todos modos, los reunidos comprendieron en aquel momento la importancia del acto porque ningún drow podía pasar por alto el significado de la presencia de una yochlol, una doncella personal de Lloth.
—Salve, doncella —manifestó Malicia—. Bendita sea tu presencia en la casa de Daermon N’a’shezbaernon.
La doncella observó a los presentes durante un buen rato, sorprendida de que la casa Do’Urden se hubiese atrevido a invocarla, cuando Malicia no contaba con el favor de Lloth.
Sólo las grandes sacerdotisas escucharon la pregunta telepática.
¿Cómo te atreves a invocarme?
—¡Para corregir nuestros errores! —respondió Malicia en voz alta, y los congregados captaron la tensión del momento—. ¡Para recuperar el favor de tu señora, el favor que es el único propósito de nuestra existencia!
Malicia miró a Dinin, y él ordenó la canción adecuada, el himno de alabanza a la reina araña.
Me complace la exhibición, matrona Malicia —transmitió la doncella, esta vez únicamente para Malicia—. ¡Pero no te ayudará para hacer frente a los peligros!
Lo sé; esto es sólo el principio —pensó Malicia, segura de que la doncella podía leerle el pensamiento. Este conocimiento le inspiró confianza porque no mentía. Sólo deseaba recuperar el favor de Lloth—. Mi hijo menor ha faltado a la reina araña. Debe pagar por sus pecados.
Las demás sacerdotisas, excluidas de la conversación telepática, se unieron al canto a Lloth.
Drizzt Do’Urden vive —manifestó la doncella—. Y no está sometido a tu custodia.
Esto se resolverá muy pronto —prometió Malicia.
¿Qué quieres de mí?
—¡Zin-carla! —gritó Malicia, en voz alta.
La doncella se sacudió, asombrada por un momento de la osadía de la petición. Malicia se mantuvo firme, convencida de que el plan no podía fracasar. A su alrededor, las otras sacerdotisas contuvieron la respiración. Había llegado el momento de la verdad y ahora todo pendía de un hilo.
Es nuestro mejor regalo —respondió la doncella—. Ni siquiera se suele otorgar a las matronas que tienen el favor de la reina araña. ¿Y tú, que desagradas a Lloth, te atreves a pedirlo?
Es justo y correcto —afirmó Malicia.
Después, como necesitaba el apoyo de la familia, añadió en voz alta:
—Que mi hijo conozca las consecuencias de sus faltas y el poder de los enemigos que se ha creado. Que mi hijo sea testigo de la horrible gloria de Lloth para que caiga de rodillas y suplique perdón.
Malicia volvió a la comunicación telepática.
¡Sólo entonces el espectro clavará la espada en su corazón!
La doncella puso los ojos en blanco mientras entraba en contacto con su plano de existencia en busca de una respuesta a la petición. Al cabo de un buen rato —minutos de agonía para la matrona Malicia y todos los reunidos— la yochlol formuló una pregunta.
¿Tienes el cuerpo?
Malicia hizo una seña a Maya y a Vierna, y las dos corrieron hasta el féretro para quitar la tapa de piedra. En aquel instante, Dinin descubrió que el ataúd no era para Rizzen sino que tenía un ocupante. El cadáver, reanimado por la magia, salió del féretro y trastabilló hasta llegar junto a Malicia. El cuerpo aparecía mal conservado y había perdido parte de las facciones, pero Dinin y la mayoría de los presentes lo reconocieron en el acto: era Zaknafein Do’Urden, el legendario maestro de armas.
¿Pretendes utilizar al maestro de armas que sacrificaste a la reina araña para enmendar los errores cometidos por tu hijo menor? —preguntó la doncella—. ¿Es este tu zin-carla?
Es apropiado —replicó Malicia.
Tal como había previsto, la doncella parecía complacida. Zaknafein, el tutor de Drizzt, era en gran parte culpable del comportamiento blasfemo del joven. A Lloth, reina del caos, le agradaban las ironías, y nada más irónico que emplear a Zaknafein como verdugo.
El zin-carla requiere grandes sacrificios —declaró la doncella.
La criatura miró la piedra de sacrificios donde yacía Rizzen, que no tenía conciencia de lo que sucedía a su alrededor. La doncella frunció el entrecejo, si es que podía hacer este gesto, al ver el poco valor de la víctima. Entonces volvió su atención a Malicia y leyó sus pensamientos.
Adelante —dijo, de pronto muy interesada.
Malicia levantó los brazos e inició otro himno a Lloth. Hizo una seña a Shi’nayne, que caminó hasta la caja junto a Briza y sacó la daga de ceremonias, la joya más preciada de la casa Do’Urden. Briza torció el gesto al ver cómo la flamante «hermana» sujetaba el objeto con mango en forma de araña y una hoja formada por ocho cuchillas que reproducían las patas. Durante siglos la misión de hundir la daga en el corazón de las víctimas había sido encomendada a Briza.
Shi’nayne mostró una expresión de burla cuando se apartó con la daga, consciente de la cólera de Briza. Se aproximó a Malicia, que esperaba junto a Rizzen, y levantó la daga sobre el corazón del hombre, lista para clavarla. Pero no pudo completar el movimiento porque Malicia la sujetó por la muñeca.
—Esta vez lo haré yo —explicó la matrona Malicia para disgusto de Shi’nayne, que miró por encima del hombro y vio la despectiva sonrisa de Briza ante el desaire.
Malicia esperó el final del himno y, cuando reinó el silencio, inició sola el rezo adecuado.
—Takken bres duis bres —rezó mientras empuñaba la daga con las dos manos.
Prosiguió la oración y levantó la daga. Los congregados contuvieron la respiración, atentos al momento de éxtasis, al placer salvaje de entregar una vida a la reina araña.
Malicia descargó el golpe, pero en el último instante desvió la trayectoria y clavó el arma en el corazón de Shi’nayne, la matrona SiNafay Hun’ett, la rival más odiada.
—¡No! —gritó SiNafay.
Demasiado tarde. Las ocho hojas le atravesaron el corazón. SiNafay intentó hablar, cerrar la herida con un hechizo o maldecir a Malicia, pero en sus labios sólo apareció una bocanada de sangre. En un último estertor cayó sobre el cuerpo de Rizzen.
Todos los presentes estallaron en gritos de asombro y alegría al ver cómo Malicia arrancaba la daga del pecho de SiNafay Hun’ett y con ella el corazón de su enemiga.
—¡Genial! —chilló Briza a todo pulmón para hacerse oír entre el tumulto, porque ni siquiera ella conocía las intenciones de Malicia.
Ahora volvía a ocupar la posición de honor que le correspondía por ser la hija mayor de la casa Do’Urden.
¡Muy astuto! —transmitió la doncella a la mente de Malicia—. ¡Nos has complacido!
En aquel instante, el cadáver animado cayó al suelo como si no tuviese huesos. Malicia miró a la doncella y puso manos a la obra.
—¡Deprisa! ¡Poned a Zaknafein en el ara! —ordenó a las hijas menores.
Sin perder un segundo, las dos apartaron sin miramientos los cuerpos de Rizzen y SiNafay para colocar en su sitio a Zaknafein.
Por su parte, Briza comenzó a ordenar con mucho cuidado los numerosos frascos de ungüentos preparados para la ocasión. La fama de los ungüentos de Malicia se enfrentaba a una dura prueba.
—¿Zin-carla? —preguntó la madre matrona con la mirada puesta en la doncella.
¡No has recuperado el favor de Lloth! —respondió la doncella, con tanta fuerza que Malicia cayó de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza, convencida de que el cráneo le estallaría por la presión. Poco a poco disminuyó el dolor—. Pero hoy has complacido a la reina araña, Malicia Do’Urden —añadió la yochlol—. Y se acepta que los planes para acabar con tu hijo sacrílego son apropiados. Se te otorga el zin-carla, pero has de saber que es la última oportunidad, matrona Malicia Do’Urden. ¡El castigo por el fracaso será terrible!
La doncella desapareció en una explosión de fuego que sacudió la capilla de la casa Do’Urden. Los reunidos gritaron frenéticos ante la muestra de poder de la deidad, y Dinin los dirigió en otro himno de alabanza a Lloth.
¡Diez semanas!
El postrer aviso de la doncella resonó con tanta fuerza que los plebeyos se acurrucaron con las manos sobre las orejas.
De modo que, durante diez semanas —setenta ciclos de Narbondel, el reloj de Menzoberranzan—, toda la casa Do’Urden se reunió en la gran capilla. Dinin y Rizzen dirigían a los plebeyos en las plegarias y letanías a la reina araña, mientras Malicia y sus hijas frotaban el cadáver de Zaknafein con los ungüentos mágicos.
La reanimación de un cadáver era un hechizo sencillo para una sacerdotisa, pero el zin-carla era mucho más complicado. El resultado de esta operación sería un espectro dotado con todas las habilidades de la vida anterior y sometido al control de la madre matrona designada por Lloth. Era el regalo más precioso de la reina araña, algo que muy pocos se atrevían a suplicar y que casi nunca se concedía, porque el zin-carla —la devolución del espíritu a la materia— era una práctica muy peligrosa. Sólo a través de la fuerza de voluntad de la sacerdotisa se podían separar las aptitudes del espectro de las memorias y emociones. Mantener el control en esta fina línea divisoria resultaba difícil incluso para la disciplinada mente de una gran sacerdotisa. Además, la reina araña únicamente otorgaba el zin-carla para realizar unas tareas específicas, por lo que apartarse de ellas conduciría al desastre. Lloth no toleraba el fracaso.