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Huir del cazador

Drizzt no pensó en sus acciones mientras continuaba con la rutina de la supervivencia. El cazador no habría aceptado otra cosa. Pero el coste emocional cada vez mayor de esta supervivencia provocaba una profunda angustia en el corazón de Drizzt Do’Urden.

Si la repetición de las tareas diarias ayudaba a disimular el dolor, cuando llegaba la hora del descanso Drizzt se encontraba desprotegido. El encuentro con sus hermanos lo perseguía; cada noche aparecía en sus sueños con una claridad meridiana. El joven se despertaba aterrorizado y solitario, entre las garras de los monstruos surgidos de las pesadillas. Comprendía —y este conocimiento aumentaba todavía más la angustia— que la pericia en el manejo de las armas no era suficiente para derrotarlos.

No lo preocupaba que la matrona Malicia pudiese insistir en el intento de capturarlo y acabar con su vida. Éste era su mundo, muy distinto de las sinuosas avenidas de Menzoberranzan, y en él imperaban unas leyes que los drows de la ciudad desconocían totalmente. No había nada a disposición de Malicia que él no pudiese derrotar.

También se había librado de la culpa por sus acciones contra Briza. Habían sido sus hermanos los que habían forzado el encuentro, y Briza, con el intento de lanzar un hechizo, la primera en atacar. De todos modos, Drizzt era consciente de que pasaría días dedicado a hallar respuestas a las preguntas que sus acciones habían planteado respecto a la naturaleza de su carácter. ¿Se había convertido en un cazador salvaje y despiadado obligado por las duras condiciones del entorno? ¿O el cazador era la expresión de su verdadero ser? Estas preguntas no tenían una respuesta sencilla, aunque, en ese momento, no eran las más importantes.

De aquel encuentro con los hermanos, lo que no podía olvidar era el sonido de las voces, la melodía de las palabras que entendía y podía responder. En sus recuerdos, lo más importante de aquellos minutos pasados con Briza y Dinin eran las palabras y no los golpes. Drizzt se aferraba a ellas con desesperación, las escuchaba una y otra vez en su mente y pensaba en el día en que desaparecerían de la memoria.

Entonces volvería a estar solo.

Por primera vez desde la marcha de Guenhwyvar, Drizzt sacó del bolsillo la figura de ónice. La dejó en el suelo y miró las marcas en la pared para saber cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había llamado a la pantera. En el acto comprendió que era un cálculo inútil. ¿Cuándo había trazado la última raya? ¿De qué servían las marcas? ¿Cómo podía estar seguro de la cuenta incluso si no hubiese olvidado nunca trazar una raya después de cada uno de sus períodos de sueño?

—El tiempo es algo que pertenece a aquel otro mundo —murmuró el joven, como un lamento, pero acercó la daga a la piedra como una negativa a su propia afirmación.

»¿Qué importancia tiene? —se preguntó en voz alta, dejando caer la daga.

El sonido del metal contra la piedra sacudió a Drizzt como si fuese el toque de una campana que anunciaba la rendición.

De pronto le costó trabajo respirar. El sudor cubrió su negra frente, y notó las manos heladas. A su alrededor, las paredes de la cueva que durante tantos años lo habían resguardado de los muchos peligros de la Antípoda Oscura, parecían a punto de aplastarlo. Le pareció ver rostros burlones en las grietas y los contornos de la piedra, rostros que se mofaban y reían de su ridículo orgullo.

Se volvió, dispuesto a escapar, pero tropezó con una piedra y cayó al suelo. A consecuencia del golpe se lastimó una rodilla y apareció otro agujero en los harapos del piwafwi. Drizzt miró atónito la piedra causante de la caída sin pensar en la rodilla lastimada o la prenda rota, porque acababa de ocurrir algo extraordinario.

El cazador había tropezado. ¡Por primera vez en más de una década, el cazador había tropezado!

¡Guenhwyvar! —gritó Drizzt, frenético—. ¡Ven a mí! ¡Ay, por favor, mi Guenhwyvar!

No sabía si la pantera respondería a la llamada. Después de aquella separación poco amistosa, Drizzt ni siquiera se sentía seguro de que Guenhwyvar quisiera caminar a su lado. Se arrastró hacia la estatuilla, y cada centímetro resultó una lucha por superar la debilidad de la desesperación.

Poco a poco apareció la niebla. La pantera no abandonaría a su amo, no guardaría rencor contra el drow que había sido su amigo. Drizzt se relajó al ver que la niebla tomaba cuerpo, y se concentró en ella como una manera de evitar las alucinaciones de los rostros malvados en las piedras. Al cabo de unos momentos, Guenhwyvar se encontraba a su lado entretenida en lamerse una pata. Drizzt miró los grandes ojos amarillos de la pantera y no vio en ellos ningún rechazo. Era la misma Guenhwyvar de siempre, su amiga y su salvación.

El joven se puso de rodillas y pasó los brazos alrededor del musculoso cuello del felino para abrazarlo con auténtica desesperación. Guenhwyvar aceptó el abrazo y después se apartó sólo lo suficiente para poder continuar lamiéndose la pata. Si la pantera, en su inteligencia sobrenatural, había comprendido la importancia del abrazo, no lo demostró de ninguna manera.

La inquietud dominó a Drizzt en los días siguientes a aquel episodio. Se mantenía en movimiento y recorría los túneles alrededor de su refugio, sin dejar de repetirse que la matrona Malicia pretendía capturarlo. No podía permitir ningún fallo en las defensas.

En lo más íntimo de su ser, más allá de los razonamientos, el joven sabía la verdad de sus movimientos. Podía justificarlos con la excusa de la vigilancia, pero de hecho sólo pretendía escapar. Huía de las voces y de las paredes de la pequeña cueva. Escapaba de Drizzt Do’Urden en un intento por recuperar al cazador.

Poco a poco, los recorridos ganaron en extensión y permanecía alejado de la cueva durante muchos días. En secreto, deseaba encontrarse con algún enemigo poderoso. Necesitaba una prueba tangible de la necesidad de una existencia primitiva, una batalla contra algún monstruo horrible que lo devolviera a una supervivencia puramente instintiva.

En cambio, lo que encontró un día fue la vibración de un golpeteo distante en la pared, los golpes rítmicos y constantes de un pico de minero.

Drizzt se apoyó en la pared y pensó con mucho cuidado cuál sería su próximo movimiento. Sabía adónde lo conduciría el sonido, pues se hallaba en los mismos túneles que había recorrido en busca de las reses perdidas, los mismos donde había encontrado al grupo de mineros enanos unas pocas semanas antes. No quería admitirlo, pero no era una pura coincidencia haber ido hasta allí por segunda vez. El subconsciente lo había conducido para oír los golpes de los martillos de los svirfneblis, y, sobre todo, para oír las risas y la charla de los enanos de las profundidades.

Ahora, apoyado contra la pared del túnel, Drizzt se enfrentaba a un dilema. Sabía que espiar a los svirfneblis sólo serviría para aumentar el tormento; oír las voces lo haría todavía más vulnerable a los aguijones de la soledad. Los enanos acabarían por regresar a la ciudad, y él volvería a deambular por los túneles desiertos.

Pero Drizzt había ido allí para oír el martilleo, y las vibraciones en la piedra lo atraían con una fuerza irresistible. La parte racional luchaba contra el impulso de avanzar hacia el origen del sonido, pero la decisión la había tomado cuando había dado los primeros pasos en esta región. Se reprochó a sí mismo por la tontería y sacudió la cabeza en señal de rechazo. Sin embargo, a pesar de los razonamientos, las piernas actuaban por voluntad propia, y lo llevaban hacia el ruido de los picos, martillos y palas.

Los instintos del cazador protestaron contra la imprudencia de permanecer cerca de los mineros incluso mientras Drizzt observaba a los svirfneblis desde una cornisa, pero no les hizo caso. Durante varios días se quedó en la vecindad, atento a las conversaciones, y entretenido en ver cómo trabajaban o disfrutaban de los ratos de descanso.

Cuando por fin llegó el día en que los mineros comenzaron a preparar las carretillas y a recoger las cosas, Drizzt comprendió la gravedad de su equivocación. Había negado la terrible verdad de su existencia. Ahora tendría que volver a aquel agujero oscuro y vacío, donde los recuerdos de estos últimos días resaltarían todavía más la soledad.

Cuando las carretillas se perdieron en los túneles que llevaban hacia la ciudad de los svirfneblis, Drizzt dio los primeros pasos de regreso a su refugio, a la caverna cubierta de musgo y el arroyo.

En todos los siglos de vida que tenía por delante, Drizzt Do’Urden jamás volvería a ver aquel lugar.

Más tarde, no pudo recordar en qué momento había cambiado de dirección; no había sido una decisión consciente. Algo lo había arrastrado —quizás el eco de las carretillas cargadas de mineral— y sólo cuando oyó el golpe de las grandes puertas exteriores de Blingdenstone comprendió cuál era su propósito.

Guenhwyvar —llamó Drizzt, y torció el gesto al oír su propia voz, que le sonó como un grito.

Por suerte los guardias svirfneblis apostados en la amplia escalera estaban muy entretenidos charlando y no había peligro de que lo oyeran.

Apareció la niebla gris alrededor de la estatuilla, y la pantera respondió a la llamada del amo. Guenhwyvar aplastó las orejas contra el cráneo y olisqueó el aire desconfiada al verse en un entorno desconocido. Por su parte, Drizzt hizo un gran esfuerzo por dominar la emoción que lo embargaba.

—Quiero decirte adiós, amiga mía —susurró, casi sin poder pronunciar las palabras.

Guenhwyvar levantó las orejas, y las pupilas de los brillantes ojos amarillos escrutaron al joven con mucha atención.

—Ya no puedo aguantar más la vida en los túneles, Guenhwyvar —añadió Drizzt—. Tengo miedo de perder todo aquello que da sentido a la vida. Tengo miedo de perder mi propio ser. —El drow echó una mirada por encima del hombro a la escalera que conducía a Blingdenstone—. Y esto es algo más precioso que la vida material. ¿Lo entiendes, Guenhwyvar? Necesito algo más, algo más que la pura supervivencia. Necesito una vida definida por algo más que los instintos salvajes de la criatura en que me he convertido.

El joven se apoyó contra la pared del túnel. La explicación le sonaba clara y sencilla, aunque sabía que cada peldaño de la escalera hasta la ciudad de los enanos sería una prueba de decisión y coraje. Recordó el día en que había estado a unos metros de las puertas de Blingdenstone. A pesar de lo mucho que lo deseaba, Drizzt había sido incapaz de atravesarlas detrás de los enanos. Una parálisis le había convertido los músculos en piedra en cuanto pensó en la posibilidad de cruzar el portal de la ciudad.

—Casi nunca me has juzgado, amiga mía —prosiguió Drizzt— y, cuando lo has hecho, siempre ha sido con justicia. ¿Puedes entenderme? Dentro de unos momentos, quizá nos separaremos para siempre. ¿Puedes entender por qué debo hacerlo?

Guenhwyvar se acercó a Drizzt y frotó el hocico contra las costillas del drow.

—Amiga mía —susurró Drizzt al oído de la pantera—, vete ahora antes de que pierda el coraje. Regresa a tu hogar y ruega para que volvamos a encontrarnos alguna vez.

Guenhwyvar se apartó obediente y fue hasta la estatuilla. Drizzt tuvo la sensación de que la pantera sólo había tardado una décima de segundo en desaparecer. El guerrero recogió el talismán y pensó en el reto que se disponía a afrontar. Entonces, impulsado por las mismas necesidades inconscientes que lo habían llevado hasta allí, corrió hasta la escalera y comenzó a subir. Los centinelas apostados en el rellano interrumpieron la conversación; al parecer habían presentido que algo o alguien se acercaba.

Aun así, los guardias se llevaron una sorpresa mayúscula cuando el elfo oscuro apareció ante sus ojos delante mismo de las puertas de la ciudad.

Drizzt cruzó los brazos sobre el pecho, el gesto que los drows utilizaban como señal de paz. El joven sólo podía confiar en que los svirfneblis conocieran el significado de la postura, porque su súbita aparición había provocado un revuelo tremendo. Tropezaban entre ellos mientras corrían por el rellano sin saber qué hacer primero; algunos corrieron a proteger las puertas de la ciudad, otros rodearon a Drizzt apuntándole con sus armas, mientras un grupo bajaba unos cuantos peldaños para averiguar si este drow era el primero de una legión dispuesta al asalto de Blingdenstone.

Un enano, el jefe de la guardia, decidido a averiguar qué pasaba, formuló a Drizzt unas cuantas preguntas que sonaban como ladridos. El guerrero encogió los hombros para expresar su desconocimiento del lenguaje, y media docena de enanos dieron un paso atrás alarmados por el gesto.

El svirfnebli repitió las preguntas, casi a gritos, y sacudió la lanza de hierro en dirección de Drizzt, que no las entendía ni podía responder a ellas. Poco a poco y bien a la vista, deslizó una mano sobre el estómago hasta llegar a la hebilla del cinturón. El jefe enano apretó con fuerza el astil de la lanza atento a cada uno de los movimientos del elfo oscuro.

Un leve movimiento de muñeca fue suficiente para soltar la hebilla, y las cimitarras cayeron al suelo con gran estrépito.

Los svirfneblis dieron un respingo, pero se recuperaron en el acto y se acercaron. A una orden del jefe, dos guardias se desprendieron de las armas y palparon sin muchos miramientos al intruso.

Drizzt se enfadó consigo mismo cuando descubrieron la daga oculta en la bota. Pensó que era un estúpido por haberse olvidado del arma y no haberla entregado en un principio.

Un momento más tarde, cuando uno de los svirfneblis metió la mano en el bolsillo más profundo del piwafwi de Drizzt y sacó la estatuilla de ónice, la angustia de Drizzt aumentó.

En un movimiento involuntario, Drizzt tendió una mano para recuperar el talismán, con una expresión de súplica en el rostro.

Por toda respuesta recibió el golpe de una lanza contra la espalda. Los enanos no eran una raza malvada, pero no sentían ningún aprecio por los elfos oscuros. Los svirfneblis habían sobrevivido durante milenios en la Antípoda Oscura con un puñado de aliados y una legión de enemigos. Entre estos últimos, los elfos oscuros ocupaban el primer lugar. Desde la fundación de la antigua ciudad de Blingdenstone, la mayoría de las bajas sufridas por los enanos habían sido causadas por las armas de los elfos oscuros.

Ahora, sin mediar ningún motivo, uno de estos elfos oscuros había aparecido ante las puertas de la ciudad y había entregado las armas por propia voluntad.

Los enanos ataron las manos de Drizzt a la espalda, y cuatro guardias apoyaron las puntas de las lanzas en el cuerpo del guerrero, dispuestos a clavarlas al más leve movimiento sospechoso. El grupo que había bajado la escalera regresó con el informe de que no había más elfos oscuros en las inmediaciones. El jefe de los enanos, aún receloso, apostó centinelas en los puntos estratégicos y después hizo una seña a los dos guardias que esperaban junto a las puertas.

Éstas se abrieron, y Drizzt siguió al jefe. En aquel momento de excitación y angustia, sólo podía confiar en que hubiera conseguido dejar al cazador en las profundidades de la Antípoda Oscura.