Cuántas semanas han pasado? —le preguntó Dinin a Briza a través del código mudo de los drows—. ¿Cuántas semanas hace que recorremos estos túneles a la caza de nuestro hermano, el renegado?
La expresión de Dinin revelaba el sarcasmo de la pregunta mientras la transmitía. Briza frunció el entrecejo sin responderle. Tenía todavía menos interés que él en esta tediosa tarea. Era una de las sumas sacerdotisas de Lloth y había sido hasta hacía poco la hija mayor, por lo cual merecía una posición prominente dentro de la jerarquía familiar. Jamás la habrían enviado en una misión de este tipo. Pero ahora, por algún motivo inexplicable, SiNafay Hun’ett se había unido a la familia y Briza se había visto relegada a un rango inferior.
—¿Cinco? —añadió Dinin, cada vez más furioso a medida que movía los dedos—. ¿Seis? ¿Cuánto tiempo ha pasado, hermana? —insistió—. ¿Cuánto tiempo lleva Shi’na…, Shi’nayne… sentada junto a la matrona Malicia?
Briza empuñó el látigo de cabezas de serpiente, y se volvió colérica hacia su hermano. Dinin, al comprender que se había pasado de la raya con tantos comentarios irónicos, desenvainó la espada e intentó esquivar el azote. El golpe de Briza fue como un rayo que atravesó la ridícula defensa de Dinin, y tres de las seis cabezas clavaron los colmillos en el pecho y un hombro del hijo mayor de los Do’Urden. Un dolor helado sacudió el cuerpo de Dinin, y la secuela fue un entumecimiento que lo dejó inerme. Bajó el brazo que sostenía la espada y comenzó a caer de bruces.
La gran sacerdotisa tendió una mano, lo cogió por la garganta, y lo mantuvo erguido de puntillas. Después, miró a los otros cinco miembros del grupo para asegurarse de que ninguno tenía la intención de ayudar a Dinin, y estrelló a su hermano contra la pared de piedra. Briza se apoyó con todas sus fuerzas contra Dinin, sin aflojar la presión en la garganta.
—Un varón prudente tendría más cuidado con las cosas que dice —lo increpó en voz alta, a pesar de que ella y los demás habían recibido instrucciones específicas por parte de la matrona Malicia de que sólo debían emplear el código mudo en cuanto dejaran atrás los límites de Menzoberranzan.
Dinin tardó un rato en comprender la gravedad de su situación. A medida que desaparecía el entumecimiento, descubrió que casi no podía respirar y, si bien todavía empuñaba la espada, Briza, que pesaba unos diez kilos más, la mantenía pegada a su flanco. Para colmo, la mano libre de la mujer sostenía el temible látigo. A diferencia de los látigos normales, este terrible instrumento no necesitaba espacio de maniobra. Las cabezas de serpiente podían enrollarse y golpear en distancias cortas como una extensión de la mano del poseedor.
—La matrona Malicia no hará preguntas si mueres —susurró Briza, despiadada—. ¡Sus hijos no han hecho más que crearle problemas!
Dinin miró por encima del hombro de la hermana a los soldados del grupo.
—¿Testigos? —se burló Briza, que adivinó sus pensamientos—. ¿De verdad crees que hablarán en contra de una gran sacerdotisa en beneficio de un vulgar varón? —Briza entornó los párpados y acercó su rostro hasta casi tocar a Dinin—. ¿Por el cadáver de un varón?
Soltó una carcajada y de pronto apartó la mano de la garganta de Dinin, que cayó de rodillas casi asfixiado.
—¡Vamos! —señaló Briza a los soldados—. Percibo que mi hermano menor no está en esta zona. Volveremos a la ciudad en busca de provisiones.
Dinin contempló la espalda de su hermana mientras ella se ocupaba de los preparativos para el viaje de regreso. No pensaba en otra cosa que clavarle la espada entre los omóplatos, aunque no era tan tonto como para intentarlo. Hacía más de trescientos años que Briza era suma sacerdotisa y ahora contaba con el favor de Lloth, aun cuando la matrona Malicia y el resto de la casa Do’Urden lo hubieran perdido. Incluso sin la protección de la diosa, Briza era una enemiga formidable, experta en hechizos y en el manejo de aquel maldito látigo que nunca abandonaba.
—Hermana —llamó Dinin, y Briza se volvió para mirarlo, sorprendida de que él le dirigiera la palabra en voz alta—. Acepta mis disculpas —dijo e hizo una seña a los soldados para que se marcharan, y después se comunicó otra vez con su hermana por medio del código mudo—. Estoy disgustado por la incorporación de SiNafay Hun’ett a la familia —explicó.
Los labios de Briza se curvaron en una de sus típicas sonrisas ambiguas: Dinin no sabía si estaba de acuerdo o si era una burla.
—¿Te crees tan listo como para poner en duda las decisiones de la matrona Malicia? —preguntó.
—¡No! —transmitió Dinin—. La matrona Malicia hace lo correcto y siempre por el bien de la casa Do’Urden. Pero no confío en SiNafay. Presenció imperturbable la destrucción de su casa. Aceptó la muerte de toda su familia y de la mayoría de los soldados. ¿Cómo puede ser leal a la casa Do’Urden después de semejante pérdida?
—Estúpido varón —señaló Briza en respuesta—. Las sacerdotisas saben que la lealtad sólo se debe a Lloth. La casa de SiNafay ya no existe, y por lo tanto tampoco existe SiNafay. Ahora es Shi’nayne Do’Urden, y, por orden de la reina araña, aceptará todas las responsabilidades que acompañan al nombre.
—No confío en ella —repitió Dinin—. Ni tampoco me complace ver a mis hermanas, las auténticas Do’Urden, desplazadas en la jerarquía para hacerle un hueco. Shi’nayne tendría que haber sido situada por debajo de Maya, o albergada entre los comunes.
Briza le dirigió una mirada feroz, aunque estaba de acuerdo de todo corazón con las opiniones de Dinin.
—El rango de Shi’nayne en la familia no es cosa de tu incumbencia —afirmó Briza—. Contar con otra gran sacerdotisa fortalece la casa Do’Urden. ¡Esto es lo único que debe interesarte!
Dinin asintió en respuesta al razonamiento de la hermana y prudentemente envainó la espada antes de ponerse de pie. Briza enganchó el látigo al cinturón, aunque no dejó de vigilar al imprevisible varón con el rabillo del ojo.
A partir de ahora Dinin tendría que obrar con más cuidado. Sabía que su supervivencia dependía de su capacidad para mantenerse junto a la hermana mayor, porque Malicia había ordenado que actuaran juntos en estas misiones. Briza era la más fuerte de las hijas Do’Urden, y la mejor dotada para encontrar y capturar a Drizzt. Por su parte, Dinin había sido jefe de patrullas durante más de diez años y conocía a fondo los túneles fuera de los límites de Menzoberranzan.
Dinin maldijo su mala suerte y siguió a su hermana por los túneles que conducían a la ciudad. Un corto respiro, no más de un día, y otra vez saldrían en busca del escurridizo y peligroso hermano, al que Dinin no tenía ningún deseo de encontrar.
Guenhwyvar volvió la cabeza bruscamente y permaneció inmóvil como una estatua, con una pata levantada y lista para echar a correr.
—Tú también lo has oído —susurró Drizzt, con la boca casi pegada a la oreja de la pantera—. Ven, amiga mía. Veamos qué nuevo enemigo ha entrado en nuestros dominios.
Marcharon a gran velocidad y absoluto silencio por los túneles que conocían a la perfección. Al oír el eco de un roce, Drizzt se detuvo de pronto, y Guenhwyvar lo imitó. No lo había producido ningún monstruo de la Antípoda Oscura sino una bota. Drizzt señaló una pila de escombros que daba por el otro lado a una caverna con muchas cornisas, y la pantera lo guió hasta allí, donde disfrutarían de un buen puesto de observación.
La patrulla drow apareció a la vista al cabo de unos segundos, un grupo de siete, aunque estaban demasiado lejos para que pudiese reconocerlos. Lo sorprendía el hecho de que hubiese podido oírlos con tanta facilidad, porque recordaba los días en que había actuado como guía de las patrullas. ¡Qué solo se había sentido entonces, al frente de más de una docena de elfos oscuros perfectamente entrenados que no hacían ningún ruido y se confundían entre las sombras tan bien que ni siquiera la aguda visión de Drizzt era capaz de localizarlos!
Sin embargo, el cazador en que se había convertido Drizzt, este ser primario e instintivo, había descubierto la presencia del grupo sin ninguna dificultad.
Briza detuvo la marcha sin previo aviso y cerró los ojos para concentrarse en las vibraciones del hechizo de localización.
—¿Qué ocurre? —preguntaron los dedos de Dinin cuando la sacerdotisa lo miró.
La expresión de sorpresa y entusiasmo en el rostro de su hermana le anticipó la respuesta.
—¿Drizzt? —susurró Dinin, incrédulo.
—¡Silencio! —gritaron las manos de Briza.
Echó una mirada al entorno, y después señaló a la patrulla que la siguiera hasta las sombras de la pared de la inmensa caverna.
—¿Estás segura de que es Drizzt? —inquirió Dinin, tan excitado que casi no podía formar las palabras con los dedos—. Quizá se trata de algún depredador…
—Sabemos que vive —lo interrumpió Briza—. De no ser así, la matrona Malicia ya disfrutaría otra vez del favor de Lloth. Y, si Drizzt vive, entonces podemos suponer que está en posesión del objeto.
El súbito movimiento evasivo de la patrulla pilló a Drizzt por sorpresa. No era posible que el grupo lo hubiese visto detrás de la pila de escombros, y estaba seguro de que ni él ni la pantera habían hecho ningún ruido. Pese a ello, no dudaba que la patrulla se ocultaba de él. Había algo muy extraño en este encuentro. Los elfos oscuros no se aventuraban tan lejos de Menzoberranzan. Quizá sólo era el efecto de la paranoia necesaria para sobrevivir en las profundidades de la Antípoda Oscura, pensó Drizzt, aunque sospechaba que el grupo no había entrado en sus dominios por casualidad.
—Ve, Guenhwyvar —le ordenó a la pantera—. Averigua quiénes son nuestros visitantes.
El animal desapareció entre las sombras de la caverna, y Drizzt se tendió entre las piedras con el oído atento.
Guenhwyvar regresó al cabo de un minuto, que a Drizzt le pareció una eternidad.
—¿Sabes quiénes son? —le preguntó el drow. El felino rascó la piedra con una pata—. ¿Nuestra vieja patrulla? —añadió Drizzt—. ¿Los guerreros que nos acompañaban?
La pantera parecía insegura y no hizo ningún movimiento definido.
—Entonces son Hun’ett —afirmó Drizzt, convencido de haber resuelto el misterio.
Por fin la casa Hun’ett había ido en su busca para vengar las muertes de Alton y Masoj, los dos magos Hun’ett que habían pagado con la vida el intento de asesinar a Drizzt. O quizá pretendían recuperar a Guenhwyvar, el ser mágico que en un tiempo había pertenecido a Masoj.
Drizzt hizo una pausa para estudiar la reacción de Guenhwyvar y comprendió que se equivocaba. La pantera había dado un paso atrás y parecía inquieta por sus palabras.
—Entonces, ¿quién? —inquirió Drizzt.
Guenhwyvar se levantó en dos patas, apoyó una zarpa en el hombro del joven y con la otra tocó la bolsa que le colgaba del cuello. Sin entender qué pretendía el felino, Drizzt cogió la bolsa y vació el contenido sobre la palma de una mano; unas pocas monedas de oro, una piedra preciosa pequeña y el emblema de la casa, un medallón de plata grabado con las iniciales de Daermon N’a’shezbaernon, de la casa Do’Urden. El guerrero comprendió por fin el mensaje de Guenhwyvar.
—Mi familia —susurró Drizzt, con aspereza.
La pantera se apartó y una vez más rascó el suelo, excitada.
Un millar de recuerdos desfilaron por la mente de Drizzt en aquel momento, pero todos, buenos y malos, le señalaron ineludiblemente una sola posibilidad: la matrona Malicia no había perdonado ni olvidado sus acciones en aquel día fatídico. Drizzt había rechazado a su madre y el culto de la reina araña, y sabía lo suficiente acerca de la maldad de Lloth como para entender que, a consecuencia de su comportamiento, Malicia había perdido el favor de la diosa.
El drow observó el interior de la caverna; después hizo una seña a Guenhwyvar y echó a correr por los túneles. La decisión de abandonar Menzoberranzan había sido muy dolorosa, y ahora no quería encontrarse con la familia y revivir todas aquellas dudas y temores.
Los compañeros corrieron durante más de una hora a lo largo de pasillos secretos y por las zonas donde el laberinto de túneles era un auténtico rompecabezas. Drizzt conocía a fondo esta región y no dudaba que conseguiría despistar a la patrulla sin demasiado esfuerzo.
Sin embargo, cuando por fin hizo una pausa para recuperar el aliento, el drow presintió —y tuvo suficiente con mirar a Guenhwyvar para confirmar la sospecha— que la patrulla seguía su rastro, quizá más cerca que antes.
Comprendió que lo rastreaban ayudados por la magia; no podía haber otra explicación.
—Pero ¿cómo? —le preguntó a la pantera—. Ya no soy el hermano que conocían, ni física ni mentalmente. ¿Cuál entre los objetos en mi poder puede servir de atracción a los hechizos rastreadores?
Drizzt inspeccionó sus posesiones y se fijó primero en las armas.
Las cimitarras tenían poderes mágicos pero esto no las distinguía de la mayoría de las armas de Menzoberranzan. Además, las suyas ni siquiera las habían fabricado en la casa Do’Urden y el diseño no correspondía con el preferido por la familia. ¿Sería la capa? El piwafwi era como el uniforme de la casa, con los bordados y dibujos característicos de la familia; pero la prenda estaba tan desgarrada y sucia que ni siquiera un hechizo habría podido reconocerla como perteneciente a la casa Do’Urden.
—Perteneciente a la casa Do’Urden —murmuró Drizzt en voz alta.
Miró a Guenhwyvar y asintió bruscamente; tenía la respuesta. Cogió otra vez la bolsa y sacó el medallón, el emblema de Daermon N’a’shezbaernon. Creado por la magia, poseía la suya propia, un duomer específico de la casa. Sólo un noble de la casa Do’Urden podía llevarlo.
Drizzt pensó un momento; después guardó el medallón en la bolsa y la colgó del cuello de Guenhwyvar.
—Es hora de que la presa se convierta en cazador —le susurró a la pantera.
—Sabe que lo seguimos —transmitió Dinin a Briza, que no se dignó rubricar la afirmación con una respuesta.
Desde luego que Drizzt estaba enterado y también era obvio que intentaba despistarlos. Briza no se preocupaba. Las señales del medallón de Drizzt eran para ella como un faro.
De todos modos, la sacerdotisa hizo un alto cuando el grupo llegó a una bifurcación del túnel. La señal llegaba desde más allá de la bifurcación aunque sin definir cuál de los dos brazos.
—Izquierda —señaló Briza a tres de los soldados—. Derecha —indicó a los otros dos.
Retuvo a su hermano; permanecerían en la bifurcación para servir de reserva al primero de los grupos que pidiera refuerzos.
Por encima de la patrulla, oculto entre las sombras del techo cubierto de estalactitas, Drizzt sonrió complacido por su astucia. La patrulla podía seguir su ritmo de marcha, pero no tenía ninguna posibilidad de atrapar a Guenhwyvar.
El plan había dado un resultado perfecto, porque Drizzt sólo pretendía alejar a la patrulla a la mayor distancia posible de sus dominios y convencerla de la inutilidad de la misión. Pero ahora, mientras levitaba en las alturas, con la mirada puesta en los hermanos, descubrió que ansiaba algo más.
Drizzt esperó un rato hasta convencerse de que los soldados se encontraban bien lejos. Desenvainó las cimitarras y pensó que no estaría mal tener una reunión con los hermanos.
—Se aleja cada vez más —le informó Briza a Dinin, sin preocuparse del sonido de su voz, segura de que el renegado estaba muy lejos—. A gran velocidad.
—Drizzt nunca ha tenido problemas para moverse en las profundidades de la Antípoda Oscura —opinó Dinin—. Será muy difícil atraparlo.
—Se cansará mucho antes de que mis hechizos pierdan eficacia —presumió Briza—. Lo encontraremos agotado en algún agujero oscuro.
Pero la petulancia de Briza se transformó en asombro cuando una silueta oscura apareció entre ella y Dinin.
El hermano mayor casi ni tuvo tiempo de sorprenderse. Vio al joven sólo por una fracción de segundo, y después sus ojos se pusieron bizcos al seguir el movimiento descendente de la empuñadura de una cimitarra. Dinin se desplomó como abatido por un rayo, y su rostro golpeó contra el suelo.
Mientras con una mano se ocupaba de Dinin, Drizzt acercó la punta de la segunda cimitarra a la garganta de Briza con el propósito de conseguir su rendición. Pero la sacerdotisa no se dejó sorprender. Retrocedió con gran agilidad, levantó el látigo, y las seis cabezas de serpiente se enrollaron sobre sí mismas listas para lanzar su ataque a la primera oportunidad.
Drizzt se volvió hacia Briza y movió las dos cimitarras en una finta defensiva para mantener a raya a las serpientes. Recordaba el terrible dolor de las mordeduras; como todos los varones drows había sido azotado infinidad de veces.
—¡Hermano Drizzt! —gritó Briza, con la esperanza de que la patrulla escuchara el grito y comprendiera la llamada de ayuda—. Aparta tus armas. No hay necesidad de comportarnos de esta manera.
El sonido de las palabras, vocablos drows, emocionó a Drizzt. ¡Qué hermoso era escucharlas, recordar que no siempre había sido un cazador cuya vida sólo consistía en sobrevivir!
—Baja tus armas —repitió Briza, con mayor insistencia.
—¿Por…, por qué has venido? —tartamudeó Drizzt.
—A buscarte, hermano mío, ¿por qué si no? —replicó Briza, con un tono de cariño exagerado—. Por fin ha concluido la guerra contra los Hun’ett. Es hora de que regreses a casa.
Una parte de Drizzt anhelaba creer, deseosa de olvidar aquellos hechos de la vida drow que lo habían forzado a abandonar la ciudad donde había nacido; anhelaba dejar que las cimitarras cayeran al suelo y volver al refugio —y a la compañía— de su vida anterior. La sonrisa de Briza era tan tentadora…
—Vuelve a casa, querido Drizzt —susurró Briza, que utilizaba en sus palabras un sencillo hechizo de atracción, consciente de que había dado con el punto flaco de su hermano—. Te necesitamos. Ahora eres el maestro de armas de la casa Do’Urden.
El súbito cambio en la expresión de Drizzt advirtió a Briza de su error. Zaknafein, maestro y amigo íntimo de Drizzt, había sido el maestro de armas de la casa Do’Urden, pero lo habían ofrecido en sacrificio a la reina araña. Drizzt jamás olvidaría este acontecimiento.
En aquel momento, el joven recordó mucho más que las comodidades de su casa. Rememoró con toda claridad los males de su vida pasada, la maldad que sus principios no podían tolerar.
—No tendrías que haber venido —manifestó Drizzt con una voz parecida a un rugido—. ¡Nunca más se te ocurra volver por aquí!
—Querido hermano —dijo Briza, más para ganar tiempo que por enmendar el error, y permaneció inmóvil, con el rostro helado en una de sus sonrisas de doble filo.
Drizzt miró detrás de los labios de Briza, más gruesos de lo habitual entre los drows. La sacerdotisa no pronunciaba ninguna palabra, pero Drizzt podía ver con toda claridad que los labios se movían detrás de la helada sonrisa.
¡Un hechizo!
Briza siempre había sido muy hábil en este tipo de engaños.
—¡Regresa a casa! —gritó Drizzt, y lanzó un ataque.
Briza lo esquivó sin problemas, porque las cimitarras no pretendían herirla sino interrumpir la letanía.
—Maldito seas, renegado —exclamó la sacerdotisa, que renunció al disimulo y levantó el látigo—. ¡Rinde las armas ahora mismo, si no quieres morir!
Drizzt se afianzó sobre los pies. Sus ojos lila se encendieron con un fuego extraño a medida que el cazador se disponía a hacer frente al desafío.
Briza vaciló, sorprendida por la súbita ferocidad desplegada por su hermano. Esta vez no tenía delante un guerrero vulgar. Drizzt se había convertido en otra cosa, mucho más formidable.
Pero Briza era una gran sacerdotisa de Lloth, en los escalones más altos de la jerarquía drow. No se dejaría asustar por un varón.
—¡Ríndete! —gritó.
Drizzt ni siquiera entendió la palabra, porque el cazador que hacía frente a Briza ya no era Drizzt Do’Urden. El guerrero salvaje y primitivo que los recuerdos del difunto Zaknafein habían invocado no entendía de palabras y mentiras.
Briza descargó un azote, y las seis cabezas de serpiente se arremolinaron por voluntad propia en busca del mejor ángulo de ataque.
Las cimitarras del cazador respondieron con una velocidad sorprendente. Briza ni siquiera pudo seguir el movimiento de los aceros y, cuando acabó de bajar el brazo, descubrió que ninguna de las cabezas había mordido la presa y que ahora sólo quedaban cinco.
Dominada por una furia casi igual a la del oponente, Briza reanudó el ataque y lanzó una lluvia de azotes. Serpientes, cimitarras y brazos se confundieron en una danza mortal.
Una cabeza mordió la pierna del cazador, y una descarga de dolor helado corrió por las venas. Una cimitarra desvió otro ataque y cortó la cabeza del ofidio por la mitad.
Otra cabeza mordió al cazador. Otra cabeza cayó al suelo.
Los oponentes se apartaron, para medirse el uno al otro. A Briza le costaba trabajo respirar después de unos pocos minutos de lucha; en cambio, el pecho del cazador subía y bajaba con toda normalidad. La sacerdotisa no presentaba ninguna herida; Drizzt había recibido dos mordidas.
Hacía mucho tiempo que el cazador había aprendido a no hacer caso del dolor, de modo que se mantuvo erguido preparado para proseguir el combate. Briza, con su látigo reducido a tres cabezas, insistió en atacar. Vaciló una fracción de segundo al ver que Dinin parecía volver en sí. ¿Sería capaz de acudir en su ayuda?
Dinin se movió e intentó levantarse, pero las piernas no tenían la fuerza suficiente para sostenerlo.
—Maldito seas —gruñó Briza, dedicando el insulto a los dos varones.
Invocó el poder de la reina araña y descargó un latigazo con todas sus fuerzas.
Las tres cabezas de serpiente restantes cayeron al suelo con un solo golpe de la cimitarra.
—¡Maldito seas! —repitió la gran sacerdotisa, que esta vez dirigió la maldición al rival.
Empuñó la maza sujeta al cinto y con el brazo extendido lanzó el arma en una trayectoria circular contra la cabeza de Drizzt.
Las cimitarras cruzadas detuvieron el torpe golpe mucho antes de que llegara al objetivo. El cazador levantó una pierna y descargó tres puntapiés contra el rostro de la sacerdotisa antes de volver a bajarla.
Briza retrocedió con el rostro bañado con la sangre que manaba de la nariz rota. En cuanto alcanzó a ver la silueta de Drizzt entre la sangre que le emborronaba la visión, lanzó otro ataque desesperado en un gancho abierto.
El cazador levantó una cimitarra para detener el golpe y, girando el acero, lo dejó deslizar sobre la porra hasta chocar con la mano de Briza. La mujer aulló de dolor y soltó el arma.
La maza cayó al suelo junto con dos dedos de Briza.
En aquel momento Dinin consiguió levantarse y empuñar la espada. Briza empleó toda su fuerza de voluntad para no apartar la mirada de Drizzt. Si conseguía distraerlo unos segundos más…
El cazador presintió el peligro y se volvió.
Lo único que vio Dinin en los ojos lila del hermano menor fue su propia muerte. Arrojó la espada al suelo y cruzó los brazos sobre el pecho para rendirse.
El cazador gruñó una orden, casi ininteligible, aunque Dinin captó el significado con toda claridad. Sin perder ni un instante echó a correr como alma que lleva el diablo.
Briza dio un paso con la intención de seguir el ejemplo de Dinin, pero una cimitarra enganchada debajo de la barbilla la detuvo y le forzó la cabeza hacia atrás hasta que sólo pudo ver la piedra oscura del techo.
El dolor era como un hierro candente en los miembros del cazador, un dolor causado por el látigo de este ser malvado. Ahora el cazador deseaba acabar con el dolor y la amenaza. ¡Estaba en sus dominios!
Briza pronunció una última oración a Lloth cuando sintió que el acero comenzaba a cortar la carne. Pero en aquel instante un relámpago oscuro le devolvió la libertad. Miró al suelo y vio a Drizzt aplastado por una enorme pantera negra. Sin perder tiempo en hacer preguntas, la sacerdotisa corrió por el túnel en pos de Dinin.
El cazador consiguió zafarse del cuerpo del felino y se levantó de un salto.
—¡Guenhwyvar! —gritó—. ¡Ve tras ella! ¡Mátala!
La pantera se sentó y respondió a la orden con un bostezo; a continuación, enganchó con una pata el cordón de la bolsa colgada del cuello y lo cortó.
—¿Qué haces? —chilló el cazador, ciego de rabia al tiempo que recogía la bolsa.
¿Guenhwyvar se había vuelto en su contra? Drizzt retrocedió un paso y, vacilante, levantó las cimitarras como si creyera que la pantera fuera a atacarlo. El animal no se movió y continuó sentado sin dejar de observar al joven.
Un momento más tarde, el chasquido de una ballesta le demostró que estaba en un error. El dardo habría acertado en su cuerpo de no haber sido porque Guenhwyvar dio un salto e interceptó el vuelo del proyectil. El veneno drow no tenía ningún efecto en los animales mágicos.
Tres guerreros drows aparecieron por un lado de la bifurcación y dos más por el otro. Drizzt se olvidó en el acto de perseguir a Briza y, escoltado por Guenhwyvar, emprendió la huida por los túneles. Sin la guía de la suma sacerdotisa y la magia, los soldados ni siquiera intentaron perseguirlo.
Después de muchos minutos de carrera, Drizzt y Guenhwyvar se refugiaron en un pasaje lateral, atentos a cualquier ruido de persecución.
—Ven —ordenó Drizzt, y echó a andar sin prisa, convencido de que había repelido la amenaza de Dinin y Briza. Una vez más la pantera se sentó.
—He dicho que me acompañes —gruñó Drizzt, un tanto desconcertado.
Guenhwyvar lo miró de una manera que despertó una sensación de culpa en el drow. Entonces el felino se levantó y caminó poco a poco hacia su amo.
Drizzt asintió, seguro de la obediencia de la pantera. Le volvió la espalda y reanudó la marcha, pero el felino pasó junto a él y le impidió el paso. Guenhwyvar describió un círculo al tiempo que aparecía la típica niebla que acompañaba sus apariciones y desapariciones.
—¿Qué haces? —preguntó Drizzt.
Guenhwyvar no se detuvo.
—¡No te he ordenado que desaparezcas! —chilló el drow mientras se esfumaba el cuerpo de la pantera. El guerrero corrió y tendió las manos en un intento inútil por retenerla—. ¡No he dicho que te vayas! —repitió, desesperado.
Guenhwyvar había desaparecido.
Aquella última imagen de Guenhwyvar acompañó a Drizzt en el largo camino de regreso a la cueva que era su casa. Le parecía sentir la mirada de la pantera clavada en la espalda. Comprendió que su amiga lo había juzgado y encontrado en falta. Llevado por la cólera había estado a punto de matar a Briza, y lo habría hecho de no haber sido por la intervención de Guenhwyvar.
Por fin, Drizzt se arrastró por el túnel que comunicaba con el pequeño recinto de piedra.
Las preocupaciones no lo abandonaron. Una década antes, Drizzt había matado a Masoj Hun’ett, y en aquella ocasión había jurado que nunca más mataría a un drow. Para Drizzt, su palabra era el sostén de sus principios, aquellos principios por los que había renunciado a tantas cosas.
Sin duda, ese día habría faltado a la palabra de no haber sido por las acciones de Guenhwyvar. Si era así, ¿qué lo diferenciaba de los demás elfos oscuros?
Drizzt había vencido en el encuentro contra sus hermanos y tenía confianza en que sería capaz de esconderse de Briza y de cualquier otro enemigo enviado por la matrona Malicia. Pero en la soledad de la pequeña cueva, Drizzt comprendió algo mucho más grave.
No podía esconderse de sí mismo.