Belwar corrió por las pasarelas para ir a reunirse con su amigo. Drizzt ni siquiera lo advirtió. Se arrodilló en el puente angosto, con la mirada puesta en los borbotones que se producían en la superficie del lago verde en el punto donde había caído Zaknafein. En medio del ácido humeante, asomó la quemada empuñadura de una espada para desaparecer inmediatamente debajo del opaco velo verde.
—Estaba allí todo el tiempo —le susurró Drizzt a Belwar—. Mi padre.
—Te has arriesgado muchísimo, elfo oscuro —respondió el capataz—. ¡Magga cammara! Cuando envainaste las cimitarras, creí que acabaría contigo.
—Estaba allí todo el tiempo —repitió Drizzt. Miró a su amigo svirfnebli—. Tú me lo enseñaste.
En el rostro de Belwar apareció una mirada de extrañeza.
—El espíritu no puede ser separado del cuerpo —dijo Drizzt, en un esfuerzo por explicarse—. No mientras vive. —Miró las ondulaciones en la superficie del lago de ácido—. Ni tampoco en los no muertos. Durante los años de soledad que pasé en las profundidades, llegué a creer que me había perdido a mí mismo. Pero tú me enseñaste la verdad. El corazón de Drizzt nunca abandonó este cuerpo, así que lo mismo era válido para Zaknafein.
—Esta vez había otras fuerzas involucradas —señaló Belwar—. Yo no habría estado tan seguro.
—Tú no conocías a Zaknafein —replicó Drizzt. Se puso de pie, y la sonrisa que le iluminó el rostro disminuyó el dolor de sus llorosos ojos—. Yo sí. Es el espíritu y no los músculos lo que guía la espada de un guerrero, y sólo aquél que era de verdad Zaknafein podía moverse con tanta gracia. El momento de crisis dio a Zaknafein la fuerza para oponerse a la voluntad de mi madre.
—Y tú le proporcionaste el momento de crisis —razonó Belwar—. Derrota a la matrona Malicia o mata a tu propio hijo. —Belwar sacudió la calva cabeza y frunció la nariz—. ¡Magga cammara, eres muy valiente, elfo oscuro! —Le guiñó un ojo y añadió—: O muy estúpido.
—Ni una cosa ni la otra —repuso el drow—. Sólo confiaba en Zaknafein.
Miró otra vez el lago de ácido y no dijo nada más.
Belwar permaneció en silencio y esperó pacientemente a que su amigo acabara su apología privada. Cuando por fin Drizzt dejó de mirar el lago, Belwar le indicó que lo siguiera y echó a andar hacia la salida.
—Ven —le dijo el capataz por encima del hombro—. Tienes que ver el aspecto real de nuestro amigo muerto.
Drizzt pensó que el pek era hermoso, con la sonrisa beatífica que por fin había aparecido en el atormentado rostro del amigo. Belwar y él pronunciaron unas pocas palabras, murmuraron oraciones a los dioses que pudieran tener los peks, y entregaron el cuerpo de Clak al lago de ácido, para que no acabara en los estómagos de los comedores de carroña que rondaban por los túneles de la Antípoda Oscura.
Los dos amigos reanudaron otra vez la marcha solos, como habían hecho al dejar la ciudad svirfnebli, y llegaron a Blingdenstone al cabo de unos pocos días.
Los guardias apostados en las enormes puertas de la ciudad se mostraron extrañados ante su regreso, aunque no por ello menos alegres de poder verlos sanos y salvos. Les permitieron pasar después de que el capataz prometiera que iría a ver al rey Schnicktick inmediatamente.
—Esta vez, podrás quedarte —le dijo Belwar a Drizzt—. Tú acabaste con el monstruo.
Dejó a Drizzt en su casa, jurando que no tardaría en volver con buenas noticias.
Drizzt no compartía el optimismo de su amigo. No podía olvidar la advertencia final de Zaknafein referente a que la matrona Malicia jamás abandonaría la persecución, porque era verdad. Habían ocurrido muchas cosas en las semanas que él y Belwar habían estado ausentes de Blingdenstone, pero ninguna de ellas, al menos a su juicio, disminuía la amenaza contra la ciudad svirfnebli. Drizzt había aceptado acompañar a Belwar sólo porque le parecía lo más adecuado para poner en práctica su nuevo plan.
—¿Hasta cuándo tendremos que luchar, matrona Malicia? —le preguntó Drizzt a la pared de piedra cuando el capataz dejó la casa. Necesitaba escuchar sus pensamientos en voz alta para convencerse a sí mismo de que había tomado la decisión correcta—. Nadie gana en este duelo, pero así es como actúan los drows, ¿verdad?
El drow se sentó en uno de los taburetes junto a la mesa pequeña y pensó en la validez de sus palabras.
—Me perseguirás hasta que uno de los dos esté muerto, cegada por el odio que rige tu vida. No puede haber perdón en Menzoberranzan. Iría contra los edictos de tu repugnante reina araña.
»Y ésta es la Antípoda Oscura, tu mundo de sombras y tristezas, pero éste no es todo el mundo, matrona Malicia, y me propongo descubrir hasta dónde puede llegar tu malvada mano.
Drizzt permaneció en silencio durante mucho tiempo, recordando las primeras lecciones en la Academia drow. Intentaba buscar algunas pistas que le permitieran creer que las historias referentes al mundo de la superficie sólo eran patrañas. Las mentiras en las lecciones de la Academia drow habían sido perfeccionadas a lo largo de los siglos, y resultaba imposible encontrar un fallo. El drow no tardó en comprender que tendría que confiar en sus sentimientos.
Cuando Belwar regresó a la casa, con aire sombrío, el joven ya había tomado una decisión.
—Cabezotas, sesos de orco… —masculló el capataz mientras cruzaba la puerta de piedra.
Drizzt lo detuvo con una sonora carcajada.
—¡No quieren ni oír hablar de que te quedes! —chilló Belwar, molesto por la burla.
—¿De verdad esperabas otra cosa? —le preguntó Drizzt—. Mi lucha todavía no ha acabado, querido Belwar. ¿Pensabas que a mi familia se la puede derrotar con tanta facilidad?
—Nos iremos de aquí —gruño Belwar. Cogió un taburete y se sentó junto al compañero—. Mi generoso… —pronunció la palabra con sarcasmo— rey permite que te quedes una semana en la ciudad. ¡Una semana!
—Cuando me vaya, me iré solo —lo interrumpió Drizzt. Sacó la estatuilla de ónice de la bolsa y enmendó sus palabras—: Casi solo.
—Ya hemos discutido antes el tema —le recordó el enano.
—Aquello era otra cosa.
—¿Lo era? —replicó el capataz—. ¿Es que ahora estás en mejores condiciones que antes para sobrevivir a solas en las profundidades de la Antípoda Oscura? ¿Has olvidado el riesgo de la soledad?
—No estaré en la Antípoda Oscura —manifestó Drizzt.
—¿Acaso piensas volver con tu gente? —gritó Belwar, tan sorprendido y fuera de sí, que se puso de pie y arrojó el taburete contra la pared.
—¡No, nunca! —respondió Drizzt, con una carcajada—. Nunca más volveré a Menzoberranzan a menos que me lleven sujeto por las cadenas de la matrona Malicia.
El capataz buscó el taburete y se sentó, intrigado.
—Tampoco me quedaré en la Antípoda Oscura —explicó Drizzt—. Éste es el mundo de Malicia, más adecuado para el negro corazón de un auténtico drow.
Belwar intuyó los propósitos del compañero, pero no podía dar crédito a sus oídos.
—¿De qué hablas? —preguntó—. ¿Adónde pretendes ir?
—A la superficie —respondió Drizzt muy tranquilo.
Belwar volvió a levantarse y esta vez el taburete voló todavía más lejos.
—Ya estuve allí una vez —añadió Drizzt, sin inmutarse por el comportamiento de Belwar—. Participé en una incursión drow que acabó en una masacre. Recordar las acciones de mis compañeros todavía me produce un dolor muy profundo. Los olores del mundo de la superficie y la frescura del viento no me asustan.
—La superficie —murmuró Belwar, con la cabeza gacha y la voz convertida en un gemido—. Magga cammara, nunca se me ocurrió ir allí. No es lugar para un svirfnebli. —De pronto Belwar descargó un puñetazo contra la mesa y miró a su compañero, con una sonrisa decidida—. Pero si Drizzt va, entonces Belwar estará a su lado.
—Drizzt irá solo —replicó el drow—. Como tú mismo acabas de decir, la superficie no es lugar para un svirfnebli.
—Ni para un drow —señaló el enano.
—No encajo en lo que se supone que es un drow —replicó Drizzt—. Mi corazón no es el suyo, ni su casa es la mía. ¿Hasta cuándo tendré que recorrer los túneles para verme libre del odio de mi familia? Y si, al escapar de Menzoberranzan, tropiezo con alguna de las otras grandes ciudades de los elfos oscuros, Ched Nasad o cualquiera de las demás, ¿no se sumarán a la caza para cumplir los deseos de la reina araña que quiere mi cabeza? No, Belwar, no encontraré paz debajo de los techos de este mundo cerrado. Tú, en cambio, nunca serías feliz apartado de la piedra de la Antípoda Oscura. Tu lugar está aquí, un lugar de honor entre tu gente.
Belwar permaneció en silencio un buen rato, digiriendo todo lo que Drizzt había dicho. Habría seguido a su amigo al fin del mundo si él lo hubiera deseado, pero de verdad no quería abandonar la Antípoda Oscura. Tampoco podía oponerse a las intenciones de Drizzt. Un elfo oscuro podría pasar muchas penurias en la superficie, pero ¿serían más terribles que los sufrimientos que le aguardaban en la Antípoda Oscura?
El svirfnebli metió una mano en el bolsillo y sacó el broche luminoso.
—Llévalo contigo, elfo oscuro —dijo con voz suave, arrojándoselo—, y no te olvides de mí.
—Ni por un solo día de los siglos que me toquen vivir —prometió el drow—. Ni uno solo.
La semana transcurrió demasiado rápida para Belwar, que no quería ver marchar a su amigo. El capataz sabía que nunca más volvería a ver a Drizzt, pero comprendía la sensatez de la decisión. Como correspondía a un amigo, Belwar asumió la responsabilidad de abastecer a Drizzt. Lo llevó a los mejores artesanos de Blingdenstone y pagó las provisiones de su propio bolsillo.
Después Belwar le hizo un regalo todavía más valioso. Los enanos habían viajado a la superficie en algunas ocasiones, y el rey Schnicktick poseía mapas donde aparecían los túneles de salida de la Antípoda Oscura.
—El viaje te llevará varias semanas —le dijo Belwar, mientras le entregaba el pergamino—, pero creo que nunca encontrarías el camino sin esto.
A Drizzt le temblaron las manos cuando desenrolló el mapa. Ahora sí que era verdad. Llegaría a la superficie. En aquel instante tuvo el deseo de pedirle a Belwar que lo acompañara; ¿cómo podía decirle adiós a un amigo tan querido?
Pero los principios le habían permitido llegar hasta allí, y esos mismos principios le exigían que no fuera egoísta. Abandonó Blingdenstone al día siguiente, con la firme promesa de que, si algún día regresaba a la Antípoda Oscura, iría a visitarlo. Los dos sabían que nunca más volverían a verse.
Los kilómetros y los días pasaron sin incidentes. Algunas veces Drizzt empleaba el broche mágico que le había regalado Belwar; otras caminaba en la oscuridad. Ya fuese por coincidencia o suerte, no encontró ningún monstruo en la ruta señalada en el mapa. Pocas cosas cambiaban en la Antípoda Oscura, y, si bien el pergamino era muy antiguo, no tenía dificultades para seguir sus orientaciones.
Al trigésimo tercer día de marcha, poco después de levantar el campamento, Drizzt notó un cambio en el aire, una sensación que anticipaba la frescura del viento de la superficie que recordaba con tanta claridad.
Buscó la estatuilla de ónice y llamó a Guenhwyvar. Juntos caminaron ansiosos, atentos a que el techo desapareciera detrás del próximo recodo.
Llegaron a una pequeña cueva, y la oscuridad más allá de la salida no era tan intensa como la que tenían detrás. Drizzt contuvo el aliento y guió a Guenhwyvar al exterior.
Las estrellas brillaban entre las desgarradas nubes del cielo nocturno, la plateada luz de la luna aparecía como un resplandor mortecino detrás de un nubarrón, y el viento aullaba una canción montañesa. Drizzt se encontraba en las alturas de los Reinos, en la ladera de una de las montañas más altas de una cordillera gigantesca.
No lo molestaba el azote del viento, y permaneció inmóvil durante mucho rato con la mirada puesta en las nubes, que volaban silenciosas hacia la luna.