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Consecuencias

La matrona Malicia ni siquiera pudo gritar su rechazo. Un millar de explosiones le machacaron el cerebro cuando Zaknafein se hundió en el lago de ácido, un millar de avisos de inminente e inevitable desastre. Abandonó de un salto el trono de piedra, y sus esbeltas manos se encorvaron como garras que intentaran atrapar en el aire alguna cosa tangible, algo que no estaba allí.

Su respiración se convirtió en un jadeo ronco acompañado de sonidos guturales. Después de unos instantes en los que no consiguió calmarse, Malicia oyó un ruido más claro que el estrépito de sus propias contorsiones. Detrás de ella sonó el leve susurro de las pequeñas y malvadas cabezas de serpiente sujetas al látigo de una gran sacerdotisa.

Malicia dio media vuelta y se encontró cara a cara con Briza, que la observaba con gesto duro y despiadado, con el látigo de seis cabezas de serpiente vivas en alto.

—Suponía que aún me faltaban muchos años para ocupar tu puesto —dijo la hija mayor con voz serena—. Pero eres débil, Malicia, demasiado débil para mantener unida a la casa Do’Urden y afrontar las consecuencias de nuestro fracaso, de tu fracaso.

Malicia quiso reírse de la estupidez de su hija. Los látigos de serpientes eran un regalo personal de la reina araña y no podían utilizarse contra las madres matronas. Sin embargo, sin saber el motivo, Malicia no tuvo en aquel momento el coraje ni la convicción para refutar las pretensiones de Briza. Permaneció como hipnotizada mientras Briza echaba el brazo hacia atrás y descargaba el latigazo.

Las seis cabezas de serpiente se desenrollaron hacia Malicia. ¡Era imposible! ¡Iba en contra de todos los principios de la doctrina de Lloth! Las cabezas avanzaron ansiosas, y los colmillos se hundieron en la carne de Malicia impulsados por toda la furia de la reina araña. Un dolor indescriptible recorrió el cuerpo de Malicia, que se retorció como una hoja entre las llamas, y la dejó envuelta en un entumecimiento helado.

Malicia se tambaleó en el borde de la conciencia, en un intento por mantenerse firme ante su hija, dispuesta a demostrarle la inutilidad y la estupidez de seguir el ataque.

El látigo chasqueó otra vez, y el suelo se alzó para engullir a la madre matrona. Malicia oyó que Briza murmuraba unas palabras, quizás una maldición o una oración a la reina araña.

Después llegó el tercer azote, y las tinieblas rodearon a Malicia. Estaba muerta antes del quinto golpe, pero Briza la azotó durante un buen rato, descargando toda su furia para que la reina araña supiese que la casa Do’Urden había castigado el fracaso de la madre matrona.

Cuando Dinin entró de pronto y sin llamar en la antecámara, encontró a Briza instalada en el trono de piedra. El hijo mayor echó una mirada al magullado cadáver de la madre, después a Briza, y a continuación sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad mientras una amplia sonrisa le iluminaba el rostro.

—¿Qué has hecho, her…, matrona Briza? —preguntó Dinin, que se apresuró a corregir el desliz antes de que Briza pudiese reaccionar.

—El zin-carla ha fracasado —gruñó Briza, con una mirada furiosa—. Lloth no podía aceptar más a Malicia.

La carcajada sarcástica de Dinin fue como una puñalada en las entrañas de Briza. Entrecerró los ojos y dejó que Dinin viera cómo movía la mano hacia la empuñadura del látigo.

—Has escogido el momento ideal para el ascenso —le explicó tranquilamente el hijo mayor, al parecer muy poco preocupado por la amenaza de Briza—. Nos atacan.

—¿Fey-Branche? —gritó Briza, que abandonó el trono, entusiasmada.

Cinco minutos como madre matrona y ya se enfrentaba a la primera prueba. Demostraría su valor a la reina araña y redimiría a la casa Do’Urden del daño causado por los fracasos de Malicia.

—No, hermana —respondió Dinin con toda franqueza—. No es la casa Fey-Branche.

El tono frío del hermano hizo que Briza volviera a sentarse en el trono y que la sonrisa de entusiasmo se transformara en una expresión de temor.

—Baenre —añadió Dinin, muy serio.

Vierna y Maya contemplaron desde el balcón de la casa Do’Urden el avance de las fuerzas al otro lado de los portones de adamantita. Las hermanas, a diferencia de Dinin, no conocían al enemigo; pero al ver la tropa tan numerosa, comprendieron que debía de ser alguna de las casas grandes. De todos modos, la casa Do’Urden contaba con doscientos cincuenta soldados, muchos de ellos entrenados por Zaknafein en persona. Con el refuerzo de otros doscientos veteranos bien armados cedidos por la matrona Baenre, Vierna y Maya llegaron a la conclusión de que había un equilibrio de fuerzas. Tardaron muy poco en planear las estrategias defensivas, y Maya pasó una pierna por encima de la balaustrada, para bajar al patio y comunicar las órdenes a los capitanes.

Desde luego, cuando ella y Vierna advirtieron de pronto que ya tenían a doscientos enemigos dentro de la casa —los soldados ofrecidos por la matrona Baenre— sus planes eran inútiles.

Maya todavía cabalgaba sobre la balaustrada cuando los primeros soldados Baenre subieron al balcón. Vierna empuñó el látigo y le gritó a Maya que hiciera lo mismo. Pero Maya no se movió y Vierna, al mirarla con atención, vio varios dardos pequeños clavados en el cuerpo de su hermana.

De pronto, las cabezas de serpiente de su propio látigo se volvieron contra ella, y, al sentir el pinchazo de los colmillos en las mejillas, Vierna supo que la caída de la casa Do’Urden había sido ordenada por la propia Lloth.

—El zin-carla —murmuró Vierna, al descubrir la causa del desastre.

La sangre le nubló la visión, y se tambaleó mareada mientras la envolvía la oscuridad.

—¡Esto es imposible! —gritó Briza—. ¿La casa Baenre nos ataca? Lloth no me ha dado…

—¡Tuvimos nuestra oportunidad! —vociferó Dinin—. Zaknafein fue nuestra oportunidad… —Dinin miró el cuerpo destrozado de la madre—. Y debo suponer que el espectro ha fracasado.

Briza gruñó y lanzó un azote. Dinin esperaba el golpe —conocía a su hermana demasiado bien— y se apartó del alcance del arma. Briza avanzó un paso.

—¿Acaso tu ira necesita más enemigos? —le preguntó Dinin, con las espadas desenvainadas—. Sal al balcón, querida hermana, donde encontrarás a un millar esperándote.

Briza soltó un grito de frustración y, volviéndole la espalda a Dinin, abandonó la antecámara deprisa, con la esperanza de poder salvar algo de esta terrible situación.

Dinin no la acompañó. Se agachó sobre el cuerpo de la matrona Malicia y miró por última vez los ojos de la tirana que había regido toda su vida. Malicia había sido una figura poderosa, segura y malvada, pero ¡qué frágil había resultado ser su poder, destruido por las travesuras de un niño renegado!

El hijo mayor oyó gritos en el pasillo, seguidos del estruendo de las puertas de la antecámara al abrirse de par en par. Dinin no necesitó mirar para saber que era el enemigo. Mantuvo la mirada en la madre muerta, consciente de que no tardaría en correr la misma suerte.

Pero la estocada no llegó y, tras unos momentos de agonía, Dinin se atrevió a espiar por encima del hombro.

Jarlaxle ocupaba el trono de piedra.

—¿No te sorprende? —le preguntó el mercenario al ver que Dinin no se inmutaba.

—Bregan D’aerthe estaba entre las tropas Baenre, quizá constituía toda la tropa Baenre —respondió Dinin, sin alterarse.

Miró de reojo a la docena o más de soldados que acompañaban a Jarlaxle, y se preguntó si podría llegar al líder mercenario antes de que lo mataran. Acabar con la vida del traidor Jarlaxle sería al menos una compensación por el desastre.

—Eres muy observador —dijo Jarlaxle—. Tenía la sospecha de que sabías desde el primer momento que tu casa estaba condenada.

—Si fracasaba el zin-carla —puntualizó Dinin.

—Y tú sabías que fracasaría, ¿verdad?

La pregunta del mercenario no necesitaba respuesta.

Dinin asintió.

—Desde hace diez años —manifestó Dinin, sin saber muy bien por qué se lo comentaba a Jarlaxle—. Cuando presencié el sacrificio de Zaknafein a la reina araña. Nunca en la historia de Menzoberranzan se vio mayor desperdicio.

—El maestro de armas de la casa Do’Urden gozaba de una gran reputación —señaló el mercenario.

—Y bien merecida —señaló Dinin—. Entonces Drizzt, mi hermano…

—Otro gran guerrero.

Dinin asintió una vez más.

—Drizzt desertó cuando teníamos la guerra en nuestra puerta. El error de la matrona Malicia fue imperdonable. Entonces supe que la casa Do’Urden estaba condenada.

—Tu casa derrotó a la casa Hun’ett, que no es decir poco —le recordó Jarlaxle.

—Sólo con la ayuda de Bregan D’aerthe —replicó Dinin—. Durante casi toda mi vida he observado cómo la casa Do’Urden, bajo la guía de la matrona Malicia, escalaba posiciones en la jerarquía de la ciudad. Nuestro poder e influencia crecía año tras año. Sin embargo, a lo largo de la última década, he visto cómo nos hundíamos. He visto cómo se derrumbaban los cimientos de la casa Do’Urden. Era lógico suponer que también se hundiría la estructura.

—Eres tan sensato como hábil con la espada —comentó el mercenario—. Ésa era la opinión que me merecías, y al parecer creo que no me equivocaba.

—Si te he complacido, te pido un favor —dijo Dinin, poniéndose de pie—. Concédemelo si quieres.

—¿Que te mate deprisa y sin dolor? —preguntó Jarlaxle con una amplia sonrisa.

Dinin asintió por tercera vez.

—No —respondió Jarlaxle.

Sorprendido por la respuesta, Dinin desenvainó la espada dispuesto a forzar los acontecimientos.

—No tengo la intención de matarte —explicó Jarlaxle.

Dinin mantuvo la espada en alto y observó el rostro del mercenario, tratando de adivinar sus propósitos.

—Soy uno de los nobles de la casa —señaló Dinin—. Un testigo del ataque. La eliminación de una casa no es completa si queda vivo alguno de sus nobles.

—¿Un testigo? —Jarlaxle soltó una carcajada—. ¿Contra la casa Baenre? ¿De qué serviría?

Dinin bajó la espada.

—Entonces, ¿cuál será mi destino? —preguntó—. ¿La matrona Baenre me acogerá entre los suyos?

El tono de Dinin indicaba el poco entusiasmo que le provocaba esta posibilidad.

—La matrona Baenre no necesita varones —contestó Jarlaxle—. Si ha sobrevivido alguna de tus hermanas…, y creo que es el caso de Vierna…, es probable que acabe en la capilla de la matrona Baenre. Pero la anciana madre matrona de la casa Baenre nunca apreciará el valor de un varón como Dinin.

—Entonces, ¿qué? —preguntó éste.

—Yo aprecio tu valor —declaró Jarlaxle con tono despreocupado, al tiempo que señalaba a los soldados presentes en la antecámara.

—¿Bregan D’aerthe? —protestó Dinin—. ¿Yo, un noble, convertido en un rufián?

Con la velocidad del rayo, Jarlaxle arrojó una daga contra el cadáver a sus pies. La hoja se hundió hasta la empuñadura en la espalda de Malicia.

—Un rufián o un cadáver —dijo lacónicamente Jarlaxle.

La elección no era difícil.

Unos pocos días más tarde, Jarlaxle y Dinin se encontraban otra vez delante de las destrozadas puertas de la casa Do’Urden. En otros tiempos se habían levantado fuertes y orgullosas, con sus intrincadas tallas de arañas y las dos formidables estalagmitas que servían de torres de guardia.

—Qué cambio tan rápido —comentó Dinin—. Veo toda mi vida anterior y sin embargo ya no existe.

—Olvídate del pasado —sugirió Jarlaxle. El guiño astuto del mercenario indicó a Dinin que le tenía preparado algo especial—. Excepto de aquello que pueda ayudarte en el futuro.

Dinin miró hacia las ruinas y después a sí mismo.

—¿De mi equipo de combate? —preguntó, sin saber a qué se refería el mercenario—. ¿Mi preparación?

—De tu hermano.

—¿Drizzt?

¡Una vez más aparecía el nombre maldito para angustiar a Dinin!

—Si no me equivoco, todavía está por resolver el asunto de Drizzt Do’Urden —explicó Jarlaxle—. Tiene un gran valor a los ojos de la reina araña.

—¿Drizzt? —repitió Dinin, sin dar crédito a las palabras de Jarlaxle.

—¿A qué viene tanta sorpresa? —se extrañó el mercenario—. Tu hermano sigue vivo. ¿Qué otro motivo había para la destrucción de la casa Do’Urden y la muerte de la matrona Malicia?

—¿Qué otra casa podría estar interesada en él? —preguntó Dinin, directamente—. ¿Otra misión para la matrona Baenre?

La carcajada de Jarlaxle desconcertó a Dinin.

—Bregan D’aerthe puede actuar sin la guía… o la bolsa de una casa noble —respondió.

—¿Piensas capturar a mi hermano?

—Podría ser la oportunidad perfecta para que Dinin demostrara su valor a mi pequeña familia —manifestó Jarlaxle, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Quién mejor para atrapar al renegado que acarreó la desgracia de la casa Do’Urden? El valor de tu hermano se ha centuplicado con el fracaso del zin-carla.

—He visto en qué se ha convertido Drizzt —dijo Dinin—. El coste será muy alto.

—Mis recursos son ilimitados —afirmó Jarlaxle, pagado de sí mismo—, y ningún coste es demasiado alto si la ganancia todavía es mayor.

El excéntrico mercenario permaneció en silencio por unos instantes, mientras Dinin contemplaba las ruinas de su casa.

—No —dijo Dinin, sin más.

Jarlaxle lo miró con recelo.

—No iré detrás de Drizzt —explicó Dinin.

—Sirves a Jarlaxle, el jefe de Bregan D’aerthe —le recordó el mercenario con voz tranquila.

—Como en otros tiempos serví a Malicia, matrona de la casa Do’Urden —replicó Dinin con la misma tranquilidad—. No perseguí a Drizzt cuando me lo ordenó mi madre —declaró mirando a Jarlaxle a la cara, sin tener miedo a las consecuencias— y tampoco lo haré por ti.

Jarlaxle estudió a su compañero durante un buen rato. Normalmente, el jefe mercenario no habría tolerado una insubordinación tan descarada, pero no había ninguna duda de la sinceridad y firmeza de Dinin. Jarlaxle lo había aceptado en Bregan D’aerthe porque valoraba la experiencia y la capacidad del hijo mayor; ahora no podía rechazar sus juicios.

—Puedo ordenar que te sometan a una muerte lenta —dijo Jarlaxle, más que nada por ver la reacción de Dinin a la amenaza. No tenía intención de matar a alguien tan valioso.

—No será peor que la muerte y la deshonra que sufriría a manos de Drizzt —afirmó Dinin, sin perder la calma.

Transcurrió otra larga pausa mientras Jarlaxle pensaba en las implicaciones de las palabras de Dinin. Quizá Bregan D’aerthe tendría que replantear sus planes de capturar al renegado; tal vez después de todo el coste podría ser demasiado alto.

—Ven, soldado —dijo por fin Jarlaxle—. Regresemos a nuestro hogar, a las calles, donde quizá podamos descubrir qué aventuras nos reserva el futuro.