La estocada fue tan rápida que el esclavo goblin ni siquiera pudo gritar de terror. Cayó de bruces, muerto antes de tocar el suelo. Zaknafein pasó sobre el cadáver y siguió adelante; el camino hasta la salida trasera de la angosta caverna, a unos diez metros de distancia, aparecía despejado.
Mientras el guerrero no muerto dejaba atrás a la última víctima, un grupo de desolladores entró en la caverna delante mismo del espectro. Zaknafein soltó un gruñido pero no se desvió ni demoró el paso. Su lógica y sus zancadas eran directas; Drizzt había pasado por esa salida, y él lo seguiría.
Cualquier cosa que se interpusiese caería ante su espada.
¡Dejad que este siga su camino! —dijo un mensaje telepático desde varios puntos de la caverna, procedente de otros desolladores que habían visto a Zaknafein en acción.
¡No podéis derrotarlo! ¡Dejad que el drow se marche!
Los desolladores ya tenían demasiadas pruebas de la eficacia mortal de las espadas del espectro: más de una docena de sus camaradas habían muerto a manos de Zaknafein.
El nuevo grupo que se enfrentaba a Zaknafein respondió inmediatamente a los avisos telepáticos. Los integrantes se apartaron a toda prisa, excepto uno.
La raza illita basaba su existencia en el pragmatismo fundado en enormes fuentes de conocimientos comunes. Los desolladores consideraban que las emociones primarias como el orgullo eran un defecto mortal, y no se equivocaban.
El desollador solitario lanzó una descarga mental contra el espectro, decidido a no permitir que nadie escapara.
Un segundo después, el tiempo que tardó la estocada, Zaknafein pisó el pecho del illita caído y atravesó la salida.
Ni uno solo de los demás desolladores hizo nada por impedirlo.
Zaknafein se puso en cuclillas y escogió cuidadosamente el rumbo a seguir. Drizzt había pasado por este túnel; el rastro era fresco. Pero aun así, en su concienzuda persecución, tendría que detenerse con frecuencia a comprobar las huellas. Zaknafein no podía moverse tan deprisa como su presa.
En cambio, a diferencia de Zaknafein, Drizzt necesitaba descansar.
—¡Alto!
El tono de la orden de Belwar no dio lugar a discusión.
Drizzt y Clak se detuvieron en el acto, preguntándose a qué podría deberse la alarma del capataz.
El enano se adelantó y apoyó una oreja contra la pared de piedra.
—Botas —susurró, señalando la roca—. En el túnel paralelo.
Drizzt se unió a su amigo y escuchó atentamente, pero a pesar de que sus sentidos eran más agudos de lo habitual entre los elfos oscuros, no estaba tan capacitado como el enano para entender las vibraciones de la piedra.
—¿Cuántas? —preguntó.
—Pocas —contestó Belwar, que se encogió de hombros para dar a entender que sólo era un cálculo aproximado.
—Siete —dijo Clak desde unos pasos más allá, con voz clara y firme—. Duergars…, enanos grises que escapan de los desolladores como nosotros.
—¿Cómo puedes…?
Drizzt se interrumpió al recordar lo que Clak le había dicho referente a los poderes de los peks.
—¿Los túneles se cruzan? —le preguntó Belwar al oseogarfio—. ¿Podemos eludir a los duergars?
Clak se volvió hacia la piedra para buscar las respuestas.
—Los túneles se juntan un poco más adelante —repuso—, y después continúan como uno solo.
—Entonces, si nos quedamos aquí, es probable que los enanos grises pasen de largo —opinó Belwar.
Drizzt no quedó muy convencido del razonamiento del svirfnebli.
—Los duergars y nosotros tenemos un enemigo común —señaló Drizzt. De pronto se le iluminaron los ojos, al ocurrírsele una idea—. ¿No podríamos ser aliados?
—Si bien a menudo los duergars y los drows viajan juntos, los enanos grises no suelen aliarse con los svirfneblis —le recordó Belwar—. ¡Y creo que tampoco con los oseogarfios!
—Esta situación no tiene nada de normal —se apresuró a decir el elfo—. Si los duergars escapan de los desolladores, entonces es probable que estén mal equipados y desarmados. Quizás agradecerían formar una alianza, para beneficio de los dos grupos.
—No creo que se muestren tan amistosos como piensas —manifestó Belwar con un tono sarcástico—, aunque reconozco que no es fácil defenderse en este túnel angosto, más apropiado para el tamaño de un duergar que para las espadas de hoja larga de los drows o de los brazos todavía más largos de un oseogarfio. Si los duergars retroceden cuando lleguen al cruce, tendríamos que pelear en un terreno favorable para ellos.
—Entonces vayamos al lugar donde se cruzan los túneles —propuso Drizzt—, y veamos qué pasa.
Los tres compañeros no tardaron en llegar a una pequeña caverna ovalada. Otro túnel, el que recorrían los enanos grises, desembocaba casi unido al de los compañeros, y un tercer pasadizo se abría al final del recinto. Los amigos atravesaron la caverna y buscaron la protección de las sombras del túnel más lejano mientras el ruido de las botas sonaba cada vez más cerca.
Al cabo de unos instantes, los siete duergars entraron en la cámara oval. Tenían un aspecto lamentable, tal como había sospechado el elfo oscuro, pero no iban desarmados. Tres llevaban garrotes, dos esgrimían espadas, otro una daga, y el último dos grandes piedras.
Drizzt contuvo a sus amigos y salió al encuentro de los extraños. Si bien ninguna de las dos razas sentía mucho aprecio por la otra, los drows y los duergars a menudo formaban alianzas para beneficio mutuo. Drizzt pensó que las conversaciones serían más fáciles si actuaba solo.
La súbita aparición sorprendió a los cansados enanos grises. Corrieron frenéticos de un lado para otro, preocupados sólo en formar una línea de defensa. Esgrimieron las espadas y los garrotes, y el duergar de las piedras levantó un brazo, listo para arrojar el proyectil.
—Salud, duergars —dijo Drizzt, con la esperanza de que los enanos grises comprendieran la lengua drow.
Sus manos descansaban en las empuñaduras de las cimitarras envainadas; sabía que podía desenfundarlas con tiempo de sobra si era necesario.
—¿Quién eres tú? —preguntó uno de los duergars armado con espada en un lenguaje drow vacilante pero comprensible.
—Un refugiado como vosotros —contestó Drizzt—, que escapa de los malvados desolladores mentales.
—Entonces sabes que tenemos prisa —gruñó el enano—. ¡Apártate de nuestro camino!
—Te ofrezco una alianza —dijo Drizzt, sin moverse—. Sin duda cuantos más seamos, mejor podremos defendernos cuando lleguen los desolladores.
—Uno más no significa gran cosa —replicó el duergar, obcecado.
Detrás de él, el enano de las piedras balanceó el brazo en un gesto de amenaza.
—Pero tres hacen una diferencia —comentó Drizzt sin perder la calma.
—¿Tienes amigos? —preguntó el duergar, en un tono más conciliador. Miró en todas direcciones, preocupado por la posibilidad de una emboscada—. ¿Son drows?
—No —respondió Drizzt.
—¡Lo he visto! —gritó alguien del grupo, en lengua drow, antes de que Drizzt pudiese añadir más detalles—. ¡Escapó acompañado del monstruo con pico y el svirfnebli!
—¡Un enano de las profundidades! —El líder de los duergars escupió a los pies de Drizzt—. ¡Ése no es amigo de los duergars ni de los drows!
Drizzt no habría tenido ningún inconveniente en aceptar el fracaso de la oferta, y que cada uno siguiese su camino en paz. Pero los enanos grises estaban dispuestos a hacer honor a su bien merecida fama de belicosos y poco inteligentes. Con los desolladores a la zaga, lo que menos necesitaba este grupo de duergars era buscarse más enemigos.
Una roca voló en dirección a la cabeza de Drizzt. Se alzó una cimitarra y la desvió de la trayectoria.
—¡Bivrip! —gritó el capataz en el túnel.
Belwar y Clak aparecieron a la carrera, sin sorprenderse por el súbito cambio de la situación.
En la Academia drow, Drizzt, como todos los elfos oscuros, había pasado meses estudiando el comportamiento y las técnicas de combate de los enanos grises. Aquella preparación lo salvó ahora, porque fue el primero en pasar a la ofensiva: con un hechizo sencillo envolvió a los siete oponentes en las inofensivas llamas del fuego fatuo.
Casi al mismo tiempo, tres enanos desaparecieron de la vista, gracias a sus talentos innatos para la invisibilidad. Sin embargo, las llamas púrpuras marcaban las siluetas de los duergars invisibles.
Una segunda roca atravesó el espacio para estrellarse contra el pecho de Clak. El monstruo acorazado habría sonreído ante el ridículo ataque si los picos le hubiesen permitido hacerlo, y Clak continuó su carga en línea recta contra los enanos.
El lanzador de la piedra y el poseedor de la daga se apartaron a toda prisa porque no tenían armas capaces de detener al gigante. Como había otros enemigos más a mano, Clak los dejó ir. La pareja rodeó la caverna y fue en busca de Belwar, convencidos de que sería un rival menos difícil.
El golpe de la mano-pica detuvo bruscamente la arremetida. El duergar desarmado se lanzó hacia delante en un intento por sujetar el brazo antes de que pudiese iniciar el revés. Belwar previó el intento y atacó con la mano-martillo, golpeando al enano gris en pleno rostro. Volaron chispas, los huesos se quebraron, y ardió la piel gris. El duergar dio un salto y se retorció, desesperado, con las manos en la cara destrozada.
El enano de la daga perdió todo el entusiasmo.
Los duergars invisibles buscaron a Drizzt. Gracias a las llamas púrpura, Drizzt podía ver los movimientos de estos dos que llevaban espadas. Pero Drizzt se encontraba en una clara desventaja, pues no alcanzaba a distinguir las fintas y las estocadas. Retrocedió para separarse de sus compañeros.
Presintió un ataque y movió una cimitarra para parar el golpe. Sonrió satisfecho cuando oyó el ruido de los aceros. El enano gris se hizo visible por un instante, para mostrarle al drow su perversa sonrisa, y desapareció otra vez.
—¿Cuántas más crees que podrás detener? —le preguntó el otro duergar invisible, en tono de mofa.
—Más de las que tú crees —replicó Drizzt, y entonces fue su turno para sonreír.
Lanzó un globo de oscuridad que envolvió a los tres combatientes, con lo que privó a los duergars de su ventaja.
En el furor de la batalla, los instintos del oseogarfio dominaron totalmente a Clak. El gigante no comprendía el significado de la aureola púrpura que marcaba el tercer duergar invisible, y por lo tanto cargó contra los otros dos enanos grises armados con garrotes.
Antes de que el oseogarfio pudiese alcanzarlos, un garrote le golpeó la rodilla, y el duergar invisible rio satisfecho. Los otros dos comenzaron a esfumarse, pero Clak no les prestó atención. El bastón invisible descargó un segundo golpe, esta vez en el muslo.
Poseído por los instintos de una raza poco dada a las sutilezas, el oseogarfio aulló y se dejó caer para enterrar las llamas púrpuras bajo su enorme pecho. Clak utilizó el torso como un martillo hasta que se convenció de que había aplastado al enemigo invisible.
En aquel instante una lluvia de garrotazos se abatió contra la nuca del oseogarfio.
El duergar de la daga no era un novato en estas lides. Controlaba los ataques para obligar a Belwar, con sus armas más pesadas, a tomar la iniciativa. Los enanos de las profundidades odiaban a los duergars tanto como éstos los odiaban a ellos, pero el capataz no era tonto. Movía la mano-pica sólo lo suficiente para mantener a raya a su rival, al tiempo que mantenía preparada la mano-martillo.
Así, los dos se limitaron a las fintas, dispuestos a esperar que fuese el otro quien cometiera el primer error. Cuando el oseogarfio gritó de dolor, y con Drizzt fuera de la vista, Belwar se vio forzado a actuar. Se abalanzó, simulando un tropiezo, y lanzó un golpe con la mano-martillo al tiempo que bajaba la mano-pica.
El duergar advirtió la estratagema, pero no podía desaprovechar el hueco en la defensa del svirfnebli. La daga se deslizó por encima de la mano-pica en línea recta a la garganta de Belwar.
El capataz se echó hacia atrás con idéntica rapidez y levantó una pierna para descargar un puntapié que rozó la barbilla del duergar. El enano gris no se detuvo y se zambulló sobre el enano que caía, con la daga siempre adelante.
Belwar levantó la mano-pica sólo una fracción de segundo antes de que el arma encontrara su garganta. El svirfnebli consiguió apartar el brazo del atacante, pero el mayor peso del duergar los mantuvo unidos, con los rostros separados por un par de centímetros.
—¡Ya te tengo! —gritó el duergar.
—¡Toma esto! —replicó Belwar, librando la mano-martillo lo suficiente para aporrear las costillas del rival.
El duergar respondió con un cabezazo en la cara de Belwar, y éste le mordió la nariz. Los combatientes rodaron por el suelo, en medio de grandes gritos, y valiéndose de cualquier arma disponible.
Por el ruido de las espadas, cualquier observador ubicado fuera del globo de oscuridad de Drizzt habría creído que se enfrentaban una docena de rivales, pero el ritmo frenético era sólo obra de Drizzt Do’Urden. En este tipo de situaciones, en la lucha a ciegas, el drow sabía que el mejor método de combate era mantener las espadas lo más apartadas posible del cuerpo. Las cimitarras cortaban el aire implacables y en perfecta armonía, presionando constantemente a los dos enanos grises.
Cada brazo se ocupaba de un oponente, de forma tal que mantenían a los duergars clavados en su sitio delante de Drizzt. El drow sabía que, si dejaba que alguno de los dos se situara en un flanco, tendría graves dificultades.
Con cada pase de cimitarras había un tañido metálico, y a medida que transcurrían los segundos, Drizzt conseguía más información referente a las habilidades y estrategias de ataque de los rivales. En las profundidades de la Antípoda Oscura, Drizzt había luchado a ciegas muchas veces, e incluso había empleado una capucha en su duelo contra un basilisco.
Sorprendidos por la increíble velocidad de los ataques del drow, los duergars no podían hacer otra cosa que mover las espadas de un lado a otro y rogar que una cimitarra no se colara por los huecos.
El ruido del choque de las espadas era incesante mientras los dos enanos grises se esforzaban en las paradas y fintas. Entonces se oyó el sonido que esperaba Drizzt, el de una cimitarra hundida en la carne. Un instante después, una espada repiqueteó sobre la piedra y su dueño herido cometió el error fatal de gritar de dolor.
El yo cazador de Drizzt salió a la superficie. Se centró en el grito, y la cimitarra lanzó una estocada que destrozó los dientes del enano gris y le atravesó la cabeza.
El cazador se volvió furioso hacia el otro duergar. Las cimitarras iniciaron una serie de molinetes y entonces una se lanzó a fondo, tan rápido que resultaba imposible desviarla. Alcanzó al enano en el hombro y le abrió una herida muy profunda.
—¡Me rindo! ¡Me rindo! —chilló el enano gris, que no quería correr la suerte de su compañero. Drizzt oyó cómo caía la espada al suelo—. ¡Por favor, elfo oscuro!
Las palabras del duergar aplacaron los instintos del cazador.
—Acepto tu rendición —respondió Drizzt.
Se acercó a su oponente y apoyó la punta de la cimitarra contra el pecho del enano gris. Juntos, salieron de la oscuridad creada por el hechizo de Drizzt.
Clak ya no podía soportar más el terrible dolor en la cabeza, aumentado por cada nuevo garrotazo. El oseogarfio soltó un aullido bestial y, apartándose del duergar aplastado, buscó a sus torturadores.
Un garrote duergar lo golpeó otra vez, pero Clak ya no sentía el dolor. Hundió una garra en el contorno púrpura y destrozó el cráneo del enano invisible. Casi al instante éste se hizo visible, porque la agonía de la muerte le impedía mantener la concentración necesaria para conservar la invisibilidad.
El último duergar intentó escapar, pero el oseogarfio lo superó en rapidez. Clak sujetó al enano gris con una garra y lo levantó por encima de la cabeza. Con un chillido que parecía el graznido de un ave de rapiña furiosa, el oseogarfio lanzó al rival invisible contra la pared. El cadáver del duergar apareció destrozado al pie del muro.
Ya no quedaban rivales para el oseogarfio, pero Clak no tenía suficiente. En aquel instante, Drizzt y el duergar herido emergieron de la oscuridad, y el gigante se arrojó sobre ellos.
Atento al combate que mantenía Belwar, Drizzt no advirtió las intenciones de Clak hasta que oyó el grito aterrorizado del prisionero.
Para entonces, ya era demasiado tarde.
Drizzt vio cómo la cabeza del enano gris volaba de regreso al globo de oscuridad.
—¡Clak! —protestó el drow, airado.
Después se agachó y retrocedió de un salto para salvar la vida ante el imprevisto ataque por parte de su amigo.
Al ver otra presa cercana, el oseogarfio no siguió a Drizzt al globo de oscuridad donde había buscado refugio. Belwar y el duergar de la daga estaban demasiado entretenidos con su combate y no se dieron cuenta de la presencia del gigante enloquecido. Clak tendió los brazos, sujetó a los contendientes y los lanzó al aire. El enano gris tuvo la desgracia de bajar primero y, de un puñetazo, Clak lo envió a estrellarse contra el otro extremo de la caverna. Belwar habría corrido la misma suerte de no haber sido porque las cimitarras cruzadas interceptaron el segundo golpe del oseogarfio.
La fuerza descomunal de Clak arrastró a Drizzt, pero la parada demoró el golpe lo suficiente como para que Belwar llegara al suelo. De todos modos, el capataz chocó violentamente contra la piedra y tardó un buen rato en reaccionar.
—¡Clak! —gritó Drizzt otra vez al ver que el gigante se disponía a aplastar al svirfnebli de un pisotón.
El drow apeló a toda su agilidad y rapidez para rodear al oseogarfio, tirarse al suelo, y buscar las rodillas de Clak, como había hecho en el primer encuentro. En su intento por pisotear al enano caído, Clak ya estaba un poco fuera de equilibrio y Drizzt lo tumbó sin mucha dificultad. De inmediato, el guerrero drow se montó sobre el pecho del monstruo y deslizó la punta de la cimitarra entre los acorazados pliegues del cuello de Clak.
Drizzt eludió un manotazo torpe de Clak, que seguía en su empeño de luchar. El drow odiaba lo que tenía que hacer, pero entonces el oseogarfio se serenó de pronto y le dirigió una mirada comprensiva.
—Haz… lo —gimió.
Drizzt, horrorizado, buscó el apoyo de Belwar. El capataz, ya recuperado, miró en otra dirección.
—¿Clak? —le preguntó el drow al oseogarfio—. ¿Vuelves a ser Clak? El monstruo vaciló; después movió el pico para asentir. Drizzt se apartó y contempló la carnicería en la caverna.
—Salgamos de aquí —dijo.
Clak permaneció tendido unos segundos más, con los pensamientos puestos en las graves implicaciones del retraso de su muerte. Con el final de la batalla, la personalidad del oseogarfio había pasado otra vez a segundo plano. Pero Clak sabía que los instintos salvajes lo acechaban, apenas debajo del nivel consciente, a la espera de una nueva oportunidad de hacerse con el control total de su mente. ¿Hasta cuándo podría su lado pek resistir el avance de la bestia?
El oseogarfio descargó un puñetazo contra la piedra, un golpe tan poderoso que abrió grietas en todo el suelo de la caverna. Con un gran esfuerzo, el gigante se puso de pie. Avergonzado, se alejó por el túnel sin mirar a sus compañeros; el ruido de sus pasos eran como clavos hundidos a martillazos en el corazón de Drizzt Do’Urden.
—Quizá tendrías que haberlo hecho, elfo oscuro —opinó Belwar, mientras caminaba al lado del drow.
—Me salvó en la caverna illita —replicó Drizzt, enfadado—. Y ha sido un amigo leal.
—Intentó matarme, y a ti también —afirmó el enano, severo—. Magga cammara.
—¡Soy su amigo! —gruñó Drizzt, sujetando al svirfnebli por un hombro—. ¿Quieres que lo mate?
—Te pido que actúes como su amigo —dijo Belwar y, librándose de la mano de Drizzt, fue tras los pasos de Clak.
El drow volvió a sujetar al capataz por el hombro y lo obligó a darse la vuelta.
—Cada vez será peor, elfo oscuro —comentó Belwar, sin inmutarse ante el gesto de Drizzt—. El hechizo del mago gana fuerza cada día que pasa. Clak intentará matarnos a la primera oportunidad y, si lo consigue, el sufrimiento por el crimen será mucho peor que morir por tu mano.
—No puedo matarlo —dijo Drizzt, apagada su furia—. Ni tú.
—Entonces debemos dejarlo —manifestó el enano—. Tenemos que dejarlo libre en la Antípoda Oscura, para que viva como un oseogarfio. Es en lo que se convertirá en cuerpo y alma.
—No —insistió Drizzt—. No podemos dejarlo. Somos su única oportunidad. Tenemos que ayudarlo.
—El mago está muerto —le recordó Belwar, que le volvió otra vez la espalda y se alejó en busca de Clak.
—Hay otros magos —murmuró Drizzt, sin interponerse en la marcha del capataz.
El drow entrecerró los ojos y envainó las cimitarras. Ahora sabía qué debía hacer, cuál era el precio que debía pagar por la amistad de Clak, pero le preocupaba demasiado para poder aceptarlo sin más. Desde luego que había otros magos en la Antípoda Oscura, aunque no era fácil encontrarlos por casualidad, y los hechiceros capaces de eliminar el encantamiento polimórfico de Clak debían de ser todavía más escasos. No obstante, sabía dónde dar con ellos.
La idea de regresar a su tierra natal acosó a Drizzt con cada paso que él y sus compañeros dieron aquel día. Después de haber conocido las consecuencias de la decisión de abandonar Menzoberranzan, Drizzt no quería volver a ver aquel lugar nunca más, no quería ver el mundo oscuro que lo había maldecido.
Pero si ahora escogía no regresar, Drizzt sabía que no tardaría en ser testigo de algo más perverso que Menzoberranzan. Vería a Clak, un amigo que lo había salvado de una muerte segura, convertido del todo en un oseogarfio. Belwar había sugerido abandonar a Clak, y esta opción parecía preferible a la batalla que tendrían que sostener si se encontraban cerca de Clak cuando se completara la transformación.
Sin embargo, aun en el caso de que Clak estuviese lejos, Drizzt sabía que sería testigo del cambio. Sus pensamientos permanecerían fijos en Clak, el amigo abandonado, por el resto de su vida: un sufrimiento más para el atormentado drow.
Drizzt no podía pensar en nada peor que ver Menzoberranzan o tener que tratar otra vez con la gente de su raza. De haber tenido elección, habría preferido morir antes que regresar a la ciudad drow, pero las cosas no eran tan sencillas. Había en juego algo más que las preferencias personales de Drizzt. Había basado su vida en unos principios, y ahora sus convicciones exigían lealtad. Exigían que pusiese las necesidades de Clak por encima de las suyas, porque Clak era su amigo y porque el concepto de amistad superaba los deseos personales.
Más tarde, cuando los amigos acamparon para tener unas horas de descanso, Belwar se dio cuenta del conflicto que afligía al drow. El svirfnebli dejó a Clak, que se entretenía machacando la pared de piedra, y se acercó a Drizzt.
—¿En qué piensas, elfo oscuro? —preguntó Belwar, curioso.
Drizzt, demasiado afligido por el tumulto emocional, no miró al capataz.
—Mi ciudad se enorgullece de su escuela de magos —respondió el drow con tono firme.
Al principio el svirfnebli no comprendió a qué se refería Drizzt, pero al ver que el drow miraba a Clak, entendió las implicaciones de la escueta respuesta.
—¿Menzoberranzan? —inquirió el enano—. ¿Serías capaz de regresar allí, confiando en que algún mago drow se apiade de nuestro amigo pek?
—Pienso regresar únicamente porque no hay otra posibilidad para Clak —afirmó Drizzt, enfadado.
—Entonces no hay ninguna oportunidad para Clak —dijo Belwar—. ¡Magga cammara, elfo oscuro! Menzoberranzan no te recibirá con los brazos abiertos.
—Quizá tu pesimismo está justificado —dijo Drizzt—. Estoy de acuerdo en que los elfos oscuros no son dados a la compasión, pero puede haber otras opciones.
—Quieren tu cabeza —afirmó Belwar.
Su tono reflejaba la esperanza de que la respuesta fuera suficiente para hacer entrar en razón al compañero.
—Sólo la matrona Malicia —manifestó Drizzt—. Menzoberranzan es una ciudad muy grande, amigo mío, y las lealtades a mi madre no tienen ningún peso en cualquier encuentro que podamos tener con alguien que no pertenezca a mi familia. ¡Te aseguro que no pienso encontrarme con ninguno de mis parientes!
—Y, si me permites la pregunta, elfo oscuro, ¿qué podemos ofrecer a cambio de librar a Clak de la maldición? —preguntó Belwar, sarcástico—. ¿Qué podemos ofrecer a cualquier mago drow de Menzoberranzan que pueda ser de valor para él?
La respuesta de Drizzt comenzó con una cimitarra cortando el aire, seguida por el fuego en los ojos lila del drow, y acabó con una afirmación que ni siquiera el obstinado Belwar supo cómo rebatir.
—Su propia vida.