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Perdido y hallado

Alabada sea Lloth —tartamudeó la matrona Malicia, al sentir el lejano entusiasmo del espectro—. ¡Ha encontrado a Drizzt! —La madre matrona miró a un lado y después al otro, y las tres hijas retrocedieron ante el tremendo poder de las emociones que le desfiguraban el rostro.

»¡Zaknafein ha encontrado a vuestro hermano!

Maya y Vierna intercambiaron una sonrisa, complacidas de que por fin estuviese a punto de concluir la terrible experiencia. Desde la reanimación del zin-carla, casi no se atendían las actividades normales y necesarias en la casa Do’Urden, y la nerviosa madre se había vuelto cada vez más introvertida, preocupada únicamente por la cacería del espectro.

En el otro extremo de la antesala Briza también sonreía, pero cualquiera habría podido ver que en realidad era una mueca de desilusión.

Para suerte de la hija mayor, la matrona Malicia estaba demasiado absorta en los episodios que ocurrían a centenares de kilómetros de Menzoberranzan como para fijarse en ella. La madre matrona se hundió en el trance meditativo y saboreó cada mendrugo de rabia que emanaba del espectro, en el conocimiento de que el hijo blasfemo era su destinatario. La respiración de Malicia se convirtió en un jadeo mientras Zaknafein y Drizzt libraban el duelo, y de pronto la madre matrona casi dejó de respirar.

Algo había detenido a Zaknafein.

—¡No! —gritó Malicia, que abandonó el trono de un salto. Miró a su alrededor, buscando a alguien a quien golpear o algo que arrojar—. ¡No! —repitió—. ¡No puede ser!

—¿Drizzt ha escapado? —preguntó Briza, esforzándose por no descubrir su satisfacción ante un posible fracaso.

La furiosa mirada de Malicia la puso sobre aviso de que su tono podía haberla traicionado.

—¿El espectro ha sido destruido? —gritó Maya, angustiada.

—No, destruido no —contestó Malicia, con un ligero temblor en la voz—. ¡Pero una vez más, tu hermano ha escapado!

—¡Todavía es prematuro decir que el zin-carla ha fracasado! —proclamó Vierna, con la intención de consolar a la madre.

—¡El espectro lo sigue de cerca! —añadió Maya, al comprender el propósito de Vierna.

Malicia se dejó caer en el trono y se enjugó el sudor de los ojos.

—Dejadme —ordenó a las hijas.

No quería que la vieran en un estado tan lamentable. Sabía que el zin-carla le robaba la vida, pues todos los pensamientos y las esperanzas de su existencia dependían del éxito del espectro.

Cuando la dejaron sola, Malicia encendió una vela y buscó su valioso espejo. En el transcurso de las últimas semanas había adquirido un aspecto cadavérico. Apenas si había comido, y las profundas arrugas provocadas por la desazón marcaban la piel que antes había sido tersa y suave como la seda. Por su apariencia se podía pensar que había envejecido un siglo en un par de meses.

—Me convertiré en otra matrona Baenre —susurró disgustada—, fea y marchita.

Quizá por primera vez en toda su vida, Malicia se preguntó si tenía sentido la búsqueda incesante del poder y el favor de la despiadada reina araña. Pero descartó estas reflexiones al instante porque no era momento de comenzar a lamentarse por tonterías. Gracias a su fuerza y devoción, Malicia había conseguido convertir su casa en una de las familias gobernantes y había conseguido un asiento en el consejo regente.

De todos modos, se encontraba al borde de la desesperación, casi destrozada por las tensiones de los últimos años. Una vez más se limpió el sudor de los ojos y se miró en el espejo.

Se había convertido en una ruina.

La culpa la tenía Drizzt, se recordó a sí misma. Las acciones de su hijo menor habían enfadado a la reina araña; su comportamiento sacrílego había significado la desgracia de Malicia.

—Atrápalo, espectro —murmuró la madre matrona con una mueca de odio.

En aquel momento, no pensaba en el futuro que podía depararle la reina araña.

Más que ninguna otra cosa en el mundo, la matrona Malicia Do’Urden quería ver muerto a Drizzt.

Corrieron a ciegas por los enrevesados túneles, confiados en que no encontrarían más monstruos que les cortaran el paso. Con un peligro tan real a sus espaldas, los tres compañeros no podían permitirse las precauciones habituales.

Pasaron las horas sin que dejaran de correr. Belwar, más viejo que sus amigos y obligado por sus cortas piernas a dar dos pasos por cada uno de Drizzt y tres por uno de Clak, se cansó primero, pero esto no demoró al grupo. Clak cargó a hombros con el capataz y prosiguieron la marcha.

No sabían cuántos kilómetros habían recorrido cuando por fin hicieron una primera parada para descansar. Drizzt, silencioso y melancólico durante toda la carrera, se apostó en la entrada de la pequeña cueva que había escogido como refugio.

Al ver el profundo dolor de su amigo, Belwar se acercó para consolarlo.

—¿No era lo que esperabas, elfo oscuro? —le preguntó el capataz con voz suave. No obtuvo respuesta, pero consciente de que Drizzt necesitaba desahogarse, Belwar insistió—: Conocías al drow de la caverna. ¿Creías que era tu padre?

Drizzt miró furioso al svirfnebli, y al cabo de un segundo suavizó su expresión al comprender la preocupación de Belwar.

—Zaknafein —explicó Drizzt—. Zaknafein Do’Urden, mi padre y maestro. Fue él quien me enseñó todo lo que sé de esgrima y de la vida. Zaknafein fue mi único amigo en Menzoberranzan, el único drow que compartió mis creencias.

—Intentó matarte —afirmó Belwar, sin más. Drizzt torció el gesto, y el capataz se apresuró a ofrecerle una pequeña esperanza—. Quizá no te reconoció.

—Él era mi padre —repitió Drizzt—, mi compañero más íntimo durante dos décadas.

—Entonces, ¿por qué, elfo oscuro?

—Aquél no era Zaknafein —replicó Drizzt—. Zaknafein está muerto; mi madre lo dio en sacrificio a la reina araña.

Magga cammara —susurró Belwar, horrorizado por la revelación referente a los padres de Drizzt.

La franqueza con que el joven había explicado el espantoso crimen llevó al capataz a creer que el sacrificio de Malicia no era algo poco habitual en la ciudad drow. Un escalofrío sacudió al enano, pero dominó la repulsión por el bien del amigo atormentado.

—Todavía no sé qué monstruo ha reencarnado la matrona Malicia en el cuerpo de Zaknafein —prosiguió Drizzt, sin fijarse en la incomodidad de su amigo.

—En cualquier caso, es un guerrero formidable —comentó el enano.

Esto era exactamente lo que preocupaba a Drizzt. El drow contra el que había luchado en la caverna de los desolladores tenía la precisión y el estilo inconfundible de Zaknafein Do’Urden. Racionalmente, Drizzt podía negar que Zaknafein hubiese sido capaz de atacarlo, pero en el fondo de su corazón sabía que aquel monstruo era su padre.

—¿Cómo acabó? —preguntó Drizzt después de una larga pausa.

Belwar lo miró intrigado.

—La pelea —añadió Drizzt—. Sólo recuerdo la aparición del desollador.

El svirfnebli encogió los hombros y miró en dirección a Clak.

—Pregúntale a él —contestó el capataz—. Una pared de piedra apareció de pronto entre tú y el enemigo, pero no me preguntes cómo llegó hasta allí.

Clak escuchó la conversación de los compañeros y se acercó.

—Yo la puse allí —dijo, con la voz todavía bien clara.

—¿Utilizando los poderes de los peks? —inquirió Belwar.

El enano conocía las habilidades de los peks con la piedra, aunque no con suficiente detalle para comprender del todo lo que había hecho Clak.

—Somos una raza pacífica —manifestó Clak, convencido de que tal vez ésta era la última oportunidad para hablarle a los amigos de cómo era su gente. Por ahora mantenía la personalidad pek, pero ya comenzaba a notar que los instintos básicos del oseogarfio implantados por el hechizo polimórfico volvían por sus fueros—. Nuestro único deseo es trabajar la piedra. Es nuestro único objetivo en la vida. Y esta simbiosis con la tierra viene acompañada de un cierto poder. Las piedras nos hablan y nos ayudan en el trabajo.

—Como el elemental terrestre que una vez lanzaste contra mí —le recordó Drizzt a Belwar, con gesto severo.

El enano rio avergonzado.

—No —dijo Clak, dispuesto a no desviarse del tema—. Los enanos de las profundidades también pueden utilizar los poderes de la tierra, aunque su relación es diferente. El amor que los svirfneblis sienten por la tierra es sólo una de sus varias definiciones de la felicidad. —Clak desvió la mirada y observó la pared de piedra—. Los peks somos hermanos de la tierra. Nos ayudamos como una muestra de cariño.

—Hablas de la tierra como si fuese un ser vivo —comentó Drizzt, no en un tono de burla sino de curiosidad.

—Lo es, elfo oscuro —intervino Belwar, imaginándose cómo debía de ser Clak antes de su encuentro con el mago—, para aquéllos que pueden escucharla.

Clak movió el enorme pico para expresar su asentimiento.

—Los svirfneblis pueden oír el canto lejano de la tierra —dijo—. Los peks hablamos con ella directamente.

Todo esto sobrepasaba la capacidad de comprensión de Drizzt. No dudaba de la sinceridad de las palabras de los compañeros, pero los elfos oscuros no tenían una relación con las piedras de la Antípoda Oscura equiparable a la de los svirfneblis y peks. En cualquier caso, si Drizzt necesitaba alguna prueba de lo dicho por Belwar y Clak, no tenía más que recordar la batalla contra el elemental terrestre invocado por el capataz, o imaginar la pared que había surgido de la nada para impedir el paso a sus enemigos en la caverna de los desolladores.

—¿Qué te dicen ahora las piedras? —le preguntó Drizzt a Clak—. ¿Hemos dejado atrás a nuestros perseguidores?

Clak se acercó a la pared y apoyó una oreja contra la piedra.

—Las palabras suenan confusas —respondió, con un tono quejumbroso.

Los compañeros comprendieron lo que aquello significaba. La tierra hablaba con la claridad de siempre; era el oído de Clak el que perdía capacidad ante el inminente retorno del oseogarfio.

—No escucho ruidos de persecución —añadió Clak—, pero no puedo confiar en mis oídos.

De pronto soltó un gruñido y se retiró al extremo más apartado de la cueva. Drizzt y Belwar intercambiaron una mirada de preocupación y después lo siguieron.

—¿Qué ocurre? —se atrevió a preguntarle el enano al oseogarfio aunque sabía la respuesta.

—Me hundo —contestó Clak, y el chirrido en su voz acentuó la verdad del hecho—. En la caverna de los desolladores, era pek más pek que nunca en toda mi vida. Era pek total. Era la tierra.

El oseogarfio advirtió que Belwar y Drizzt no le comprendían.

—La pa… pared —intentó explicar Clak—. Crear una pared como aquélla es algo que sólo un grupo de peks ancianos puede conseguir, trabajando unidos a lo largo de un ritual muy complejo. —Clak hizo una pausa y sacudió la cabeza violentamente como si quisiera arrojar fuera la personalidad del oseogarfio. Golpeó la pared con una de sus garras y se forzó a continuar—: Fui capaz de hacerlo solo. ¡Me convertí en piedra y no tuve más que levantar una mano para cerrar el paso a los enemigos de Drizzt!

—Y ahora lo pierdes —dijo el drow con suavidad—. El pek se pierde otra vez, sepultado por los instintos del oseogarfio.

Clak desvió la mirada y golpeó la pared como única respuesta. El gesto le dio un poco de consuelo, y lo repitió una y otra vez, en una cadencia, como si así pudiese conservar algo de su auténtica personalidad.

Drizzt y Belwar salieron de la cueva y esperaron en el túnel para que el gigante pudiese estar solo. Al cabo de un rato, notaron que había cesado el golpeteo, y Clak asomó la cabeza, con los ojos anegados por el llanto. Sus palabras balbucientes estremecieron a los compañeros porque no podían negar su razón ni su deseo.

—Por fa… favor, ma… matadme.