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Voces en la oscuridad

Drizzt estiró los músculos doloridos y se forzó a sí mismo a ponerse de pie. Los esfuerzos del combate contra el basilisco la noche pasada, al haberse dejado llevar por los instintos primitivos tan necesarios para sobrevivir, lo habían dejado exhausto. De todos modos, no podía permitirse dormir más; el rebaño de vaquillas, su reserva de alimentos, se había dispersado entre el laberinto de túneles y tenía que recuperarlo.

El joven echó una rápida ojeada a la pequeña y sencilla cueva donde vivía para asegurarse de que todo estaba en orden. Detuvo la mirada en la estatuilla de la pantera. Echaba mucho de menos la compañía de Guenhwyvar. Durante la lucha contra el basilisco, Drizzt había retenido a la pantera a su lado demasiado tiempo —casi toda la noche— y Guenhwyvar necesitaba descansar en el plano astral. Tendría que esperar un día entero para invocar su presencia; sería una insensatez llamarla sin la justificación de una situación realmente desesperada. Con un gesto de resignación, Drizzt guardó la figura en un bolsillo y trató en vano de olvidar la soledad.

Después de inspeccionar la barrera de piedras que cerraba la entrada del pasillo principal, Drizzt se dirigió a un túnel más pequeño en el fondo de la cueva. Observó las marcas en la pared junto a la entrada, las muescas que marcaban el paso de los días. En un gesto casi automático trazó otra raya aunque comprendió que no tenía importancia. ¿Cuántas veces se había olvidado de hacerlo? ¿Cuántos días habían pasado sin darse cuenta, entre los centenares de muescas en la pared?

De todas maneras, ya no le parecía importante. El día y la noche eran uno, y todos los días eran el mismo, en la vida del cazador. Entró en el túnel y se arrastró durante muchos minutos en dirección a la débil luminosidad que aparecía en el otro extremo. Si bien la presencia de aquella luz, producida por el resplandor de una extraña variedad de hongos, habría sido normalmente una molestia para los ojos de un elfo oscuro, Drizzt experimentaba una auténtica sensación de seguridad mientras recorría el pasadizo que desembocaba en una gran caverna.

El suelo tenía dos niveles; en el más bajo, cubierto de musgo, había un arroyo, en el otro, un bosquecillo de setas gigantes. Drizzt caminó hacia el bosquecillo, aunque su presencia no solía ser bien recibida. Sabía que los micónidos, los hombres-hongo, un rarísimo cruce entre humanoides y amanitas venenosas, lo vigilaban inquietos. El basilisco había llegado hasta allí en sus primeras incursiones por la región, y los micónidos habían sufrido grandes pérdidas. Sin duda ahora desconfiaban de cualquiera, pero Drizzt sospechaba que sabían que él había matado al monstruo. Los micónidos no eran seres estúpidos; si él no desenvainaba las armas y no hacía ningún movimiento inesperado, no se opondrían a su paso por el bosquecillo.

La pared hasta el nivel superior tenía unos tres metros de altura y era casi vertical. Aun así, no era un obstáculo para el joven, que subió por ella como quien sube una escalinata. Un grupo de micónidos se desplegó a su alrededor en cuanto llegó arriba; algunos sólo le llegaban al pecho, pero la mayoría lo doblaba en altura. Drizzt cruzó los brazos sobre el pecho, un gesto aceptado en toda la Antípoda Oscura como señal de paz.

Para los hombres-hongo, el aspecto del drow era repugnante —igual que le pasaba a él respecto a ellos—, si bien comprendían que el guerrero había destruido al basilisco. Durante muchos años los micónidos habían sido vecinos del drow vagabundo, todos ocupados en proteger la caverna que era su refugio común. Los lugares como éste —un oasis provisto de plantas comestibles, un arroyo con peces y un rebaño de vaquillas— no abundaban en las enormes y desiertas cavernas de la Antípoda Oscura, y los depredadores que rondaban por los túneles exteriores acababan por descubrir la entrada. Entonces quedaba a cargo de los hombres-hongo y de Drizzt defender los dominios.

El mayor de los micónidos avanzó para situarse delante del elfo oscuro. Drizzt no se movió, atento a la importancia de establecer un contacto amistoso con el nuevo rey de la colonia, pero tensó los músculos, dispuesto a apartarse de un salto si las cosas se ponían feas.

El micónido escupió un puñado de esporas. Drizzt las estudió en la fracción de segundo que tardaron en posarse sobre él, consciente de que los micónidos adultos podían lanzar muchas clases de esporas, algunas bastante peligrosas. Pero reconoció el color de la nube y no se apartó.

Rey muerto. Yo rey —transmitió el hombre-hongo a través del vínculo telepático establecido.

Tú eres rey —respondió Drizzt, telepáticamente. ¡Cuánto deseaba que estos seres pudiesen hablar en voz alta!— ¿Igual que antes?

Fondo para elfo oscuro, bosquecillo para micónidos —contestó el rey.

De acuerdo.

¡Bosquecillo para micónidos! —pensó otra vez el hombre-hongo, enfático.

Drizzt bajó en silencio hasta el nivel inferior. Había conseguido renovar el acuerdo con los hombres-hongo: ni él ni el nuevo rey tenían ningún deseo de continuar la reunión.

El joven cruzó de un salto el arroyo, que tenía un metro y medio de ancho, y caminó deprisa por el musgo espeso. La caverna era más larga que ancha y se extendía durante muchos metros; casi al final había una pequeña curva antes de llegar a la salida que comunicaba con el laberinto de túneles de la Antípoda Oscura. Cuando llegó a la curva, vio la destrucción causada por el basilisco. Había varias vaquillas a medio comer —Drizzt tendría que ocuparse de los cadáveres antes de que el olor atrajera a más visitantes indeseables— y otras permanecían absolutamente inmóviles, convertidas en piedra por la mirada del terrible monstruo. Delante mismo de la salida se erguía el antiguo rey de los micónidos, un gigante de cuatro metros de altura, transformado en estatua.

Drizzt hizo una pausa para contemplarlo. Jamás había sabido el nombre del hombre-hongo y nunca le había dicho el suyo, aunque suponía que aquella cosa había sido como mínimo su aliado, quizás incluso un amigo. Habían vivido como vecinos durante muchos años, si bien casi nunca se encontraban, y los dos se habían sentido más seguros sólo con la presencia del otro. De todos modos, Drizzt no experimentó ninguna pena al ver al aliado petrificado. En la Antípoda Oscura sólo sobrevivían los más fuertes, y en esta ocasión el rey de los micónidos no había tenido suerte.

En las profundidades de la Antípoda Oscura no existía la segunda oportunidad para los perdedores.

De vuelta en los túneles, Drizzt notó que aumentaba su cólera. La recibió de buen grado, con el pensamiento puesto en la destrucción de sus dominios y aceptándola como una aliada. Recorrió una serie de pasillos y tomó por el mismo donde la noche anterior había colocado la esfera de oscuridad, y donde Guenhwyvar se había agazapado, lista para saltar sobre el basilisco. El hechizo se había esfumado hacía horas y, gracias a la infravisión, pudo ver varios cuerpos calientes que se movían sobre el cadáver del monstruo.

Ver el cuerpo de aquella cosa incrementó la cólera del cazador.

Involuntariamente echó mano a una de las cimitarras y, como si estuviese dotada de voluntad propia, el arma hendió de un golpe los sesos del basilisco cuando Drizzt pasó junto a la cabeza. Las ratas ciegas intentaron escapar al oír el ruido y una vez más Drizzt, sin pensarlo, utilizó la segunda cimitarra para cazar a uno de los roedores. Sin detenerse, recogió la rata y la guardó en la bolsa. Encontrar las vaquillas podía llevarle mucho tiempo, y necesitaba comer.

Durante el resto de aquel día y parte del siguiente, el cazador se alejó de su dominio. La carne de la rata no era un bocado muy apetitoso, pero era suficiente para alimentarlo y le permitió continuar la marcha, le permitió sobrevivir. Para un cazador en la Antípoda Oscura no había nada más importante.

Al segundo día de marcha, Drizzt advirtió que se acercaba a un grupo de reses extraviadas. Llamó a Guenhwyvar y, con su ayuda, no tuvo mayores problemas en dar con las vaquillas. Había confiado en encontrar a toda la manada, pero sólo había seis en aquella región. Seis era mejor que nada, y Drizzt utilizó a la pantera para arriar a las vaquillas de regreso a la caverna. El joven marchó sin descanso, consciente de que la tarea sería mucho más fácil y segura con Guenhwyvar a su lado. Cuando la pantera agotó las fuerzas y tuvo que regresar al plano astral, las vaquillas pastaban otra vez en el musgo junto al arroyo.

El drow volvió a partir enseguida, en esta ocasión con dos ratas en el morral. Llamó a Guenhwyvar cuando necesitó sus servicios y la despidió cuando fue el momento de hacerlo. Repitió el proceso otra vez, pero luego pasaron los días sin encontrar ningún rastro de las vaquillas. Aun así no renunció a la búsqueda. Las vaquillas asustadas podían recorrer grandes distancias, y necesitaría semanas antes de que pudiese recuperarlas a todas en el laberinto de túneles y cavernas.

Drizzt conseguía comida cuando se presentaba la ocasión; cazaba murciélagos con un lanzamiento de daga —después de arrojar al aire un puñado de guijarros para despistar a la presa— y cangrejos gigantes aplastándolos con una piedra. Por fin, Drizzt se cansó de buscar y añoró la seguridad de la pequeña cueva. Dudaba de la capacidad de las vaquillas para sobrevivir después de tanto tiempo en los túneles, sin agua ni musgo, y aceptó la pérdida del resto del rebaño. Decidió regresar y tomó una ruta que lo conduciría hasta la caverna desde otra dirección.

Sólo si encontraba alguna huella fresca de la manada perdida cambiaría de rumbo, pero al pasar por una curva a mitad de camino de regreso, un sonido extraño captó su atención.

Drizzt apoyó las manos contra la piedra y sintió las sutiles y rítmicas vibraciones. No muy lejos, algo golpeaba la piedra; parecían los golpes acompasados de un martillo.

El cazador desenfundó las cimitarras y avanzó por los túneles guiado por las vibraciones.

Se agazapó al ver las oscilaciones de las llamas de una hoguera, pero no escapó, atraído por el conocimiento de que allí había un ser inteligente. Aunque era lógico suponer que el extraño resultaría ser una amenaza, Drizzt rogaba para que esta vez no fuese así.

Entonces los vio. Había dos ocupados en golpear la piedra con picos, un tercero recogía las piedras en una carretilla, y otros dos montaban guardia. El cazador comprendió en el acto que tenía que haber más centinelas en la zona; probablemente había pasado entre ellos sin verlos. Utilizando uno de sus dones innatos, Drizzt levitó sin apartar las manos de la piedra para poder guiarse. Por suerte, el techo del túnel quedaba bastante alto, por lo que pudo observar a los mineros sin mucho riesgo.

Eran más bajos que él y calvos, con torsos anchos como barriles y muy musculosos, perfectamente adecuados para el trabajo de mineros que era la finalidad de sus vidas. Drizzt había tenido un contacto previo con esta raza y había aprendido mucho sobre ellos en los años pasados en la Academia de Menzoberranzan. Eran svirfneblis, enanos de las profundidades, los enemigos más odiados por los drows en toda la Antípoda Oscura.

Una vez, hacía muchos años, Drizzt había guiado a una patrulla drow en el combate contra un grupo de svirfneblis y él mismo había derrotado a un elemental terrestre invocado por el jefe de los enanos. El joven recordó aquel encuentro, y, como le sucedía cada vez que rememoraba algo de su pasado, lo invadió la tristeza. Había sido capturado por los enanos, atado sin miramientos, y mantenido prisionero en una cámara secreta. Sin embargo los svirfneblis no lo habían maltratado, aunque sospechaban —y así se lo explicaron— que quizá se verían obligados a matarlo. El jefe del grupo le había prometido actuar con la mayor misericordia posible dadas las circunstancias.

Pero la patrulla de Drizzt, al mando de Dinin, su hermano, había acudido en su rescate, y cuando asaltaron la cámara no tuvieron compasión con los enanos. Drizzt había podido convencer a su hermano para que perdonara al jefe de los svirfneblis, pero Dinin, en una demostración de la típica crueldad de los drows, había ordenado que le cortaran las manos antes de dejarlo ir.

Drizzt reprimió los recuerdos y concentró su atención en el presente. Los enanos de las profundidades podían ser unos rivales formidables, y sin duda no les haría ninguna gracia encontrarse con un elfo oscuro durante sus actividades mineras. Tenía que mantenerse alerta.

Al parecer los mineros habían dado con un buen filón, porque comentaban el hallazgo muy excitados. Drizzt disfrutó con los sonidos de los vocablos, aunque no entendía ni una sola palabra del extraño lenguaje de los enanos. Una sonrisa, que por una vez no estaba inspirada por la victoria en algún combate, apareció en el rostro de Drizzt mientras los svirfneblis corrían entre las piedras, cargaban las carretillas y llamaban a los demás para que participaran del bullicio. Tal como había sospechado, más de una docena de enanos aparecieron en la escena.

Drizzt se instaló en una cornisa alta y observó a los mineros hasta mucho después de desaparecer los efectos del hechizo de levitación. Cuando por fin los enanos acabaron de cargar las carretillas hasta los topes, formaron una columna y abandonaron la caverna. Drizzt comprendió que lo más prudente era esperar a que se alejaran y a continuación reemprender el camino de vuelta a casa.

No obstante, en contra de la lógica impuesta por la supervivencia, el drow descubrió que no era fácil dejar que las voces desaparecieran en la distancia. Descendió hasta el suelo del túnel y siguió a la caravana de los svirfneblis, preguntándose adónde lo llevaría.

Durante muchos días Drizzt marchó detrás de los enanos. Resistió a la tentación de llamar a Guenhwyvar, consciente de que a la pantera le vendría bien un descanso prolongado y que él por ahora tenía suficiente con oír la charla de los enanos, aunque fuera de lejos. Todos los instintos indicaban al cazador que debía abandonar la persecución, pero por primera vez en mucho tiempo, Drizzt dominó a su parte más primitiva. En esos momentos, escuchar las voces de los enanos era una necesidad que se imponía a todas las demás.

Por fin llegó a una zona donde los túneles se veían trabajados y supo que se aproximaba al país de los svirfneblis. Una vez más apareció la sombra del peligro, y tampoco esta vez le hizo caso. Caminó más deprisa hasta tener la caravana a la vista. Sospechaba que los svirfneblis tenían montadas algunas trampas muy ingeniosas.

Vio cómo los enanos contaban los pasos y evitaban algunos sectores. Drizzt repitió los movimientos con precisión y asintió al ver una piedra suelta aquí y un alambre casi a ras del suelo más allá. De pronto otras voces se sumaron a las de los mineros, y Drizzt se ocultó deprisa detrás de unas piedras.

El grupo había llegado a una escalera muy larga y ancha que ascendía entre dos paredes cortadas a pico y sin ninguna grieta. A un lado de la escalera había una abertura con las medidas justas para permitir la entrada de las carretillas, y Drizzt observó admirado cómo los mineros llevaban las carretillas hasta la abertura y enganchaban la primera a una cadena. Una serie de golpes en la piedra sirvieron de señal a un operario invisible, y la cadena se tensó, con lo que arrastró la carretilla al agujero. Una tras otra, las demás siguieron el mismo camino, y también disminuyó el número de enanos que subían la escalera después de entregar la carga.

En el momento en que los dos últimos enanos engancharon la carretilla y dieron la señal, Drizzt actuó llevado por la desesperación. Esperó a que los enanos le dieran la espalda; entonces corrió hasta la carretilla, y se montó en ella cuando ya entraba en el agujero. Drizzt comprendió el alcance de su tontería cuando un enano, al parecer sin advertir su presencia, cerró el agujero con una piedra. Le había cortado la retirada.

La cadena tiró de la carretilla y la hizo subir en un ángulo con la misma pendiente de la escalera. Drizzt no conseguía ver nada delante, porque la carretilla, diseñada para un encaje perfecto, ocupaba todo el alto y el ancho del túnel. El drow observó que el vehículo tenía unas ruedas pequeñas en los lados para facilitar el paso. Le parecía fantástico estar otra vez ante la obra de seres inteligentes pero no podía pasar por alto el peligro en que se encontraba. Los svirfneblis no tolerarían la presencia de un elfo oscuro; utilizarían las armas antes de hacer preguntas.

Después de varios minutos, el túnel llegó al nivel superior, donde se ensanchaba. Un svirfnebli se encargaba de dar vueltas a la manivela que arrastraba las carretillas. Atento a su trabajo, el enano no vio la sombra oscura que saltaba del último vehículo y se deslizaba en silencio por una puerta lateral.

Drizzt oyó voces en cuanto abrió la puerta. Siguió adelante porque no tenía otra opción, y se tendió boca abajo en una cornisa estrecha. Los enanos, mineros y guardias, se hallaban más abajo, en el rellano de la escalera. Al menos había una veintena que escuchaban el relato de los mineros sobre el filón.

Al fondo del rellano, a través de las enormes hojas entreabiertas de una puerta de piedra con cantos y goznes metálicos, Drizzt pudo atisbar la ciudad de los svirfneblis. El drow sólo podía ver una parte, y no muy bien, pero calculó que la caverna más allá de la puerta no era tan grande como la que albergaba a Menzoberranzan.

¡Quería entrar! Deseaba bajar de la cornisa y atravesar aquella puerta, entregarse a los enanos de las profundidades y aceptar la sentencia que estimaran conveniente. Quizá lo aceptarían. Quizá verían a Drizzt Do’Urden como era de verdad.

El grupo del rellano, sin dejar de charlar y reír, entró en la ciudad.

Había llegado el momento. Tenía que saltar y seguirlos más allá de la puerta.

Pero el cazador, el ser que había sobrevivido más de una década en el entorno salvaje de la Antípoda Oscura, no podía moverse de la cornisa. El cazador, el ser que había derrotado al basilisco y a otro millar de monstruos, no podía confiar en la misericordia de la civilización. El cazador no comprendía estos conceptos.

La puerta se cerró con gran estrépito, y se apagó la luz de esperanza que había surgido en el corazón de Drizzt.

Después de un largo y atormentado momento, Drizzt Do’Urden abandonó la cornisa y saltó hasta el rellano. De pronto se le nublaron los ojos, cuando bajaba para alejarse de la vida bulliciosa al otro lado de la puerta, y sólo fueron los instintos primitivos del cazador los que advirtieron la presencia de los guardias. El cazador esquivó a los enanos con un salto prodigioso y corrió en busca de la libertad ofrecida por los túneles de la Antípoda Oscura.

Cuando estuvo bien lejos de la ciudad de los svirfneblis, Drizzt metió una mano en el bolsillo y sacó la estatuilla dispuesto a llamar a su compañera. Pero la guardó al cabo de un segundo. Se negó a llamar a la pantera como una forma de castigo por su momento de cobardía. Si hubiese sido más fuerte y hubiese atravesado la puerta podría haber puesto fin a su calvario, de una manera u otra.

Los instintos del cazador lucharon por imponerse mientras Drizzt marchaba por los túneles que lo conducían hasta la caverna donde tenía su casa. A medida que se adentraba en la Antípoda Oscura y los peligros aumentaban a cada paso, los instintos apartaron de su mente cualquier pensamiento sobre los svirfneblis y su ciudad.

Estos instintos primitivos eran la salvación y al mismo tiempo la maldición de Drizzt Do’Urden.