19
Dolores de cabeza

Unos ciento veinte desolladores vivían en el castillo de piedra o en sus alrededores, y cada uno de ellos sintió el mismo terrible dolor de cabeza cuando la pantera cayó sobre el cerebro central de la comunidad.

Guenhwyvar se movió como un arado a través de la indefensa masa de carne, abriendo grandes surcos con sus afiladas garras. El cerebro central transmitió sensaciones de terror a los esclavos para animarlos a salir en su ayuda. Al comprender que no podía contar con ellos, la cosa optó por suplicar a la pantera.

Sin embargo, la ferocidad primitiva de Guenhwyvar era como una pantalla al intrusismo mental. La pantera continuó con la destrucción, hundiéndose cada vez más en los sanguinolentos tejidos.

Drizzt gritó furioso y corrió a lo largo de la pasarela, intentando encontrar la manera de llegar hasta el animal. Percibía la angustia de su querido amo y rogaba que alguien —cualquiera— hiciese algo. Los otros esclavos se comportaban de la misma manera, y los desolladores iban de aquí para allá, pero Guenhwyvar se encontraba en el centro de los sesos, fuera del alcance de cualquier arma a disposición de los telépatas.

Unos segundos después, Drizzt dejó de correr y de gritar. Se preguntó quién era y dónde estaba, y qué demonios podía ser aquella cosa repugnante que tenía delante. Miró a su alrededor y vio las expresiones de confusión en los rostros de varios esclavos duergars, otro elfo oscuro, dos goblins y un peludo. Los desolladores continuaban con las carreras, empeñados en atacar a la pantera, que era la amenaza principal, y no prestaron ninguna atención a los cautivos.

Guenhwyvar apareció de pronto entre los pliegues del cerebro. La pantera asomó sobre un risco carnoso sólo por un instante, para desaparecer de inmediato. Varios desolladores dispararon contra el blanco fugaz, pero el animal desapareció antes de que los conos de energía pudiesen alcanzarlo. Así y todo, Drizzt alcanzó a verlo.

¡Guenhwyvar! —gritó el drow mientras una multitud de pensamientos aparecían en su mente.

La última cosa que recordaba era estar entre las estalactitas de un túnel donde acechaban unas sombras siniestras.

Un illita pasó al lado mismo del drow, demasiado preocupado por el ataque de la pantera como para darse cuenta de que Drizzt ya no era un esclavo. El elfo oscuro no tenía más armas que su cuerpo, pero llevado por la furia le daba igual. Dio un salto detrás del monstruo y descargó un puntapié contra la nuca de la cabeza de pulpo. El illita fue a caer sobre el cerebro central y rebotó varias veces en los pliegues resbaladizos antes de poder sujetarse.

En la pasarela, los esclavos comprendieron que habían recuperado la libertad. Rápidamente los enanos grises se agruparon y se lanzaron contra dos desolladores, sobre los que descargaron una lluvia de puñetazos y de feroces golpes propinados con sus pesadas botas.

Se oyó el ruido de una descarga, y Drizzt se volvió a tiempo para ver al otro elfo oscuro alcanzado por el cono de energía. Un desollador corrió hacia el drow y se abrazó a él. Cuatro tentáculos se clavaron en el rostro de la víctima y se hundieron en la carne en busca del cerebro.

Drizzt deseó poder ayudarlo, pero un segundo illita se interpuso entre ellos y tomó puntería. El joven se zambulló a un lado cuando se produjo la descarga; se levantó deprisa y echó a correr para alejarse todo lo posible del enemigo. El grito del otro drow lo retuvo por un instante, y echó una mirada por encima del hombro.

Unas líneas inflamadas y grotescas surcaban el rostro del drow, un rostro contorsionado por una angustia terrible. Drizzt vio la sacudida de la cabeza del illita, y cómo los tentáculos, enterrados debajo de la piel del drow, alcanzaban y sorbían los sesos. El pobre drow gritó por última vez y entonces cesó toda resistencia, mientras la criatura acababa con su repugnante festín.

Sin darse cuenta, el peludo salvó a Drizzt de un destino similar. En su huida, la criatura de dos metros de estatura se interpuso entre Drizzt y el perseguidor cuando el illita repetía la descarga. El golpe atontó al peludo durante los segundos que tardó el desollador en acercarse. En el momento en que éste se disponía a atrapar a la víctima supuestamente inerme, el peludo lo tumbó de un zarpazo.

Más desolladores aparecieron en los balcones que daban al recinto circular. Drizzt no sabía dónde podían estar sus amigos, o cómo podía escapar, pero la puerta que vio junto a la pasarela parecía ser la única oportunidad para conseguirlo. Corrió hacia allí dispuesto a echarla abajo; no tuvo ocasión porque la puerta se abrió sola.

Drizzt fue a dar entre los brazos del desollador que se encontraba al otro lado.

Si en el interior del castillo de piedra reinaba la confusión, el exterior era un caos. Los esclavos ya no cargaban contra Zaknafein. Las heridas del cerebro central los habían librado de las sugerencias de los desolladores, y ahora los goblins, los enanos grises y todos los demás sólo pensaban en escapar. Los que se encontraban cerca de las salidas de la caverna huyeron por ellas; los demás corrían de un lado para otro para mantenerse fuera del alcance de las descargas mentales de los desolladores.

Como un autómata, Zaknafein se abría paso a golpes de espada. Abatió a un goblin que pasó junto a él y después avanzó hacia la criatura que había estado persiguiendo al goblin. Sin hacer caso del cono de energía, Zaknafein despanzurró al desollador.

En el castillo de piedra, Drizzt había recuperado la identidad, y los hechizos mágicos imbuidos en el espectro se centraron en los patrones mentales del objetivo.

Con un gruñido, Zaknafein caminó en línea recta hacia el castillo, dejando a su paso una multitud de muertos y heridos, esclavos y desolladores por igual.

Otra vaquilla mugió asustada mientras volaba por los aires. Tres reses renqueaban al otro lado del abismo, y una cuarta había seguido al duergar hasta el fondo. Esta vez, Clak no falló la puntería, y el animal golpeó contra la palanca y la movió hacia atrás. El puente mágico se desplegó en el acto, y el extremo se aseguró a los pies de Clak. El oseogarfio sujetó a otro enano gris, por si acaso, y avanzó por el puente.

Se encontraba casi en la mitad cuando apareció el primer desollador, que corría hacia la palanca. Clak comprendió que no podía alcanzar el otro extremo antes de que el illita desenganchara el puente.

Sólo tenía un tiro.

Clak levantó al enano gris —quien permanecía ajeno a la realidad— bien alto por encima de la cabeza, y continuó la travesía, al tiempo que dejaba acercarse al desollador. En el momento en que éste tendió la mano hacia la palanca, el duergar se estrelló contra su pecho y lo tumbó.

Clak corrió para salvar la vida. El illita se recuperó y empujó la palanca. El puente se plegó rápidamente.

Un último salto cuando el puente de metal y piedra desaparecía debajo de sus pies permitió a Clak alcanzar la pared del abismo. Consiguió poner los brazos y los hombros en el borde del precipicio y tuvo la inteligencia de encaramarse a toda prisa.

El illita accionó la palanca en la otra dirección, y el puente se desplegó otra vez, rozando a Clak. Por fortuna, el oseogarfio se había apartado lo suficiente y estaba bien sujeto, así que el puente sólo raspó el acorazado pecho.

El desollador maldijo, echó la palanca hacia atrás, y corrió al encuentro del oseogarfio. Agotado y herido, Clak no había tenido tiempo de levantarse cuando llegó el illita, y lo cubrieron olas de energía paralizante. Agachó la cabeza y se deslizó un palmo antes de que las garras pudieran sujetarse.

La codicia del desollador fue su perdición. En lugar de continuar con las descargas y empujar a Clak al vacío, pensó aprovechar la oportunidad para devorar los sesos del oseogarfio. Se arrodilló delante de Clak y los cuatro tentáculos buscaron ansiosos una abertura en la coraza facial.

La doble personalidad de Clak le había permitido resistir las descargas en los túneles, y ahora la energía mental paralizante tampoco le hizo mucho efecto. En cuanto la cabeza de pulpo del illita apareció delante de su rostro, Clak se recuperó del todo.

De un picotazo cortó dos de los tentáculos, y después alcanzó con una garra la rodilla del illita. Los huesos se convirtieron en polvo por la presión de la zarpa, y el desollador gritó de agonía, telepáticamente y también con su gorgoteante voz.

Un segundo más tarde, sus gritos se apagaron mientras caía a las profundidades del abismo. Un hechizo de levitación podría haberlo salvado, pero para conseguirlo necesitaba concentrarse y el dolor de la cara herida y la rodilla destrozada se lo impidieron. El illita pensó en la levitación en el mismo instante en que la punta de una estalagmita le atravesaba el pecho.

La mano-martillo destrozó la puerta de otro armario de piedra. Belwar soltó una maldición al ver que no había en el interior nada más que ropas de los desolladores. El capataz sabía que su equipo no podía estar muy lejos, aunque hasta el momento había revisado la mitad de las habitaciones de su antiguo amo sin conseguir resultados.

Belwar regresó a la estancia principal y se acercó a los sillones de piedra. Entre los asientos, vio la figurilla de la pantera. La guardó en una bolsa, y a continuación aplastó con la mano-pica la cabeza del otro illita, el perdido en el plano astral, como quien mata a una mosca; en la confusión, el svirfnebli casi se había olvidado de este monstruo. Belwar apartó el cadáver, que cayó al suelo.

Magga cammara —murmuró el enano cuando miró el sillón y vio las rendijas de una trampilla en el asiento.

Siempre expeditivo, destrozó el asiento a martillazos y por fin encontró las mochilas.

Siguiendo el curso lógico, se ocupó del otro sillón, donde estaba el desollador decapitado por la pantera. También allí había un baúl secreto.

—Al drow le harán falta —comentó el svirfnebli mientras quitaba los escombros para retirar el cinturón con las cimitarras.

Corrió hacia la salida, donde tropezó con otro desollador, aunque sería más exacto decir que éste tropezó con la mano-martillo de Belwar. El monstruo recibió el impacto en mitad del pecho y con tanta fuerza que voló por encima de la balaustrada y se precipitó al vacío.

Belwar siguió su camino sin molestarse en averiguar si el desollador había conseguido frenar la caída o había muerto. Podía oír el tumulto en la planta baja, los ataques mentales y los gritos, y los rugidos de la pantera, que sonaban como música celestial en los oídos del capataz.

Con los brazos pegados al cuerpo por el abrazo del illita, que parecía poseer una fuerza superior a la habitual, Drizzt sólo podía menear la cabeza para demorar el avance de los tentáculos. Uno consiguió sujetarse, después otro, y comenzaron a hundirse en la negra piel del elfo.

Drizzt sabía muy poco de la anatomía de los desolladores, pero eran criaturas bípedas, por lo que dio por sentadas algunas cosas. Se movió un poco de lado para no quedar delante de aquel ser espantoso, y le propinó un rodillazo en las ingles. Por el súbito aflojamiento de los brazos y la manera en que se abrieron los lechosos ojos, el joven comprendió que había acertado. Descargó un segundo y un tercer rodillazo.

El drow empujó con todas sus fuerzas y se libró del debilitado abrazo del illita. Aun así, los tentáculos prosiguieron su obstinado avance por la cara de Drizzt en busca del cerebro. Explosiones de dolor ardiente sacudieron a Drizzt hasta casi hacerle perder el sentido, y la cabeza cayó hacia delante como muerta.

Pero el cazador no estaba dispuesto a rendirse.

Cuando el drow levantó la cabeza, el fuego de los ojos lila cayó sobre el illita como un rayo. El cazador agarró los tentáculos y tiró de ellos con tanta violencia que torció la cabeza del desollador.

El monstruo disparó su carga mental, pero el ángulo era erróneo y la energía no contuvo al cazador. Una mano sujetó los tentáculos mientras la otra golpeaba la blanda cabeza del illita con la potencia de un martillo de mithril.

Las marcas de los golpes, moradas y azules, aparecieron en la piel del desollador; un ojo sin pupila se inflamó hasta quedar cerrado. Un tentáculo se clavó en la muñeca del drow, en tanto el frenético illita se defendía a puñetazos. El cazador ni siquiera se dio cuenta, y continuó con los golpes a la cabeza hasta que la criatura se desplomó. Drizzt apartó el brazo de las ventosas del tentáculo, y reanudó el ataque hasta que los ojos del illita se cerraron para siempre.

El drow dio media vuelta al oír un sonido metálico. En el suelo, a unos pasos de distancia, había unos objetos familiares que le vendrían muy bien.

Satisfecho al ver que las cimitarras habían caído muy cerca de su amigo, Belwar se lanzó escalera abajo contra el illita más próximo. El monstruo se volvió y lanzó su descarga. El enano replicó con un grito furioso —un grito que lo protegió en parte del efecto paralizador— y después se tiró de cabeza directamente en medio de las ondas de energía.

Aunque un poco mareado por el asalto mental, el capataz chocó contra el illita y los rivales cayeron sobre un segundo desollador que acudía para ayudar a su compañero. Belwar apenas si conseguía orientarse, pero tenía muy claro que los brazos y las piernas entre los que se debatía no eran los miembros de gente amiga. Las manos de mithril descargaron golpes a diestro y siniestro, y en cuanto pudo corrió por el segundo balcón en busca de otra escalera. Cuando los dos desolladores heridos se repusieron, el svirfnebli ya se encontraba muy lejos.

Belwar sorprendió a otro illita y le aplastó la cabeza contra la pared mientras descendía al siguiente nivel. Una docena de desolladores ocupaban este balcón, dedicados a vigilar las dos escaleras que conducían a la planta baja de la torre. El enano optó por el camino más rápido: trepó a la barandilla metálica y se dejó caer hasta el suelo, que estaba casi cinco metros más abajo.

Una descarga de energía paralizante golpeó a Drizzt mientras intentaba coger las armas. El cazador resistió porque sus pensamientos eran demasiado primitivos para un ataque tan sutil. En un único movimiento, tan rápido que el adversario ni siquiera pudo hacer un amago de resistencia, desenvainó una cimitarra, se giró y lanzó la estocada en un ángulo ascendente. La hoja atravesó de lado a lado la cabeza del desollador.

El cazador sabía que el monstruo había muerto, pero arrancó el arma de la herida y descargó otro mandoble contra el cadáver, sólo por el placer de hacerlo.

Entonces el drow se levantó y echó a correr con las cimitarras desenvainadas, una manchada de sangre illita y la otra ansiosa por probarla. El joven tendría que haber buscado una ruta de escape —esto es lo que habría hecho Drizzt Do’Urden—, pero el cazador quería más, exigía venganza contra el cerebro que lo había esclavizado.

Un grito salvó al drow, pues lo hizo salir de la espiral de violencia a que lo arrastraba la furia instintiva.

—¡Drizzt! —lo llamó Belwar, que se acercaba a su amigo caminando con dificultad—. ¡Ayúdame, elfo oscuro! ¡Me he torcido un tobillo en la caída!

Los deseos de venganza cayeron en el olvido mientras Drizzt Do’Urden corría al encuentro de su compañero.

Cogidos del brazo, los dos amigos abandonaron la habitación circular. Unos segundos más tarde, Guenhwyvar, sucia de sangre y restos del cerebro central, se sumó al grupo.

—Sácanos de aquí —le rogó Drizzt a la pantera, y Guenhwyvar ocupó inmediatamente la posición de guía.

Echaron a correr por los pasillos, sinuosos y mal acabados, y Belwar no pudo evitar hacer un comentario al respecto.

—Esto no lo ha hecho ningún svirfnebli —le dijo a Drizzt con un guiño de picardía.

—Yo creo que sí —respondió el drow, devolviéndole el guiño. Y añadió deprisa—: Dominados por los encantamientos de un desollador, desde luego.

—¡Nunca! —insistió Belwar—. ¡Jamás el trabajo de un svirfnebli podría parecerse a esto ni aunque le hubiesen derretido los sesos!

A pesar del peligro que corrían, el enano soltó una carcajada y Drizzt lo acompañó en la risa.

Los ruidos de los combates sonaban en los túneles laterales de todas las intersecciones. Los agudos sentidos de Guenhwyvar les permitían seguir la ruta más despejada, aunque la pantera no podía saber cuál era el camino de salida, pero cualquier cosa era mejor que los horrores que habían dejado atrás.

Un desollador apareció en el pasillo, proveniente de un túnel lateral, inmediatamente después del paso de Guenhwyvar por la intersección. La criatura no había visto a la pantera y se enfrentó a la pareja. Drizzt lanzó a Belwar al suelo de un empellón y se arrojó de cabeza contra el adversario, convencido de que recibiría una descarga antes de poder alcanzarlo.

Pero al volver a mirar al illita respiró aliviado. El desollador yacía boca abajo sobre la piedra, con Guenhwyvar montada en la espalda.

Drizzt se acercó a la pantera mientras ésta liquidaba de un zarpazo a la criatura. Belwar se apresuró a reunirse con ellos.

—La furia, elfo oscuro —comentó el svirfnebli y Drizzt lo miró con curiosidad—. Creo que la furia aminora los efectos de las descargas —explicó Belwar—. Uno me atacó en la escalera, pero yo estaba tan furioso que ni me di cuenta. Quizás estoy equivocado…

—No —lo interrumpió Drizzt al recordar que la energía paralizante no le había hecho efecto, incluso a poca distancia, cuando había ido a recuperar las cimitarras. En aquella ocasión lo dominaba su otro yo, aquella parte oscura y maníaca de la que intentaba librarse con auténtica desesperación. El asalto mental del desollador había sido inútil contra el cazador—. No te equivocas —le aseguró a su amigo—. La furia puede derrotarlos, o al menos reducir los efectos de los asaltos mentales.

—¡Entonces, enfurécete! —gruñó Belwar, a la vez que le indicaba a Guenhwyvar que marchara delante.

Drizzt volvió a sujetar el brazo del capataz y asintió a la sugerencia de Belwar. De todos modos, el drow comprendió que la furia ciega a la que se refería el enano no podía ser motivada conscientemente. El miedo y la furia instintivos podían derrotar a los desolladores, pero Drizzt sabía, por las experiencias con su otro yo, que dichas emociones sólo eran provocadas por la desesperación y el pánico.

El pequeño grupo recorrió unos cuantos pasillos, atravesó un amplio salón desierto, y a continuación otro pasillo. Retrasados por la cojera del svirfnebli, no tardaron en oír el ruido de pisadas que los perseguían.

—Demasiado fuertes para ser desolladores —comentó Drizzt, espiando por encima del hombro.

—Esclavos —afirmó Belwar.

Detrás de ellos sonaron las descargas paralizantes, seguidas por gemidos y el ruido de los cuerpos que caían.

—Otra vez esclavos —dijo Drizzt con tono sombrío.

Una vez más oyeron las pisadas, aunque ahora sonaban como un trote ligero.

—¡Deprisa! —gritó Drizzt, y no hizo falta repetírselo a Belwar.

Echaron a correr, agradecidos por las vueltas y revueltas del pasillo, porque pensaban que tenían a los desolladores muy cerca.

Al fin entraron en una sala muy amplia y alta. Había varias salidas, pero una en especial —una serie de puertas de hierro de grandes dimensiones— atrajo su atención. Entre ellos y las puertas había una escalera de caracol de hierro, y en un balcón no muy alto estaba apostado un illita.

—¡Nos corta la retirada! —dijo Belwar, advirtiendo que las pisadas sonaban ahora más fuertes.

Al volverse hacia su amigo, vio la sonrisa en el rostro del drow, y de inmediato también sonrió él.

Guenhwyvar se había lanzado hacia la escalera de caracol y la subía en tres saltos. El illita optó prudentemente por abandonar el balcón y desapareció en la oscuridad de los corredores. La pantera no lo persiguió sino que permaneció donde estaba para poder vigilar desde lo alto.

El drow y el svirfnebli le dieron las gracias cuando pasaron junto a la escalera, pero se les agrió la alegría al llegar a las puertas. Drizzt empujó con todas sus fuerzas sin conseguir moverlas.

—¡Atrancadas! —gritó.

—¡No por mucho tiempo! —prometió Belwar.

Aunque se había agotado la magia de las manos de mithril no vaciló en descargar la mano-martillo contra el metal.

Drizzt se colocó detrás del capataz para cubrir la retaguardia, consciente de que los desolladores podían aparecer en cualquier momento.

—¡Date prisa, Belwar! —le rogó.

Las manos de mithril machacaron las puertas con auténtica furia. Poco a poco cedió la cerradura y las puertas se abrieron un par de centímetros.

—¡Magga cammara, elfo oscuro! —gritó el capataz—. ¡Hay una barra de hierro que las traba! ¡Por el otro lado!

—¡Maldición! —exclamó Drizzt.

En aquel preciso instante, un grupo de desolladores entró en la sala.

Belwar no cejó en el empeño y siguió aporreando la puerta con la mano-martillo.

Los desolladores pasaron por delante de la escalera y, de un salto, Guenhwyvar cayó entre ellos y derribó a todo el grupo. Fue entonces cuando el drow descubrió que no tenía la estatuilla de ónice.

La mano-martillo continuó con el trabajo para ampliar la separación de las puertas. Belwar deslizó la hoja de la mano-pica y de un golpe quitó la barra de los apoyos. Las puertas se abrieron de par en par.

—¡Venga, vamos! —le gritó el enano a Drizzt. Enganchó la mano-pica en la axila del drow para arrastrarlo, pero el joven se apartó.

¡Guenhwyvar! —vociferó Drizzt.

El ruido de las descargas mentales sonó repetidamente entre el montón de cuerpos. La respuesta de Guenhwyvar fue un aullido lastimero más que un rugido.

Los ojos lila de Drizzt ardieron de furia. Dio un paso hacia la escalera antes de que Belwar recordara la solución.

—¡Espera! —exclamó el svirfnebli, sin disimular el alivio al ver que Drizzt daba media vuelta dispuesto a escucharlo. Belwar acercó su bolsa y la abrió—. ¡Utiliza esto!

Drizzt cogió la estatuilla de ónice y la dejó caer a sus pies.

—¡Vete, Guenhwyvar! —ordenó—. ¡Vete, regresa a la seguridad de tu casa!

El drow y Belwar ni siquiera podían ver a la pantera entre el grupo de desolladores, pero percibieron la súbita angustia de las criaturas incluso antes de que la niebla negra rodeara el amuleto.

Como si fuesen uno solo, los desolladores se volvieron en su dirección y se lanzaron sobre ellos.

—¡Encárgate de la puerta! —gritó Belwar.

Drizzt ya había recogido la estatuilla y corría en aquella dirección. Las puertas de hierro se cerraron con gran estrépito y el drow se apresuró a volver a colocar la barra. Varios de los soportes estaban rotos a causa de los golpes del capataz y la barra se había torcido, pero Drizzt se las apañó para sujetarla lo suficiente para demorar a los desolladores.

—Los otros esclavos no podrán escapar —señaló Drizzt.

—En su mayoría son globins y enanos grises —respondió Belwar.

—¿Y Clak?

El svirfnebli abrió los brazos en un gesto de resignación.

—Me dan mucha pena —gimió Drizzt, horrorizado por el destino de aquellas criaturas—. No existe en el mundo una tortura equiparable a las tenazas mentales de los desolladores.

—Es verdad, elfo oscuro —susurró Belwar.

Los desolladores golpearon las puertas, y Drizzt se apoyó en el metal para ayudar a la barra.

—¿Adónde iremos? —preguntó Belwar detrás de él.

Cuando el drow se volvió y miró la larga y angosta caverna, comprendió la confusión del capataz. Por lo menos había una docena de salidas, pero entre ellos y cada una de éstas se movían una multitud de esclavos aterrorizados o un grupo de desolladores.

A sus espaldas sonó un golpe muy fuerte, y las puertas cedieron unos cuantos centímetros.

—¡Echa a correr! —respondió Drizzt, arrastrando a Belwar.

Bajaron por una amplia escalinata y atravesaron un pasillo de suelo desigual, en busca de un camino que los alejara lo máximo posible del castillo.

—¡Cuidado con los peligros que nos rodean! —le recomendó Belwar—. ¡Sean esclavos o desolladores!

—¡Que se cuiden ellos! —replicó Drizzt con las cimitarras preparadas.

Con un golpe de la empuñadura, tumbó a un goblin que se interpuso en el camino, y un segundo después cortó los tentáculos de la cabeza de un illita cuando comenzaba a sorber los sesos de un duergar recapturado.

Entonces otro ex esclavo, un gigante, apareció delante del drow. Drizzt se lanzó sobre él, pero con la precaución de apartar las cimitarras.

—¡Clak! —gritó el capataz detrás de Drizzt.

—Al fon… fondo de… la… caverna —jadeó el oseogarfio con tanta dificultad que sus palabras casi no se entendían—. La me… mejor salida.

—Guíanos —dijo Belwar entusiasmado y con nuevas esperanzas.

Nada ni nadie podría detenerlos ahora que estaban los tres juntos.

Sin embargo, cuando el capataz siguió al gigante observó que Drizzt no los acompañaba. Su primer pensamiento fue que una descarga paralizante debía de haber afectado al drow, pero al volver junto a Drizzt, comprobó que la causa era otra.

En lo alto de una de las muchas escaleras que unían las cornisas, una figura solitaria hacía estragos entre los desolladores y los esclavos.

—Por todos los dioses —murmuró el svirfnebli, incrédulo, porque la habilidad del guerrero con las espadas le inspiró un profundo temor.

Los cortes precisos y la destreza en los movimientos de las dos espadas no tenían el mismo significado para Drizzt Do’Urden. Al contrario, para el joven elfo oscuro representaban algo familiar que lo llenó de dolor. Miró a Belwar con aire ausente y pronunció el nombre del único guerrero poseedor de tanta pericia, el único nombre que podía acompañar a aquella magnífica exhibición de esgrima.

—Zaknafein.