Belwar estudió a su último enemigo con mucha atención, porque alguna cosa le resultaba conocida en la apariencia de la bestia acorazada. «¿He sido en alguna ocasión amigo de esta criatura?», se preguntó. Sin embargo, las dudas del gladiador svirfnebli no podían penetrar en la conciencia del enano, porque el amo illita continuaba con la insidiosa transmisión de engaños telepáticos.
Mátalo, mi gran campeón —le rogó el desollador desde su asiento en las graderías—. Es tu enemigo más peligroso, y me hará daño si no acabas con él.
El oseogarfio, mucho más grande que el amigo perdido de Belwar, cargó contra el svirfnebli, porque no tenía ningún reparo en comerse al enano.
Belwar dobló las rodillas y esperó el momento preciso. Cuando el oseogarfio se inclinó sobre él, con las garras bien separadas para impedirle escapar, saltó hacia delante, con la mano-martillo como un ariete contra el pecho del monstruo. En el exoesqueleto del gigante aparecieron un millar de grietas provocadas por el tremendo golpe, y el monstruo se desplomó hacia delante, sin conocimiento.
El enano intentó apartarse para no quedar dañado por el peso y el impulso del oseogarfio, pero no fue lo bastante rápido. Sintió que se le descoyuntaba un hombro, y él también estuvo a punto de perder el conocimiento por culpa del terrible dolor. Una vez más las llamadas del amo de Belwar dominaron su mente e incluso el sufrimiento.
Los gladiadores cayeron al mismo tiempo, y Belwar quedó sepultado por la mole del monstruo. El tamaño del oseogarfio le impedía a este alcanzar con los brazos al capataz, pero disponía de otras armas. El pico buscó a Belwar. El enano consiguió poner la mano-pica en la trayectoria, aunque no fue suficiente para detenerlo y acabó con el brazo retorcido. El picotazo no alcanzó el rostro de Belwar por un par de centímetros.
En las graderías, los desolladores saltaban de entusiasmo y comentaban las alternativas del combate, empleando indistintamente la telepatía o sus gorgoteantes voces. Las manos se transformaban en puños a medida que algunos intentaban cobrar las apuestas por considerar que había acabado el espectáculo.
El amo de Belwar, preocupado por la posibilidad de perder a su campeón, llamó al dueño del oseogarfio.
¿Te rindes? —le preguntó, con un tono de confianza que no sentía.
El otro illita le volvió la espalda y cerró los canales telepáticos. El amo del enano no podía hacer otra cosa que mirar.
El oseogarfio no podía acercarse más al svirfnebli, pues éste tenía el codo apoyado en el suelo y la mano-pica sujetaba con firmeza el pico mortal del monstruo, de modo que cambió de táctica; levantó la cabeza bruscamente, con lo cual consiguió zafarse de la mano de Belwar.
La intuición guerrera del capataz le salvó la vida, porque el oseogarfio volvió a invertir el movimiento y lanzó el picotazo. La reacción normal y la defensa esperada habría sido desviar la cabeza del monstruo con un golpe de la mano-pica. Esto era lo que esperaba el oseogarfio, y Belwar lo sabía.
El svirfnebli movió el brazo por delante, pero acortó el alcance de forma tal que la mano-pica pasara por debajo del pico del oseogarfio. Éste, por su parte, convencido de que Belwar intentaba darle un golpe, frenó en seco el ataque.
Pero la mano-pica de mithril cambió de dirección mucho más rápido de lo que había esperado el monstruo. El revés de Belwar alcanzó al oseogarfio justo detrás del pico y le desvió la cabeza a un lado. Entonces, sin hacer caso del terrible dolor en el hombro descoyuntado, Belwar dobló el otro brazo y lanzó un golpe. No tenía fuerzas, pero en aquel momento el oseogarfio giró la cabeza y abrió el pico para morder el rostro del enano.
En el instante preciso para tragarse en cambio un martillo de mithril.
La mano de Belwar se hundió en la boca del oseogarfio forzándolo a abrir el pico más allá de lo que permitían los músculos. El monstruo se sacudió enloquecido para conseguir librarse, y cada sacudida era una tortura para el brazo herido del capataz.
Belwar respondió con idéntica furia, descargando un golpe tras otro contra el parietal de la cabeza del oseogarfio con la mano libre. La sangre manaba por el enorme pico mientras la mano-pica se clavaba una y otra vez.
—¿Te rindes? —le gritó el amo de Belwar al dueño del oseogarfio.
Una vez más la pregunta era prematura, porque, en la arena, el oseogarfio no se daba por vencido y había puesto en práctica otra de sus armas: el peso. El monstruo apoyó el pecho sobre el enano tendido, dispuesto a aplastarlo.
—¿Te rindes tú? —replicó el amo del oseogarfio, al ver el cambio inesperado de la situación.
La mano-pica de Belwar se clavó en un ojo del oseogarfio, y el monstruo aulló de dolor. Los desolladores se levantaron a una y señalaron hacia la arena, con los dedos extendidos o abriendo y cerrando los puños.
Los dueños de los gladiadores comprendieron lo mucho que tenían en juego. Parecía poco probable que los combatientes pudieran volver a pelear si permitían la continuación de la lucha.
Quizá tendríamos que considerarlo un empate —propuso telepáticamente el amo de Belwar.
El otro illita aceptó en el acto, y los amos enviaron mensajes a sus campeones. Tardaron en conseguir calmarlos y acabar el duelo, pero finalmente, las órdenes pudieron dominar los salvajes instintos de supervivencia de los gladiadores. De pronto, el enano y el oseogarfio sintieron aprecio por el rival, y, cuando el monstruo se levantó, le tendió una zarpa al svirfnebli para ayudarlo a ponerse de pie.
Al cabo de un rato, Belwar se encontraba otra vez sentado en el banco de piedra de la pequeña celda comunicada con la arena por un túnel. Tenía el brazo de la mano-martillo entumecido y un morado enorme le cubría el hombro. Tendrían que pasar muchos días antes de que Belwar pudiese volver al circo, y lo preocupaba muchísimo no poder complacer a su amo.
El illita entró en la celda para ver las lesiones del enano. Llevaba con él pócimas para curar la herida, pero incluso con la ayuda de la magia, Belwar necesitaría una temporada de reposo. Aun así, el desollador tenía otras ocupaciones para el svirfnebli. Necesitaba acabar la construcción de un cuarto en sus aposentos.
Ven —le dijo el illita, y el capataz se apresuró a seguir a su amo, manteniéndose un paso atrás en señal de respeto.
Un drow arrodillado llamó la atención de Belwar mientras el desollador lo guiaba a través del nivel inferior de la torre central. ¡Qué suerte tenía ese elfo oscuro de poder tocar y dar placer al cerebro de la comunidad! Pero se olvidó de él en unos segundos cuando llegó al tercer piso del edificio y a las habitaciones que compartían sus tres amos.
Los otros dos desolladores permanecían en los sillones, inmóviles y con un aspecto de muertos. El dueño de Belwar ni siquiera se fijó en ellos porque sabía que los compañeros estaban muy lejos, en un viaje astral, y que los cuerpos no corrían peligro. De todos modos, el illita se preguntó, sólo por un instante, cómo les iría en aquel plano distante. Como todos los desolladores, el amo de Belwar disfrutaba de los viajes astrales, pero el pragmatismo, un rasgo illita muy acentuado, hizo que los pensamientos de la criatura se mantuviesen centrados en los asuntos más urgentes. Había invertido mucho en la compra del svirfnebli, y quería obtener el máximo de beneficio.
El desollador llevó a Belwar hasta una de las habitaciones y lo hizo sentar a una mesa de piedra. Entonces, de pronto, el illita bombardeó a Belwar con sugerencias telepáticas y preguntas, al tiempo que le colocaba el hombro en su lugar y le vendaba las heridas. Los desolladores podían invadir los pensamientos de otro ser, por medio de los ataques paralizantes o las comunicaciones telepáticas, pero tardaban semanas, incluso meses, en someter totalmente a un esclavo. Cada encuentro reducía la resistencia natural de éste a las insinuaciones mentales del illita y revelaba al amo más cosas de sus memorias y emociones.
El amo de Belwar tenía la intención de saberlo todo de este curioso svirfnebli, de sus manos artificiales, y de los motivos para tener unos compañeros tan poco habituales. Esta vez el illita enfocó la investigación en los apéndices metálicos, porque tenía la intuición de que Belwar no utilizaba el máximo de sus posibilidades.
Los pensamientos del illita sondearon una y otra vez hasta que por fin encontró una letanía en las profundidades de la mente de Belwar.
¿Bivrip? —le preguntó.
En una respuesta refleja, el capataz golpeó las manos metálicas entre sí, y gimió de dolor por la sacudida del impacto.
Los dedos y tentáculos del desollador se movieron entusiasmados. Había encontrado algo importante, algo que podía hacer más poderoso a su campeón, aunque debía actuar con cuidado. Para permitirle recordar el hechizo también tendría que devolver parte de la memoria consciente de los días anteriores a la esclavitud.
El desollador aplicó a Belwar otra pócima. Si el enano continuaba la carrera de gladiador, tendría que enfrentarse otra vez al oseogarfio; según las reglas, correspondía un nuevo encuentro después de un empate. El amo de Belwar dudada que el svirfnebli pudiese sobrevivir a otro combate contra el monstruo.
A menos que…
Dinin Do’Urden condujo su lagarto a través del sector de Menzoberranzan donde vivían los familiares inferiores, la parte más poblada de la ciudad. Mantenía la capucha del piwafwi bien ceñida sobre el rostro y no llevaba ninguna insignia que lo identificara como noble de una casa regente. El secreto era el aliado de Dinin, tanto de las miradas vigilantes en esta peligrosa zona de la ciudad como de los ojos de su madre y su hermana. Dinin tenía la edad suficiente para comprender los riesgos de la autosatisfacción. Vivía en un estado rayano en la paranoia, pues nunca sabía cuándo Malicia y Briza podían estar vigilándolo.
Un grupo de peludos se atravesó en el camino del lagarto, y la furia dominó al orgulloso hijo mayor de la casa Do’Urden ante la poca prisa de los esclavos por apartarse. Involuntariamente, llevó la mano al látigo sujeto al cinturón.
Pero Dinin controló el enfado, consciente de las consecuencias de ser descubierto. Dio la vuelta por una de las numerosas esquinas y siguió la marcha a través de una serie de estalagmitas conectadas.
—Así que me has encontrado —dijo una voz conocida detrás de él, a su derecha.
Sorprendido y asustado, Dinin sofrenó al lagarto y permaneció inmóvil en la silla. Sabía que al menos una docena de ballestas pequeñas le apuntaban.
Dinin volvió lentamente la cabeza para observar a Jarlaxle. En las sombras, el mercenario parecía muy diferente del cortés y complaciente drow que Dinin había conocido en la casa Do’Urden. O quizás era sólo el efecto de la presencia de los guardias armados con dos espadas y de saber que no tenía a la matrona Malicia para que lo protegiera.
—Se acostumbra a pedir permiso antes de entrar en casa ajena —comentó Jarlaxle con voz pausada pero ominosa—. Es la cortesía habitual.
—Estoy en una calle pública —le recordó Dinin.
—Mi casa —afirmó Jarlaxle con una sonrisa que negaba el valor de la respuesta.
Dinin recordó su posición, y esto reanimó en parte su coraje.
—¿Es que un noble de una casa regente tiene que pedir permiso a Jarlaxle antes de salir de su propia casa? —gruñó el hijo mayor—. ¿Y qué me dices de la matrona Baenre, que no entraría en la casa más inferior de Menzoberranzan sin pedir permiso de la madre matrona? ¿Acaso la matrona Baenre también ha de pedir la autorización de Jarlaxle, el bribón?
Dinin comprendió que tal vez se había excedido, pero el orgullo exigía estas palabras.
Jarlaxle se relajó, y la sonrisa que apareció en su rostro casi parecía sincera.
—Así que me has encontrado —repitió, y esta vez hizo la reverencia de rigor—. Dime qué te trae por aquí.
Dinin cruzó los brazos sobre el pecho en una actitud beligerante, más seguro de sí mismo ante las evidentes concesiones del mercenario.
—¿Cómo es que estás tan seguro de que te buscaba?
Jarlaxle intercambió una sonrisa con los dos guardias. Las risitas de los soldados ocultos entre las sombras fueron como un cubo de agua fría para la confianza de Dinin.
—Di a qué has venido, hijo mayor —insistió Jarlaxle, impaciente—, y acabemos con esto.
Dinin estaba más que dispuesto a dar por finalizado el encuentro lo antes posible.
—Busco información referente al zin-carla —dijo, sin más rodeos—. El espectro de Zaknafein recorre las profundidades de la Antípoda Oscura desde hace muchos días. Demasiados, quizá…
El mercenario entornó los párpados mientras analizaba el razonamiento del hijo mayor.
—¿La matrona Malicia te ha enviado aquí? —manifestó con un tono que era tanto de pregunta como de afirmación. Dinin sacudió la cabeza, y Jarlaxle no dudó de su sinceridad—. Eres tan sabio como diestro con la espada —añadió Jarlaxle con una segunda reverencia que pareció un poco fuera de lugar en el oscuro mundo del soldado.
—He venido por mi propia iniciativa —contestó Dinin con voz firme—. Necesito saber unas respuestas.
—¿Tienes miedo, hijo mayor?
—Estoy preocupado —respondió Dinin, sinceramente, sin hacer caso del tono provocador del mercenario—. Nunca cometo el error de subestimar a mis enemigos, o a mis aliados.
Jarlaxle lo miró con extrañeza.
—Sé en qué se ha convertido mi hermano —explicó Dinin—. Y también sé lo que fue Zaknafein.
—Zaknafein es ahora un espectro —afirmó Jarlaxle—, sometido al control de la matrona Malicia.
—Han pasado muchos días —dijo Dinin en voz baja, convencido de que las implicaciones de sus palabras le daban fuerza suficiente.
—Tu madre pidió el zin-carla —exclamó Jarlaxle, irritado—. Es el mayor regalo de Lloth, y sólo se da para que la reina araña obtenga a cambio un gran placer. La matrona Malicia conocía el riesgo cuando solicitó el zin-carla. Sin duda comprendes, hijo mayor, que los espectros se conceden para el cumplimiento de una tarea específica.
—¿Y cuáles son las consecuencias del fracaso? —preguntó Dinin con brusquedad, casi tan alterado como el mercenario.
La incrédula mirada de Jarlaxle fue una respuesta la mar de elocuente.
—¿De cuánto tiempo dispone Zaknafein? —insistió Dinin.
Jarlaxle encogió los hombros sin comprometerse y respondió con otra pregunta.
—¿Quién puede saber los planes de Lloth? —dijo—. La reina araña puede ser muy paciente, si la ganancia justifica la espera. ¿Tanto vale Drizzt? —Una vez más el mercenario encogió los hombros—. Eso es algo que únicamente Lloth puede decidir.
Dinin observó a Jarlaxle durante un buen rato, hasta convencerse de que el mercenario no tenía nada más que agregar. Entonces buscó su montura y se cubrió la cabeza con la capucha. En cuanto se acomodó en la silla, volvió la cabeza con la intención de hacer un último comentario, pero el mercenario y los guardias se habían esfumado.
—¡Bivrip! —gritó Belwar para completar el hechizo.
El capataz golpeó las manos metálicas entre sí, y esta vez casi no sintió dolor. Una lluvia de chispas voló por los aires cuando chocaron las manos, y el amo de Belwar aplaudió entusiasmado. No podía esperar un segundo más para ver a su gladiador en acción. Buscó un objetivo y vio el hueco de la nueva habitación a medio excavar. Una serie de instrucciones telepáticas invadieron la mente del svirfnebli cuando el illita le transmitió las dimensiones y el diseño que deseaba para la habitación.
Belwar no perdió ni un instante. Poco seguro de la fuerza del hombro herido, el que guiaba la mano-martillo, empleó la mano-pica. La piedra estalló en una nube de polvo como consecuencia del golpe mágico, y el desollador inundó de placer los pensamientos del enano. ¡Ni la coraza de un oseogarfio podía resistir semejante impacto!
El amo de Belwar reforzó las instrucciones que le había dado, y después se retiró a otro cuarto a estudiar. Abandonado a su trabajo, tan parecido al que había realizado durante casi un siglo de vida, Belwar comenzó a pensar.
No surgió nada especial en los pocos pensamientos coherentes del capataz; la necesidad de satisfacer al amo illita era lo más importante de sus movimientos. No obstante, por primera vez desde la captura, Belwar pensó.
¿Quién era?, o ¿qué propósito tenía?
La canción mágica de sus manos de mithril sonó otra vez en su mente y se convirtió en el foco de su decisión inconsciente de escapar de la confusión provocada por las insinuaciones de los captores.
—¿Bivrip? —repitió.
La palabra despertó un recuerdo más reciente: la imagen de un elfo oscuro, de rodillas y dedicado a masajear al cerebro-dios de los desolladores.
—¿Drizzt? —murmuró Belwar, pero el nombre se perdió en el estruendo del siguiente martillazo dado para cumplir con las órdenes del amo.
La habitación debía ser perfecta.
Un trozo de carne se sacudió debajo de la mano negra, y una oleada de angustia originada por el cerebro central de la comunidad desolladura invadió a Drizzt. La única respuesta emocional del drow fue una profunda tristeza, porque no podía soportar el más mínimo sufrimiento del cerebro. Sus dedos masajearon y acariciaron; Drizzt cogió un bol de agua tibia y lo derramó lentamente sobre la carne. Entonces el drow recuperó la paz, porque la carne se calmó gracias a la habilidad de su tacto, y la angustia del cerebro fue reemplazada por una sensación de gratitud.
Detrás del drow arrodillado, al otro lado de la amplia pasarela, dos desolladores observaron su trabajo y asintieron complacidos. Los elfos oscuros eran los mejores para este tipo de cometidos, y este último cautivo era el mejor de todos.
Los desolladores movieron los dedos entusiasmados ante las implicaciones del pensamiento compartido. El cerebro central había detectado la presencia de otro drow intruso en las redes que formaban los túneles más allá de la larga y angosta caverna; otro esclavo para masajear y tranquilizar.
Así pensaba el cerebro central.
Cuatro desolladores salieron de la caverna, guiados por las imágenes transmitidas por el cerebro central. Un drow solitario había penetrado en sus dominios, una presa fácil.
Así pensaban los desolladores.