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Cadenas insidiosas

Clak miró hacia el extremo más lejano de la larga y angosta caverna, donde se alzaba un edificio con numerosas torres que servía de castillo a la comunidad de los desolladores mentales. A pesar de que veía mal, el oseogarfio podía distinguir las siluetas que se movían alrededor del castillo, y podía oír claramente el ruido de las herramientas. Comprendió que eran esclavos —duergars, goblins, enanos de las profundidades, y varias otras razas que no conocía— que servían a sus amos con sus habilidades para trabajar la piedra, ayudándolos a mejorar la roca inmensa que los desolladores habían escogido como casa.

Quizá Belwar, tan bien dotado para estos menesteres, ya trabajaba en la enorme construcción.

Estos pensamientos desaparecieron casi en el acto, reemplazados por los instintos más primarios del oseogarfio. Las descargas paralizantes de los desolladores habían reducido la resistencia mental de Clak y el hechizo polimórfico del mago había seguido su proceso, con lo cual ni siquiera advirtió el cambio. Ahora sus identidades estaban igualadas, y el pobre Clak se encontraba sumido en un estado de confusión mental absoluta.

Si hubiese sido capaz de comprender el dilema, y si hubiese sabido el destino de sus amigos, quizá se habría considerado afortunado.

Los desolladores mentales sospechaban que Clak no era un oseogarfio como los demás. La supervivencia de la comunidad se basaba en el conocimiento y en la lectura del pensamiento, y, si bien no conseguían penetrar en el caos de la mente de Clak, podían ver que las funciones intelectuales que tenían lugar tras su enorme exoesqueleto no se correspondían con las de un simple monstruo de la Antípoda Oscura.

Tampoco eran tontos, y sabían el peligro que representaba intentar descifrar y controlar una bestia acorazada de un cuarto de tonelada. Clak era demasiado peligroso e imprevisible como para tenerlo metido en un recinto cerrado. Sin embargo, en la sociedad esclavista de los desolladores había lugar para todos.

Clak se encontraba en una isla de piedra, un promontorio rocoso de unos cincuenta metros de diámetro rodeado por un profundo y ancho abismo. Con él había diversas criaturas, incluido un pequeño rebaño de vaquillas y varios duergars idiotizados después de permanecer sometidos durante demasiado tiempo a la influencia mental de los desolladores. Los enanos grises, con los rostros vacíos de toda expresión y los ojos en blanco, no hacían otra cosa que esperar el turno de convertirse en alimento de sus crueles amos.

El oseogarfio recorrió la isla en busca de una salida, aunque la parte pek consideraba con resignación que era inútil. Un único puente cruzaba el abismo, un artilugio mágico y mecánico que se plegaba en el otro lado cuando no lo utilizaban.

Un grupo de desolladores acompañado por un ogro esclavo se acercó a la palanca que controlaba el puente. De inmediato, Clak recibió una andanada de órdenes telepáticas. Una meta bien definida se abrió paso en el torbellino de sus pensamientos, y entonces se enteró para qué lo habían conducido a la isla. Era el pastor del rebaño de los desolladores. Querían un enano gris y una vaquilla, y el esclavo pastor puso manos a la obra.

Ninguna de las víctimas opuso resistencia. Clak le retorció el cuello al enano y mató a la vaquilla de un golpe en el cráneo. Notaba que los desolladores estaban complacidos, y esto despertó en él algunas emociones, entre ellas una intensa satisfacción.

Cargado con los dos cuerpos, Clak se acercó al borde del abismo para situarse enfrente del grupo de desolladores.

Un illita tiró de la palanca que hacía funcionar el puente. Clak observó que el mecanismo quedaba fuera de su alcance; un hecho importante, aunque en aquel momento el oseogarfio no comprendió el motivo. El puente de metal y piedra crujió con gran estrépito y a continuación se extendió hasta la isla para quedar bien sujeto a los pies de Clak.

Ven a mí —le ordenó uno de los desolladores.

Clak habría podido negarse a cumplir la orden de haber tenido alguna razón. Avanzó por el puente, que se sacudió por culpa del peso.

¡Alto! ¡Deja caer las presas! —dijo otra voz, cuando el oseogarfio había llegado casi a la mitad del trayecto—. ¡Deja caer las presas! —repitió la voz telepática—. ¡Regresa a la isla!

Clak consideró las alternativas. La furia del oseogarfio crecía en su interior, y su parte pek, rabiosa por la pérdida de los amigos, coincidía con la primera. Unos pocos pasos más lo llevarían hasta el enemigo.

A una orden de los desolladores, el ogro se acercó a la entrada del puente. Era un poco más alto que Clak y casi igual de ancho, pero iba desarmado y no podría impedirle el paso. Pero un poco más allá del guardia, Clak advirtió una defensa más eficaz. El desollador que había movido la palanca permanecía en el puesto con la mano —un curioso apéndice de cuatro dedos— sobre el mango, atento a los acontecimientos.

Clak no podría recorrer lo que faltaba y superar al guardia antes de que el puente se enrollara bajo sus pies y lo precipitara a las profundidades del abismo. De mala gana, el oseogarfio dejó las presas en el puente y regresó a la isla de piedra. El ogro no perdió el tiempo y recogió al enano y a la vaquilla para sus amos.

El illita tiró de la palanca, y, en un abrir y cerrar de ojos, el puente mágico volvió a la posición original, aislando a Clak una vez más.

Come —le ordenó uno de los desolladores.

Una vaquilla pasó junto al oseogarfio en el instante en que el pensamiento surgía en su mente, y Clak la mató de un manotazo.

Los desolladores se retiraron, y Clak se sentó a comer. Su personalidad de oseogarfio lo dominó del todo mientras devoraba, disfrutando con el gusto de la carne y de la sangre, pero cada vez que miraba más allá del precipicio hacia la caverna angosta y el castillo illita en el fondo, una vocecita pek manifestaba su preocupación por un svirfnebli y un drow.

De todos los esclavos capturados recientemente en los túneles en las afueras del castillo illita, Belwar Dissengulp era el que despertaba mayor interés. Aparte de la curiosidad provocada por las manos de mithril del enano, Belwar era el mejor equipado para las dos actividades más apreciadas en un esclavo de los desolladores: trabajar la piedra y las peleas de gladiadores.

En el mercado de esclavos se produjo una gran algarabía cuando el svirfnebli salió a la venta. Los interesados en comprarlo ofrecieron objetos de oro y mágicos, hechizos particulares y libros de estudios de gran valor. Al final de la puja, el capataz fue adjudicado a un grupo de tres desolladores, los mismos que lo habían capturado. Belwar, desde luego, no se enteró de la venta; antes de que acabara, el enano fue llevado por un túnel angosto y oscuro hasta una pequeña habitación sin ninguna característica especial.

Poco después, tres voces hablaron en su mente, tres voces telepáticas que el enano no olvidaría: las voces de los nuevos amos.

Una poterna de hierro se levantó delante de Belwar, dejando ver una habitación circular de paredes altas y filas de asientos en la parte superior.

Sal —le pidió uno de los amos, y el capataz, que sólo deseaba complacerlo, no vaciló.

Cuando salió por la abertura, vio a varias docenas de desolladores sentados en los asientos de piedra, que lo señalaban con las extrañas manos de cuatro dedos aunque en sus caras de pulpos no se reflejaba ninguna expresión. De todos modos, gracias al vínculo telepático, Belwar no tuvo problemas para encontrar a su amo entre los espectadores, ocupado en hacer apuestas con un pequeño grupo.

Al otro lado del recinto se abrió otra poterna y apareció un ogro gigantesco. De inmediato, los ojos de la criatura buscaron entre el público a su amo, la única cosa importante de su existencia.

Este ogro cruel y bestial me ha amenazado, mi valiente campeón svirfnebli —le transmitió el amo de Belwar en cuanto acabó con las apuestas—. Destrúyelo por mí.

Belwar no necesitaba más estímulos, ni tampoco los necesitaba el ogro, que había recibido un mensaje idéntico de su amo. Los gladiadores se lanzaron el uno contra el otro poseídos por una saña feroz, pero mientras que el ogro era joven y un tanto estúpido, Belwar era un veterano muy astuto. En el último momento frenó la carrera y se arrojó a un lado.

El ogro, que pretendía rechazarlo con un puntapié al final de la carga, se tambaleó por un momento.

Un momento demasiado largo.

La mano-martillo de Belwar golpeó la rodilla del ogro, y un chasquido tan poderoso como el del rayo de un mago resonó en la arena. El ogro se inclinó hacia delante hasta casi doblarse en dos, y Belwar hundió la mano-pica en el lomo de la bestia. El monstruo se balanceó hacia un costado, perdido el equilibrio, y el enano se echó a sus pies para hacerlo caer al suelo.

El capataz se levantó en el acto, saltó sobre el gigante caído y corrió hacia la cabeza. El ogro se recuperó con la rapidez suficiente para coger al svirfnebli por la pechera de la chaqueta, pero en el segundo en que el monstruo se disponía a lanzarlo por los aires, Belwar le clavó la mano-pica en el pecho. Con un rugido de furia y dolor, el estúpido ogro no cejó en el empeño y lanzó al enano.

La afilada hoja de la pica se mantuvo clavada, y el impulso del enano abrió una herida enorme en el pecho del ogro. La bestia se revolvió de un lado para otro hasta que por fin consiguió librarse de la terrible mano metálica. Una rodilla gigantesca golpeó a Belwar en el trasero, y lo arrojó por los aires a varios metros de distancia. El capataz se levantó después de dar varios rebotes, mareado y dolorido pero sin ceder en la voluntad de complacer a su amo.

Escuchó los vítores silenciosos y el griterío telepático de los espectadores; por encima del estruendo mental llegó una orden con gran claridad.

¡Mátalo! —transmitió el amo de Belwar.

El svirfnebli no vaciló. Todavía tendido de espaldas, el ogro se apretaba el pecho, en un vano intento por detener la hemorragia que le arrebataba la vida. Las heridas probablemente eran mortales, pero Belwar no se dio por satisfecho. ¡El monstruo había amenazado a su amo! El capataz cargó directamente contra la cabeza del ogro, con la mano-martillo por delante. Tres golpes seguidos hirieron el cráneo del monstruo, y entonces descargó la mano-pica para rematarlo.

El agonizante ogro se sacudió enloquecido en un último espasmo, pero ello no conmovió a Belwar. Había complacido a su amo; nada más tenía importancia en ese momento.

En las graderías, el orgulloso propietario del campeón svirfnebli recogió el oro y las pócimas ganadas en las apuestas. Satisfecho por haber elegido bien en la subasta, el desollador miró a Belwar, que todavía machacaba al cadáver. A pesar de que disfrutaba con la furia del esclavo, el illita le ordenó detenerse. Después de todo, el ogro también formaba parte de la apuesta.

No tenía sentido estropear la cena.

En el corazón del castillo illita se levantaba una torre inmensa, una estalagmita gigantesca vaciada y esculpida para albergar a los miembros más importantes de la extraña comunidad. El interior de la enorme estructura de piedra estaba rodeado de balcones y escaleras; cada nivel acogía a varios desolladores. En la habitación de la planta baja, circular y sin ningún adorno, residía el ser supremo, el cerebro central.

Medía seis metros de diámetro, y esta masa de carne palpitante mantenía unida a la comunidad de desolladores a través de una simbiosis telepática. El cerebro central era el núcleo de su conocimiento, el ojo mental que vigilaba las cavernas exteriores y había escuchado los gritos de aviso del illita en la ciudad drow, a muchos kilómetros de distancia hacia el este. Para los desolladores, el cerebro central era el coordinador de toda su existencia y casi su dios. Por lo tanto, sólo permitían la entrada en esta torre especial a un puñado de esclavos, cautivos con dedos sensibles y delicados que podían masajear el cerebro y calmarlo con cepillos suaves y líquidos calientes.

Drizzt Do’Urden figuraba en este grupo.

Arrodillándose en la amplia pasarela que rodeaba la sala, el drow tendió las manos para acariciar la masa amorfa, y sintió sus placeres y disgustos. Cuando el cerebro se intranquilizaba, Drizzt percibía los agudos pinchazos y la tensión en los tejidos. Entonces aumentaba la presión de los masajes para devolver la serenidad a su amo.

Si el cerebro estaba a gusto, también lo estaba Drizzt. No había para él nada más importante en el mundo; el renegado drow había encontrado un propósito en su vida. Drizzt Do’Urden tenía un hogar.

—Una captura muy rentable —dijo el desollador mental, con su voz débil y sobrenatural.

La criatura mostró las pócimas que había ganado en la arena.

Los otros dos desolladores movieron sus manos de cuatro dedos para manifestar su aprobación.

Un campeón —comentó uno, telepáticamente.

—Y equipado para cavar —añadió el tercero en voz alta.

Una idea surgió en su mente y, por lo tanto, en la mente de los demás.

¿Quizá para esculpir?

Los tres desolladores miraron al otro lado de la cueva, donde habían comenzado los trabajos para construir nuevos cuartos.

—Pondremos al svirfnebli a trabajar la piedra cuando sea el momento oportuno —declaró el primer illita moviendo los dedos—. Pero primero quiero que me consiga más pócimas y oro. ¡Un esclavo la mar de rentable!

—Como todos los demás que capturamos en la emboscada —dijo el segundo.

—El oseogarfio se ocupa del rebaño —explicó el tercero.

—Y el drow atiende al cerebro —dijo el primero—. Lo vi cuando venía para aquí. Será un masajista excelente para placer del cerebro y beneficio de todos nosotros.

—También está esto —intervino el segundo, que estiró un tentáculo para tocar al tercero.

El tercer desollador mostró la estatuilla de ónice.

¿Magia? —preguntó el primero.

Desde luego —respondió el segundo, mentalmente—. Vinculado al plano astral. Creo que es un ente de la piedra.

—¿Lo has llamado? —lo interrogó el primero en voz alta.

Los otros dos desolladores cerraron las manos al unísono, la señal equivalente a «no».

—Quizá se trate de un enemigo muy peligroso —explicó el tercero—. Pensamos que sería más prudente observar a la bestia en su propio plano antes de llamarla.

—Una decisión muy sabia —comentó el primero—. ¿Cuándo os marcháis?

—Ahora mismo —contestó el segundo—. ¿Nos acompañas?

El primer illita cerró los puños y después mostró uno de los frascos de pócimas.

—No hay que desaprovechar la ocasión de obtener nuevas ganancias —respondió.

Los otros dos movieron los dedos, excitados. Después, mientras su compañero se retiraba a otra habitación para contar las ganancias, se instalaron cómodamente en unos sillones bien mullidos y se prepararon para el viaje.

Flotaron juntos, abandonando los cuerpos en los sillones, y ascendieron siguiendo el vínculo de la estatuilla con el plano astral, que veían como un delgado cordón plateado. Ahora se encontraban más allá de la caverna donde vivían, más allá de las piedras y los sonidos del plano material, y flotaban en la vasta serenidad del mundo astral. Aquí no había más ruido que el producido por el ulular constante del viento astral. Tampoco había estructuras sólidas —ninguna en términos del mundo material— y la materia quedaba definida por las variaciones de luz.

Los desolladores se apartaron del cordón plateado de la estatuilla cuando faltaba poco para completar la ascensión astral. Entrarían en un plano cercano a la entidad de la gran pantera, pero no tan cerca como para ser descubiertos. Los desolladores no solían ser bien recibidos, pues eran despreciados por casi todas las criaturas de los planos que visitaban.

Penetraron en el plano astral sin incidentes y no tardaron en encontrar a la entidad representada por la estatuilla.

Guenhwyvar corría a través de un bosque de luz estelar persiguiendo la entidad de un ciervo, en un ciclo eterno. El ciervo, tan soberbio como la pantera, brincaba y corría con un equilibrio perfecto y una gracia inconfundible. Guenhwyvar y el ciervo habían interpretado esta escena un millón de veces y la volverían a repetir un millón más. Éste era el orden y la armonía que gobernaban la existencia de la pantera, los mismos que regían los planos de todo el universo.

Pero algunas criaturas, como los engendros de los planos inferiores y los desolladores que ahora contemplaban a la pantera desde lejos, no podían aceptar la sencilla perfección de esta armonía ni reconocían la belleza de la interminable cacería. Mientras miraban a la maravillosa pantera en el juego de la vida, los desolladores sólo pensaban en cómo sacar provecho del felino.