Las cimitarras se apartaron lentamente del cuello del oseogarfio.
—No… soy… lo que parezco —trató de explicar el monstruo. Con cada palabra que pronunciaba, el oseogarfio parecía dominar mejor el idioma—. Soy un… pek.
—¿Un pek? —exclamó Belwar, acercándose a Drizzt. El svirfnebli miró al prisionero, desconcertado—. Eres un pelín grande para ser un pek —comentó.
Drizzt se volvió hacia el enano para pedir una explicación. No había escuchado nunca aquel nombre.
—Criaturas de la roca —le dijo Belwar—. Unos seres menudos y bastante curiosos, duros como la piedra, que no viven más que para trabajarla.
—Suena a svirfnebli —opinó Drizzt.
Belwar hizo una pausa para pensar en si se trataba de un cumplido o de un insulto. Incapaz de distinguirlo, el capataz añadió con un poco más de cautela:
—¡No hay muchos peks, y mucho menos que se parezcan a éste!
Miró al oseogarfio con desconfianza, y después dirigió la mirada a Drizzt como un aviso para que mantuviese preparadas las cimitarras.
—Ya no más… pek —tartamudeó el oseogarfio, con un evidente tono de pesar en su gruesa voz—. Ya no más pek.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Drizzt, dispuesto a encontrar alguna pista que le permitiera saber la verdad.
El oseogarfio pensó durante un buen rato hasta que por fin renunció al esfuerzo y sacudió la cabeza sin saber qué responder.
—Ya no más… pek —repitió el monstruo.
Echó la cabeza hacia atrás para ampliar la grieta en el exoesqueleto como una invitación a que el elfo le cortara el cuello.
—¿No puedes recordar tu nombre? —inquirió Drizzt, poco dispuesto a matar a la criatura.
El oseogarfio no contestó y permaneció inmóvil. El elfo miró a Belwar en busca de consejo, pero el capataz se limitó a encoger los hombros.
—¿Qué ocurrió? —insistió el drow—. Tienes que decirme qué te sucedió.
—Ma… —El oseogarfio puso toda su voluntad en dar una respuesta—. Maa… mago. Mago malvado.
Drizzt, que había aprendido los rudimentos de la magia en la Academia y conocía la falta de escrúpulos de muchos hechiceros a la hora de practicarla, vislumbró la explicación y dio crédito a las palabras de la extraña criatura.
—¿Esto es obra de un mago? —dijo, seguro de cuál sería la respuesta. Miró a Belwar, que no salía de su asombro—. He oído hablar de esta clase de hechizos.
—Yo también —afirmó el enano—. ¡Magga cammara, elfo oscuro! He visto a los magos de Blingdenstone utilizar una magia parecida cuando necesitábamos entrar en…
El capataz se interrumpió bruscamente al recordar de dónde provenía el drow.
—Menzoberranzan. —Drizzt acabó la frase por él con una risita.
Belwar carraspeó, un tanto avergonzado, y se volvió hacia el monstruo.
—Eras un pek —dijo, porque necesitaba escuchar la explicación resumida en una sola frase bien clara—, y un mago te transformó en un oseogarfio.
—Sí —contestó el monstruo—. Ya no más pek.
—¿Dónde están tus compañeros? —preguntó el svirfnebli—. Si es verdad lo que me han dicho de tu gente, los peks no acostumbran a viajar solos.
—Muertos —respondió la criatura—. Mago ma… malv…
—¿Un mago humano? —quiso saber Drizzt.
—Sí, hombre —confirmó el monstruo, sacudiendo el pico.
—Y el mago te abandonó convertido en un oseogarfio —concluyó Belwar.
El capataz y Drizzt intercambiaron una mirada, y el drow se apartó para permitir que el prisionero se levantara.
—De… desearía que me ma… ma… mataras —dijo entonces el monstruo, que se ayudó con los brazos para sentarse. Miró las manos convertidas en garras, sin disimular su disgusto—. La pie… piedra, ya no puedo trabajar la piedra.
Belwar levantó los brazos para mostrarle el martillo y la pica colocados en los muñones.
—Yo también pensaba igual que tú —afirmó—. Pero estás vivo y tienes compañía. Acompáñanos hasta el lago, donde podremos conversar más tranquilos.
El oseogarfio aceptó la invitación y comenzó, con mucho esfuerzo, a levantar su mole de un cuarto de tonelada. En medio de los ruidos producidos por el exoesqueleto al rozar contra el suelo, Belwar le susurró a Drizzt una advertencia.
—¡Mantén las cimitarras preparadas!
Por fin el monstruo consiguió erguirse en su imponente altura de tres metros, y el drow comprendió que el consejo del enano estaba justificado.
Durante muchas horas, el oseogarfio relató sus aventuras a los dos amigos. Su progresivo dominio del lenguaje resultó tan asombroso como la historia.
Este hecho, y las descripciones de su vida anterior —dedicada a trabajar la piedra con un fervor casi religioso— convencieron a Belwar y a Drizzt de que decía la verdad.
—Es agradable poder volver a hablar, aunque no sea en mi lengua —manifestó la criatura—. Me siento como si hubiese recuperado una parte de lo que fui.
Drizzt, que había pasado por la misma experiencia no hacía tanto, entendió perfectamente los sentimientos del monstruo.
—¿Cuánto tiempo llevas así? —inquirió Belwar.
El oseogarfio encogió los hombros, y su enorme torso crujió con el movimiento.
—Semanas, me… meses —contestó—. No lo recuerdo. He perdido la noción del tiempo.
Drizzt se llevó las manos a la cara y suspiró con fuerza, apiadado de la desgraciada criatura. Él también se había sentido solo y perdido en las profundidades. Conocía muy bien la amarga verdad de semejante destino. Belwar palmeó suavemente al drow con la mano-martillo.
—¿Adónde piensas ir ahora? —le preguntó el enano al oseogarfio—. ¿De dónde vienes?
—Persigo al ma… ma… —respondió el oseogarfio, luchando inútilmente con la última palabra como si la sola mención del malvado hechicero le causara un profundo dolor—. Pero he perdido demasiado. Lo encontraría fácilmente si todavía fuese un pek. Las piedras me dirían dónde buscar si pudiese hablar con ellas como hacía antes. —El monstruo se levantó—. Me marcho —anunció—. No estáis seguros conmigo.
—Tú te quedas —afirmó Drizzt bruscamente en un tono que no admitía discusión.
—No… no puedo controlarme —intentó explicar el oseogarfio.
—¡No te preocupes! —dijo Belwar. Señaló hacia la puerta en la cornisa al lado de la caverna—. Allá arriba está nuestra casa, y la puerta es demasiado pequeña para que puedas pasar. Puedes quedarte aquí junto al lago hasta que decidamos entre todos qué podemos hacer.
El oseogarfio no podía más de cansancio y la oferta del svirfnebli parecía lógica. El monstruo se acostó sobre la piedra y buscó acomodarse lo mejor posible dado su tamaño. Drizzt y Belwar lo dejaron solo, aunque sin abandonar la precaución de vigilarlo mientras caminaban.
—¡Clak! —gritó de pronto Belwar, deteniéndose.
Con gran esfuerzo, el oseogarfio se puso de costado y miró al enano, consciente de que se dirigía a él.
—Ése será tu nombre, si estás de acuerdo —explicó el capataz—. ¡Clak!
—¡Un nombre muy apropiado! —opinó Drizzt.
—Es un buen nombre —reconoció el oseogarfio, aunque para sus adentros deseaba recordar su nombre pek; el nombre que se deslizaba como un canto rodado en una pendiente y acariciaba las piedras con cada sílaba.
—Ampliaremos la puerta —le dijo Drizzt a Belwar en cuanto llegaron a la cueva—. Así Clak podrá entrar y descansar con nosotros.
—No, elfo oscuro —replicó el capataz—. No haremos tal cosa.
—No está seguro junto al lago —insistió Drizzt—. Estará a merced de cualquier monstruo.
—No corre ningún peligro —bufó Belwar—. ¿Qué monstruo sería capaz de atacar voluntariamente a un oseogarfio? —Belwar comprendía muy bien la preocupación de Drizzt, pero también era consciente de los riesgos de la propuesta del drow—. Conozco los efectos de estos hechizos —prosiguió con tono sombrío—. Se denominan polimórficos. La modificación del cuerpo es inmediata, pero el cambio mental lleva tiempo.
—¿Qué quieres decir?
Una nota de pánico apareció en la voz del elfo oscuro.
—Clak todavía es un pek —explicó Belwar—, encerrado en el cuerpo de un oseogarfio. Pero creo que, dentro de poco, Clak dejará de ser un pek. Se convertirá en un oseogarfio, en cuerpo y alma, y por muy amigos que podamos llegar a ser acabará por considerarnos sólo como una comida más.
Drizzt comenzó a protestar, pero Belwar lo silenció con un razonamiento más convincente.
—¿Te gustaría tener que matarlo, elfo oscuro?
—Su historia me resulta conocida —dijo Drizzt, desviando la mirada.
—No tanto como te imaginas —afirmó el capataz.
—Yo también estaba perdido —le recordó Drizzt.
—Es lo que crees —contestó el svirfnebli—. Sin embargo lo que tú eras permaneció dentro de ti, amigo mío. Eras como tenías que ser, tal como te obligaba la situación. Esto es diferente. Clak acabará por convertirse física y mentalmente en un oseogarfio. Pensará como un oseogarfio y, magga cammara, no tendrá contigo la misma piedad cuando te vea en el suelo.
Drizzt no podía darse por satisfecho, aunque tampoco sabía cómo refutar la lógica del enano. Entró en la cámara de la caverna que había escogido para dormitorio y se acostó en la hamaca.
—Lo siento por ti, Drizzt Do’Urden —murmuró Belwar mientras observaba al drow, abatido por la pena—. Y lo siento por nuestro desgraciado amigo pek.
El capataz entró en su dormitorio y se tendió en la hamaca, desconsolado por la situación pero dispuesto a mantenerse firme en la decisión, por mucho que le doliese. Belwar comprendía los sentimientos de Drizzt hacia la desgraciada criatura, su compasión por la pérdida de identidad de Clak, pero sabía que era un vínculo peligroso.
No habían transcurrido más de un par de horas cuando Drizzt, excitado, despertó al svirfnebli.
—Tenemos que ayudarlo —susurró el drow, con un tono áspero.
Belwar se pasó una mano por la cara mientras trataba de orientarse. Su sueño había sido intranquilo, lleno de pesadillas en las que había vociferado «bivrip» para después acabar a golpes con la vida del nuevo compañero.
—¡Tenemos que ayudarlo! —repitió Drizzt, con más fuerza. Belwar podía ver por las ojeras en el rostro del drow que el joven no había pegado ojo.
—No soy mago —dijo el capataz—, y tampoco…
—Entonces conseguiremos uno —gruñó Drizzt—. ¡Buscaremos al humano que maldijo a Clak y lo obligaremos a que invierta el duomer! Lo vimos hace poco junto al arroyo. No puede estar muy lejos.
—Un mago con tanto poder no será un enemigo fácil —objetó Belwar—. ¿Ya has olvidado la bola de fuego? —El enano miró hacia la pared donde colgaba la chaqueta chamuscada, como si necesitase convencerse a sí mismo—. Creo que el mago podrá con nosotros —añadió, pero Drizzt advirtió la poca fe de Belwar en sus afirmaciones.
—¿Tanta prisa tienes por condenar a Clak? —le preguntó Drizzt, bruscamente. Una amplia sonrisa apareció en el rostro del elfo al ver que el svirfnebli comenzaba a ceder—. ¿Es éste el mismo Belwar Dissengulp que cobijó a un drow perdido? ¿El muy honorable capataz que no vaciló en ayudar a un elfo oscuro al que todos los demás consideraban peligroso y poco digno de compasión?
—Vete a dormir, elfo oscuro —replicó Belwar, apartando a Drizzt con la mano-martillo.
—Sabio consejo, amigo mío —dijo Drizzt—. Que duermas bien. Quizá nos espera un largo camino que recorrer.
—Magga cammara —bufó el svirfnebli, empecinado en mostrarse duro.
Le volvió la espalda a Drizzt y, al cabo de unos segundos, roncaba.
El elfo comprobó que esta vez el enano disfrutaba de un sueño profundo y tranquilo.
Clak golpeaba la pared con las garras, machacando la piedra sin descanso.
—¡Otra vez no! —gruñó Belwar, disgustado.
Drizzt corrió por el sinuoso corredor, guiado por el monótono martilleo.
—¡Clak! —llamó suavemente en cuanto vio al oseogarfio.
El monstruo se volvió para hacer frente al drow, con las garras listas para el ataque, y soltó un silbido furioso a través del enorme pico. Un segundo después, Clak se dio cuenta de lo que hacía y se detuvo.
—¿Por qué tienes que hacer tanto ruido? —le preguntó Drizzt, simulando no haber visto la postura de combate de Clak—. Estamos en las profundidades, amigo mío. Los sonidos pueden atraer a algún invitado indeseable.
El oseogarfio agachó la cabeza compungido ante el suave reproche del elfo.
—No tendríais que haberme traído con vosotros —repuso—. No puedo… Ocurrirán muchas cosas que no puedo controlar.
Drizzt apoyó una mano en el huesudo codo de Clak.
—Ha sido culpa mía —dijo el drow, comprendiendo que el monstruo acababa de pedirle disculpas por haberse vuelto agresivamente—. No tendríamos que habernos marchado en direcciones opuestas y no tendría que haberme acercado tan deprisa y sin advertencia. A partir de ahora nos mantendremos juntos, aunque tardemos más. Belwar y yo te ayudaremos a mantener el control.
—Resulta tan agradable martillar la piedra… —manifestó Clak animado al tiempo que golpeaba la roca como si quisiera refrescar la memoria.
La voz y la mirada se apagaron mientras pensaba en la vida pasada, aquélla que le había arrebatado el mago. Los días como pek los había dedicado a trabajar la piedra, a darle forma, a hablar con ella.
—Volverás a ser pek —prometió Drizzt.
Belwar, que se aproximaba por el túnel, oyó las palabras del drow y dudó que pudiese cumplir lo prometido. Llevaban en los corredores más de una semana sin encontrar ni un solo rastro del mago. El capataz se consoló un tanto diciéndose que Clak parecía haber recuperado algo de sí mismo, algo de su personalidad pek. Hacía sólo unas semanas que Belwar había observado la misma transformación en Drizzt, y, debajo de los instintos de supervivencia impuestos por el cazador, había descubierto a su mejor amigo.
Pero el svirfnebli no podía dar por hecho que se producirían los mismos resultados con Clak. El cambio a oseogarfio era obra de una magia poderosa, y la amistad no era suficiente para invertir el efecto del duomer del mago. Gracias a su encuentro con Drizzt y Belwar, Clak había conseguido un retraso temporal —y únicamente temporal— de su penoso e inexorable destino.
Recorrieron los túneles de la Antípoda Oscura durante varios días sin ningún resultado. La personalidad de Clak no había empeorado, pero incluso Drizzt, que había iniciado la búsqueda con grandes ilusiones, comenzaba a sentir el peso de la realidad.
Entonces, precisamente cuando Belwar y Drizzt habían comenzado a discutir la conveniencia de regresar a su casa, el grupo llegó a una caverna bastante amplia con el suelo cubierto por los escombros de un desprendimiento en el techo.
—¡Ha estado aquí! —gritó Clak, que levantó una piedra enorme y la arrojó contra la pared más lejana con tanta fuerza que se partió en mil pedazos—. ¡Ha estado aquí!
El oseogarfio corrió de un lado para otro descargando su furia contra las piedras que encontraba a su paso.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Belwar, en un intento por apaciguar a su amigo gigante.
—Es… esto es obra suya —respondió Clak, señalando el techo—. ¡Esto lo hizo el ma… mago!
Drizzt y Belwar se miraron, preocupados. El techo de la caverna, a unos cinco metros del suelo, aparecía agrietado y roto, y en el centro se abría un agujero enorme que casi doblaba la altura anterior. Si estos destrozos los había hecho la magia, debía de tratarse de una magia muy poderosa.
—¿Esto es obra del mago? —inquirió el capataz, que dirigió al elfo una mirada de incredulidad.
—Su to… torre —contestó Clak.
Una vez más recorrió la caverna con la intención de descubrir por dónde había salido el mago.
Drizzt y Belwar estaban confundidos, cosa que al fin advirtió Clak cuando se tomó un respiro.
—El ma…
—Mago —dijo Belwar, impaciente.
—El ma… mago tiene una to… torre —explicó el oseogarfio, excitado—. Una gran to… torre de hierro que lleva con él, y la instala donde le parece más conveniente. —Clak miró el techo destrozado—. Incluso cuando no cabe.
—¿Lleva una torre? —se extrañó Belwar, que arrugó la nariz en un gesto de duda.
Clak asintió nervioso, pero no añadió nada más; había encontrado el rastro del mago, la huella de una bota marcada en un lecho de musgo que apuntaba hacia uno de los túneles.
Drizzt y Belwar tuvieron que conformarse con la escueta explicación, y reanudaron la búsqueda. El drow avanzó primero; utilizaba todos los conocimientos aprendidos en la Academia drow reforzados por la experiencia de la década pasada a solas en la Antípoda Oscura. Belwar, dotado con la comprensión racial innata del mundo subterráneo y el broche mágico, se encargaba de mantener el rumbo, y Clak, en los momentos en que recuperaba totalmente la personalidad anterior, pedía la guía de las piedras. Pasaron por otra caverna destrozada, y por una en la que había señales de la presencia de la torre, aunque el techo era lo bastante alto como para alojar la estructura.
Al cabo de unos días, los compañeros llegaron a una caverna muy amplia, y vieron a lo lejos, junto a un arroyo, la casa del mago. Una vez más, Drizzt y Belwar se miraron sin saber qué hacer, porque la torre tenía diez metros de altura y seis de ancho, y las paredes de metal pulido frustraban sus planes. Se acercaron a la torre por caminos separados, y su asombro fue mayor aún al advertir que las paredes eran de adamantita pura, el metal más duro del mundo.
Encontraron una sola puerta, pequeña y tan bien ajustada que el perfil apenas si era visible. No tuvieron necesidad de comprobarlo para saber que era infranqueable.
—El ma… ma… Él está aquí —rugió Clak, pasando las garras sobre la puerta, desesperado.
—Entonces tendrá que salir en algún momento —afirmó Drizzt—. Y, cuando lo haga, aquí estaremos.
El plan no satisfizo al pek. Con un terrible rugido que resonó por toda la región, Clak lanzó su enorme cuerpo contra la puerta; después retrocedió de un salto y lo intentó otra vez. La puerta ni siquiera se sacudió con los golpes, y no tardó en quedar claro que el cuerpo de Clak perdería la batalla.
Drizzt intentó en vano calmar al gigante, mientras Belwar se apartaba para preparar el hechizo de poder. Por fin, Clak se dejó caer al suelo; apenas si podía respirar por culpa del agotamiento, el dolor y la rabia. Entonces entró en acción Belwar, con las manos de mithril chisporroteando cada vez que se tocaban.
—¡Apartaos! —ordenó el enano—. ¡He venido desde demasiado lejos como para permitir que una vulgar puerta me detenga!
Belwar se colocó delante de su objetivo y descargó un golpe poderosísimo con la mano-martillo. Una refulgente lluvia de chispas azules saltó en todas direcciones. Los musculosos brazos del svirfnebli trabajaron con furia pero, cuando Belwar agotó las energías, el metal sólo mostraba unas pequeñas muescas y pequeños puntos chamuscados.
Belwar entrechocó las manos disgustado, y por un instante quedó rodeado de chispas. Clak compartió sinceramente su frustración. Drizzt, en cambio, estaba más preocupado que enfadado. La torre no sólo los había detenido, sino que además el mago encerrado en el interior sabía que lo esperaban. El drow dio una vuelta alrededor de la estructura y observó que había numerosas ballesteras. Agazapado, se situó debajo de una de ellas, y oyó un canturreo suave; a pesar de que no entendía el significado de las palabras, no le costó mucho adivinar las intenciones del humano.
—¡Corred! —les gritó a sus compañeros, y entonces, llevado por la desesperación, cogió una piedra y la lanzó contra la ballestera.
La suerte estuvo de su parte, porque el proyectil golpeó en la abertura en el preciso instante en que el mago completaba el hechizo. Un rayo salió del agujero, pulverizó la piedra, y arrojó a Drizzt por los aires, pero la descarga, desviada de la trayectoria, rebotó y fue a dar contra la torre.
—¡Maldición! ¡Maldición! —chilló el mago—. ¡Odio que pasen estas cosas!
Belwar y Clak corrieron en ayuda del amigo caído. El drow sólo estaba un poco atontado y, antes de que pudieran llegar junto a él, ya se había recuperado.
—Ah, vais a pagar muy caro por lo que habéis hecho —gritó el humano desde el interior.
—¡Huyamos! —propuso el capataz.
Incluso el oseogarfio se mostró de acuerdo, pero tan pronto como Belwar miró los ojos lila del drow, comprendió que su amigo no escaparía. También Clak retrocedió un poco al ver la cólera de Drizzt Do’Urden.
—Magga cammara, elfo oscuro, no podemos entrar —le recordó el svirfnebli, prudentemente.
Drizzt sacó la estatuilla de ónice y, sosteniéndola contra la ballestera, la cubrió con el cuerpo.
—Ya lo veremos —gruñó, y llamó a Guenhwyvar. Apareció la niebla negra, y no encontró más que un único paso libre desde el talismán.
—¡Os mataré a todos! —gritó el mago invisible.
Entonces, desde el interior de la torre les llegó el rugido de la pantera y, a continuación, se escuchó otra vez la voz del humano.
—¡Quizás estoy en un error!
—¡Abre la puerta! —vociferó Drizzt—. ¡Te va la vida en ello, mago!
—¡Nunca!
Un nuevo rugido de Guenhwyvar, otro grito del mago, y la puerta se abrió de par en par.
Entraron en la torre, con Drizzt a la cabeza, y se encontraron en una habitación circular. Una escalera de hierro en el centro comunicaba con una trampilla, la salida de emergencia por la que el mago había intentado escapar. No lo había conseguido y ahora colgaba cabeza abajo por la parte posterior de la escalera, con una pierna enganchada a la altura de la rodilla en uno de los peldaños. Guenhwyvar, recuperada del todo de la zambullida en el lago de ácido y con un aspecto soberbio, sujetaba la otra pierna entre las fauces.
—Por favor, pasen —gritó el mago, que abrió los brazos y después volvió a cerrarlos deprisa para apartarse la túnica del rostro. La prenda todavía humeaba como consecuencia del rayo—. Soy Brister Fendlestick. ¡Bienvenidos a mi humilde morada!
Belwar contuvo a Clak en la puerta, sujetando a su furioso amigo con la mano-martillo, mientras Drizzt se hacía cargo del prisionero. El drow se entretuvo durante unos instantes en contemplar a su querida compañera felina, porque no había llamado a Guenhwyvar desde el día en que la pantera había resultado herida.
—Tú hablas drow —comentó Drizzt, que cogió al mago por el cuello y lo bajó de la escalera.
El elfo observó al hombre con recelo.
Nunca había visto a un humano antes del encuentro en el túnel junto al arroyo y, hasta el momento, no le producía buena impresión.
—Domino muchas lenguas —contestó el mago, poniendo en orden sus prendas. Y después, como si fuese algo muy importante, añadió—: ¡Soy Brister Fendlestick!
—¿Figura el pek entre los idiomas que sabes? —preguntó Belwar desde la puerta.
—¿Pek? —exclamó el mago, como si le diera asco la palabra.
—Pek —repitió Drizzt, acercando el filo de la cimitarra al cuello del mago para dar más énfasis a la pregunta.
Clak avanzó un paso sin preocuparse del enano que intentaba sujetarlo.
—Mi amigo era antes un pek —le explicó Drizzt—. Tú tendrías que saberlo.
—¡Pek! —dijo el mago—. Unos bichos inútiles que siempre están por el medio.
Clak dio otro paso.
—Date prisa, drow —rogó Belwar, apoyado contra la mole del oseogarfio como quien intenta evitar el derrumbe de una pared.
—Devuélvele su verdadero ser —exigió Drizzt—. Haz que nuestro amigo vuelva a ser un pek. Y hazlo ahora mismo.
—¡Bah! —resopló el mago—. ¡Así está mucho mejor! ¿Qué motivos puede tener alguien para desear ser un pek?
La respiración de Clak se convirtió en un jadeo de angustias. La fuerza de su tercer paso hizo caer a Belwar.
—Ahora, mago —le advirtió Drizzt.
Desde la escalera, Guenhwyvar profirió un rugido estremecedor.
—Bueno, está bien, de acuerdo —contestó el mago, con una mueca de disgusto—. ¡Condenado pek!
Sacó un libro enorme de un bolsillo que era demasiado pequeño para contenerlo. Drizzt y Belwar intercambiaron una sonrisa, convencidos de que se saldrían con la suya. Entonces el mago cometió un error fatal.
—Tendría que haberlo matado como hice con los demás —murmuró en voz tan baja que ni siquiera el drow escuchó las palabras.
Pero los oseogarfios tenían el oído más fino entre todas las criaturas de la Antípoda Oscura.
Un sopapo de las enormes garras de Clak lanzó a Belwar al otro lado de la habitación. Drizzt, que se volvió al oír el ruido de los pasos, acabó en el suelo tras la embestida del gigante. Y el mago, en un acto de suprema estupidez, intentó oponerse al impacto de Clak protegiéndose con la escalera; el golpe fue tan tremendo que la escalera de hierro se dobló como un alambre y la pantera voló por los aires.
Si el primer golpe descargado por los doscientos cincuenta kilos del oseogarfio había sido o no suficiente para matar al mago, era una cuestión sin importancia cuando Drizzt y Belwar se recuperaron lo suficiente para llamar a su amigo. Clak utilizaba el pico y las garras para destrozar el cuerpo del humano, y había momentos en que se veía algún relámpago o una nube de humo cuando se rompían los objetos mágicos que el hechicero guardaba en la túnica.
Cuando el oseogarfio se serenó y miró a los tres compañeros, que lo rodeaban dispuestos para el combate, el cuerpo a los pies de Clak era una masa irreconocible.
Belwar se disponía a comentar que el mago había aceptado devolver a Clak su forma original, pero desistió al ver que no tenía sentido. El monstruo se puso de rodillas y ocultó el rostro entre las zarpas, incapaz de creer lo que había hecho.
—Salgamos de este lugar —dijo Drizzt, envainando las cimitarras.
—Habría que registrarlo —sugirió Belwar al pensar en los muchos tesoros que podían estar ocultos.
Pero a Drizzt le resultaba imposible quedarse allí. El espectáculo de la furia desatada de su amigo y el olor del cadáver destrozado despertaban en él unas frustraciones y unos miedos que no podía tolerar. Abandonó la torre escoltado por la pantera.
Belwar ayudó a Clak a levantarse y lo acompañó hasta la salida. Después, incapaz de resistirse a su sentido práctico, pidió a los amigos que lo esperaran mientras él revisaba la torre, en busca de objetos que pudieran ser útiles, o de la clave que le permitiera llevarse la torre. Pero o bien el mago era un hombre pobre —cosa que Belwar ponía en duda— o tenía los tesoros bien ocultos, tal vez en algún otro plano de existencia, porque el svirfnebli sólo encontró una cantimplora y un par de botas viejas. Si existía una clave para mover la maravillosa torre de adamantita, el mago se la había llevado a la tumba.
El viaje de regreso a casa lo hicieron casi en silencio, ensimismados en sus preocupaciones y problemas. Drizzt y Belwar no necesitaban hablar de su temor más acuciante. En las conversaciones con Clak habían aprendido lo suficiente de la pacífica raza de los peks como para saber que el impulso asesino de Clak no tenía ninguna relación con la criatura que había sido una vez.
El svirfnebli y el drow tenían que admitir que las acciones de Clak eran propias del ser en que acabaría por transformarse.