Basta, basta! —jadeó el enano mientras intentaba que su compañero dejara de correr—. Magga cammara, elfo oscuro. Hace mucho que los perdimos de vista.
Drizzt se volvió hacia el capataz, con las cimitarras preparadas y un brillo furioso en sus ojos lila. Belwar, precavido, se apartó deprisa.
—Tranquilo, amigo mío —dijo el svirfnebli sin alzar la voz, con las manos de mithril levantadas por si era necesario defenderse—. Ya no hay nadie que nos amenace.
Drizzt respiró con fuerza para calmarse y, al ver que todavía empuñaba las cimitarras, se apresuró a envainarlas.
—¿Estás bien? —le preguntó Belwar, acercándose otra vez a Drizzt.
La sangre de las heridas que se había hecho al golpearse contra el borde de la pasarela manchaba el rostro del drow.
—Es culpa de la pelea —se justificó Drizzt—. La excitación. Tenía que…
—No necesitas dar explicaciones —lo interrumpió Belwar—. Lo has hecho muy bien, elfo oscuro. Estupendo. De no haber sido por tus acciones, los tres habríamos caído al lago de ácido.
—Me dominó —gimió Drizzt, buscando las palabras que pudiesen expresar mejor los sentimientos—. Es la parte oscura de mi personalidad. Pensaba que había desaparecido para siempre.
—Y así es —afirmó el capataz.
—No —replicó Drizzt—. Aquella bestia cruel en la que me había convertido me poseyó totalmente en la lucha contra los hombres-pájaro. Guió mis espadas, con salvajismo y sin ninguna piedad.
—Tú guiaste las espadas —le aseguró Belwar.
—Pero la furia me dominaba —dijo Drizzt—. Una furia ciega. Lo único que deseaba era matarlos, hacerlos pedazos.
—Si lo que dices fuese cierto, todavía estaríamos allí —declaró el svirfnebli—. Gracias a tus acciones, hemos podido escapar. Todavía quedan allí muchos hombres-pájaro vivos, y sin embargo tú saliste de la caverna. ¿Furia? Quizá, pero no ciega. Has hecho lo que debías, y sin fallos, elfo oscuro. Mejor que cualquiera que conozca. ¡No tienes que disculparte, ni ante mí ni ante ti mismo!
Drizzt se apoyó en la pared y reflexionó en las palabras del enano. Lo consolaban y agradecía los esfuerzos del capataz, pero lo remordía la rabia que había experimentado cuando Guenhwyvar cayó en el lago de ácido, una emoción tan sobrecogedora que no conseguía sobreponerse. Se preguntó si lo haría alguna vez.
A pesar de su desasosiego, Drizzt se sintió reanimado por la presencia del svirfnebli. Recordó los episodios de los últimos años, las batallas que había librado a solas. Entonces, como ahora, el cazador había pasado a primer plano y había guiado los golpes mortales de las cimitarras. Pero esta vez se había producido una diferencia que Drizzt no podía dejar de ver. Antes, cuando estaba solo, no había podido alejar al cazador. Ahora, con Belwar a su lado, Drizzt había recuperado el control sin problemas.
Sacudió la larga cabellera blanca, en un intento por alejar los últimos vestigios de la personalidad del cazador. Se tildó a sí mismo de tonto por la manera en que había iniciado la batalla contra los hombres-pájaro, atacándolos con las cimitarras de plano. Belwar y él aún habrían estado en la caverna de no haber sido porque sus instintos lo habían guiado, de no haberse enterado de la caída de la pantera.
De pronto miró a Belwar, al recordar el motivo de la furia.
—¡La estatuilla! —gritó—. La tienes tú.
—¡Magga cammara! —exclamó el svirfnebli, con la voz dominada por un pánico repentino, mientras sacaba el objeto del bolsillo—. ¿Crees que estará herida? ¿El ácido habría sido capaz de dañar a Guenhwyvar? ¿Habrá conseguido escapar al plano astral?
Drizzt cogió el talismán con manos temblorosas y lo examinó. Se consoló en parte al ver que no tenía ninguna marca. El drow pensó que no debía llamar a la pantera; si estaba herida, sin duda se recuperaría mejor en su propio plano de existencia. Pero Drizzt deseaba saber cuál había sido el destino de Guenhwyvar. Depositó la figura en el suelo junto a los pies y llamó suavemente.
El drow y el svirfnebli suspiraron aliviados cuando la niebla se formó alrededor de la estatuilla de ónice. Belwar sacó el broche encantado para poder ver mejor al felino.
Les esperaba un espectáculo lamentable. Obediente y leal, Guenhwyvar respondió a la llamada de Drizzt, pero en cuanto el elfo vio a la pantera, comprendió que no debería haberla llamado, para que hubiera podido curar sus heridas en paz. La sedosa piel de Guenhwyvar aparecía quemada, y se veían más trozos de epidermis abrasada que pelo. Los músculos colgaban destrozados, quemados hasta el hueso, y parecía haber perdido un ojo.
Guenhwyvar trastabilló cuando intentó acercarse a Drizzt, quien, al verla en semejante estado, corrió hacia ella y le rodeó el cuello con los brazos.
—Guen —murmuró.
—¿Se curará? —preguntó Belwar en voz baja, casi a punto de echarse a llorar con cada palabra.
Drizzt sacudió la cabeza sin saber qué decir. En realidad sabía muy pocas cosas de la pantera más allá de sus méritos como cazadora. Había visto al animal herido en otras ocasiones, pero nunca de tanta gravedad. Ahora sólo podía confiar en que las propiedades mágicas del plano original le permitieran una recuperación rápida.
—Vuelve a tu casa —dijo Drizzt—. Descansa y cúrate, amiga mía. Te llamaré dentro de unos días.
—Quizá podamos hacer algo para ayudarla —sugirió Belwar.
—La mejor cura para Guenhwyvar es el descanso —respondió el drow, mientras la pantera se esfumaba en la niebla—. No podemos hacer nada por ella que le sirva en el otro plano. Consume gran cantidad de energía cada vez que entra en nuestro mundo. Paga un pesado tributo por cada minuto que está con nosotros.
Guenhwyvar había desaparecido. Drizzt recogió la estatuilla y la observó durante un rato muy largo antes de resignarse a guardarla en el bolsillo.
Una espada arrojó la manta al aire, y después, ayudada por la otra, la cortó y atravesó hasta reducirla a harapos. Zaknafein echó una mirada a las monedas de plata en el suelo. Un simulacro burdo, pero el campamento, y la posibilidad de que Drizzt volviese allí, habían retenido a Zaknafein durante varios días.
Drizzt Do’Urden se había ido, y se había tomado muchas molestias para anunciar que dejaba Blingdenstone. El espectro hizo una pausa para considerar esta nueva información, y la necesidad de pensar, de apelar al ser racional que Zaknafein había sido y no limitarse al nivel instintivo, produjo el inevitable conflicto entre el ser no muerto y el espíritu que lo mantenía cautivo.
En su antecámara, la matrona Malicia Do’Urden sentía la lucha en el interior de su creación. En el zin-carla, el control del espectro era responsabilidad de la madre matrona que había recibido el regalo de la reina araña. Malicia debía trabajar muy duro para mantener el dominio, tenía que utilizar una sucesión de hechizos y letanías para interponerse entre los procesos mentales del espectro y las emociones y el alma de Zaknafein Do’Urden.
El espectro se sacudió al percibir la intrusión de la poderosa voluntad de Malicia, sin poder hacer nada para oponerse. En cuestión de segundos, el espectro comenzó a inspeccionar la pequeña caverna que Drizzt y otro ser, probablemente un enano, habían preparado como si fuese un campamento. Hacía semanas que se habían marchado, y sin duda se alejaban de Blingdenstone a toda prisa. Lo más lógico, pensó el espectro, era suponer que también se alejaban de Menzoberranzan.
Zaknafein dejó la caverna y entró en el túnel principal. Olió hacia el este, en dirección a Menzoberranzan; después dio media vuelta, se puso en cuclillas y volvió a oler. Los hechizos de localización de los que lo había imbuido Malicia no podían cubrir distancias tan grandes, pero el débil rastro que percibió el espectro fue suficiente para confirmar las sospechas. Drizzt se dirigía al oeste.
Zaknafein se alejó por el túnel, sin la más mínima cojera por la herida infligida por la lanza del goblin, una lesión que habría incapacitado de por vida a un ser humano. Drizzt llevaba una ventaja de una semana, quizá dos, pero esto no representaba un inconveniente para el espectro. La presa necesitaba dormir, tenía que descansar y comer. Era un ser vivo, mortal y, por lo tanto, débil.
—¿Qué clase de ser es aquél? —le susurró Drizzt a Belwar mientras observaban a la extraña criatura bípeda que llenaba cubos en la rápida corriente de un arroyo.
Todos los túneles del sector aparecían alumbrados por una luz mágica, aunque Drizzt y Belwar se consideraban seguros entre las sombras de un saliente rocoso a unos cincuenta metros de la figura encorvada.
—Un hombre —contestó Belwar—. Un humano de la superficie.
—Está muy lejos de su casa —comentó Drizzt—. Sin embargo, parece encontrarse a gusto con el entorno. Jamás hubiese creído que un habitante pudiese sobrevivir en la Antípoda Oscura. Va en contra de todo lo que aprendí en la Academia.
—Es probable que sea un brujo —opinó Belwar—. Esto explicaría la iluminación en la zona, y el hecho de que esté aquí.
Drizzt miró al svirfnebli, intrigado.
—Los magos son una gente muy rara —explicó el enano, como si fuese una verdad evidente—. Y, según he oído decir, los magos humanos más que cualquier otro. Los hechiceros drows buscan el poder. Mis colegas svirfneblis estudian para mejorar los conocimientos de las piedras. Pero los magos humanos…, ¡Magga cammara, elfo oscuro, los magos humanos son una panda extrañísima! —añadió el enano, con un evidente tono de desdén en la voz.
—¿Cuál es el propósito que guía a los magos humanos? —preguntó el drow.
—No creo que nadie haya podido todavía descubrir la razón —repuso Belwar, con toda sinceridad—. Los humanos son una raza extraña e imprevisible, y lo mejor es no meterse con ellos.
—¿Has conocido a alguno?
—A unos cuantos. —Belwar tembló como si el recuerdo no fuese muy agradable—. Traficantes de la superficie. Gente fea y arrogante. Piensan que el mundo les pertenece.
Sin darse cuenta, Belwar había hablado más alto de lo que pretendía, y la figura junto al arroyo movió la cabeza en la dirección donde se encontraban los compañeros.
—¡Salid de ahí, pequeños roedores! —gritó el humano en un lenguaje incomprensible para los dos amigos.
El mago repitió las palabras en otro idioma, después en drow, a continuación en otros dos también desconocidos, y luego en svirfnebli. Al no tener respuesta probó varios más, mientras Drizzt y Belwar se miraban incrédulos.
—Es un hombre culto —le comentó Drizzt al enano.
—Malditas ratas —murmuró el humano, que miró en derredor buscando la manera de hacer salir a los roedores de su escondrijo, en la creencia de que podían proporcionarle una buena comida.
—Averigüemos si es amigo o enemigo —susurró Drizzt, y se movió para salir del escondite.
Belwar lo detuvo, vacilante, pero al fin, dejándose llevar por la intuición, encogió los hombros y dejó ir al elfo oscuro.
—Salud, humano que estás tan lejos de tu hogar —dijo Drizzt en su lengua nativa, al tiempo que se apartaba de las rocas.
El humano mostró una expresión de asombro y se mesó violentamente la rala barba blanca.
—¡No eres una rata! —chilló el mago utilizando un drow afectado pero comprensible.
—No —respondió Drizzt.
Miró a Belwar, que lo seguía para reunirse con él.
—¡Ladrones! —gritó el humano—. Habéis venido para robar mi casa, ¿no es así?
—No —repitió Drizzt.
—¡Marchaos! —vociferó el hombre, moviendo las manos como un granjero que espanta a las gallinas—. Marchaos. ¡Vamos, deprisa!
Drizzt y Belwar intercambiaron una mirada de desconcierto.
—No —insistió Drizzt.
—¡Ésta es mi casa, estúpido elfo oscuro! —afirmó el humano—. ¿Te he pedido que vinieras? ¿Te envié una carta invitándote a venir? ¿O es que tú y tu horrible amigo os creéis obligados a darme la bienvenida al vecindario?
—Cuidado, drow —susurró Belwar mientras el humano continuaba con sus disparates—. No hay duda de que es un mago, y que no está en sus cabales.
—¿Acaso los drows y los enanos me tienen miedo? —añadió el hombre casi para sí mismo—. Sí, desde luego. Se han enterado de que yo, Brister Fendlestick, he decidido vivir en las profundidades de la Antípoda Oscura y han unido fuerzas para protegerse de mi presencia. Sí, sí, ahora está claro y es verdaderamente lamentable.
—Me he enfrentado otras veces a los magos —le informó Drizzt a Belwar—. Confiemos en poder arreglar este asunto sin violencia. En cualquier caso, te advierto que no tengo intención de regresar por donde hemos venido. —Belwar asintió muy serio mientras Drizzt se volvía hacia el hombre—. Tal vez podamos convencerlo de que nos deje pasar.
El mago se sacudió como si estuviese a punto de estallar.
—¡Muy bien! —gritó de pronto—. Pues ¡no os vayáis!
Drizzt comprendió que era imposible razonar con este personaje y avanzó, dispuesto a acercarse todo lo posible antes de que el mago pudiese atacarlo.
Pero el humano había aprendido a sobrevivir en la Antípoda Oscura, y las defensas ya estaban dispuestas mucho antes de que Drizzt y Belwar salieran del escondite. Movió las manos y pronunció una palabra que los compañeros no entendieron. Uno de los anillos que llevaba resplandeció con fuerza y soltó una pequeña bola de fuego que flotó entre él y los intrusos.
—¡Bienvenidos a mi casa! —vociferó el mago, en un tono de burla—. ¡A ver qué os parece esto!
Chasqueó los dedos y desapareció.
Drizzt y Belwar pudieron sentir cómo la esfera luminosa se cargaba de energía.
—¡Corre! —gritó el capataz, y dio media vuelta para huir.
En Blingdenstone, la magia consistía en su mayor parte en trucos de ilusionismo, pensados para la defensa. Pero en Menzoberranzan, donde Drizzt había aprendido los rudimentos del oficio, los hechizos tenían un carácter ofensivo. El elfo conocía el peligro que representaba aquella bola, y sabía que era inútil pretender esquivarla en los túneles.
—¡No! —dijo al tiempo que agarraba a Belwar por la espalda de la chaqueta de cuero y lo arrastraba en línea recta hacia la esfera.
El enano confiaba en Drizzt, así que dio media vuelta y corrió junto a su amigo. El capataz comprendió el plan del drow en cuanto apartó la mirada de la bola de fuego. Drizzt corría hacia el arroyo.
Los amigos se zambulleron en el agua, sin preocuparse de los golpes contra las piedras, en el mismo momento en que estallaba el proyectil mágico.
Un instante después, salieron del agua hirviendo, con las prendas chamuscadas en las partes que no habían quedado sumergidas. Durante unos segundos tosieron y tuvieron problemas para respirar porque las llamas habían consumido casi todo el aire de la caverna y el calor residual de las piedras resultaba insoportable.
—Humanos —masculló Belwar, enfadado.
Caminó hasta la orilla y se sacudió vigorosamente.
Drizzt salió detrás de él y se echó a reír, cosa que al enano no le hizo mucha gracia.
—Recuerda al mago —le dijo al drow, que de inmediato se agachó y miró a su alrededor, inquieto.
Se pusieron en marcha sin perder ni un segundo.
—¡Nuestro hogar! —proclamó Belwar un par de días más tarde.
Los dos amigos contemplaron desde una cornisa angosta la amplia y alta caverna que albergaba un lago subterráneo. Detrás de ellos había otra caverna con tres cámaras y una sola entrada muy pequeña, fácil de defender.
Drizzt subió los tres metros o poco más que lo separaban del capataz.
—Quizá —dijo sin comprometerse—, aunque el mago sólo está a unos pocos días de marcha.
—Olvídate del humano —gruñó Belwar, con la mirada puesta en el trozo chamuscado de la chaqueta que tanto apreciaba.
—Y tampoco me entusiasma tener un lago tan grande a unos pasos de la puerta —añadió Drizzt.
—¡Lleno de peces! —señaló el enano—. Y con musgos y plantas que nos llenarán la barriga, y agua bastante pura.
—Pero un oasis como éste atraerá visitantes —sostuvo Drizzt—. Pienso que no disfrutaremos de mucho descanso.
Belwar echó una mirada a la pared cortada a pico hasta el suelo de la gran caverna.
—Eso nunca ha sido un problema —dijo con una risita—. Los grandes no podrán llegar hasta aquí, y en cuanto a los pequeños… bueno, he visto cómo cortan tus espadas, y tú has visto la fuerza de mis manos. ¡Yo no me preocuparía de los pequeños!
A Drizzt le gustaba la confianza del svirfnebli, y debía admitir que no había encontrado otro lugar adecuado para instalarse. El agua, escasa y la mayoría de las veces no potable, era un bien precioso en la aridez de la Antípoda Oscura. Con el lago y la vegetación en los alrededores, Drizzt y Belwar no tendrían que caminar mucho para conseguir comida.
Drizzt estaba a punto de manifestar su aprobación cuando un movimiento en la orilla del lago llamó la atención de los compañeros.
—¡Y cangrejos! —exclamó el svirfnebli, con un entusiasmo que el elfo no compartía—. ¡Magga cammara, elfo oscuro! ¡Cangrejos! ¡El bocado más delicioso que puedas imaginar!
Un cangrejo había salido de las aguas del lago; un monstruo gigantesco de casi cuatro metros de largo y pinzas capaces de partir en dos a un humano, lo mismo que a un elfo o un enano. Drizzt miró a Belwar, incrédulo.
—¿Un bocado? —preguntó.
Una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro del capataz, que golpeó las manos metálicas con gran estrépito.
Aquella noche cenaron carne de cangrejo, y también al día siguiente, y al otro, y al otro, y Drizzt acabó por reconocer que la cueva junto al lago subterráneo era un hogar magnífico.
El espectro se detuvo para contemplar el campo iluminado por el resplandor rojizo. En vida, Zaknafein Do’Urden habría evitado el lugar, consciente del peligro de las cavernas luminosas y los musgos fosforescentes. Pero al espectro sólo le interesaba el rastro; Drizzt había pasado por aquí.
El ser caminó entre las baruchas, sin hacer caso de las nubes de esporas tóxicas que levantaba a cada paso, esporas que envenenaban los pulmones de cualquiera que respirara.
Pero Zaknafein no necesitaba respirar.
Entonces se escuchó el retumbar de un trueno cuando el manducador apareció para proteger sus dominios. Zaknafein adoptó una postura defensiva porque sus instintos le advirtieron del peligro. El manducador recorrió el campo de musgo sin notar la presencia del intruso. De todos modos no se retiró; ya que ahora disfrutaría de una buena ración de baruchas.
Cuando el gusano gigante llegó al centro de la caverna, el espectro dejó que se disipara el hechizo de levitación. Zaknafein aterrizó en el lomo del monstruo, y apretó bien las piernas. El manducador se encabritó y corrió de un lado para otro para quitarse de encima al atacante, pero Zaknafein ni se movió. La piel del manducador era gruesa y dura, capaz de repeler todo tipo de armas excepto las espadas de Zak.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Belwar un día, interrumpiendo la construcción de una puerta nueva para la caverna.
Drizzt, que se hallaba en la orilla del lago, también debía de haber oído el ruido, porque había dejado caer el casco que empleaba para recoger agua, y había empuñado las cimitarras. Levantó una mano como señal para que el capataz permaneciera en silencio; después subió a la cornisa para hablar con su compañero.
El sonido, un castañeteo muy fuerte, sonó otra vez.
—¿Sabes qué es, elfo oscuro? —susurró Belwar.
—Oseogarfios —respondió—. Tienen el oído más fino de toda la Antípoda Oscura.
Drizzt no hizo ningún comentario referente al único encuentro que había tenido con esta clase de monstruos. Había sido durante un ejercicio de vigilancia, cuando él guiaba a su clase de la Academia por los túneles de las afueras de Menzoberranzan. La patrulla había encontrado a un grupo de las enormes criaturas bípedas, con exoesqueletos duros como el acero y dotados con picos y garras poderosas. Gracias a las hazañas de Drizzt, habían salido victoriosos, pero el joven recordaba sobre todo el convencimiento de que los maestros de la Academia habían planeado el encuentro como parte del ejercicio y que no habían vacilado en sacrificar a un pobre niño drow para añadir realismo a la prueba.
—Vamos a buscarlos —añadió Drizzt, decidido.
Belwar contuvo el aliento al ver el destello en los ojos lila del drow.
—Los oseogarfios son rivales de cuidado —explicó el elfo, atento a la inquietud del enano—. No podemos permitir que permanezcan en la región.
Guiado por el castañeteo, Drizzt no tuvo dificultades para encontrarlos. En silencio pasó por el último recodo con Belwar casi pegado a los talones. En una parte más ancha del túnel había un oseogarfio solitario que golpeaba las garras rítmicamente contra la piedra como si fuese un minero svirfnebli utilizando el pico.
Drizzt contuvo a Belwar y le indicó que él se bastaba para acabar con el monstruo si conseguía acercarse sin ser descubierto. El enano asintió, aunque se mantuvo alerta por si era necesaria su intervención.
El oseogarfio, muy entretenido con el juego, no oyó ni vio el cauteloso avance del drow. Drizzt se situó detrás mismo del monstruo, y buscó la forma más rápida y segura de matarlo. Sólo descubrió un resquicio en el exoesqueleto, una grieta entre el pectoral y el cuello. Sin embargo, meter la espada por allí no sería cosa fácil porque el ser medía tres metros de estatura.
Pero el cazador encontró la solución. Se lanzó con todas las fuerzas contra la parte de atrás de las rodillas del oseogarfio; en cuanto los hombros entraron en contacto, levantó las cimitarras para buscar las ingles. Al monstruo se le doblaron las piernas y cayó de espaldas sobre el drow que, con la agilidad de un gato, rodó sobre sí mismo y se levantó para montarse sobre el caído; un segundo después, las puntas de las cimitarras se deslizaron por la grieta de la armadura.
Podría haber acabado con el oseogarfio en el acto; sólo bastaba empujar las cimitarras para que se hundieran en el cuello. Pero Drizzt vio algo —¿terror?— en el rostro del oseogarfio, algo en la expresión de la criatura que no debería haber estado allí. Contuvo el instinto del cazador, tomó el control de las armas, y vaciló un instante, lo suficiente para que el oseogarfio, para asombro de Drizzt, dijera claramente y en correcto idioma drow:
—¡Por favor…, no… me… mates!