Lo has preparado? —le preguntó Drizzt a Belwar cuando el capataz se reunió con él en el sinuoso pasaje.
—He hecho el hoyo del fogón —contestó Belwar, golpeando orgulloso las manos de mithril sin hacer demasiado ruido—. Dejé las mantas arrugadas en un rincón y rasqué con las botas por todas partes. Tu bolsa está en un lugar donde no costará mucho encontrarla. Incluso dejé unas cuantas monedas de plata entre las mantas; no creo que vaya a necesitarlas.
El enano acompañó estas últimas palabras con una risita, pero Drizzt pudo ver que a su amigo le dolía haberse desprendido del metal precioso.
—Un buen engaño —lo felicitó Drizzt, para hacerle olvidar el sacrificio.
—¿Y tú qué has hecho, elfo oscuro? —dijo Belwar—. ¿Has oído o visto algo?
—Nada —respondió Drizzt. Señaló uno de los túneles—. He enviado a Guenhwyvar para que explore la zona. Si hay alguien, no tardaremos en saberlo.
—Buena idea —comentó Belwar—. Montar un falso campamento bien lejos de Blingdenstone mantendrá a tu madre apartada de mi gente.
—Y quizá convenza a mi familia de que todavía estoy en la región y que no tengo la intención de marcharme —añadió Drizzt, esperanzado—. ¿Has pensado adónde iremos?
—Da igual cualquier camino —repuso el enano, abriendo los brazos—. No hay ninguna ciudad cercana, excepto las nuestras. Al menos, que yo sepa.
—Entonces, vayamos hacia el oeste —propuso Drizzt—. Rodearemos Blingdenstone y nos adentraremos en las profundidades, en la dirección opuesta a Menzoberranzan.
—Bien pensado —dijo el capataz.
Belwar cerró los ojos y se concentró en las emanaciones de la piedra. Como muchas otras razas de la Antípoda Oscura, los enanos podían distinguir las variaciones magnéticas de la piedra, una capacidad que les permitía seguir el rumbo con tanta precisión como un habitante de la superficie que se guiara por el sol. Al cabo de unos instantes, Belwar asintió y señaló el túnel adecuado.
—Por allí se va al oeste —manifestó el enano—. Vamos, deprisa. Cuanta más distancia nos separe de tu madre, más seguros estaremos todos.
Hizo una pausa para mirar a Drizzt durante un rato mientras pensaba si la próxima pregunta no sería una intromisión en los asuntos privados de su nuevo amigo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó éste al ver la inquietud del enano.
Belwar decidió arriesgarse, sólo para descubrir hasta qué punto había llegado la intimidad entre ellos dos.
—Cuando te enteraste de que tú eras la causa de la actividad drow en los túneles orientales —dijo el enano, sin rodeos—, me pareció ver que te temblaban las rodillas. Ellos son tu familia, elfo oscuro. ¿De verdad son tan terribles?
La carcajada de Drizzt convenció a Belwar de que no lo había ofendido con la pregunta.
—Ven —respondió Drizzt, al ver que Guenhwyvar regresaba de la exploración—. Si hemos acabado de preparar el campamento falso, ya es hora de dar los primeros pasos de nuestra vida. El camino que nos aguarda es muy largo y tendremos tiempo de sobra para las historias acerca de mi casa y mi familia.
—¡Espera! —dijo Belwar. Metió una mano en la bolsa y sacó un cofre pequeño—. Un regalo del rey Schnicktick —explicó mientras levantaba la tapa y sacaba un broche resplandeciente, cuya suave luz alcanzaba para iluminar el terreno a su alrededor.
—Te convertirá en un blanco perfecto —comentó el drow, mirando asombrado al capataz.
—Nos convertirá a los dos en blancos perfectos —lo corrigió el enano, con un tono de sorna—. Pero no temas, elfo oscuro; la luz mantendrá más enemigos a raya de los que puede atraer. ¡No me gusta pisar cangrejos ni cualquier otro bicho que se arrastre por el suelo!
—¿Cuánto tiempo brillará? —preguntó Drizzt, y Belwar comprendió por el tono que el elfo deseaba que se apagara cuanto antes.
—El duomer es eterno —contestó Belwar, con una sonrisa—. A menos que algún sacerdote o mago lo apague. Deja de preocuparte. ¿Conoces alguna criatura de la Antípoda Oscura capaz de entrar voluntariamente en una zona iluminada?
Drizzt encogió los hombros y decidió confiar en la experiencia del capataz.
—Muy bien —asintió, sacudiendo la larga melena blanca—. Es hora de iniciar nuestra marcha.
—Es hora de caminar y contar historias —afirmó Belwar, al tiempo que echaba a andar más deprisa de lo habitual para poder acomodar el paso a las largas y ágiles zancadas del drow.
Caminaron durante muchas horas, hicieron un alto para comer, y volvieron a caminar muchas más. Algunas veces Belwar utilizaba la luz del broche; otras veces los amigos caminaban en la oscuridad si percibían la presencia de algún peligro en la zona. Guenhwyvar los acompañaba, aunque no la veían con frecuencia porque la pantera hacía las funciones de exploradora.
Durante toda una semana, los compañeros sólo se detuvieron cuando el cansancio o el hambre les imponían una pausa, pues deseaban alejarse de Blingdenstone —y de los perseguidores de Drizzt— todo lo posible. Sin embargo, tardaron una semana más en llegar a una región desconocida para el enano. Belwar había sido capataz casi cincuenta años, y había dirigido las expediciones mineras que más se habían alejado de Blingdenstone.
—Conozco este lugar —comentaba Belwar a menudo cuando entraban en una caverna, y añadía—: aquí encontramos hierro.
Y después mencionaba otros minerales preciosos que Drizzt nunca había escuchado mencionar. Y, si bien los interminables relatos del capataz sobre las expediciones eran casi todos iguales (¿cuántas maneras de cortar la piedra conocían los enanos?), Drizzt los escuchaba con mucha atención, sin perderse ni una palabra.
Conocía la alternativa.
Por su parte, Drizzt le narró las aventuras vividas en la Academia de Menzoberranzan y compartió con él sus afectuosos recuerdos de Zaknafein y su entrenamiento con las armas. Le mostró a Belwar cómo se ejecutaba el doble golpe bajo y la parada que había descubierto para responder al ataque, para sorpresa y dolor del maestro. El joven le explicó el complicado código de gestos y movimientos manuales utilizado por los elfos para comunicarse en silencio, y llegó a pensar en enseñarle al enano el lenguaje, pero descartó la idea en cuanto Belwar soltó una carcajada estentórea y le mostró las manos metálicas. Provisto con un martillo y una pica en lugar de dedos era imposible que el capataz pudiese emplear el código. De todos modos, Belwar agradeció la buena intención de Drizzt, y los compañeros celebraron lo absurdo del propósito con muchas risas.
Guenhwyvar y el enano no tardaron en hacerse amigos. A menudo, cuando Belwar se dormía, la pantera se echaba con todo el peso sobre las piernas del enano, que se despertaba al sentir el cosquilleo de la piel del animal. El capataz siempre protestaba y le pegaba a Guenhwyvar en la grupa con la mano-martillo —cosa que acabó convirtiéndose en un juego para los dos—, pero la verdad era que a Belwar no lo molestaba en absoluto la compañía de la pantera. De hecho, la presencia de Guenhwyvar lo ayudaba a conciliar el sueño porque lo protegía de los muchos peligros imprevistos de la Antípoda Oscura.
Una vez Drizzt le susurró a Guenhwyvar:
—¿Lo has entendido?
Un poco más allá, Belwar dormía muy tranquilo, acostado en el suelo y con una piedra por almohada. El drow sacudió la cabeza asombrado mientras contemplaba a su amigo. Comenzaba a creer que los enanos se excedían un poco en su afinidad con la tierra.
—Adelante —le ordenó a la pantera.
Guenhwyvar avanzó con paso elástico y se dejó caer sobre las piernas del capataz. Por su parte, Drizzt se ocultó en la entrada de un túnel y espió a la pareja.
Al cabo de unos pocos minutos, Belwar se despertó quejoso.
—¡Magga cammara, pantera! —gruñó el enano—. ¿Por qué siempre te acuestas encima de mí en lugar de hacerlo a mi lado?
Guenhwyvar sólo se movió un poco y respondió a la protesta de Belwar con un sonoro suspiro.
—¡Magga cammara, animal! —rugió el capataz. Movió los dedos de los pies en un intento inútil por mantener la circulación y aliviar el entumecimiento de las piernas—. ¡Lárgate!
Belwar se incorporó apoyado en un codo y lanzó un golpe con la mano-martillo contra la grupa de la pantera.
Antes de que el golpe pudiese llegar a tocarla, Guenhwyvar se alejó de un salto fingiendo que huía. Pero en cuanto el capataz se descuidó un instante, la pantera dio media vuelta y se arrojó sobre el enano, que se vio sepultado debajo del animal.
Después de unos segundos de forcejeos, Belwar consiguió sacar la cabeza al aire libre.
—¡Apártate de mí si no quieres sufrir las consecuencias! —chilló el enano.
Sin preocuparse de la supuesta amenaza, Guenhwyvar se acomodó mejor sobre el capataz.
—¡Elfo oscuro! —llamó Belwar sin atreverse a gritar demasiado fuerte—. Elfo oscuro, ven aquí y llévate tu pantera. ¡Elfo oscuro!
—Hola —respondió Drizzt, que salió del túnel como si acabara de llegar—. ¿Otra vez estáis jugando? Creía que era hora de que me relevaras…
—Ahora mismo voy a reemplazarte —declaró Belwar, aunque las palabras quedaron ahogadas en parte por la espesa piel de la pantera cuando ésta se movió una vez más.
Drizzt vio cómo el enano fruncía la ganchuda nariz irritado.
—No, no —se apresuró a decir el drow—. No estoy cansado, y por nada del mundo interrumpiría vuestro juego. Sé que lo pasáis de maravilla —agregó y, pasando junto a la pareja, palmeó a Guenhwyvar en la cabeza al tiempo que le hacía un guiño de complicidad.
—¡Elfo oscuro! —protestó Belwar a espaldas de Drizzt, pero éste no le hizo caso y desapareció en el túnel.
La pantera, con la bendición del drow, se durmió en cuestión de segundos.
Drizzt se agazapó y permaneció muy quieto, a la espera de que sus ojos pasaran de la infravisión —que le permitía ver las ondas de calor de los objetos en el espectro infrarrojo— a la visión normal en el reino de la luz. Incluso antes de acabar el cambio, Drizzt sabía que su suposición era correcta. Adelante, más allá de una arcada natural no muy alta, había un resplandor rojizo. El drow aguardó al enano antes de averiguar de qué se trataba. Casi de inmediato, el suave brillo del broche encantado del capataz apareció a la vista.
—Apaga la luz —susurró Drizzt, y el brillo del broche desapareció.
Belwar avanzó con mucha cautela por el túnel para reunirse con su compañero. Él también había visto el resplandor rojizo más allá de la arcada y comprendía la precaución del elfo oscuro.
—¿Puedes llamar a la pantera? —preguntó Belwar.
—La magia está limitada por períodos de tiempo —contestó Drizzt—. Guenhwyvar sólo puede moverse en el plano material durante unas horas. Después necesita descansar.
—Podríamos regresar por donde hemos venido —propuso Belwar—. Quizás haya otro túnel que nos permita salvar el obstáculo.
—Hemos recorrido ocho kilómetros desde la última bifurcación —replicó Drizzt—. Son demasiados para hacerlos otra vez.
—Entonces veamos qué tenemos delante —decidió el capataz, y echó a andar.
Drizzt, complacido por la actitud resuelta del enano, se apresuró a seguirlo.
Al otro lado de la arcada, que Drizzt tuvo que cruzar agachado, encontraron una caverna muy grande, con las paredes y el suelo tapizados con algo que parecía musgo. Éste era el origen de la luz roja. El elfo se detuvo, intrigado, pero Belwar sabía qué era.
—¡Baruchas! —gritó el capataz, divertido. Se volvió hacia Drizzt y, al ver que seguía serio, explicó—: Escupidores granates, elfo oscuro. Hacía décadas que no veía un grupo tan grande. ¿Sabes?, no es algo muy corriente.
Drizzt, sin advertir el peligro, relajó los músculos y avanzó. La mano-pica de Belwar le enganchó un brazo, y el enano lo obligó a volver con un tirón brusco.
—Escupidores granates —repitió el capataz, poniendo mucho énfasis en la primera palabra—. Magga cammara, elfo oscuro, ¿cómo has podido sobrevivir todos estos años?
Belwar se volvió y descargó la mano-martillo contra la pared de la arcada; un trozo de roca bastante grande cayó al suelo. La recogió con la parte llana de la mano-pica y la arrojó hacia uno de los costados de la caverna. La piedra golpeó el musgo rojizo con un sonido suave, y una nube de humo y esporas se alzó en el aire.
—¡Escupen y te ahogan con las esporas! —explicó Belwar—. Si tienes la intención de pasar por aquí, camina con cuidado, mi valiente y tonto amigo.
Drizzt se rascó la cabeza mientras pensaba en el problema. No le apetecía caminar los ocho kilómetros de regreso por el túnel, pero tampoco tenía la intención de atravesar ese campo de muerte roja. Sin apartarse de la arcada, miró a su alrededor en busca de una solución. Varias rocas, que podían servir de pasarela, se alzaban entre las baruchas, y más allá había un sendero de piedra de unos tres metros de ancho que corría perpendicular a la arcada a través de la caverna.
—Podemos pasar —le dijo al capataz—. Allí hay un sendero despejado.
—Siempre hay uno en los campos de baruchas —masculló Belwar casi para sí mismo, pero Drizzt oyó el comentario.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, mientras saltaba ágilmente sobre la primera de las piedras.
—Por aquí ronda un manducador —explicó el enano—. O por lo menos ha estado aquí.
—¿Un manducador?
Drizzt, prudentemente, bajó de la piedra para regresar junto al capataz.
—Una oruga gigante —contestó Belwar—. A los manducadores les encantan las baruchas. Al parecer son los únicos a quienes no los molestan las baruchas.
—¿Cómo son de grandes?
—¿Qué ancho tiene el sendero? —inquirió Belwar.
—Unos tres metros —respondió Drizzt, que se encaramó otra vez a la piedra para ver mejor.
—El ancho suficiente para un manducador grande, dos como máximo —afirmó Belwar, después de una pausa.
Drizzt abandonó el puesto de observación y volvió junto al enano, tras asegurarse de que no había más peligros a la vista.
—Un gusano muy grande —comentó.
—Pero con la boca pequeña —dijo Belwar—. Los manducadores sólo comen musgos, líquenes… y baruchas, si las encuentran. En general, son unas criaturas bastante pacíficas.
Por tercera vez, Drizzt escaló la piedra.
—¿Hay alguna cosa más que deba saber antes de seguir? —preguntó, irritado.
Belwar sacudió la cabeza.
Drizzt encabezó la marcha por las piedras, y muy pronto los dos compañeros se encontraron en medio del sendero, que atravesaba la caverna y acababa con la entrada a un pasaje a cada lado. Drizzt señaló a izquierda y derecha, interesado en saber cuál de las dos preferiría el enano.
Belwar caminó hacia la izquierda, pero se detuvo bruscamente y miró al frente. Drizzt comprendió el titubeo del capataz, porque él también sentía las vibraciones de la piedra bajo los pies.
—Un manducador —anunció Belwar—. No te muevas y observa, amigo mío. Es algo digno de ver.
Drizzt sonrió con alegría y se agachó, dispuesto a disfrutar del entretenimiento. Pero entonces oyó unos pasos apresurados a sus espaldas, y sospechó que algo no iba bien.
—¿Adónde…? —comenzó a preguntar Drizzt cuando dio media vuelta y descubrió que Belwar huía hacia la otra salida.
El drow se calló cuando un ruido ensordecedor como el de un derrumbe sonó en la entrada opuesta.
—¡Es digno de ver! —oyó que gritaba Belwar, y no pudo negar la verdad de las palabras del enano al ver aparecer al manducador.
Era enorme —más grande que el basilisco que él había matado— y tenía el aspecto de un gigantesco gusano gris, excepto por la multitud de pequeñas patas que sobresalían a lo largo del torso. Drizzt comprobó que Belwar no le había mentido, porque el monstruo no tenía casi boca, ni garras ni nada capaz de hacer daño. Pero el gigante avanzaba en línea recta hacia Drizzt con mala intención, y el elfo se imaginó a sí mismo aplastado como una lámina contra el suelo. Buscó una de las cimitarras, y entonces comprendió lo absurdo de su idea. ¿Dónde tenía que herir al gusano para detener su marcha? Abrió los brazos en un gesto de renuncia y después dio media vuelta y echó a correr desesperado detrás del capataz.
El suelo se sacudía con tanta violencia bajo los pies de Drizzt que el drow se preguntó si no caería fuera del sendero para acabar entre las baruchas. En aquel instante descubrió que le quedaba muy poco para llegar al final del túnel y pudo ver un pequeño pasaje lateral, demasiado pequeño para el manducador, un poco más allá de la caverna de las baruchas. Recorrió como una exhalación los últimos metros y se lanzó de cabeza al túnel pequeño, donde rodó por el suelo para aminorar el impacto, aunque de todos modos chocó con fuerza contra la pared. Un segundo después, el manducador embistió la boca del túnel, y una lluvia de piedras sueltas castigó a Drizzt.
Cuando se disipó la polvareda, el gusano permanecía fuera del pasaje; emitía un gemido ronco y, de vez en cuando, golpeaba la cabeza contra la entrada. Belwar se encontraba un poco más hacia el interior y contemplaba a Drizzt con los brazos cruzados y una sonrisa complacida en el rostro.
—¿Conque pacíficos, eh? —le gruñó Drizzt, mientras se ponía en pie y se sacudía el polvo.
—Lo son —contestó Belwar—. Pero a los manducadores les encantan las baruchas y no les gusta compartirlas.
—¡Casi consigues que me aplaste! —protestó el drow.
—No lo olvides, elfo oscuro —respondió el capataz, sin negar la acusación—, porque la próxima vez que envíes a tu pantera a incordiarme mientras duermo la venganza será terrible.
Drizzt hizo todo lo posible para ocultar su sonrisa. El corazón todavía le latía desbocado como consecuencia de la descarga de adrenalina, pero el joven no estaba enfadado con su compañero. Recordó los enfrentamientos que había vivido unos pocos meses atrás, cuando no tenía a nadie. ¡Qué distinta era la vida ahora que contaba con Belwar Dissengulp! ¡Y mucho más agradable! Drizzt espió por encima del hombro al enfurecido y empecinado manducador.
¡Y mucho más interesante!
—Ven —añadió el svirfnebli, internándose en el túnel—. Sólo conseguiremos enfurecerlo todavía más si permanecemos aquí.
El túnel se estrechaba y describía una curva cerrada unos metros más allá. En cuanto pasaron la curva se encontraron con un nuevo problema; había una pared ciega. Belwar se acercó para inspeccionarla, y esta vez fue el turno de Drizzt para cruzar los brazos y burlarse del enano.
—Nos has metido en un buen lío, amiguito —dijo el drow—. ¡Atrapados en un túnel sin salida y con un manducador en la entrada!
El capataz apoyó una oreja en la piedra y le hizo una seña a Drizzt con la mano-martillo para acallar sus comentarios.
—Un estorbo sin importancia —le aseguró el enano—. Hay otro túnel al otro lado a unos dos metros.
—Dos metros de piedra —señaló Drizzt.
—Un día —afirmó Belwar, despreocupado.
Extendió los brazos y comenzó a canturrear en voz baja. Drizzt no conseguía entender las palabras, aunque comprendió que el enano preparaba un hechizo.
—Bivrip —gritó Belwar. No ocurrió nada.
El capataz se volvió hacia Drizzt, al parecer satisfecho con el resultado conseguido.
—Un día —repitió.
—¿Qué has hecho? —preguntó Drizzt.
—He hecho zumbar las manos —contestó el enano.
Al ver que Drizzt no entendía nada, Belwar giró sobre los talones y descargó la mano-martillo contra la pared. Una lluvia de chispas alumbró el estrecho pasaje y cegó a Drizzt.
Cuando los ojos del drow se acomodaron al cambio, pudo ver que el svirfnebli había excavado un agujero de casi un palmo de profundidad en la roca.
—¡Magga cammara, elfo oscuro! —gritó Belwar, con un guiño—. No pensarías que mi gente se tomaría el trabajo de hacerme unas manos tan extraordinarias sin poner una pizca de magia en ellas, ¿verdad?
—Eres una caja de sorpresas, amigo mío —respondió Drizzt con un suspiro resignado mientras se apartaba para sentarse junto a la pared.
—Así es —rugió Belwar y continuó con el trabajo.
Tal como había prometido el capataz, al día siguiente consiguieron salir del encierro, y reanudaron la marcha en dirección aproximada al norte, según estimó Belwar. La suerte los había acompañado hasta ahora, y ambos lo sabían, porque habían pasado dos semanas en las profundidades sin tener ningún tropiezo más serio que el de topar con un manducador que protegía sus baruchas.
Unos pocos días después, la suerte les dio la espalda.
—Llama a la pantera —urgió Belwar a Drizzt mientras se agazapaban en el amplio túnel por donde caminaban.
El drow no vaciló en atender la petición del enano: a él también lo preocupaba el resplandor verde que acababan de ver. Al cabo de unos segundos, apareció la niebla negra y Guenhwyvar se unió a ellos.
—Yo iré primero —dijo Drizzt—. Vosotros dos seguidme, unos veinte pasos más atrás.
Belwar asintió, y Drizzt se volvió para iniciar la exploración. El elfo no se asombró cuando la mano-pica del enano le enganchó un brazo y lo hizo girar.
—Ve con cuidado —le recomendó el capataz.
Drizzt respondió con una sonrisa, conmovido por la preocupación del amigo, y pensó una vez más en lo maravilloso que era contar con un compañero. Después se alejó, dejándose guiar por el instinto y la experiencia.
Descubrió que el resplandor surgía de un agujero en el suelo del túnel. Un poco más allá, había una curva tan cerrada que el túnel parecía volver sobre sí mismo. Drizzt se echó boca abajo y espió el interior del agujero. Otro corredor, a unos tres metros de profundidad, corría paralelo al superior, y se abría unos metros más adelante en lo que parecía una caverna bastante grande.
—¿Qué es? —le preguntó Belwar, en cuanto llegó a su lado.
—Otro túnel que comunica con una caverna —respondió Drizzt—. El resplandor sale de allí. —Apartó la cabeza del agujero y miró la oscuridad del túnel superior—. Nuestro túnel continúa —añadió—. Podríamos seguirlo.
Belwar siguió la mirada de Drizzt y vio la curva.
—Pero vuelve hacia atrás —dijo—. Es probable que desemboque en aquel pasadizo lateral que vimos hace cuestión de una hora. El enano se tendió en el suelo y miró por el agujero.
—¿Cuál será el origen del resplandor? —inquirió Drizzt, convencido de que Belwar compartía su curiosidad—. ¿Algún otro moho?
—Ninguno que yo conozca.
—¿Lo averiguamos?
Belwar le sonrió; después enganchó la mano-pica en el borde del agujero y se descolgó, para caer ágilmente en el túnel inferior. Drizzt y Guenhwyvar lo siguieron en silencio; el drow, con las cimitarras preparadas, tomó una vez más la delantera mientras caminaban hacia el resplandor.
Entraron en una caverna muy ancha y tan alta que no alcanzaban a ver el techo, con un lago de un líquido espeso, burbujeante y hediondo a unos seis metros más abajo. Decenas de estrechas pasarelas de piedra, con un ancho que iba desde los treinta centímetros a los tres metros, formaban una red sobre el estanque, y la mayoría acababan en salidas que comunicaban con otros pasillos laterales.
—Magga cammara —susurró el svirfnebli pasmado.
Drizzt compartía su asombro.
—Es como si el suelo hubiese estallado —comentó el drow cuando recuperó la voz.
—Fundido —lo corrigió Belwar, que había adivinado la naturaleza del líquido.
Cogió una piedra y, después de tocar a Drizzt en el hombro para llamar su atención, la arrojó al verde lago. El líquido siseó al recibir el impacto, como si lo embargara la furia, y la piedra se derritió antes de llegar a sumergirse.
—Ácido —explicó el enano.
Drizzt lo miró con curiosidad. Conocía el ácido del tiempo pasado con los magos de Sorcere en la Academia. Los magos a menudo preparaban estos líquidos para utilizarlos en los experimentos de hechicería, pero el drow ignoraba que el ácido pudiera existir en forma natural, o en cantidades tan grandes.
—Supongo que es obra de algún mago —opinó Belwar—. Un experimento fuera de control. Probablemente, lleva aquí un centenar de años, licuando la piedra, centímetro a centímetro.
—De todos modos, lo que queda del suelo parece bastante seguro —manifestó Drizzt, señalando las pasarelas—. Y tenemos muchísimos túneles donde escoger.
—Entonces escojamos ahora mismo —dijo Belwar—. No me gusta nada este lugar. Cualquiera puede vernos con esta luz, y no quisiera tener que correr por unos puentes tan angostos, ¡sobre todo con un lago de ácido debajo!
Drizzt asintió y dio un primer paso por una de las pasarelas, pero Guenhwyvar se apresuró a adelantarlo. El elfo comprendió la actitud de la pantera y la agradeció.
—Guenhwyvar nos guiará —le explicó a Belwar—. Pesa más y la velocidad de reflejos le permitirá apartarse si hay algún desprendimiento.
—¿Qué pasará si Guenhwyvar no consigue ponerse a salvo? —preguntó el capataz, preocupado por la seguridad de la pantera—. ¿Cuáles serían las consecuencias para una criatura mágica si cae en el ácido?
—Guenhwyvar no tendría por qué sufrir ningún daño —respondió el elfo, no demasiado seguro de la respuesta. Sacó la estatuilla de ónice del bolsillo—. Además, tengo el talismán de entrada a su plano astral.
La pantera ya había avanzado una docena de metros, y la pasarela parecía resistente, de modo que Drizzt la siguió.
—Magga cammara, ruego para que estés en lo cierto —oyó que decía el enano a sus espaldas mientras avanzaba por la pasarela.
La caverna era enorme, y había que recorrer varios centenares de metros para llegar a la salida más cercana. Los compañeros habían caminado poco más de la mitad —Guenhwyvar ya había cruzado— cuando oyeron una extraña letanía. Se detuvieron y miraron en derredor, en busca del origen del sonido.
Una criatura rarísima salió de uno de los numerosos túneles laterales. Era bípeda y de piel oscura, con cabeza de pájaro y el torso de un hombre, sin plumas ni alas. Los brazos musculosos acababan en garras de gran tamaño, y los pies tenían tres dedos como las aves. Una segunda criatura apareció en la abertura y enseguida una tercera.
—¿Son parientes? —le preguntó Belwar a Drizzt, porque la criatura parecía el producto del cruce entre el elfo oscuro y un pájaro.
—No lo creo —respondió Drizzt—. En toda mi vida, jamás he oído hablar de unos seres tan extraños.
—¡Muerte, muerte! —decía el canto, y los amigos vieron que más hombres-pájaro salían de los otros túneles.
Eran los horrendos corbis de las profundidades, una antigua raza más común en los confines sureños de la Antípoda Oscura —aunque raros incluso allí— y casi desconocidos en esta parte del mundo. Los corbis nunca habían causado muchos problemas a las otras razas de la Antípoda Oscura, porque eran primitivos y escasos en número. Sin embargo, para unos aventureros de paso, una bandada de corbis salvajes significaba un gran peligro.
—Yo tampoco los conocía —dijo Belwar—. Pero creo que no los complace nuestra presencia.
El cántico se transformó en un grito escalofriante mientras los corbis se dispersaban por las pasarelas, primero al paso y luego al trote, a medida que aumentaba su nerviosismo.
—Te equivocas, amigo mío —comentó Drizzt—. Pienso que están muy contentos de ver que ha llegado la comida.
Belwar miró a su alrededor sin saber qué hacer. Casi no quedaban pasarelas libres y no podían esperar salir de allí sin pelear.
—Elfo oscuro, se me ocurren un millar de lugares más apropiados para una batalla —dijo el capataz con tono resignado y un temblor mientras echaba una ojeada al lago de ácido.
Respiró con fuerza para calmar los nervios, y comenzó la letanía para hechizar las manos mágicas.
—Camina mientras cantas —le aconsejó Drizzt—. Tenemos que acercarnos todo lo posible a una salida antes de que comience la lucha.
Un grupo de corbis se dirigió deprisa hacia los compañeros, pero Guenhwyvar, con un poderoso salto por encima de dos de las pasarelas, les cortó el paso.
—¡Bivrip! —gritó Belwar, completando el hechizo, y se volvió dispuesto para el combate.
—Guenhwyvar se ocupará de aquel grupo —indicó Drizzt, sin dejar de correr hacia la pared más próxima.
El capataz comprendió el razonamiento del drow; en aquel instante, otro grupo de hombres-pájaro apareció en la salida que pretendían alcanzar.
El impulso del salto de Guenhwyvar llevó a la pantera directamente contra el grupo de corbis, y dos cayeron al vacío. Los hombres-pájaro gritaron desesperados mientras caían hacia la muerte, pero los demás no mostraron ninguna reacción ante la pérdida. Sin dejar de gritar «¡Muerte, muerte!» se lanzaron sobre Guenhwyvar dispuestos a hundir las afiladas garras en el felino.
La pantera contaba con armas formidables, y cada zarpazo destrozaba a un corbi o lo hacía caer desde la pasarela al lago de ácido. Pero si Guenhwyvar era capaz de luchar sin cuartel, lo mismo ocurría con los corbis, y cada vez eran más los que se sumaban al combate.
Un segundo grupo de hombres-pájaro apareció por el otro extremo del puente y rodeó a la pantera.
Belwar se colocó en un tramo muy angosto de la pasarela y dejó que los corbis avanzaran. Drizzt tomó una ruta paralela por otro de los puentes situado a cinco metros de su amigo, y desenvainó las cimitarras con cierta reluctancia. El drow podía sentir los instintos salvajes del cazador que intentaban dominarlo a medida que se aproximaba el momento de luchar, y los rechazó con toda su fuerza de voluntad. Él era Drizzt Do’Urden, no el cazador, y quería combatir al enemigo con el control total de cada uno de sus movimientos.
Entonces los corbis se le echaron encima, dispuestos a destrozarlo con las garras, sin dejar de proferir sus gritos frenéticos. Drizzt se limitó a esquivarlos, y empleó el plano de las cimitarras para desviar los ataques. Las cimitarras subían, bajaban y giraban, pero el elfo, dispuesto a no ceder a los impulsos del cazador, no conseguía progresos en la lucha. Después de varios minutos de combate todavía se batía con el primer corbi.
Belwar no tenía tantas contemplaciones. Los corbis se lanzaban uno tras otro contra el pequeño svirfnebli, sólo para ser detenidos bruscamente por los tremendos golpes de la mano-martillo. La descarga eléctrica y la potencia del golpe eran suficientes para matar al atacante en el acto, pero Belwar nunca se demoraba lo suficiente para comprobarlo. Después de cada martillazo, el enano utilizaba la mano-pica para barrer a su última víctima de la pasarela.
El svirfnebli había derribado a media docena de hombres-pájaros antes de tener la ocasión de ver cómo le iban las cosas a Drizzt. De inmediato comprendió el conflicto interior que afectaba a su compañero.
—¡Magga cammara! —gritó Belwar—. ¡Lucha, elfo oscuro, y lucha para ganar! ¡No tendrán piedad de nosotros! ¡No pienses en una tregua! ¡Mátalos…, hazlos pedazos o te descuartizarán!
Drizzt apenas si escuchó las palabras de Belwar. Tenía los ojos anegados por el llanto, aunque no por ello disminuía la velocidad de sus armas mágicas. Sorprendió al rival fuera de equilibrio e invirtió la cimitarra para golpear al hombre-pájaro en la cabeza con la empuñadura. El corbi se desplomó como una piedra y rodó por el suelo. A punto estuvo de caer al vacío, pero Drizzt se adelantó para sujetarlo.
Belwar sacudió la cabeza asombrado y rechazó a otro adversario. El corbi dio un paso atrás, con el pecho quemado y humeante por el brutal impacto de la mano-martillo. El hombre-pájaro miró al enano atónito, y no chilló ni se movió cuando la mano-pica lo enganchó por el hombro y lo arrojó de cabeza al lago de ácido.
Guenhwyvar dejó con las ganas a los hambrientos atacantes. Cuando los corbis estrecharon el círculo, convencidos de que tenían a la presa, la pantera se agazapó y saltó. El animal surcó el aire, tenuemente iluminado de verde, como si volara y aterrizó en otra pasarela unos diez metros más allá. Guenhwyvar resbaló en la piedra pulida, pero en el último instante consiguió frenar justo en el borde.
Los corbis la contemplaron atónitos y en silencio sólo por un segundo, y después volvieron a chillar y a gemir mientras corrían por las pasarelas para darle alcance.
Un corbi solitario, que se encontraba cerca del lugar donde había aterrizado Guenhwyvar, avanzó en un ataque suicida que concluyó cuando la pantera le hundió los dientes en el cuello.
Pero mientras el animal permanecía ocupado, los corbis pusieron en práctica una trampa siniestra. Desde una cornisa situada muy cerca del techo de la caverna, un corbi vio que tenía a una víctima en posición y, rodeando con los brazos una roca de gran tamaño, la arrojó al vacío sin soltarla.
En el último segundo, Guenhwyvar advirtió la caída del proyectil y se apartó. El corbi, dominado por el éxtasis suicida, no se preocupó. El hombre-pájaro se estrelló contra el suelo, y el impacto de la piedra hizo añicos la pasarela.
La pantera intentó saltar, pero la piedra se desintegró antes de que pudiese afirmar las patas. Las garras de Guenhwyvar buscaron inútilmente un punto de apoyo mientras seguía al corbi y a la roca en la caída hasta el lago de ácido.
Al oír los gritos triunfales de los hombres-pájaro a sus espaldas, Belwar se volvió a tiempo para ver la caída de la pantera. En cambio Drizzt, demasiado ocupado en aquel momento porque otro corbi lo atacaba mientras el desmayado comenzaba a recuperar el conocimiento entre sus pies, no advirtió la tragedia. Pero el drow no necesitaba ver. La estatuilla en el bolsillo de Drizzt se calentó al rojo vivo, y una voluta de humo se desprendió del piwafwi. Drizzt comprendió en el acto el destino de la querida Guenhwyvar. Entornó los ojos, y el fuego que apareció en ellos evaporó las lágrimas. Cedió con gusto a los instintos del cazador.
Los corbis luchaban con saña. La mayor gloria de su existencia era morir en combate, y los más cercanos a Drizzt descubrieron muy pronto que había llegado el momento de cubrirse de honores.
El drow clavó sus cimitarras en los ojos del corbi que tenía delante, y enseguida las hundió en el cuerpo del hombre-pájaro caído en la pasarela. Sacó los aceros de las heridas para descargar otro mandoble, y sintió con satisfacción cómo se abría la carne de la víctima.
Entonces el drow avanzó contra los corbis, lanzando estocadas desde todos los ángulos posibles.
Herido una docena de veces antes de haber podido lanzar un zarpazo, el primer corbi murió antes de tocar el suelo. Después cayeron un segundo y un tercero. Cuando Drizzt los obligó a retroceder hasta una parte más ancha de la pasarela, lo atacaron en grupos de tres.
Murieron en grupos de tres.
—Acaba con ellos, elfo oscuro —murmuró Belwar, al ver que por fin su amigo entraba en acción.
El corbi que se disponía a lanzarse sobre el capataz volvió la cabeza para ver qué había llamado la atención del rival. Cuando miró otra vez al frente, recibió en el rostro el golpe de la mano-martillo. Trozos del pico saltaron en todas las direcciones, y el infortunado corbi fue el primero de su especie en volar en varios milenios de evolución. En su corta excursión aérea empujó a sus compañeros, apartándolos del enano, y luego aterrizó muerto, a varios metros de Belwar.
El enfurecido enano no había acabado aún con el rival. Echó a correr y lanzó al vacío al único corbi que salió a su encuentro. Cuando llegó junto al hombre-pájaro sin pico, Belwar le clavó la mano-pica en el pecho y lo levantó en el aire con un solo brazo, al tiempo que soltaba un grito estremecedor.
Los demás corbis vacilaron. Belwar miró a Drizzt, y el corazón le dio un vuelco.
Una veintena de corbis se amontonaban en la parte más ancha de la pasarela donde el elfo se había hecho fuerte. Una docena de muertos yacían a sus pies, y la sangre que se derramaba por el borde provocaba estallidos en el lago de ácido cada vez que una gota tocaba la superficie. Pero no era el número de enemigos lo que preocupaba a Belwar, pues resultaba evidente que Drizzt, gracias a su increíble pericia en el manejo de las armas, llevaba las de ganar. Sin embargo, en las alturas otro corbi y su piedra habían iniciado un descenso suicida.
Belwar comprendió que Drizzt estaba a punto de morir.
El cazador advirtió el peligro.
Un corbi intentó sujetar al drow, pero las cimitarras relampaguearon, y los dos brazos del hombre-pájaro cayeron al suelo. En el mismo movimiento, Drizzt devolvió las armas ensangrentadas a las vainas y corrió hacia el borde de la plataforma. Con un salto prodigioso voló hacia Belwar, mientras el corbi suicida montado en la roca se estrellaba en el suelo y arrastraba con él al lago de ácido buena parte de la pasarela junto con una veintena de sus congéneres.
Belwar arrojó su trofeo a los corbis que tenía delante y se dejó caer de rodillas, con la mano-pica extendida en un intento por ayudar al amigo. Drizzt consiguió sujetarse de la mano del capataz y del borde al mismo tiempo, aunque no pudo evitar que su rostro chocara contra la piedra.
El golpe desgarró el piwafwi, y Belwar observó impotente cómo la estatuilla de ónice saltaba del bolsillo y caía hacia el ácido.
Drizzt la atrapó entre los pies.
Belwar casi se echó a reír ante la inutilidad de tantos esfuerzos. Miró por encima del hombro y vio a los corbis que reanudaban el avance.
—¡Balancéame! —gruñó Drizzt con tal tono de mando que Belwar lo obedeció antes de darse cuenta de lo que hacía.
El drow se apartó de la pared y después, impulsado por el movimiento pendular, se acercó a gran velocidad a la pasarela. Al aproximarse al borde utilizó todos los músculos del cuerpo para añadir potencia al salto.
En cuanto consiguió encaramarse, rodó por el suelo para situarse detrás del enano. Para el momento en que Belwar advirtió la maniobra de Drizzt y pensó en volverse, el elfo ya había empuñado las cimitarras y derribaba al primer corbi.
—Sostén esto —le pidió Drizzt a su amigo, lanzándole la estatuilla con la punta del pie.
Belwar se apresuró a cogerla y la guardó en un bolsillo. Después el enano se apartó para vigilar la retaguardia, mientras Drizzt se ocupaba de despejar el camino hasta la salida más próxima.
Cinco minutos más tarde, para gran asombro del capataz, corrían por un túnel a oscuras y los gritos de «¡Muerte, muerte!» sonaban cada vez más lejos.