11
El soplón

El consejero Firble de Blingdenstone entró inquieto en la pequeña caverna donde tendría lugar el encuentro. Un ejército svirfnebli, entre ellos varios magos provistos de talismanes que podrían llamar a los elementales terrestres, ocupaban posiciones defensivas a lo largo de los corredores del lado oeste. A pesar de estas precauciones, Firble no las tenía todas consigo. Miró hacia el túnel oriental, la única otra entrada a la caverna, preocupado por la información que el agente podría suministrar y por el precio que le costaría.

Entonces apareció el drow e hizo una entrada espectacular; el estrépito de los taconazos de las botas de caña alta negras se podía oír desde muy lejos. La mirada del visitante recorrió rápidamente el recinto para asegurarse de que Firble estaba solo —el arreglo habitual— y después se acercó al consejero, al que saludó con una profunda reverencia.

—Salud, pequeño amigo de la bolsa grande —dijo el drow con una carcajada.

Su dominio de la lengua y el dialecto svirfnebli, con las inflexiones y pausas de un enano que hubiese vivido un siglo en Blingdenstone, siempre eran para Firble un motivo de asombro.

—Podrías ser un poco más precavido —respondió Firble, inquieto por el descaro del recién llegado.

—Bah —exclamó el drow, que acompañó la interjección con un sonoro taconazo—. Tienes detrás de ti a todo un ejército de guerreros y magos, y yo… bueno, digamos que también estoy bien protegido.

—No lo dudo, Jarlaxle —replicó Firble—. De todos modos, prefiero mantener nuestros asuntos tan privados y seguros como sea posible.

—Todos los asuntos de Bregan D’aerthe son privados, mi querido Firble —afirmó el drow, y una vez más hizo una reverencia, rozando el suelo con el sombrero de ala ancha que sostenía en la mano.

—Ya está bien de reverencias —dijo Firble—. Ocupémonos de lo nuestro para que pueda regresar a casa.

—Entonces pregunta —lo invitó Jarlaxle.

—Ha habido un aumento de la actividad drow cerca de Blingdenstone —explicó el enano.

—¿De veras? —repuso el mercenario, con una sorpresa fingida.

Pero la sonrisa satisfecha del drow revelaba sus pensamientos. Esto prometía ser un buen negocio para Jarlaxle, porque la misma madre matrona de Menzoberranzan que lo había contratado hacía poco tenía mucho que ver en las preocupaciones de Blingdenstone. A Jarlaxle le gustaban las coincidencias que beneficiaban sus intereses.

—Sí —manifestó Firble, que conocía muy bien las artimañas de su interlocutor.

—¿Y quieres saber el motivo? —razonó el drow, sin dejar de simular ignorancia.

—¿Por qué si no te he mandado llamar? —protestó el consejero, cansado de los juegos de Jarlaxle.

Firble tenía muy claro que el mercenario estaba al corriente de la actividad drow en la región de Blingdenstone, y de su propósito. Jarlaxle era un bribón sin casa, cosa muy mal considerada en el mundo de los elfos oscuros. Aun así, este personaje había sobrevivido e incluso prosperado. El arma secreta de Jarlaxle era la información: el drow tenía información de todo lo que ocurría en Menzoberranzan y las regiones que rodeaban la ciudad.

—¿Cuánto tardarás en darnos la respuesta? —preguntó Firble—. Mi rey desea acabar con este tema lo antes posible.

—¿Tienes el pago? —replicó el drow, con la mano tendida.

—Recibirás el pago cuando traigas la información —contestó Firble—. Ése es el acuerdo.

—Así es —afirmó Jarlaxle—. Pero esta vez ya dispongo de la información. Si tienes mis gemas, podemos acabar nuestro asunto ahora mismo.

Firble cogió la bolsa con las gemas que llevaba sujeta al cinturón y se la arrojó al drow.

—Cincuenta ágatas, perfectamente talladas —gruñó el consejero, dolido por el precio.

Había esperado no tener que recurrir a los servicios del mercenario esta vez. Como cualquier otro enano, a Firble le dolía desprenderse de grandes sumas.

Jarlaxle echó una ojeada al contenido de la bolsa y la guardó en un bolsillo.

—Descansa tranquilo, pequeño enano —dijo—, porque los poderes que gobiernan Menzoberranzan no planean ningún ataque contra tu ciudad. Sólo una casa drow se interesa por esta región, nadie más.

—¿Por qué? —inquirió Firble después de una larga pausa.

El svirfnebli era reacio a preguntar porque sabía cuál era la consecuencia inevitable.

Jarlaxle tendió la mano, y otras diez ágatas cambiaron de dueño.

—La casa busca a uno de los suyos —explicó el mercenario—. Un renegado cuyas acciones han hecho que la familia perdiera el favor de la reina araña.

Una vez más reinó el silencio. Firble tenía muy claro la identidad del drow perseguido, pero el rey Schnicktick pondría el grito en el cielo si no llevaba una información confirmada. Sacó otras diez gemas de la bolsa.

—Dime el nombre de la casa —pidió.

—Daermon N’a’shezbaernon —respondió Jarlaxle, mientras guardaba las gemas en el bolsillo.

Firble cruzó los brazos en señal de disgusto. El ladino drow lo había pillado otra vez.

—¡No quiero saber el nombre antiguo! —protestó el consejero.

Con un gesto furioso buscó otras diez ágatas.

—Por favor, Firble —se burló Jarlaxle—. Tienes que aprender a ser más concreto en las preguntas. ¡Estos errores te cuestan demasiado!

—Dime el nombre de la casa en términos comprensibles —pidió Firble—. Y quiero saber también el nombre del renegado. Ya te he pagado más que suficiente por la información.

Jarlaxle levantó una mano y le sonrió al enano.

—De acuerdo —dijo con una carcajada, más que satisfecho con lo que había cobrado—. La casa Do’Urden, la casa octava de Menzoberranzan busca a su segundo hijo.

Por la expresión del consejero, el mercenario advirtió que este conocía el nombre. ¿Acaso este encuentro le daría una información que podría vender con una ganancia adicional a la matrona Malicia?

—Se llama Drizzt —añadió el drow, atento a la reacción del svirfnebli—. Una pista sobre su paradero sería muy bien recompensada en Menzoberranzan.

Firble observó al drow durante un buen rato sin decir palabra ¿Se habría delatado cuando había escuchado el nombre del perseguido? Si Jarlaxle había adivinado que Drizzt se encontraba en la ciudad de los enanos, las consecuencias podían ser graves. Firble se encontraba enfrentado a un dilema. ¿Debía admitir el error y tratar de enmendarlo? ¿Cuánto le costaría comprar el silencio de Jarlaxle? Pero por muy alto que fuera el precio, ¿podía confiar en este mercenario sin escrúpulos?

—No tenemos nada más que tratar —anunció Firble, dispuesto a confiar en que Jarlaxle no había conseguido nada concreto para vender a la casa Do’Urden.

El consejero se volvió y caminó hacia la salida.

Jarlaxle aplaudió para sus adentros la decisión de Firble. Siempre había tenido al svirfnebli por un buen negociador, y ahora no lo había decepcionado. Firble le había revelado muy poco, nada que pudiese ofrecer a la matrona Malicia, y, si el consejero sabía algo más, la decisión de acabar la entrevista era muy sensata. A pesar de las diferencias raciales, el mercenario reconoció que Firble le caía bien.

—Pequeño enano —dijo Jarlaxle—, quiero hacerte una advertencia.

Firble dio media vuelta con una mano puesta sobre la bolsa cargada de gemas.

—Es gratis —exclamó el drow con una carcajada al tiempo que sacudía la calva cabeza. Pero después la expresión del mercenario se volvió seria, casi grave—. Si sabes algo de Drizzt Do’Urden —añadió—, haz que se mantenga bien lejos. La propia Lloth ha pedido a la matrona Malicia Do’Urden la muerte de Drizzt, y Malicia hará lo que sea para complacer a la diosa. Incluso si Malicia falla, habrá otros que lo intentarán, conscientes de que su muerte les otorgara el favor de Lloth. Está condenado, Firble, y también lo estará todo aquél lo bastante tonto como para ayudarlo.

—Una advertencia innecesaria —dijo Firble, que intentó mantener una expresión serena—. Nadie en Blingdenstone sabe nada del renegado. Y también te aseguro que nadie en Blingdenstone tiene el menor interés en congraciarse con la reina araña de los elfos oscuros.

Jarlaxle sonrió sin dejarse engañar por las palabras del svirfnebli.

—Desde luego —replicó, con una profunda reverencia acompañada por el habitual barrido del sombrero.

Firble hizo una pausa para considerar la respuesta y la reverencia, y se preguntó una vez más si debía intentar comprar el silencio del mercenario.

Antes de que pudiese tomar una decisión, Jarlaxle se marchó haciendo sonar los tacones de las botas con cada paso, y el pobre Firble tuvo que resignarse a sus dudas.

Pero éstas no estaban justificadas. Mientras se alejaba, Jarlaxle reconoció que Firble le caía bien, y decidió que no confiaría a la matrona Malicia sus sospechas acerca del paradero de Drizzt.

A menos, claro está, que la oferta fuese irresistible.

Por su parte, Firble permaneció en la caverna desierta durante un buen rato, reflexionando si habría o no obrado correctamente.

Para Drizzt, los días transcurrían en un ambiente de amistad y de alegría. Se había convertido casi en un héroe entre los mineros svirfneblis a los que había acompañado en los túneles, y el relato de cómo había conseguido engañar a la tribu de goblins era embellecido con cada nueva repetición. El drow y Belwar salían juntos a menudo, y, cada vez que se presentaban en una taberna o en locales de reunión, los recibían con grandes aplausos y los invitaban a comer y a beber. Por fin los dos amigos habían encontrado la paz que tanto habían anhelado.

El capataz Brickers y Belwar ya habían comenzado los preparados para una nueva expedición minera. La mayor dificultad era reducir la lista de voluntarios, porque se habían presentado enanos de todos los rincones de la ciudad, entusiasmados por participar en una aventura en compañía del elfo oscuro y el muy honorable capataz.

Una mañana, cuando llamaron con insistencia a la puerta de Belwar, los amigos pensaron que se trataba de más voluntarios en busca de un puesto en la expedición. Se sorprendieron al abrir la puerta y encontrarse con la guardia de la ciudad que los esperaba, con la orden de llevar a Drizzt, a punta de lanza, a una audiencia con el rey.

—Una precaución habitual —le aseguró Belwar a Drizzt, al parecer despreocupado.

El enano apartó el plato de setas con salsa de musgo y fue a buscar la capa, pero si Drizzt hubiera apartado la mirada de las lanzas y se hubiera fijado en los nerviosos movimientos de Belwar, sin duda no habría estado tan seguro.

El recorrido a través de la ciudad lo hicieron a paso vivo porque los guardias dieron muestras de una prisa inusitada. Belwar no dejó de insistir en que todo era «normal», y en realidad el enano hizo todo lo posible para mostrarse tranquilo. De todos modos, Drizzt no se hizo ninguna ilusión cuando entró en la sala de audiencias. Durante toda su vida no había conocido otra cosa que fracasos por muy prometedor que fuese el inicio.

El rey Schnicktick parecía molesto en el trono, y los consejeros que lo rodeaban eran incapaces de disimular la inquietud que los dominaba. Al monarca le desagradaba tener que aplicar las recomendaciones de sus asesores —los svirfneblis se consideraban amigos leales—, pero no podía hacer caso omiso del informe del consejero Firble respecto a las amenazas a Blingdenstone.

Especialmente si sólo era en beneficio de un elfo oscuro.

Drizzt y Belwar se detuvieron delante del trono; el drow, intrigado por la llamada, aunque dispuesto a aceptar el resultado sin protestas, y el capataz, visiblemente enfadado.

—Os agradezco que hayáis venido tan pronto —los saludó el rey, que se aclaró la garganta y miró a los consejeros en busca de apoyo.

—Las lanzas te hacen mover los pies deprisa —replicó Belwar, sarcástico.

El rey de los svirfneblis volvió a carraspear, muy molesto, y se movió en el trono, incómodo.

—Mis guardias pecan a veces de un exceso de celo —se disculpó—. Por favor, no lo toméis como una ofensa.

—Desde luego que no —afirmó Drizzt.

—¿Has disfrutado de la estancia en nuestra ciudad? —le preguntó el rey, que consiguió esbozar una sonrisa.

—Vuestra gente se ha comportado con una generosidad por encima de la que podía pedir o esperar —contestó Drizzt.

—Y tú has demostrado ser un amigo leal, Drizzt Do’Urden —manifestó el soberano—. Nuestras vidas se han enriquecido con tu presencia.

Drizzt hizo una reverencia, agradecido por las bondadosas palabras del rey. Pero Belwar entrecerró los párpados y frunció la ganchuda nariz, porque comenzaba a adivinar los propósitos del soberano.

—Por desgracia —dijo el rey Schnicktick, que en vez de mirar al elfo dirigió una mirada de súplica a los consejeros—, ha surgido un problema…

—¡Magga cammara! —gritó Belwar, para sorpresa de todos los presentes—. ¡No!

El rey y Drizzt miraron al capataz, incrédulos.

—¡Pretendéis echarlo! —le dijo Belwar a Schnicktick, en un tono acusador.

—¡Belwar! —protestó Drizzt.

—Muy honorable capataz —intervino el rey svirfnebli, con expresión severa—, no tenéis derecho a interrumpir. Guardad silencio o mandaré que os expulsen de la sala.

—Entonces es verdad —gimió Belwar, que desvió la mirada.

Drizzt miró alternativamente al rey y a su amigo, sin comprender muy bien a qué venía la discusión.

—Supongo que has oído hablar de las presuntas actividades de los drows en los túneles cercanos a nuestras fronteras orientales, ¿verdad? —le preguntó el rey a Drizzt.

El joven asintió.

—Nos hemos enterado del propósito de estas actividades —explicó Schnicktick. La pausa que se produjo mientras el rey svirfnebli miraba otra vez a los consejeros hizo correr un sudor frío por la espalda de Drizzt. Tenía muy claro lo que escucharía a continuación, pero aun así las palabras le hicieron daño—. Tú, Drizzt Do’Urden, eres la causa.

—Mi madre me busca —declaró el drow.

—¡Pero no te encontrará! —rugió Belwar en un desafío dirigido tanto al soberano como a la madre desconocida de su amigo—. ¡No, mientras seas huésped de los enanos de Blingdenstone!

—¡Belwar, ya es suficiente! —le reprochó el rey Schnicktick. Miró a Drizzt con una expresión más tranquila—. Por favor, amigo Drizzt, debes comprenderlo. No puedo arriesgarme a una guerra con Menzoberranzan.

—Lo comprendo —dijo Drizzt, de todo corazón—. Iré a recoger mis cosas.

—¡No! —protestó Belwar. Se acercó al trono—. Somos svirfneblis. ¡No abandonamos a los amigos cuando se presenta un peligro! —El capataz fue de consejero en consejero, reclamando justicia—. ¡Drizzt Do’Urden nos ha dado su amistad, y nosotros lo echamos! ¡Magga cammara! Si tan dispuestos estamos a renunciar a la lealtad, ¿cómo podemos considerarnos mejores que los drows de Menzoberranzan?

—¡Silencio, muy honorable capataz! —gritó el rey con un tono que ni siquiera el empecinado Belwar podía pasar por alto—. ¡No ha sido fácil tomar la decisión, pero es definitiva! No arriesgaré la seguridad de Blingdenstone en beneficio de un elfo oscuro, por muy amigo que sea. —Schnicktick miró a Drizzt—. Lo lamento de todo corazón.

—No tenéis por qué lamentarlo —repuso el drow—. Actuáis según vuestro deber, tal como hice yo cuando decidí abandonar a mi gente. Aquella decisión fue cosa exclusivamente mía, y nunca he pedido la aprobación ni la ayuda de nadie. Vos, mi buen rey svirfnebli, y vuestro pueblo me habéis compensado con creces la pérdida. Creedme cuando digo que no deseo provocar la ira de Menzoberranzan contra Blingdenstone. No tendría consuelo si por mi culpa sobreviniese una tragedia. Abandonaré vuestra hermosa ciudad ahora mismo. Y al partir, sólo os puedo dar mi gratitud.

El rey svirfnebli se sintió conmovido por las palabras del drow, aunque no por esto cambió la decisión. Hizo una señal a los soldados para que acompañaran a Drizzt, que aceptó la escolta armada con un suspiro de resignación. Miró una vez más a Belwar, que permanecía con expresión compungida junto a los consejeros, y dejó la sala.

Un centenar de enanos, entre ellos el capataz Brickers y los demás mineros de la única expedición en que había participado Drizzt, despidieron al drow cuando atravesó las enormes puertas de Blingdenstone. Llamaba la atención la ausencia de Belwar Dissengulp; Drizzt no había vuelto a ver a su amigo desde que había abandonado la sala del trono. De todos modos, Drizzt agradecía la despedida que le ofrecía este nutrido grupo de svirfneblis. Las palabras de ánimo y las muestras de afecto lo consolaron y le dieron las fuerzas que necesitaría para sobrellevar las duras pruebas de los próximos años. Entre los mejores recuerdos que Drizzt se llevaba de Blingdenstone, la despedida sería el más importante.

Sin embargo, cuando Drizzt dejó atrás la muchedumbre, atravesó la pequeña plataforma y bajó la escalera, sólo oyó el eco estruendoso de las puertas al cerrarse. Tembló al mirar hacia los túneles de la Antípoda Oscura, y se preguntó si sería capaz de sobrevivir a las experiencias que le aguardaban. Blingdenstone lo había salvado del cazador; ¿durante cuánto tiempo podría evitar que aquel otro yo le arrebatara la identidad?

Pero ¿qué otra elección tenía a su alcance? Dejar Menzoberranzan había sido decisión suya y no se había equivocado. Ahora que conocía mejor las consecuencias de la elección, se preguntó si había valido la pena. Si le daban la oportunidad de repetirla, ¿tendría el valor de renunciar a la vida entre los suyos?

Pensó que no vacilaría en adoptar la misma decisión.

Un ruido lo puso alerta. Se acurrucó y desenvainó las cimitarras, convencido de que los agentes de la matrona Malicia habían esperado el momento de la expulsión para presentarse. Unos segundos más tarde apareció una sombra, pero no era un asesino drow el que se acercó a Drizzt.

—¡Belwar! —gritó complacido—. Creía que no vendrías a despedirme.

—Y no lo haré —contestó el svirfnebli.

Drizzt miró al capataz y advirtió la mochila que el enano cargaba a la espalda.

—No, Belwar, no puedo…

—No recuerdo haberte pedido permiso —lo interrumpió éste—. Hace tiempo que deseo salir en busca de aventuras y pensé que éste era el momento más apropiado para descubrir qué me ofrece el mundo.

—No tanto como esperas —dijo el joven, muy serio—. Tú tienes tu gente. Te aceptan y se preocupan por ti. Es la cosa más importante que se pueda desear.

—De acuerdo —asintió el capataz—. Y tú, Drizzt Do’Urden, tienes un amigo que te acepta y se preocupa por ti. Y que está a tu lado ¿Qué dices? ¿Salimos en busca de aventuras o nos quedamos aquí a la espera de que se presente esa malvada madre tuya y nos mate?

—Ni siquiera puedes imaginar los peligros que nos aguardan —advirtió Drizzt, pero Belwar pudo ver que el drow estaba a punto de ceder a su oferta.

—¡Y tú, elfo oscuro, ni siquiera puedes imaginar mi capacidad para hacer frente a dichos peligros! —exclamó el capataz, entrechocando las manos metálicas—. No voy a permitir que marches solo por las regiones salvajes de la Antípoda Oscura. Quítatelo de la cabeza. ¡Magga cammara! Iniciemos la marcha de una vez por todas.

Drizzt encogió los hombros sin saber qué más decir, miró otra vez la expresión decidida en el rostro de su amigo, y avanzó por uno de los túneles, con Belwar a su lado. Al menos, esta vez Drizzt tenía un compañero con el que podía hablar, una protección contra la aparición del cazador. Metió una mano en el bolsillo y acarició la estatuilla de ónice de Guenhwyvar. Quizás entre los tres podrían conseguir algo más que sobrevivir en la Antípoda Oscura.

Durante mucho tiempo, Drizzt se preguntó si no había actuado con egoísmo al aceptar demasiado deprisa el ofrecimiento de Belwar. Pero la profunda alegría que sentía al ver al muy honorable capataz marchando a su lado borraba de su mente cualquier idea de culpa.