10
La culpa de Belwar

Drizzt salió muchas veces con Seldig y los nuevos amigos durante los días siguientes. Los jóvenes enanos, aconsejados por Belwar, pasaban las horas con el elfo oscuro dedicados a juegos más tranquilos, y dejaron de pedirle a Drizzt que les relatara las aventuras vividas en la Antípoda Oscura.

En las primeras salidas, Belwar lo vigiló desde la puerta. El capataz confiaba en Drizzt, pero también comprendía los sufrimientos padecidos por el drow. Una vida tan salvaje y brutal como la que había conocido el joven no resultaba fácil de olvidar.

Muy pronto, Belwar y los demás que observaban a Drizzt pudieron comprobar que el drow se había integrado sin problemas al grupo de enanos y que no planteaba ninguna amenaza para los habitantes de Blingdenstone. Incluso el rey Schnicktick, preocupado por los episodios ocurridos más allá de los límites de la ciudad, aceptó que se podía confiar en Drizzt.

—Tienes una visita —le dijo Belwar a Drizzt una mañana.

El drow siguió al capataz hasta la puerta, convencido de que Seldig acudía a buscarlo antes de la hora habitual. Sin embargo, cuando Belwar abrió la puerta, Drizzt se quedó atónito, porque no fue un svirfnebli el que entró en la casa sino un enorme felino negro.

¡Guenhwyvar! —gritó Drizzt poniéndose de rodillas para coger entre sus brazos a la pantera.

El animal lo tumbó y comenzó a rascarlo con una de las grandes zarpas.

Cuando por fin el drow consiguió salir de debajo de la pantera y sentarse, Belwar se acercó y le entregó la estatuilla de ónice.

—Estoy seguro de que el consejero encargado de la pantera lamenta separarse de ella —dijo el capataz—. Pero Guenhwyvar es tu amiga.

Drizzt no supo qué decir. Incluso antes del regreso de la pantera, consideraba que los enanos de Blingdenstone lo habían tratado mejor de lo que se merecía. Ahora, el hecho de que los svirfneblis le devolvieran un amuleto mágico tan poderoso como una muestra de absoluta confianza, lo conmovía profundamente.

—Cuando quieras puedes ir a la casa central, el edificio donde te llevaron la primera vez —añadió Belwar—, y recuperar tus armas y la armadura.

Drizzt mostró su inquietud ante el ofrecimiento porque no podía olvidar su conducta en la batalla ficticia contra la efigie del basilisco. ¿Cuáles habrían sido las consecuencias si en vez de estar armado con bastones hubiera tenido las magníficas cimitarras drows?

—Las guardaremos aquí a buen recaudo —manifestó Belwar al ver la preocupación de su amigo—. Si las necesitas, estarán a tu disposición.

—Estoy en deuda contigo —declaró Drizzt—. En deuda con todos los habitantes de Blingdenstone.

—No consideramos la amistad como una deuda —afirmó Belwar con un guiño.

Después se encerró en el dormitorio para que Drizzt y Guenhwyvar pudiesen estar a solas. Seldig y los demás jóvenes disfrutaron enormemente cuando Drizzt se reunió con ellos acompañado por Guenhwyvar. Al ver cómo jugaba la pantera con los svirfneblis, Drizzt no pudo evitar el recuerdo del día trágico, una década antes, cuando Masoj había utilizado al felino para perseguir a los últimos supervivientes de la expedición de Belwar. Al parecer, Guenhwyvar no recordaba el episodio, porque la pantera y los enanos no dejaron de jugar durante todo el día, y él deseó olvidar los horrores del pasado con la misma facilidad.

—Muy honorable capataz —llamó una voz un par de días más tarde, mientras Belwar y Drizzt desayunaban.

Belwar se puso en tensión, y Drizzt no pasó por alto la inesperada expresión de dolor que apareció en las facciones del anfitrión. El drow había llegado a conocer al svirfnebli muy bien, y sabía que cuando Belwar fruncía la larga nariz aguileña, esto era una señal de angustia.

—El rey ha reabierto los túneles orientales —añadió la voz—. Los rumores hablan de una veta riquísima a tan sólo un día de marcha.

Sería un gran honor para mi expedición que Belwar Dissengulp aceptara acompañarnos.

Una sonrisa esperanzada apareció en el rostro de Drizzt, no porque lo entusiasmara la idea de salir, sino porque había notado que Belwar vivía demasiado recluido, algo poco habitual en una comunidad tan abierta.

—Es el capataz Brickers —le informó Belwar a Drizzt en un tono desabrido, sin compartir para nada el entusiasmo del drow—. Han tomado la costumbre de venir a invitarme cada vez que sale una expedición.

—Y tú nunca vas —concluyó su amigo.

—No es más que una cortesía —replicó Belwar, ceñudo, haciendo rechinar los dientes.

—No eres digno de ir con ellos —añadió Drizzt, sarcástico.

Por fin había descubierto el motivo de la frustración del capataz.

Belwar se encogió de hombros.

—Te he visto trabajar con las manos de mithril —afirmó Drizzt, frunciendo el entrecejo—. ¡No serías un estorbo! ¡Al contrario, cualquier grupo estaría orgulloso de tenerte en sus filas! ¿Por qué te consideras como un inválido cuando los demás piensan lo contrario?

El capataz descargó un golpe tan fuerte con la mano-martillo que abrió una grieta en la mesa de piedra.

—¡Puedo cortar rocas más rápido que cualquiera de ellos! —gritó el enano, con un tono feroz—. Y si los monstruos intentan atacarnos…

Movió la mano-pica en un gesto amenazador, y Drizzt no dudó que el capataz sabía cómo utilizar el instrumento.

—Que paséis un buen día, muy honorable capataz —se despidió la voz—. Como siempre, respetamos vuestra decisión, pero cómo siempre también, lamentaremos vuestra ausencia.

Drizzt miró con curiosidad a Belwar durante un buen rato mientras pensaba en cómo vencer la resistencia del enano.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó al cabo—. Si sabes que eres tan competente como todos creen, ¿por qué te quedas aquí? Sé que a los svirfneblis os entusiasman las expediciones, y en cambio tú no muestras ningún interés. Tampoco hablas de tus aventuras fuera de Blingdenstone. ¿Es mi presencia lo que te retiene en casa? ¿Tienes la obligación de vigilarme?

—No —respondió Belwar, con un vozarrón que ensordeció al drow—. Te han devuelto las armas, elfo oscuro. No dudes de nuestra confianza.

—Pero… —comenzó Drizzt, que se interrumpió al comprender súbitamente la verdadera razón para las negativas del enano—. La batalla —dijo suavemente, casi como una disculpa—. De aquel día horrible hace más de una década.

Belwar frunció la nariz al máximo y le volvió la espalda.

—¡Te culpas a ti mismo por la muerte de los compañeros! —añadió el drow con más confianza, aunque no las tenía todas consigo por miedo a ofender al enano.

Sin embargo, cuando Belwar lo miró otra vez, el capataz parecía a punto de echarse a llorar, y Drizzt comprendió que sus palabras lo habían conmovido.

El drow pasó una mano por su espesa cabellera blanca sin saber muy bien cómo responder al dilema de Belwar. Drizzt había dirigido a la patrulla contra los mineros svirfneblis, y sabía que no se podía culpar a los enanos por el desastre. Pero ¿cómo podía explicárselo a Belwar?

—Recuerdo aquel día infortunado —manifestó Drizzt, con voz tremulosa—. Lo recuerdo con toda claridad, como si aquel terrible episodio estuviese grabado a fuego en mi memoria.

—Nadie lo recuerda mejor que yo —afirmó el capataz.

—De acuerdo —asintió el drow—, pero debes saber que yo también comparto la misma culpa.

Belwar lo miró intrigado, sin comprender muy bien qué pretendía decir el joven.

—Fui yo quien dirigió la patrulla drow —explicó Drizzt—. Rastreé a tu grupo, en la creencia errónea de que pretendíais realizar una incursión contra Menzoberranzan.

—De no haber sido tú, nos habría descubierto algún otro —replicó el capataz.

—Nadie habría sido capaz de hacerlo tan bien como yo —afirmó el elfo oscuro—. Allí fuera —dirigió una mirada a la puerta—, en las profundidades, estaba como en mi casa. Eran mis dominios.

Ahora Belwar no se perdía ni una sola de sus palabras, que era precisamente lo que pretendía Drizzt.

—Y no olvides que vencí al elemental terrestre —dijo el drow sin vanagloriarse; simplemente relataba un hecho—. De no haber sido por mi presencia, la batalla habría sido igualada. Muchos svirfneblis habrían sobrevivido para regresar a Blingdenstone.

Belwar no pudo disimular la sonrisa. Había parte de verdad en las palabras de Drizzt, porque había sido un factor muy importante en el éxito del ataque drow. De todos modos, le pareció que su amigo exageraba un poco con el propósito de hacerlo sentir mejor.

—No sé cómo puedes culparte por lo ocurrido —añadió Drizzt con un tono despreocupado, que pretendía quitar hierro a la situación—. Con Drizzt Do’Urden como guía de la patrulla drow, no teníais ninguna posibilidad de escapar —agregó sonriente.

—¡Magga cammara! No es cosa de tomar a chacota —exclamó Belwar, aunque no pudo evitar reírse incluso mientras hablaba.

—No lo dudo —dijo Drizzt, otra vez serio—. Pero tomar a broma una tragedia es tan grave como vivir hundido en la culpa por un hecho del que no hemos sido responsables. Si alguien tiene la culpa, esta debe recaer en Menzoberranzan y sus habitantes. Fueron los elfos oscuros los que causaron la tragedia. Fue su maldad la que condenó a los pacíficos mineros de tu expedición.

—Al capataz le corresponde asumir la responsabilidad del grupo —objetó Belwar—. Sólo un capataz puede organizar expediciones y, por lo tanto, es responsable de su decisión.

—¿Escogiste tú llevar a los enanos tan cerca de Menzoberranzan? —preguntó Drizzt.

—Sí.

—¿Por propia voluntad? —insistió el joven.

Creía conocer las costumbres de los enanos lo suficientemente bien como para saber que la mayoría de las decisiones importantes, si no todas, se tomaban por la vía democrática.

—De no haber sido la voluntad de Belwar Dissengulp, ¿los mineros jamás habrían penetrado en aquella región?

—Teníamos informes del hallazgo —explicó Belwar—. Una veta de mineral muy rica. Se decidió en consejo que debíamos aceptar el riesgo de acercarnos tanto a Menzoberranzan. Yo escogí dirigir la expedición.

—De no haber sido tú, la habría dirigido algún otro —retrucó el drow, valiéndose de las mismas palabras de Belwar.

—Un capataz debe aceptar las respon…

Belwar se interrumpió y miró en otra dirección.

—Ellos no te culpan —intervino Drizzt, que siguió la mirada del capataz hasta la puerta de piedra—. Te respetan y se preocupan por ti.

—¡Me compadecen! —gritó Belwar.

—¿Necesitas su compasión? —replicó Drizzt—. ¿Acaso eres menos que ellos? ¿Un inválido inútil?

—¡Nunca lo he sido!

—¡Entonces ve con ellos! —vociferó Drizzt—. Averigua si de verdad se apiadan de ti. No lo creo; pero si me equivoco, si tu gente se apiada del «muy honorable capataz», entonces demuéstrales quién es Belwar Dissengulp. ¡Si tus compañeros no te culpan ni se apiadan, no tienes por qué inventarte cargas!

Belwar miró a su amigo durante un buen rato sin decir palabra.

—Todos los mineros que te acompañaron sabían el riesgo de aventurarse tan cerca de Menzoberranzan —le recordó Drizzt, y, con una sonrisa, añadió—: Ninguno de ellos sabía que Drizzt Do’Urden guiaba a la patrulla de los elfos oscuros, ni tú tampoco, porque en ese caso os habríais quedado en casa.

Magga cammara —murmuró Belwar.

Sacudió la cabeza incrédulo, tanto por la actitud jocosa de Drizzt como por el hecho de que, por primera vez en más de una década, se sentía mejor respecto a aquel trágico episodio. Abandonó la mesa de piedra, le sonrió a Drizzt, y se dirigió al dormitorio.

—¿Adónde vas? —preguntó el drow.

—A descansar —contestó el capataz—. Tanta charla me ha agotado.

—La expedición minera partirá sin ti.

Belwar dio media vuelta y miró a Drizzt, asombrado. ¿Acaso el elfo oscuro creía sinceramente que él podía olvidar tantos años de sufrimientos como si nada y salir corriendo a unirse a la expedición?

—Pensaba que Belwar Dissengulp era más valiente —comentó el joven.

La expresión dolida en el rostro del enano le reveló que había descubierto una brecha en la autocompasión de Belwar.

—Hablas con mucha osadía —gruñó Belwar.

—Sólo un cobarde lo consideraría así —replicó Drizzt, sin asustarse ante la actitud amenazadora que adoptó el enano—. ¡Si no te gusta ser llamado así, demuestra que no lo eres! —añadió el drow—. Ve con los mineros. ¡Muéstrales de verdad quién es Belwar Dissengulp y de paso descúbrelo tú también!

—¡Corre a buscar tus armas! —le ordenó el enano golpeando las manos de mithril entre sí.

Drizzt vaciló. ¿Acababa de desafiarlo? ¿Había ido demasiado lejos en el intento de arrancar al capataz de la apatía?

—Ve a buscar tus armas, Drizzt Do’Urden —repitió Belwar—, porque, si voy con los mineros, tú vendrás conmigo.

Entusiasmado, Drizzt sujetó con sus delicadas manos la cabeza del enano y apoyó la frente contra la de Belwar, mientras ambos intercambiaban miradas de profundo afecto y admiración. Después, Drizzt salió de la casa a la carrera para ir a recoger las cimitarras, el piwafwi y la cota de malla.

Asombrado de su propia decisión, Belwar se propinó un golpe en la cabeza con tanta fuerza que a punto estuvo de caer desmayado. En cuanto se repuso observó a Drizzt que corría hacia la casa central.

Pensó que sería una experiencia interesante.

El capataz Brickers recibió complacido a Belwar y a Drizzt, aunque interrogó al enano con la mirada para asegurarse de que podía confiar en el drow. Ni siquiera Brickers podía dudar de la valiosa ayuda que representaba contar con un drow en las profundidades de la Antípoda Oscura, sobre todo si era cierta la actividad de los elfos oscuros en los túneles orientales.

Pero la expedición no tuvo ningún tropiezo en el viaje hacia la región señalada por los exploradores. Los informes sobre la riqueza de la veta demostraron no ser exagerados, y los veinticinco mineros se dedicaron a trabajar con un entusiasmo envidiable. Drizzt se sentía feliz al ver la habilidad de Belwar, que manejaba el martillo y la pica con una precisión y una fuerza que superaban a la de todos los demás. El capataz no tardó mucho en comprender que sus camaradas no le tenían compasión. Era un miembro de la expedición —un miembro destacado y no un lastre— que llenaba las carretillas con tanto o más mineral que cualquiera de sus compañeros.

Durante los días que pasaron en los túneles, Drizzt se ocupó de montar guardia en los alrededores del campamento, acompañado de Guenhwyvar cuando la pantera estaba disponible. A la mañana siguiente del inicio de los trabajos, el capataz Brickers mandó a un enano para que hiciera guardia junto con el drow y la pantera, y Drizzt sospechó correctamente que el nuevo compañero tenía la misión suplementaria de vigilarlo. Pero a medida que pasaba el tiempo y los mineros se acostumbraban a la presencia del camarada de piel oscura, Drizzt pudo deambular a su antojo.

Fue una expedición tranquila y rentable, como les gustaba a los enanos, y, gracias a no haber encontrado ningún monstruo, pronto tuvieron las carretillas cargadas hasta los topes con minerales preciosos. Alegres y satisfechos recogieron los equipos, formaron una columna con las carretillas e iniciaron el camino de regreso a casa, un viaje que les llevaría dos días debido a la carga que arrastraban.

Al cabo de unas pocas horas de marcha, uno de los exploradores se unió a la caravana. Su rostro mostraba una expresión grave.

—¿Qué ocurre? —preguntó el capataz Brickers, dominado por la sospecha de que se había acabado la buena suerte.

—Una tribu goblin —respondió el explorador—. Alrededor de cuarenta. Ocupan una pequeña cueva hacia el oeste y un túnel en pendiente.

El capataz Brickers dio un puñetazo contra una de las carretillas. No dudaba de la capacidad de los mineros para enfrentarse a la banda de goblins, pero no quería problemas, y le resultaría difícil evitarlos con el ruido de las carretillas que se podía oír desde muy lejos.

—Corre la voz. Nos quedaremos aquí —decidió por fin—. Si tenemos que pelear, dejemos que los goblins vengan hacia nosotros.

—¿Cuál es el problema? —le preguntó Drizzt a Belwar en cuanto se unió a la caravana.

Hasta entonces se había ocupado de vigilar la retaguardia.

—Una banda de goblins —contestó Belwar—. Brickers dice que debemos esperar y confiar en que pasen de largo.

—¿Y si nos descubren?

—Sólo son goblins —replicó el enano, entrechocando las manos metálicas—, pero tanto yo como mi gente confiamos en que el camino quede despejado sin tener que pelear.

Drizzt se sintió complacido al ver que los nuevos compañeros no se desesperaban por combatir, incluso frente a un enemigo al que podían derrotar con facilidad. Si hubiese sido una patrulla drow, lo más probable habría sido que la banda de goblins ya estuviese muerta o capturada.

—Ven conmigo —le pidió Drizzt a Belwar—. Necesito tu ayuda para entenderme con el capataz Brickers. Tengo un plan, pero temo que mis pobres conocimientos de tu idioma no me permitan explicar con claridad las sutilezas.

Belwar enganchó a Drizzt de un brazo con la mano-pica y lo hizo girar con más fuerza de lo previsto.

—No queremos conflictos —explicó el enano—. Preferimos que los goblins se vayan en paz.

—No busco pelea —le aseguró Drizzt con un guiño.

Satisfecho con la respuesta, Belwar acompañó al drow. Brickers mostró una sonrisa de oreja a oreja cuando Belwar le tradujo el plan del elfo oscuro.

—Valdrá la pena ver la cara que ponen los goblins —afirmó Brickers con una carcajada—. ¡Creo que iré contigo!

—Será mejor que vaya yo —intervino Belwar—. Conozco la lengua de los goblins y también el idioma de los drows. Además, tú tienes otras responsabilidades, en caso de que las cosas no salgan como esperamos.

—Yo también sé hablar la lengua de los goblins —replicó Brickers—. Y puedo entender a nuestro compañero elfo oscuro bastante bien. En cuanto a las obligaciones con la caravana, no son tantas como crees, porque ahora nos acompaña otro capataz.

—Uno que no ha estado en las profundidades de la Antípoda Oscura durante muchos años —le recordó Belwar.

—De acuerdo, pero era el mejor de todos —insistió Brickers—. La caravana queda a tu mando, capataz Belwar. Yo acompañaré al drow en el encuentro con los goblins.

Drizzt había entendido las palabras suficientes como para tener una idea de las intenciones de Brickers. Sin darle tiempo a Belwar a seguir la discusión, apoyó una mano sobre el hombro del enano y asintió.

—Si no engañamos a los goblins y necesitamos tu ayuda, ven deprisa dispuesto a todo.

Entonces Brickers abandonó el equipo de minero y las armas, y siguió a Drizzt. Belwar se volvió hacia los demás con cierta cautela, sin saber cómo reaccionarían, pero en cuanto echó una ojeada a los mineros, descubrió que todos lo apoyaban y se mostraban muy dispuestos a cumplir sus órdenes.

El capataz Brickers no se desilusionó al ver las expresiones de asombro y espanto en las caras retorcidas y dentudas cuando él y el elfo oscuro aparecieron ante ellos. Uno de los goblins soltó un alarido y levantó la lanza con intención de arrojarla, pero Drizzt utilizó las habilidades mágicas innatas para crear un globo de oscuridad delante del agresor e impedirle la visión. El goblin arrojó la lanza; Drizzt desenvainó una cimitarra y la detuvo en pleno vuelo.

Brickers, con las manos atadas, porque simulaba ser un prisionero en aquella farsa, se quedó boquiabierto al ver la velocidad y la facilidad con que el drow había derribado la lanza. Después, miró a la banda de goblins y vio que compartían su asombro.

—Un paso más y morirán —prometió Drizzt en el idioma goblin, un lenguaje gutural de gruñidos y gimoteos.

Brickers comprendió un segundo después a qué se refería el joven cuando oyó el ruido de botas y un lloriqueo a sus espaldas. Se volvió y vio a una pareja de goblins, rodeada por las rojizas llamas del fuego de los drows, que escapaba a toda prisa.

Una vez más el svirfnebli miró al drow, asombrado. ¿Cómo había descubierto que iban a atacarlo a traición?

Desde luego Brickers no sabía nada del cazador, el otro yo de Drizzt Do’Urden que le permitía tener ventaja en situaciones como aquélla. Tampoco podía saber el capataz que ahora el joven hacía un gran esfuerzo por dominar al peligroso alter ego.

Drizzt contempló la cimitarra y después a la banda de goblins. Eran casi cuarenta dispuestos a combatir, pero el cazador presionaba a Drizzt para que atacara, a que se lanzara contra aquellos monstruos cobardes y los pusiera en fuga por los pasillos que salían de la pequeña caverna. Sin embargo, una mirada a las manos atadas del compañero enano le recordó el plan original y lo ayudó a controlar al cazador.

—¿Quién es el jefe? —preguntó.

El cacique goblin no tenía ningún interés en identificarse, aunque no tuvo más remedio cuando una docena de subordinados, comportándose con la habitual falta de coraje y lealtad goblin, dieron media vuelta y lo señalaron con sus regordetes dedos.

Sin otra elección, el cacique goblin sacó pecho, irguió los hombros huesudos y avanzó para enfrentarse al drow.

—¡Bruck! —anunció el jefe, al tiempo que se golpeaba el pecho con un puño.

—¿Qué haces aquí? —lo interrogó Drizzt, despreciativo.

Bruck no supo qué responder a esta pregunta. Jamás había tenido que pedir permiso para los movimientos de la tribu.

—¡Esta región pertenece a los drows! —gruñó Drizzt—. ¡No tienes nada que hacer aquí!

—Ciudad drow muy lejos —protesto Bruck, señalando por encima de la cabeza del elfo. Drizzt advirtió que el goblin había señalado la dirección incorrecta, pero prefirió no hacer ningún comentario—. Esta tierra svirfnebli.

—Por ahora —replicó Drizzt, que empujó a Brickers con el pomo de la cimitarra—. Mi gente ha decidido tomar esta región como propia. —Apareció una chispa de cólera en los ojos lila de Drizzt, y una sonrisa artera le alumbró la expresión—. ¿Acaso Bruck y la tribu goblin se opondrán a nosotros?

Bruck extendió las manos, de dedos largos, en un gesto de indefensión.

—¡Vete! —ordenó el drow—. ¡No necesitamos esclavos, ni tampoco queremos llamar la atención con los ruidos de una batalla en los túneles! Considérate afortunado, Bruck. ¡Tu tribu podrá escapar y vivir… por esta vez!

Bruck se volvió hacia los demás en busca de ayuda. Sólo se trataba de un elfo oscuro, mientras que ellos eran casi cuarenta y bien armados. Llevaban todas las de ganar.

—¡Vete! —repitió Drizzt, señalando con la cimitarra uno de los pasajes laterales—. ¡Corre hasta que los pies no te puedan llevar!

El cacique goblin, desafiante, enganchó los pulgares en el trozo de cuerda que sujetaba el taparrabos.

De pronto se oyó un gran estrépito. Los golpes rítmicos contra la piedra estremecieron las paredes de la caverna. Bruck y los demás goblins intercambiaron miradas ansiosas, y Drizzt aprovechó la ocasión.

—¿Te atreves a desafiarnos? —gritó el drow al tiempo que rodeaba al cacique en las llamas del fuego fatuo—. ¡Entonces que sea Bruck el primero en morir!

Antes de que Drizzt pudiese acabar la frase, el jefe goblin ya había escapado, y corría desesperado por el túnel que le había señalado el elfo. Como una muestra de lealtad al cacique, el resto de la tribu corrió tras él, y algunos que corrían todavía más deprisa que el propio Bruck lo dejaron atrás.

Al cabo de unos segundos, Belwar y los mineros aparecieron por los otros túneles.

—Pensé que te vendría bien un poco de ayuda —explicó el capataz al tiempo que golpeaba la piedra de la pared con la mano-martillo.

—En el momento más conveniente y preciso, muy honorable capataz —le dijo Brickers, cuando dejó de reír—. Perfecto, tal cual esperábamos de Belwar Dissengulp.

La caravana svirfnebli no tardó mucho en reanudar la marcha, y los mineros comentaban alborozados las incidencias del episodio. Los enanos se consideraban muy listos por la manera en que habían evitado el combate. La alegría se convirtió en una fiesta de primera cuando llegaron a Blingdenstone, porque los enanos, a pesar de ser gente seria y trabajadora, también gustaban de las fiestas como cualquier otra raza de los Reinos.

Drizzt Do’Urden, pese a las diferencias físicas que lo separaban de los svirfneblis, se sentía más a gusto y feliz con ellos de lo que había estado en sus cuatro décadas de vida.

Y nunca más Belwar Dissengulp volvió a enfadarse cuando alguien de su gente lo trataba de «muy honorable capataz».

El espectro estaba confuso. Cuando Zaknafein comenzaba a creer que la presa se encontraba en la ciudad svirfnebli, los hechizos mágicos con que Malicia lo había dotado advirtieron la presencia de Drizzt en los túneles. Por suerte para éste y los mineros svirfneblis, el espectro rondaba muy lejos cuando captó el rastro. Zaknafein inició el camino de regreso a través de los túneles, eludiendo a las patrullas enanas. Evitar los combates había resultado muy difícil, porque la matrona Malicia, sentada en su trono en Menzoberranzan, se mostraba cada vez más impaciente y nerviosa.

Malicia anhelaba el sabor de la sangre, pero Zaknafein no cejó en el propósito de acortar la distancia que lo separaba del objetivo. Entonces, sin más, se esfumó el rastro.

Bruck soltó un gemido cuando otro elfo oscuro apareció en el campamento al día siguiente. Nadie enarboló las lanzas o intentó situarse a espaldas del drow.

—¡Nos marchamos tal cual se nos ordenó! —protestó Bruck, adelantándose sin que se lo pidieran.

El cacique sabía que, si no lo hacía, los demás lo señalarían.

El espectro no dio ninguna muestra de haber entendido las palabras en idioma goblin. Zaknafein avanzó hacia el cacique con las espadas preparadas.

—Nosotros… —alcanzó a decir Bruck antes de que lo degollaran.

Zaknafein apartó la espada de la garganta del goblin y se lanzó contra el resto del grupo.

Los goblins echaron a correr en todas direcciones. Unos cuantos, atrapados entre el enloquecido drow y la pared de piedra, levantaron las lanzas para defenderse. El espectro pasó entre ellos al tiempo que destrozaba cuerpos y armas con cada mandoble. Una de las víctimas alcanzó a pasar la lanza entre las espadas y clavó la punta en la cadera de Zaknafein.

El monstruo no muerto ni siquiera pestañeó. Zak se volvió hacia el atacante y descargó una serie de golpes velocísimos y de tanta precisión que amputaron los brazos del goblin y lo decapitaron.

Al acabar el combate, quince goblins yacían descuartizados en el suelo de la caverna y los demás corrían por todos los túneles de la región. El espectro, cubierto con la sangre de los enemigos, salió de la caverna por el pasaje opuesto al que había entrado, para seguir la búsqueda del escurridizo Drizzt Do’Urden.

En Menzoberranzan, en la antesala de la capilla de la casa Do’Urden, la matrona Malicia descansaba, exhausta y saciada. Había participado en cada una de las muertes conseguidas por Zaknafein, y había sentido una explosión de éxtasis cada vez que el espectro hundía la espada en una nueva víctima.

Malicia olvidó las frustraciones y la impaciencia, con la confianza renovada por los placeres de la cruel matanza de Zaknafein. ¡Cuán grande sería el placer cuando el espectro encontrara por fin al hijo traidor!