La matrona Malicia Do’Urden se movió inquieta en el trono de piedra instalado en la pequeña y oscura antecámara de la gran capilla de la casa Do’Urden. Para los elfos oscuros, que medían el paso del tiempo por décadas, el presente era un día señalado en los anales de la casa de Malicia, el décimo aniversario de la guerra encubierta que mantenían la familia Do’Urden y la casa Hun’ett. La matrona Malicia, que nunca se perdía una celebración, había preparado un regalo especial para sus enemigos.
Briza Do’Urden, la hija mayor de Malicia, una hembra fuerte, fornida y de muy mal carácter, se paseaba impaciente arriba y abajo por la antecámara.
—Ya tendría que haber acabado —protestó propinando un puntapié a un pequeño taburete, que voló por los aires y fue a estrellarse contra el suelo.
El asiento, hecho de tallo de seta, se abrió en dos.
—Paciencia, hija mía —le aconsejó Malicia con un ligero tono de reproche, aunque compartía el nerviosismo de Briza—. Jarlaxle es muy precavido.
Briza se volvió al escuchar la mención del presuntuoso mercenario y caminó hacia las puertas de piedra decorada de la sala. Malicia no pasó por alto el significado de las acciones de su hija.
—No apruebas a Jarlaxle y a su banda —declaró la madre matrona.
—Son unos truhanes descastados —afirmó Briza, sin mirar a su madre—. No hay lugar en Menzoberranzan para gente como ellos. ¡Perturban el orden natural de nuestra sociedad! ¡Y son todos varones!
—Nos sirven bien —le recordó Malicia.
Briza hizo un esfuerzo para no mencionar el elevado costo que representaba alquilar mercenarios. No quería provocar la ira de la matrona. Desde el comienzo de la guerra con los Hun’ett, ella y Malicia no habían hecho otra cosa que discutir.
—Sin Bregan D’aerthe, no podríamos luchar contra nuestros enemigos —añadió Malicia—. Utilizar los servicios de los mercenarios…, los truhanes descastados, como los has llamado…, nos permite combatir sin comprometer a nuestra casa como participante en el conflicto.
—¿Y por qué no acabamos de una vez con todo esto? —preguntó Briza al tiempo que se acercaba al trono—. Matamos a unos cuantos soldados Hun’ett, y ellos matan a un puñado de los nuestros. Y mientras tanto las dos casas se dedican a contratar a quien quiera reemplazarlos. ¡No se acabará nunca! ¡Los únicos beneficiados en este conflicto son los mercenarios de Bregan D’aerthe… y la banda que haya contratado la matrona SiNafay Hun’ett…, que se alimentan de las arcas de las dos casas!
—¡Vigila el tono, hija mía! —gruñó Malicia, enfadada—. ¡Hablas con una madre matrona!
—¡Tendríamos que haber atacado la casa Hun’ett inmediatamente, la misma noche del sacrificio de Zaknafein! —se atrevió a protestar Briza, mientras daba media vuelta.
—Te olvidas de las acciones de tu hermano menor durante aquella noche —replicó Malicia, más sosegada.
Pero la matrona Malicia se equivocaba. Aun en el caso de que viviese mil años, Briza jamás olvidaría las acciones de Drizzt la noche en que había desertado de la familia. Entrenado por Zaknafein, el amante favorito de Malicia, reputado como el mejor maestro de armas en todo Menzoberranzan, Drizzt había conseguido una perfección en el manejo de las armas muy por encima de la norma. Pero Zak también le había inculcado unas actitudes blasfemas que Lloth, la deidad de los elfos oscuros, no toleraba. Por fin, el comportamiento sacrílego de Drizzt había provocado la cólera de Lloth, y la reina araña había reclamado el sacrificio del joven.
La matrona Malicia, impresionada por las aptitudes de Drizzt para la guerra, había actuado con decisión en defensa del joven y había entregado a Lloth el corazón de Zaknafein como compensación por los pecados del hijo. Había perdonado a Drizzt con la esperanza de que, desaparecidas las malas influencias de Zaknafein, enmendaría la conducta y reemplazaría al maestro de armas sacrificado.
En cambio, el ingrato Drizzt los había traicionado y había escapado a las regiones desconocidas de la Antípoda Oscura; un acto que no sólo había privado a la casa Do’Urden de su candidato a maestro de armas sino que además había hecho perder el favor de Lloth a la matrona Malicia y al resto de la familia Do’Urden. Como desastrosa conclusión de todos sus esfuerzos, la casa Do’Urden había perdido al maestro de armas, a su supuesto reemplazante, y el favor de Lloth. Aquél no había sido un buen día.
Por suerte, la casa Hun’ett también había sufrido bajas en la misma fecha: la muerte de dos magos que habían intentado asesinar al joven guerrero. Con las dos casas debilitadas y sin contar con el favor de Lloth, la guerra inminente se había transformado en una interminable serie de ataques encubiertos.
Briza nunca lo olvidaría.
Una llamada a la puerta de la antecámara arrancó a Malicia y a Briza de los recuerdos de aquel día aciago. Se abrió la puerta y Dinin, el hijo mayor de la casa, entró en la sala.
—Salud, madre matrona —saludó con todo respeto mientras hacía una reverencia.
Dinin quería darle una sorpresa, pero la sonrisa que le iluminaba el rostro lo descubrió.
—¡Jarlaxle ha vuelto! —exclamó Malicia, exultante.
Dinin se volvió hacia la puerta abierta, y el mercenario, que había esperado pacientemente en el pasillo, hizo su entrada. Briza, que no dejaba de sorprenderse ante la extravagancia del bribón, sacudió la cabeza cuando Jarlaxle pasó junto a ella. Casi todos los elfos oscuros de Menzoberranzan vestían con discreción y sentido práctico: adornaban las prendas con símbolos de la reina araña o utilizaban una cota de malla oculta debajo de los piwafwi, las capas mágicas.
Jarlaxle, arrogante y descarado, seguía muy pocas de las costumbres de los habitantes de Menzoberranzan. No constituía precisamente un modelo de lo que la sociedad drow exigía, y se complacía en resaltar las diferencias, en una actitud insolente. No vestía una túnica o un albornoz, sino una capa resplandeciente que reflejaba todos los colores del espectro de la luz normal y la infrarroja. La magia de la prenda sólo se podía intuir, pero los más allegados al líder mercenario comentaban que era muy poderosa.
El chaleco de Jarlaxle no tenía mangas y era tan corto que su delgado y musculoso estómago quedaba a la vista. Llevaba un ojo cubierto por un parche, aunque un observador atento podía ver que sólo servía de adorno, porque el mercenario lo cambiaba de un ojo a otro con cierta frecuencia.
—Mi querida Briza —dijo Jarlaxle por encima del hombro, al ver la expresión de disgusto de la gran sacerdotisa ante su apariencia.
Dio media vuelta e hizo una reverencia que acompañó con un ampuloso movimiento de su sombrero, otra excentricidad, y más incluso cuando el sombrero estaba adornado con las enormes plumas de un diatryma, un pájaro gigante de la Antípoda Oscura.
Briza resopló enfadada y se giró para no ver la cabeza inclinada del mercenario. Los elfos drows utilizaban sus espesas cabelleras blancas como un emblema de su rango, con un corte destinado a mostrar su categoría y la afiliación de la casa. En cambio Jarlaxle no tenía pelo y, a Briza, la cabeza afeitada le parecía una bola de ónice.
Jarlaxle se rio discretamente del enfado de la hija mayor de los Do’Urden y volvió su atención a la matrona Malicia. Las numerosas joyas tintineaban, y los tacones de sus botas relucientes sonaban con cada paso. Briza también notó estos detalles, porque sabía que las botas y las joyas sólo parecían hacer ruido a voluntad del bribón.
—¿Está hecho? —preguntó la matrona Malicia antes de que el mercenario tuviese tiempo de saludarla.
—Mi querida matrona Malicia —contestó con un suspiro quejumbroso, consciente de que podía saltarse las formalidades a la vista de la importancia de las noticias—, ¿es que habéis dudado de mí? Me siento muy dolido.
Malicia abandonó su trono de un salto y levantó un puño en señal de victoria.
—¡Dipree Hun’ett está muerto! —proclamó—. ¡El primer noble muerto en esta guerra!
—Te olvidas de Masoj Hun’ett —comentó Briza—, al que mató Drizzt hace diez años. —Y, contra toda prudencia, añadió—: Y de Zaknafein Do’Urden, muerto por tu propia mano.
—Zaknafein no era noble de nacimiento —replicó Malicia, enfadada por la insolencia de la hija.
Las palabras de Briza le picaron la conciencia. Malicia había decidido sacrificar a Zaknafein en lugar de a Drizzt con la oposición de Briza.
Jarlaxle carraspeó en un intento de disuadir a las dos mujeres de prolongar la discusión. El mercenario sabía que debía acabar sus asuntos y salir de la casa Do’Urden lo antes posible. Estaba advertido —aunque los Do’Urden no lo sabían— de que faltaba poco para la hora señalada.
—Aún está por resolver el tema del pago —le recordó a Malicia.
—Dinin se ocupará de pagarte —repuso Malicia, que se despidió del mercenario con un ademán sin desviar la mirada del rostro de Briza.
—Entonces me retiro —dijo Jarlaxle y, con un movimiento de cabeza, indicó a Dinin que lo acompañara.
Antes de que el mercenario diera un paso en dirección a la salida, Vierna, la segunda hija de Malicia, entró en la sala, con el rostro brillante por el calor del entusiasmo.
—Maldición —susurró Jarlaxle por lo bajo.
—¿Qué ocurre? —preguntó la matrona Malicia.
—¡La casa Hun’ett! —gritó Vierna—. ¡Soldados en el patio! ¡Nos atacan!
En el patio de armas, más allá del edificio principal, casi quinientos soldados de la casa Hun’ett —cien más de los calculados por los informes de los espías— penetraron en la casa Do’Urden tras el estallido de un rayo contra los portones de adamantita. Los trescientos cincuenta soldados de la guarnición de los Do’Urden salieron a la carrera de las estalagmitas que les servían de cuarteles para responder al ataque.
Superadas en número pero entrenadas por Zaknafein, las tropas se agruparon en las posiciones defensivas que tenían como principal objetivo proteger a los magos y las sacerdotisas para que pudiesen lanzar sus hechizos.
Todo un contingente de soldados Hun’ett, que podían volar gracias a un hechizo, se lanzaron en picado contra el sector de la pared de la caverna que albergaba los aposentos principales de la casa Do’Urden. Los defensores utilizaron con gran eficacia las pequeñas ballestas de mano y diezmaron a los soldados voladores con sus dardos emponzoñados. Pero los invasores aéreos habían conseguido sorprender a los defensores, y éstos no tardaron en verse en una situación comprometida.
—¡Hun’ett no tiene el favor de Lloth! —chilló Malicia—. ¡Jamás se atrevería a atacar abiertamente!
Arrugó el gesto cuando el estruendo de los rayos le dieron la réplica.
—¿No? —dijo Briza.
Malicia le dirigió una mirada de amenaza pero ya no tenía tiempo para continuar la discusión. El plan normal de ataque de una casa drow comprendía el asalto de los soldados en combinación con una barrera mental a cargo de las sumas sacerdotisas de la casa. Sin embargo, Malicia no captaba ninguna onda del ataque mental, y esto le confirmó fehacientemente que los atacantes pertenecían a la casa Hun’ett. Al parecer, las sacerdotisas enemigas, apartadas de la gracia de la reina araña, no podían utilizar los poderes otorgados por Lloth para lanzar el ataque mental. De no ser así, Malicia y las hijas, también privadas del favor de la reina araña, no habrían tenido ninguna esperanza de salvación.
—¿Qué los habrá impulsado al ataque? —pensó Malicia en voz alta.
—Desde luego son muy osados —respondió Briza, que había comprendido el razonamiento de la matrona—, al pensar que sólo con los soldados podían eliminar a todos los miembros de nuestra casa.
Todos los presentes en la sala sabían, igual que todos los drows de Menzoberranzan, el castigo brutal e inexorable que recibía cualquier casa incapaz de eliminar totalmente a otra. Los ataques estaban permitidos de una forma encubierta pero no se perdonaba el fracaso.
Rizzen, el actual patrón de la casa Do’Urden, entró en la sala con una expresión muy grave en el rostro.
—Nos doblan en número y perdemos posiciones —informó—. No tardaremos mucho en caer derrotados.
Malicia no quiso aceptar la mala nueva. Abofeteó a Rizzen con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo, y después se volvió hacia el mercenario.
—¡Debes llamar a tu banda! —gritó la matrona—. ¡Deprisa!
—Matrona —tartamudeó Jarlaxle, sorprendido—, Bregan D’aerthe es un grupo secreto. No participamos en las guerras abiertas. ¡Hacerlo significaría provocar la ira del consejo regente!
—Te pagaré lo que sea —prometió la madre matrona, desesperada.
—Pero el coste…
—¡Lo que sea! —repitió Malicia.
—Dicha acción… —comenzó Jarlaxle.
Una vez más, Malicia no lo dejó acabar la frase.
—Salva mi casa, mercenario —gritó—. ¡Tus ganancias serán enormes pero te lo advierto, mucho más te costará el fracaso!
A Jarlaxle no le gustaban las amenazas y mucho menos de una madre matrona desvalida cuyo mundo se desplomaba a su alrededor. No obstante, el dulce sonido de la palabra «ganancias» valía a los oídos del mercenario más que un millar de amenazas. Después de conseguir durante diez años consecutivos unos beneficios extraordinarios del conflicto entre los Do’Urden y los Hun’ett, Jarlaxle no dudaba de la voluntad ni de la capacidad de Malicia para pagar lo prometido, ni tampoco dudaba de que este arreglo resultaría mucho más lucrativo que el otro establecido con la matrona SiNafay Hun’ett a principios de semana.
—Como queráis —respondió a la oferta de la matrona Malicia, y acompañó la respuesta con una reverencia y un floreo de su ridículo sombrero—. Veré qué puedo hacer.
Dirigió un guiño a Dinin, y el hijo mayor se apresuró a seguirlo fuera de la sala.
Cuando los dos salieron al balcón que dominaba el recinto Do’Urden, pudieron ver que la situación había empeorado sensiblemente. Los soldados de la casa Do’Urden —aquéllos que todavía estaban vivos— se encontraban atrapados alrededor de una de las inmensas estalagmitas que formaban parte de la entrada.
Uno de los soldados voladores descendió al balcón al descubrir la presencia de un noble Do’Urden, pero Dinin lo despachó en un abrir y cerrar de ojos.
—Bien hecho —comentó Jarlaxle, con una mirada de aprobación.
Se acercó dispuesto a palmear el hombro del hijo mayor, pero éste se apartó.
—Tenemos que ocuparnos de asuntos más urgentes —le recordó a Jarlaxle—. Llama a tus tropas, y deprisa, porque si no la victoria será para la casa Hun’ett.
—Tranquilo, amigo Dinin —respondió el mercenario con una carcajada, y cogiendo un pequeño silbato que llevaba colgado del cuello, sopló en él.
Dinin no oyó ningún sonido porque los pitidos del mágico instrumento sólo podían ser escuchados por los miembros de Bregan D’aerthe.
El hijo mayor de los Do’Urden observó asombrado mientras Jarlaxle soplaba las órdenes, y su asombro no tuvo límites cuando más de un centenar de soldados de la casa Hun’ett comenzaron a atacar a sus camaradas.
Bregan D’aerthe sólo era leal a sí mismo.
—No pueden atacarnos —insistió Malicia, paseándose de arriba abajo por la sala—. No cuentan con la ayuda de la reina araña.
—Pese a no contar con su ayuda están a un paso de conseguir la victoria —le recordó Rizzen desde el rincón más alejado de la habitación, donde se había refugiado con toda prudencia.
—¡Tú dijiste que jamás se atreverían a atacar! —le reprochó Briza a la madre—. ¡Incluso cuando intentabas justificar las razones para no realizar nuestro propio ataque!
Briza recordaba aquella conversación con todo detalle, porque había sido idea suya atacar abiertamente a la casa Hun’ett. Malicia la había reprendido públicamente, y ahora Briza pretendía devolverle la humillación. Su voz sonaba cargada de sarcasmo mientras contestaba a la matrona.
—¿Es posible que la matrona Malicia haya cometido un error?
La réplica de Malicia fue una mirada donde se combinaban la cólera y el terror. Briza le devolvió la mirada sin acobardarse, y de pronto la madre matrona de la casa Do’Urden no se sintió tan invencible y segura de sus acciones. Dio un respingo cuando Maya, la menor de las hijas, apareció en la sala.
—¡Han entrado en la casa! —gritó Briza, convencida de que había llegado el momento final, y empuñó el látigo de cabezas de serpiente—. ¡Y ni siquiera hemos hecho los preparativos para la defensa!
—¡No! —la corrigió Maya—. El enemigo no ha cruzado el balcón. ¡La casa Hun’ett está a punto de perder la batalla!
—Lo sabía —exclamó Malicia, que se irguió envalentonada con la mirada puesta en Briza—. ¡La casa que ataca sin contar con el favor de Lloth comete una locura!
A pesar de sus afirmaciones, Malicia adivinaba que había algo más que el favor de la reina araña en el imprevisto resultado del combate. Su razonamiento la llevó inevitablemente a Jarlaxle y a su banda de truhanes.
Jarlaxle saltó desde el balcón y utilizó las habilidades innatas de los drows para levitar hasta el suelo de la caverna. Al ver que no necesitaba involucrarse en una batalla que estaba controlada, Dinin permaneció en el lugar y observó la marcha del mercenario mientras pensaba en lo que acababa de suceder. Jarlaxle había servido a los dos bandos, y una vez más el mercenario y su banda habían sido los auténticos ganadores. Desde luego, los integrantes de Bregan D’aerthe no tenían escrúpulos, pero Dinin reconoció que eran muy efectivos y descubrió que el mercenario le era simpático.
—¿La acusación ha sido entregada a la matrona Baenre según todos los requisitos? —le preguntó Malicia a Briza cuando la luz de Narbondel, la estalagmita calentada mágicamente que servía de reloj en Menzoberranzan, comenzó su ascenso para marcar el alba del nuevo día.
—La casa regente esperaba la visita —contestó Briza en tono burlón—. Toda la ciudad comenta el ataque y el éxito de la casa Do’Urden ante los invasores de la casa Hun’ett.
La matrona Malicia intentó disimular sin conseguirlo una sonrisa vanidosa. Disfrutaba con la atención y la gloria que de ahora en adelante merecería su casa.
—El consejo regente se reunirá hoy mismo —añadió Briza—. Sin duda para desesperación de la matrona SiNafay Hun’ett y su familia.
Malicia asintió. La destrucción de una casa rival en Menzoberranzan era una práctica legítima entre los drows. Pero si fracasaba en el intento, si sólo quedaba vivo un testigo de sangre noble para presentar la acusación, entonces el consejo regente ordenaba la eliminación definitiva de la casa agresora.
Una llamada hizo que ambas se volvieran hacia la puerta.
—Te llaman, matrona —anunció Rizzen en cuanto entró en la sala—. La matrona Baenre ha enviado una carroza.
Malicia y Briza intercambiaron una mirada nerviosa y esperanzada. Cuando impusieran el castigo a la casa Hun’ett, la casa Do’Urden pasaría a ocupar el octavo lugar dentro de la jerarquía de la cuidad, una posición envidiable, pues únicamente las madres matronas de las primeras ocho casas ocupaban un asiento en el consejo regente de Menzoberranzan.
—¿Ya? —preguntó Briza.
Malicia encogió los hombros como única respuesta; salió de la sala detrás de Rizzen y llegó hasta el balcón. Rizzen tendió una mano para ayudarla, pero Malicia la apartó con violencia. Rebosante de orgullo, la matrona se encaramó a la balaustrada y descendió lentamente hasta el patio de armas, donde se agrupaban los soldados de la casa. El disco volador con la insignia de la casa Baenre flotaba a unos pasos del portón destrozado al comienzo de la batalla.
La madre matrona desfiló con la cabeza bien alta entre las tropas que se empujaban para dejarle paso. Hoy era su día de gloria, el día en que había conseguido un asiento en el consejo regente, el sueño de toda su vida.
—Madre matrona, te acompañaré a través de la ciudad —se ofreció Dinin, que la esperaba en la entrada.
—Permanecerás aquí con el resto de la familia —le ordenó Malicia—. Sólo me han llamado a mí.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Dinin, pero se dio cuenta de que había cometido un error tan pronto como las palabras salieron de su boca.
Cuando Malicia volvió la cabeza para fulminarlo con la mirada, Dinin ya había desaparecido entre los soldados.
—Insolente —murmuró por lo bajo, y ordenó a los soldados que retiraran los restos del portón reparado a medias.
Con una última mirada triunfal a sus súbditos, Malicia cruzó la verja y se instaló en el disco volador.
Ésta no era la primera vez que Malicia respondía a una invitación de la matrona Baenre, así que no se sorprendió cuando varias sacerdotisas Baenre salieron de las sombras para formar un escudo de protección alrededor del disco y su pasajera. La vez anterior, Malicia no las había tenido todas consigo porque desconocía los motivos de la invitación. Ahora, en cambio, cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto de desafío y dejó que los curiosos la contemplaran en el esplendor de la victoria.
Malicia aceptó con orgullo las miradas, convencida de su superioridad. Incluso cuando el disco llegó a la fabulosa verja en forma de telaraña de la casa Baenre, con los mil guardias y las fantásticas edificaciones que abarcaban estalagmitas y estalactitas, el orgullo de Malicia no disminuyó ni un ápice.
Ahora formaba parte del consejo regente, o lo haría dentro de muy poco; ya no tenía razones para sentirse intimidada en ningún lugar de la ciudad.
Al menos era lo que creía.
—Esperan vuestra presencia en la capilla —le informó una de las sacerdotisas Baenre en cuanto el disco se detuvo al pie de la escalera que conducía al gran edificio con forma de cúpula.
Malicia se apeó del vehículo y subió los escalones de piedra pulida. Tan pronto como entró en la capilla advirtió la presencia de una figura sentada en una de las sillas instaladas en el altar central. La drow, la única persona visible en la sala, no parecía haberse dado cuenta de la entrada de la madre matrona. Permanecía sentada cómodamente, muy entretenida en contemplar la enorme imagen mágica en el techo de la cúpula que primero mostraba una araña gigante y después una hermosa mujer drow.
Cuando se acercó, Malicia reconoció las vestiduras de una madre matrona, y dio por sentado, como había hecho desde el primer momento, que se trataba de la matrona Baenre, el ser más poderoso de toda Menzoberranzan, que la esperaba. Malicia subió la escalera del altar, y se acercó a la drow por la espalda. Sin esperar la invitación, avanzó con toda osadía para saludar a la otra madre matrona.
Sin embargo, no se trataba de la figura anciana y encogida de la matrona Baenre la que Malicia Do’Urden encontró en el altar de la capilla Baenre. La madre matrona sentada no había superado la longevidad habitual de los drows ni era tan arrugada y seca como una momia. De hecho, esta drow tenía más o menos la misma edad de Malicia y era bastante pequeña. Malicia la conocía demasiado bien.
—¡SiNafay! —gritó y a punto estuvo de caerse por la sorpresa.
—Malicia —respondió la otra, muy tranquila.
Un sinfín de posibilidades desagradables desfilaron por la mente de Malicia. SiNafay Hun’ett tendría que haber estado refugiada en su casa junto al resto de la familia a la espera de la aniquilación. En cambio, aparecía sentada la mar de feliz en el recinto sagrado de la familia más importante de Menzoberranzan.
—¡No tienes ningún derecho a estar aquí! —protestó Malicia, con los puños apretados contra las caderas.
Por un instante pensó en atacar a su rival allí mismo, en estrangular a SiNafay con sus propias manos.
—Tranquilízate, Malicia —le recomendó SiNafay, despreocupada—. Como tú, estoy aquí invitada por la matrona Baenre.
La mención de ésta y el recordatorio del lugar donde se encontraban sosegaron a Malicia. ¡Ésta era la capilla de la casa Baenre y no su casa! Malicia se dirigió al lado opuesto del altar circular y tomó asiento, sin apartar la mirada ni por un instante de la presumida sonrisa de SiNafay Hun’ett.
Después de unos minutos de silencio que le parecieron eternos, Malicia no pudo contenerse más.
—Fue la casa Hun’ett la que atacó a mi familia en la última oscuridad de Narbondel —afirmó—. Tengo numerosos testigos del hecho. ¡No puede haber ninguna duda!
—Ninguna —contestó SiNafay, y su asentimiento pilló a Malicia con la guardia baja.
—¿Admites el hecho? —exclamó Malicia, frustrada.
—Desde luego —dijo SiNafay—. Nunca lo he negado.
—Aun así estás viva —dijo Malicia, con desprecio—. Las leyes de Menzoberranzan exigen que el peso de la justicia caiga sobre ti y tu familia.
—¿Justicia? —SiNafay soltó la carcajada ante una idea tan estúpida. La justicia nunca había sido más que una fachada y una manera de simular un cierto orden en el caos de Menzoberranzan—. Actué de acuerdo con el mandato de la reina araña.
—Si la reina araña aprobaba tus méritos, habrías conseguido la victoria —razonó Malicia.
—No necesariamente —interrumpió otra voz.
Malicia y SiNafay se volvieron cuando la matrona Baenre apareció por arte de magia en su trono, ubicado en el lado más alejado del altar.
Malicia deseó poder descargar su ira contra la anciana madre matrona por espiar la conversación y por la aparente negativa a las acusaciones contra SiNafay. Pero si Malicia había conseguido sobrevivir a los peligros de Menzoberranzan durante quinientos años, era porque comprendía los riesgos de provocar la cólera de alguien como la matrona Baenre.
—Reclamo el derecho de acusación contra la casa Hun’ett —dijo Malicia, sin alzar la voz.
—Concedido —repuso la matrona Baenre—. Como has dicho, y SiNafay ha estado de acuerdo, no hay ninguna duda.
Malicia se volvió triunfante hacia SiNafay, pero la madre matrona de la casa Hun’ett permanecía tan tranquila y sonriente como antes.
—Entonces, ¿por qué está aquí? —protestó Malicia, con un tono casi histérico—. SiNafay está fuera de la ley. No…
—No hemos puesto ninguna objeción a tus palabras —la interrumpió la matrona Baenre—. La casa Hun’ett atacó y fracasó. El castigo que merecen sus acciones es bien conocido y aceptado por todos, y el consejo regente se reunirá hoy mismo para ocuparse de que se haga justicia.
—Entonces, ¿por qué está aquí SiNafay? —repitió Malicia.
—¿Dudas de la sabiduría de mi ataque? —le preguntó SiNafay a Malicia, casi sin poder contener la risa.
—Fuiste derrotada —le recordó Malicia—. Ahí tienes la respuesta.
—Lloth exigió el ataque —dijo la matrona Baenre.
—Entonces, ¿por qué fue derrotada la casa Hun’ett? —insistió Malicia, empecinada—. Si la reina araña…
—No he dicho que la reina araña hubiese dado la bendición a la casa Hun’ett —afirmó la matrona Baenre sin dejarle acabar la frase y un tanto enfadada.
Malicia se movió inquieta en su silla, al recordar dónde estaba y su situación.
—Sólo he dicho que Lloth exigió el ataque —añadió la matrona Baenre—. Durante diez años Menzoberranzan ha soportado el espectáculo de vuestra guerra privada. Os aseguro que ya no le interesaba a nadie. Tenía que acabarse de una vez por todas.
—Y se acabó —declaró Malicia y se puso de pie—. ¡La casa Do’Urden consiguió la victoria, y reclamo el derecho de acusación contra SiNafay Hun’ett y su familia!
—Siéntate, Malicia —intervino SiNafay—. En todo esto hay algo más que tu derecho de acusación.
Malicia miró a la matrona Baenre en busca de la confirmación, aunque dadas las circunstancias no podía dudar de las palabras de SiNafay.
—Así es —le respondió la matrona Baenre—. La casa Do’Urden ha ganado y la casa Hun’ett dejará de existir.
Malicia se sentó otra vez y dirigió una sonrisa de satisfacción a SiNafay. Sin embargo, la madre matrona de la casa Hun’ett no parecía preocupada en lo más mínimo.
—Presenciaré la destrucción de tu casa con enorme placer —le comunicó Malicia a su rival. Se volvió hacia Baenre—. ¿Cuándo se ejecutará el castigo?
—Ya se ha cumplido —contestó lacónicamente la matrona Baenre.
—¡SiNafay vive! —gritó Malicia.
—No —la corrigió la anciana madre matrona—. Vive la que fue SiNafay Hun’ett.
Por fin Malicia comenzaba a comprender. La casa Baenre siempre había sido oportunista. ¿Cabía suponer que la matrona Baenre se había apoderado de las sumas sacerdotisas de la casa Hun’ett para incorporarlas a sus filas?
—¿La protegerás? —se atrevió a preguntar Malicia.
—No —contestó la matrona Baenre con calma—. Esa tarea recaerá sobre ti.
Los ojos de Malicia se abrieron como platos. Jamás en los centenares de años que llevaba al servicio de Lloth como gran sacerdotisa le habían encomendado una tarea más desagradable.
—¡Es mi enemiga! ¿Cómo puedes pedir que le dé asilo?
—Ella es tu hija —replicó la matrona Baenre. Con un tono más suave, y una leve sonrisa de picardía añadió—: Tu hija mayor que ha regresado de Ched Nasad, o de cualquier otra ciudad de nuestra raza.
—¿Por qué haces esto? —quiso saber Malicia—. ¡Es algo sin precedentes!
—No del todo —dijo la matrona Baenre.
Sus dedos repiquetearon sobre los brazos del trono mientras recordaba algunas de las extrañas consecuencias de la interminable serie de batallas libradas en la ciudad de los drows.
—No niego que tu observación es correcta en apariencia —añadió la matrona—. Pero sin duda sabes muy bien que las apariencias ocultan muchas de las cosas que suceden en Menzoberranzan. Es inevitable que se destruya la casa Hun’ett y se ejecute a todos sus nobles. Después de todo, es la forma civilizada de hacer las cosas. —Hizo una pausa para asegurarse de que Malicia comprendía su explicación—. Al menos, tiene que parecer que son ejecutados.
—¿Y te encargarás de hacerlo? —inquirió Malicia.
—Ya está hecho —afirmó la matrona Baenre.
—¿Y cuál es el sentido de todo esto?
—Cuando la casa Hun’ett inició el ataque contra tu casa, ¿se te ocurrió implorar la ayuda de la reina araña? —preguntó de improviso la matrona Baenre.
La pregunta sorprendió a Malicia, y tener que dar una respuesta la inquietaba todavía más.
—Y cuando fracasó el ataque de la casa Hun’ett, ¿rezaste acaso a la reina araña para dar las gracias? —prosiguió la matrona Baenre, con un tono helado—. ¿Llamaste a alguna de las doncellas de Lloth en el momento de la victoria, Malicia Do’Urden?
—¿Es que soy la acusada? —protestó Malicia—. Sabes la respuesta, matrona Baenre. —Inquieta, miró a SiNafay mientras contestaba, ante el riesgo de revelar alguna información valiosa—. Estás enterada de mi situación respecto a la reina araña. No me atreví a invocar a una doncella sin tener alguna señal de que hubiese recuperado el favor de Lloth.
—Y no has visto ninguna señal —intervino SiNafay.
—Ninguna, aparte de la derrota de mi rival —replicó Malicia, con inquina.
—El triunfo no fue una señal de la reina araña —les informó la matrona Baenre—. Lloth no se involucró en vuestra pelea. Sólo exigió que se acabara.
—¿Está satisfecha con el resultado? —preguntó Malicia sin ningún rodeo.
—Todavía está por verse —contestó la matrona Baenre—. Hace muchos años, Lloth manifestó claramente su deseo de que Malicia Do’Urden tuviese un asiento en el consejo regente. Con la próxima luz de Narbondel, se cumplirá su deseo.
Malicia alzó la barbilla, orgullosa.
—Pero debes comprender tu dilema —le reprochó la matrona Baenre, levantándose del trono.
Malicia se encogió, inquieta.
—Has perdido a más de la mitad de tus soldados —añadió Baenre—. Y no tienes una familia numerosa que te dé su apoyo. Gobiernas la octava casa de la ciudad, pero todos saben que no cuentas con el favor de la reina araña. ¿Cuánto tiempo crees que la casa Do’Urden podrá sostener su posición? ¡Todavía no has ocupado tu puesto en el consejo regente y éste ya corre peligro!
Malicia no podía refutar la lógica de la vieja matrona. Las dos sabían cómo eran las cosas en Menzoberranzan. Con la casa Do’Urden casi desprotegida, cualquier casa menor no tardaría en aprovechar la oportunidad para escalar posiciones. El ataque de la casa Hun’ett no sería la última batalla librada en el patio de la casa Do’Urden.
—Por lo tanto te doy a SiNafay Hun’ett…, Shi’nayne Do’Urden: una nueva hija, otra gran sacerdotisa… —dijo la matrona Baenre.
Se volvió hacia SiNafay dispuesta a proseguir la explicación, pero Malicia se distrajo súbitamente cuando una voz sonó en su mente, un mensaje telepático.
Mantenla a tu lado sólo el tiempo que la necesites, Malicia Do’Urden —dijo la voz.
Malicia miró a su alrededor al adivinar la fuente de la comunicación. En la visita anterior a la casa Baenre, había conocido al desollador mental de la matrona Baenre, una bestia telepática. La criatura no se encontraba a la vista, pero tampoco lo había estado su ama cuando Malicia había entrado en la capilla. Malicia miró las sillas vacías en el altar sin descubrir ningún indicio de ocupantes en los muebles de piedra.
Un segundo mensaje telepático disipó sus dudas.
Cuando llegue el momento lo sabrás.
—… y los cincuenta soldados restantes de la casa Hun’ett —proseguía la matrona Baenre—. ¿Estás de acuerdo, Malicia?
Malicia miró a SiNafay con una expresión que podía entenderse como de asentimiento o de mordaz ironía.
—Sí —contestó.
—Entonces ve, Shi’nayne Do’Urden —le ordenó la matrona Baenre a SiNafay—. Reúne a tus soldados en el patio. Mis hechiceros se encargarán de llevarte en secreto a la casa Do’Urden.
SiNafay dirigió una mirada de sospecha a Malicia y después abandonó la capilla.
—Lo he entendido —manifestó Malicia en cuanto salió SiNafay.
—¡No has entendido nada! —le gritó la matrona Baenre, hecha una furia—. ¡He hecho todo lo que he podido por ti, Malicia Do’Urden! Era el deseo de Lloth que tuvieses un asiento en el consejo regente, y lo he conseguido a base de un gran sacrificio personal.
Malicia comprendió entonces, sin ninguna duda, que la casa Baenre había empujado a la acción a la casa Hun’ett. Se pregunto hasta dónde llegaría la influencia de la matrona Baenre. Quizá la madre matrona había previsto, y probablemente arreglado, la conducta de Jarlaxle y los soldados de Bregan D’aerthe, que habían decidido el resultado de la batalla.
Tendría que ocuparse de averiguar esto último. Jarlaxle había diezmado los tesoros de la casa Do’Urden.
—Nunca más —añadió la matrona Baenre—. Ahora dependes de tus propios medios. No tienes el favor de Lloth, y es la única manera en que tú y la casa Do’Urden podréis sobrevivir.
La mano de Malicia apretó con tanta fuerza el brazo de su silla que casi esperó oír el ruido de la piedra al romperse. Había esperado que, con la derrota de la casa Hun’ett, quedaran perdonados los actos sacrílegos cometidos por su hijo menor.
—Ya sabes lo que debes hacer —concluyó la matrona Baenre—. Corrige el mal, Malicia. Me he arriesgado en tu defensa. ¡No toleraré más fracasos!
Dinin recibió a Malicia cuando el disco volador la dejó delante del portal de adamantita de la casa Do’Urden.
—Ya nos han informado de los arreglos —dijo Dinin, que siguió a Malicia a través del patio de armas y levitó a su lado hasta el balcón entrada a los aposentos—. Toda la familia se encuentra en la antecámara, incluido su miembro más reciente —añadió Dinin, con un guiño.
Malicia no respondió al intento humorístico de su hijo. Lo apartó de un empellón y avanzó furiosa por el pasillo central. Con una orden que sonó como un ladrido, mandó que se abrieran las puertas de la antecámara. La familia se apartó del camino mientras ella se dirigía a ocupar su trono a la cabecera de la mesa con forma de araña.
Los presentes esperaban mantener una larga reunión en la que serían informados de los cambios en la situación y los desafíos del futuro. En cambio sólo tuvieron un breve atisbo de la cólera que abrasaba la matrona Malicia. Ésta miró a cada uno de ellos para hacerles entender claramente que no estaba dispuesta a aceptar desobediencias ni fracasos, y, con una voz que parecía el chirrido del roce de las piedras, exigió:
—¡Buscad a Drizzt y traedlo aquí!
Briza abrió la boca para protestar, pero Malicia la silenció con una mirada terrible. La hija mayor, tan obcecada como la madre y siempre dispuesta a la discusión, desvió la mirada. Y nadie más entre los presentes, a pesar de que compartían la preocupación de Briza, se atrevió a decir nada en contra.
Malicia dejó que se ocuparan en pensar la manera de cumplir la orden. Los detalles no le interesaban.
La única parte que se reservaba para sí misma era la de empuñar la daga de ceremonias y clavarla en el pecho de su hijo menor.