Segunda parte
El maestro de armas

Horas y días vacíos.

Descubro que tengo muy pocos recuerdos de aquel primer período de mi vida, de aquellos primeros dieciséis años en que trabajé como sirviente. Los minutos se convertían en horas, las horas en días, y así sucesivamente, hasta que todo parecía un interminable momento vacío. En diversas ocasiones conseguí escabullirme hasta el balcón de la casa Do’Urden y contemplar las luces mágicas de Menzoberranzan. En todos aquellos viajes secretos, me sentí hechizado por la aparición y desaparición de la luz de Narbondel, el pilar que marca el tiempo. Cuando rememoro aquellas largas horas dedicadas a ver cómo el fuego del hechicero subía y bajaba por el pilar, me sorprendo del vacío de mis primeros años.

Recuerdo con toda claridad mi excitación, el entusiasmo, cada vez que salía de la casa para poder contemplar el pilar. Era algo tan simple, y sin embargo tan gratificante comparado con el resto de mi existencia…

Cada vez que escucho el chasquear de un látigo, otro recuerdo —en realidad más una sensación que un recuerdo—, me estremezco. La descarga eléctrica y el entumecimiento producido por aquellas armas con cabezas de serpiente es algo que nadie puede olvidar fácilmente. Te muerden debajo de la piel y envían ondas de energía mágica a través de tu cuerpo, ondas que te tensan los músculos mucho más allá de su resistencia.

De todos modos, tuve más suerte que la mayoría. Mi hermana Vierna estaba a punto de convertirse en gran sacerdotisa cuando recibió el encargo de mi crianza y se encontraba en un período de su vida en el que tenía energías de sobra para realizar su trabajo. Quizá por eso en aquellos diez primeros años a su cuidado hubo más cosas de las que recuerdo. Vierna nunca mostró la perversidad de nuestra madre, ni tampoco la de nuestra hermana mayor, Briza. Tal vez hubo momentos felices en la soledad de la capilla familiar; es posible que Vierna dejara aflorar su naturaleza más amable con su hermano menor.

Quizá me equivoco. Si bien recuerdo a Vierna como la más bondadosa de mis hermanas, sus palabras llevaban el veneno de Lloth como todas las demás sacerdotisas de Menzoberranzan. Es poco probable que arriesgara sus aspiraciones al sacerdocio sólo por beneficiar a un niño, a un vulgar niño varón.

Si existieron alegrías en aquellos años, oscurecidas por la maldad imperante en Menzoberranzan, o si aquel primer período de mi vida resultó incluso más doloroso que los años posteriores —tan terribles que mi mente ha sepultado su recuerdo— no lo sé. Por mucho que lo intento, no consigo recordarlos.

Recuerdo mucho mejor los seis años siguientes, pero la memoria más importante de los días que pasé al servicio de la corte de la matrona Malicia —aparte de las escapadas secretas al exterior de la casa— es la imagen de mis pies.

Al príncipe paje no le está permitido levantar la mirada.

DRIZZT DO’URDEN