8
Parentesco

Zak lo acosó con una serie de golpes bajos. Drizzt intentó retroceder lo más rápido posible y recuperar la postura, pero el incesante ataque siguió cada uno de sus pasos, y se vio forzado a realizar únicamente movimientos defensivos. Con demasiada frecuencia, Drizzt descubría que estaban más cerca del maestro las empuñaduras de sus armas que las hojas.

Entonces Zak se agachó para después levantarse por debajo de la defensa del joven.

Drizzt cruzó sus cimitarras como un experto, aunque tuvo que mantenerse rígido para esquivar el asalto de Zak. El alumno era consciente de que su rival lo había colocado en una posición desfavorable, y no se sorprendió cuando Zak trasladó su peso a la pierna retrasada y se lanzó a fondo, con las puntas de sus espadas dirigidas a los muslos de su oponente.

Drizzt maldijo para sí mismo y bajó las cimitarras en una cruz invertida, con la intención de emplear la «V» de las hojas para atrapar las espadas del maestro. Llevado por un impulso repentino, Drizzt vaciló mientras interceptaba las armas de Zak, y se apartó de un salto, con lo cual recibió un doloroso golpe en la cara interior del muslo. Disgustado por el error, arrojó las armas al suelo.

También Zak dio un salto atrás, y observó a Drizzt con una expresión de desconcierto.

—No deberías haber fallado ese movimiento —afirmó, tajante.

—La parada es errónea —replicó Drizzt.

Zak puso la punta de una de sus espadas en el suelo y se apoyó en el arma, a la espera de una explicación más amplia por parte de su alumno. En el pasado, Zak había herido —e incluso matado— a estudiantes por insolencias como ésta.

—La cruz invertida detiene el ataque, pero ¿qué se gana? —añadió el joven—. Cuando el movimiento se completa, la punta de mi espada queda demasiado baja para iniciar una rutina de ataque eficaz, y tú tienes tiempo de retirarte.

—Pero has detenido el ataque.

—Sólo para tener que enfrentarme al siguiente —protestó Drizzt—. Lo único que consigo de la cruz invertida es una posición equilibrada.

—¿Y…? —preguntó Zak, que no acababa de entender cuál era el problema del alumno con esa táctica.

—¡Recuerda tus propias lecciones! —gritó Drizzt—. «Cada movimiento debe conseguir una ventaja». Es lo que predicas a toda hora, pero no veo ninguna ventaja en utilizar la cruz invertida.

—Citas sólo una parte de aquella lección porque te conviene —le reprochó Zak, enojado—. ¡Completa la frase o no la repitas! Cada movimiento debe conseguir una ventaja o eliminar una desventaja. La cruz invertida derrota el doble golpe bajo, y es obvio que tu oponente tiene la ventaja si se atreve a ejecutar una maniobra ofensiva tan arriesgada. En aquel momento es preferible recuperar una posición de equilibrio.

—¡La parada es errónea! —repitió Drizzt, empecinado.

—Recoge tus armas —gruñó Zak, con un gesto amenazador.

Drizzt vaciló, y el maestro de armas se lanzó al ataque, con las espadas por delante.

Drizzt se agachó, recogió sus cimitarras y se levantó para responder al asalto, sin saber muy bien si se trataba de otra lección o de un ataque real.

El maestro lo atacó con saña. Lanzaba un golpe tras otro, y Drizzt tuvo que retroceder en círculos. El joven se defendió con bastante habilidad y poco a poco observó una pauta conocida a medida que los ataques de Zak eran cada vez más bajos, cosa que forzaba a Drizzt a levantar las empuñaduras hacia arriba y hacia fuera por encima de las hojas de las cimitarras.

Drizzt comprendió que Zak pretendía demostrar que tenía razón con hechos y no con palabras. Sin embargo, al ver la expresión de furia en el rostro del maestro, no tuvo muy claro hasta dónde quería llegar éste en su demostración. Si Zak estaba en lo cierto, ¿concluiría el ataque con un golpe en el muslo? ¿O en su corazón? Zak se agachó y se levantó por debajo de la defensa, y Drizzt se irguió rígido.

—¡Doble golpe bajo! —exclamó el maestro, y ejecutó la maniobra.

Drizzt estaba preparado. Realizó la cruz invertida y sonrió satisfecho al escuchar el sonido metálico del choque de las espadas atacantes contra sus cimitarras. Entonces mantuvo ocupada una sola de sus armas, convencido de que sería suficiente para desviar las espadas de Zak. Ahora, con una hoja libre de la parada, Drizzt la hizo girar para lanzar su réplica.

En cuanto el joven invirtió el movimiento, Zak descubrió el plan porque ya sospechaba cuál sería su trampa. El maestro bajó hasta el suelo la punta de una de sus espadas —la más cercana a la empuñadura de la cimitarra que Drizzt utilizaba en la parada—, y el muchacho, en su intento de mantener un esfuerzo constante a todo lo largo de la cimitarra que paraba, perdió el equilibrio. Aun así, tuvo los reflejos suficientes para controlar el traspié, aunque rozó el suelo con los nudillos. Convencido todavía de que Zak había caído en la trampa, y de que podría acabar su brillante contraataque, dio un paso corto adelante para recuperar la postura.

El maestro de armas se zambulló de cabeza al suelo, por debajo del arco trazado por la cimitarra de Drizzt, y, después de rodar una vez para situarse detrás del joven, le hundió el tacón de su bota en una de las corvas. Antes de que el alumno pudiera darse cuenta del ataque, ya se encontraba tendido de espaldas.

Zak interrumpió bruscamente su movimiento y apartó las piernas. Drizzt no había tenido siquiera tiempo de captar la réplica a su contraataque, cuando vio a su maestro de pie a su lado y notó el leve pinchazo de la espada de Zak en su garganta, que arrancó una pequeña gota de sangre.

—¿Tienes alguna cosa más que decir al respecto? —gruñó Zak.

—¡La parada es errónea! —respondió Drizzt con vehemencia.

Zak estalló en una carcajada. Dejó caer su espada al suelo, tendió una mano, y ayudó a su empecinado alumno a levantarse. Más tranquilo, su mirada buscó los ojos lila de Drizzt mientras apartaba al muchacho a un brazo de distancia. El maestro estaba maravillado de la elegancia de la postura de Drizzt, de la manera en que empuñaba las cimitarras gemelas como si fueran prolongaciones naturales de sus brazos. Drizzt sólo llevaba unos pocos meses de entrenamiento, pero casi dominaba el uso de las armas del amplio arsenal de la casa Do’Urden.

¡Esas cimitarras! Las armas escogidas por Drizzt, con las hojas curvas que aumentaban la sorprendente fluidez del estilo del joven guerrero… Con ellas en sus manos, este joven drow, un adolescente, podría derrotar a la mitad de los miembros de la Academia. Un estremecimiento corrió por la espalda de Zak cuando pensó en la maestría de Drizzt cuando completara su preparación.

Sin embargo, no eran sólo las capacidades físicas y el potencial de Drizzt Do’Urden lo que hacían reflexionar a Zaknafein. El maestro había llegado a la conclusión de que el temperamento del muchacho era muy diferente del de cualquier otro drow. Drizzt poseía un espíritu inocente, libre de toda malicia, y Zak no podía evitar sentirse orgulloso cuando lo miraba. En todos los aspectos, el joven drow obedecía a los mismos principios que Zak, pese a ser una moral desconocida en Menzoberranzan.

También Drizzt había percibido la relación, si bien no tenía idea de cuan excepcionales eran en el malvado mundo drow esas percepciones que Zak y él compartían. Había advertido que el «tío Zak» era distinto de cualquier otro de los elfos oscuros que conocía, aunque este número se reducía a los miembros de su familia y unas decenas de soldados. Desde luego, Zak era muy diferente de Briza, la hermana mayor de Drizzt, con su desesperada, casi ciega, ambición por destacar en el misterioso culto a Lloth. Y por cierto que Zak era muy diferente de la matrona Malicia, la madre de Drizzt, que nunca le dirigía la palabra excepto para ordenarle alguna cosa.

Zak era capaz de sonreír ante situaciones que no necesariamente significaban un sufrimiento para otras personas. Él era el primer drow que, al parecer, estaba satisfecho con su posición en la vida, y el primero al que Drizzt había escuchado reír.

—Un buen intento —comentó el maestro de armas acerca de la maniobra de Drizzt.

—En un combate real, me habrían matado —contestó el joven.

—Desde luego —asintió Zak—. Pero por eso nos entrenamos. Tu plan era excelente, el tiempo perfecto. Sólo la situación estaba equivocada. De todos modos, insisto en que fue un buen intento.

—Te lo esperabas —dijo el alumno.

—Quizá —manifestó Zak, sonriente—, pero porque había visto a otro alumno intentar la misma maniobra.

—¿Contra ti? —exclamó Drizzt, que ya no se sintió tan orgulloso de sus supuestos descubrimientos en las tácticas de esgrima.

—Te equivocas —respondió Zak, con un guiño—. Observé el fracaso de la maniobra desde el mismo ángulo que tú, y con el mismo resultado.

—Pensamos de la misma manera —comentó Drizzt, mucho más animado.

—Así es —afirmó Zak—, aunque mis conocimientos están afianzados por cuatrocientos años de experiencias, mientras que tú ni siquiera has llegado a los veinte. Confía en mí, muchacho impaciente. La cruz invertida es la parada correcta.

—Quizá —dijo Drizzt.

—Cuando encuentres una parada mejor, la probaremos —le aseguró Zak, ocultando una sonrisa—. Pero hasta entonces confía en mi palabra. He entrenado a más soldados de los que recuerdo. A todo el ejército de la casa Do’Urden y a diez veces aquel número cuando serví de maestro en Melee-Magthere. Enseñé a Rizzen, a todas tus hermanas, y a tus dos hermanos.

—¿Mis dos hermanos?

—Yo… —Zak hizo una pausa y dirigió una mirada de curiosidad a Drizzt—. Ya veo —añadió—. Nunca se preocuparon de decírtelo.

Zak se preguntó si debía inmiscuirse y decirle la verdad a Drizzt. Sin duda, a la matrona Malicia le daría igual; probablemente no se lo había dicho a Drizzt porque no consideraba la muerte de Nalfein como algo digno de mencionar.

—Sí, dos —explicó Zak—. Tenías dos hermanos cuando tú naciste: Dinin, al que conoces, y otro mayor, Nalfein, un mago de gran poder. Nalfein resultó muerto en una batalla la misma noche de tu nacimiento.

—¿Contra los enanos o los malvados gnomos? —chilló Drizzt, con el entusiasmo de un niño ansioso por escuchar un cuento de miedo antes de dormirse—. ¿Defendía la ciudad contra los bárbaros conquistadores o contra monstruos infames?

Zak pasó un momento difícil al descubrir la tergiversación en las inocentes creencias de Drizzt.

«Lo han envuelto en una red de mentiras», pensó, y después respondió en voz alta:

—No.

—¿Entonces fue contra algún oponente aún más terrible? —insistió el muchacho—. ¿Los pérfidos elfos de la superficie?

—¡Murió a manos de otro drow! —exclamó Zak, frustrado.

La afirmación del maestro borró el brillo de entusiasmo de los ojos de Drizzt.

El joven se reclinó en su asiento y pensó en las palabras de Zak, mientras su maestro sufría al ver la expresión de desconcierto en el rostro de su pupilo.

—¿Una guerra contra otra ciudad? —preguntó Drizzt, sombrío—. No sabía que…

Zak no le prestó más atención. Dio media vuelta y se retiró en silencio a su habitación. Que Malicia o cualquiera de sus lacayos se ocupara de acabar con la inocencia del muchacho. A sus espaldas, Drizzt no hizo ningún comentario, consciente de que la conversación, y la clase, se habían acabado. Pero también consciente de que se había enterado de algo muy importante.

El maestro de armas y Drizzt practicaban durante horas mientras los días se convertían en semanas, y las semanas en meses. El tiempo no tenía importancia, combatían hasta quedar agotados, y reanudaban las prácticas tan pronto como podían.

Al tercer año, cuando cumplió los diecinueve, Drizzt era capaz de enfrentarse durante horas contra el maestro de armas, e incluso tomaba la ofensiva en muchos de sus duelos.

Zak disfrutaba al máximo. Por primera vez en muchos años, había encontrado a alguien con la capacidad para convertirse en su igual. El maestro no recordaba que la risa hubiese acompañado nunca el choque de las armas de adamantita en la sala de entrenamiento.

Observó cómo Drizzt se transformaba en un mozo alto y atlético, atento, activo e inteligente. Los maestros de la Academia tendrían que esforzarse mucho para conseguir un simple empate frente a Drizzt, incluso en su primer año.

Este pensamiento emocionaba al maestro de armas, pero entonces recordaba los principios de la Academia, los preceptos de la vida drow, y las consecuencias que tendrían en su maravilloso estudiante: arrebatarían para siempre la sonrisa de los ojos lila de Drizzt.

Un recordatorio del mundo drow que existía al otro lado de la puerta de la sala de ejercicios los visitó un día en la persona de la matrona Malicia.

—Trátala con el debido respeto —le advirtió Zak a Drizzt cuando Maya anunció la llegada de la madre matrona.

El maestro de armas se adelantó prudentemente para saludar en privado a la máxima autoridad de la casa Do’Urden.

—Mis respetos, matrona —dijo con una reverencia—. ¿A qué debo el honor de vuestra presencia?

La matrona se rio en sus narices, al descubrir su juego.

—Mi hijo y tú os pasáis la vida encerrados en esta sala —respondió Malicia—. Quiero conocer los progresos del muchacho.

—Es un guerrero de primera —afirmó Zak.

—No tiene otra opción —murmuró Malicia—. Dentro de un año ingresará en la Academia.

—La Academia jamás ha visto un espadachín como él —gruñó Zak, molesto por el tono de duda empleado por Malicia.

La matrona se apartó del maestro de armas y caminó hasta donde estaba Drizzt.

—No dudo de tus progresos con la espada —le comentó a su hijo, aunque acompañó sus palabras con una mirada de astucia a Zak—. Lo llevas en la sangre. Pero hay otras cualidades que forman a un guerrero drow; cualidades del corazón. ¡La actitud de un guerrero!

Drizzt no sabía cómo responder. Sólo la había visto algunas veces en los últimos tres años, y nunca habían conversado.

Zak vio el desconcierto en el rostro de Drizzt y tuvo miedo de que el muchacho cometiese un error: precisamente lo que deseaba la matrona Malicia. De esta manera, Malicia tendría una excusa para quitar a Drizzt de la tutela de Zak —al tiempo que deshonraba al maestro— y confiar su preparación a Dinin o a algún otro asesino desalmado. Zak podía ser el mejor instructor de esgrima, pero ahora que Drizzt ya conocía el manejo de las armas, Malicia quería endurecerlo emocionalmente.

Zak no quería correr el riesgo; apreciaba muchísimo el tiempo que pasaba junto al joven Drizzt. Sacó sus espadas de las vainas incrustadas de pedrería y cargó por delante mismo de la matrona Malicia.

—¡Demuestra lo que sabes, joven guerrero! —gritó.

Los ojos de Drizzt brillaron como ascuas al ver la carga del maestro, y las cimitarras aparecieron en sus manos como por arte de magia.

¡Y suerte tuvo de que fuera así! Zak se lanzó sobre Drizzt con una furia desconocida para el joven drow, mucho más intensa que aquella vez en que habían discutido los méritos de la parada en cruz invertida. El choque de las espadas contra las cimitarras arrancó chispas del acero, y Drizzt se vio obligado a retroceder, con los brazos doloridos por el impacto de los poderosos golpes.

—¿Qué pretendes…? —intentó preguntar.

—¡Demuéstrale! —rugió Zak, sin dejar de lanzar mandobles.

Drizzt consiguió eludir a duras penas una estocada mortal. Sin embargo, su confusión lo llevaba a mantenerse a la defensiva.

Zak desvió una de las cimitarras de Drizzt, después la otra y entonces utilizó un arma inesperada: levantó una pierna y descargó el tacón contra la nariz de su alumno.

Drizzt escuchó el crujido del tabique nasal al romperse y sintió el calor de la sangre sobre su rostro. Se arrojó de cabeza al suelo y rodó sobre sí mismo, en un intento de mantenerse a una distancia segura de su enloquecido oponente hasta que pudiera recuperarse del golpe.

De rodillas, vio a Zak que se aproximaba dispuesto a no darle cuartel.

—¡Demuéstrale! —gruñó el maestro.

Las llamas purpúreas del fuego fatuo iluminaron la piel de Drizzt, y lo transformaron en un blanco fácil. Respondió de la única manera a su alcance: lanzando un globo de oscuridad sobre Zak y él mismo. Intuyendo cuál sería el próximo movimiento del maestro de armas, se tumbó en el suelo y se arrastró sobre el estómago para salir del globo, siempre con la cabeza baja. Fue una sabia decisión.

Ante la aparición del globo de oscuridad, Zak se había apresurado a levitar a unos tres metros de altura y pasó sobre él, sin dejar de lanzar golpes hacia donde calculaba que estaría la cabeza de su rival.

Cuando Drizzt salió por el otro lado del globo, miró hacia atrás y sólo vio las pantorrillas de Zak. No tuvo necesidad de ver nada más para comprender las siniestras intenciones de su maestro. Zak lo habría cortado en pedazos de no haber estado tendido en el suelo.

La ira reemplazó el desconcierto. Cuando Zak volvió a poner los pies en tierra y rodeó el globo a la carrera, Drizzt dejó que su enojo lo guiara en el combate. Ejecutó una pirueta antes de alcanzar a Zak, al tiempo que trazaba un arco con la cimitarra principal y con la otra simulaba una estocada a fondo por encima de la línea de aquélla.

Zak esquivó la estocada y con una parada de revés detuvo la otra.

Drizzt no había acabado. Con una de sus armas lanzó una serie de rápidos puntazos que pusieron a Zak en retirada durante una docena de pasos o más, y juntos penetraron en la oscuridad mágica. Ahora tenían que confiar en su muy agudo sentido del oído y en sus reflejos. Zak consiguió por fin recuperar el equilibrio, pero de inmediato Drizzt empleó sus propios pies, lanzando puntapiés cada vez que se lo permitía el impulso de sus armas. De pronto, consiguió colar una patada entre las defensas de Zak, y el golpe en el plexo dejó sin resuello al maestro de armas.

Reaparecieron por el otro lado del globo, y esta vez también la silueta de Zak se veía recortada por el fuego fatuo. El maestro se sintió dolido por la expresión de odio en el rostro de su alumno, pero comprendió que ni él ni Drizzt habían podido escoger. Esta pelea tenía que ser brutal, era necesario darle visos de autenticidad. Poco a poco, Zak pasó a un ritmo más tranquilo, exclusivamente a la defensiva, y dejó que el cansancio del combate consumiera la furia del joven.

Drizzt continuó con las acometidas, implacable. Zak lo engatusó dejándole ver aberturas donde no las había, y el muchacho siempre mordió el anzuelo, con una estocada, un corte o un puntapié.

La matrona Malicia contemplaba el espectáculo en silencio. No podía negar la calidad de la enseñanza que Zak había impartido a su hijo. Físicamente, Drizzt estaba más que preparado para el combate.

Por su parte, Zak sabía que, para la matrona Malicia, la maestría con las armas podía no ser suficiente. Debía evitar que tuviese ocasión de conversar con el muchacho. Ella no aprobaría las opiniones del joven.

El maestro de armas observó el cansancio de su alumno, aunque no se dejó engañar por Drizzt, que exageraba la fatiga para sorprenderlo.

«Acabemos con esto», murmuró para sí mismo, y de pronto se «torció» un tobillo, al tiempo que movía hacia el costado y hacia abajo el brazo derecho y se esforzaba por recuperar el equilibrio, con lo cual abrió un agujero en sus defensas que Drizzt no podría dejar de aprovechar.

El ataque llegó como un rayo, y el brazo izquierdo de Zak se movió en un corto golpe sesgado que arrancó la cimitarra de la mano derecha de Drizzt.

—¡Ah! —gritó Drizzt, que había esperado esta maniobra.

Y sin perder un segundo lanzó su segundo ataque. Con la otra cimitarra descargó un golpe contra el hombro izquierdo de Zak, aunque en el último momento desvió la trayectoria como hacía en los ejercicios.

Pero Zak ya estaba de rodillas cuando Drizzt descargó el segundo golpe. Mientras la hoja de Drizzt cortaba el aire por encima de la cabeza del maestro, Zak se levantó de un salto y lanzó un golpe con la empuñadura de su espada que se estrelló en la mandíbula de Drizzt. Atontado, el muchacho dio un paso atrás y permaneció inmóvil unos segundos. La segunda cimitarra se le escapó de los dedos, y sus ojos velados no parpadearon.

—¡Una finta dentro de una finta dentro de una finta! —explicó Zak, tranquilamente.

Drizzt se desplomó, inconsciente.

Malicia asintió satisfecha mientras Zak se reunía con ella.

—Está preparado para ir a la Academia —afirmó la matrona.

En el rostro de Zak apareció una expresión agria, y no contestó.

—Vierna ya está allí —añadió Malicia—, para enseñar como una de las damas de Arach-Tinilith, la escuela de Lloth. Es un gran honor.

«Un gran logro para la casa Do’Urden», pensó Zak, que se cuidó de no manifestar su opinión.

—Dinin no tardará en seguirla —dijo la matrona.

—¿Dos hijos maestros de la Academia al mismo tiempo? —exclamó Zak, que, impulsado por el asombro, añadió—: Sin duda habrás tenido que esforzarte mucho para conseguir semejante privilegio.

—Un favor se paga con otro —respondió la matrona Malicia, con su sonrisa astuta.

—¿Con qué fin? —preguntó Zak—. ¿Protección para Drizzt?

—Por lo que acabo de ver —contestó Malicia, con una carcajada—, Drizzt podría encargarse de proteger a los otros dos.

Zak se mordió la lengua al escuchar el comentario. Dinin era el doble de hábil con las armas y un asesino despiadado. Resultaba evidente que Malicia tenía otras intenciones.

—Tres de las primeras ocho casas estarán representadas en la Academia al menos con cuatro hijos en las próximas dos décadas —reconoció la matrona Malicia—. El hijo de la matrona Baenre comenzará en el mismo curso de Drizzt.

—Veo que tienes aspiraciones —dijo Zak—. ¿Hasta dónde pretenderá llegar la casa Do’Urden de la mano de la matrona Malicia?

—Algún día el sarcasmo te costará la lengua —le advirtió la madre matrona—. Seríamos unos tontos si desaprovechásemos la oportunidad de saber algo más de nuestros rivales.

—Las primeras ocho casas —murmuró Zak—. Ve con cuidado, matrona Malicia. No olvides vigilar a los rivales entre las casas inferiores. Existió una vez una casa llamada DeVir que cometió el mismo error.

—No habrá ningún ataque por la espalda —replicó Malicia con desprecio—. Somos la casa novena pero disponemos de mucho más poder que otras. Nadie osará atacarnos a traición. Hay blancos más fáciles entre los que están por arriba de nosotros.

—Y todo para nuestro beneficio —señaló Zak.

—¿Acaso no se trata de eso? —preguntó Malicia, con una sonrisa cruel.

Zak no tuvo necesidad de responder, pues la matrona conocía sus verdaderos sentimientos. Precisamente no era eso lo importante.

—No hables, y la mandíbula se curará antes —le recomendó Zak al joven cuando volvieron a estar a solas.

Drizzt le dirigió una mirada furiosa.

—Nos hemos hecho grandes amigos —añadió el maestro de armas.

—Es lo que creía —murmuró Drizzt.

—Entonces piensa con claridad —le reprochó Zak—. ¿Crees que la matrona Malicia aprobaría la existencia de este vínculo entre su maestro de armas y su más joven… y preciado hijo? Eres un drow, Drizzt Do’Urden, y de noble cuna. No puedes tener amigos.

Drizzt se irguió como si lo hubiesen abofeteado.

—Al menos, no abiertamente —señaló Zak, poniendo una mano sobre el hombro del muchacho en un gesto afectuoso—. Los amigos significan vulnerabilidad, una debilidad inexcusable. La matrona Malicia jamás lo aceptaría… —Hizo una pausa, al darse cuenta de que amedrentaba a su estudiante—. Bueno —admitió como conclusión final—, al menos nosotros dos sabemos quiénes somos.

Para Drizzt, en realidad, esto no parecía estar tan claro.