Drizzt respondió sin tardanza a la llamada de su madre matrona, y no necesitó el estímulo del látigo de Briza para apresurarse. ¡Con cuánta frecuencia había sufrido el aguijón de aquel terrible instrumento! Drizzt no deseaba vengarse de su cruel hermana mayor. Los años de condicionamiento le habían enseñado a temer las consecuencias de atacar a esta mujer —o a cualquier otra— hasta tal punto que ni siquiera se le ocurría pensar en la revancha.
—¿Sabes qué significa este día? —le preguntó la matrona Malicia cuando él llegó al lado de su enorme trono en la antecámara oscura de la capilla.
—No, madre matrona —respondió Drizzt, que sin darse cuenta mantenía la mirada clavada en el suelo.
Un suspiro de resignación surgió en su garganta al no ver otra cosa que sus propios pies. La vida tenía que ser algo más que la piedra gris y los dedos de sus pies, pensó.
Deslizó un pie fuera de la sandalia y comenzó a dibujar en el suelo con la punta del dedo gordo. El calor del cuerpo dejaba marcas visibles en el espectro infrarrojo, y el muchacho tenía la rapidez y la habilidad necesarias para acabar un dibujo sencillo antes de que los primeros trazos se enfriaran.
—Dieciséis años —añadió la matrona Malicia—. Has respirado el aire de Menzoberranzan durante dieciséis años. Ha concluido un período muy importante de tu vida.
Drizzt no reaccionó, pues no veía ninguna importancia o significado especial en la declaración. Su vida era una eterna e invariable rutina. Un día, dieciséis años, ¿cuál era la diferencia?
Si su madre consideraba importantes las cosas que había soportado desde su nacimiento, pensó el muchacho estremecido, ¿qué le podían deparar las décadas siguientes?
Ya tenía casi acabado el dibujo de una drow de hombros redondeados —Briza— atacada por la espalda por una serpiente enorme, cuando escuchó la voz de su madre.
—Mírame —le ordenó la matrona Malicia.
Drizzt no sabía qué hacer. Su tendencia natural había sido en otros tiempos mirar a su interlocutor, pero Briza se había encargado a fuerza de golpes de que reprimiera su impulso. El lugar de un príncipe paje era la servidumbre, y los ojos de un príncipe paje sólo podían mirar a las criaturas que se movían por el suelo, excepto las arañas. Cada vez que uno de los insectos de ocho patas aparecía en el campo visual de Drizzt, el muchacho debía mirar en otra dirección. Las arañas eran demasiado importantes para gente como el príncipe paje.
—Mírame —repitió la matrona Malicia, con un tono impaciente.
Drizzt había tenido ocasión de presenciar las explosiones de cólera de su madre, una cólera tan vil que barría todo lo que encontraba a su paso. Incluso Briza, tan cruel y ufana de sí misma, corría a esconderse cuando la madre matrona se enfadaba.
Drizzt se forzó a mirar y fue recorriendo con la vista la túnica negra de su madre, sirviéndose de las arañas bordadas en la tela para medir el ángulo de su mirada. A medida que ascendía esperaba recibir un golpe en la cabeza, o un latigazo en la espalda (Briza se encontraba detrás de él, siempre con la mano cerca del látigo con cabezas de serpiente enganchado a su cinturón).
Entonces la vio: la poderosa matrona Malicia Do’Urden, con un resplandor rojo en los ojos y el rostro fresco, sin ninguna señal del calor de la ira. Drizzt se mantuvo alerta, en previsión del golpe.
—Tu tiempo como príncipe paje ha concluido —anunció la matrona Malicia—. Ahora eres el segundo hijo de la casa Do’Urden y recibirás todos los…
En un acto reflejo Drizzt miró al suelo.
—¡Mírame! —gritó su madre, furiosa.
Aterrorizado, Drizzt fijó la mirada en el rostro de la mujer, que ahora brillaba con un carmín encendido. Con el rabillo del ojo advirtió el calor de la mano de Malicia en movimiento, aunque no era tan estúpido como para esquivar el golpe. Un segundo más tarde, se encontraba en el suelo con la mejilla magullada.
Incluso desde el suelo, Drizzt conservó la serenidad suficiente para responder a la mirada de la matrona Malicia.
—¡Ya no eres un sirviente! —rugió la madre matrona—. ¡Si continuas actuando como tal sólo atraerás la desgracia sobre nuestra familia!
La matrona sujetó a Drizzt de la garganta y lo obligó a ponerse de pie sin contemplaciones.
—Si deshonras la casa Do’Urden —prometió, con el rostro casi pegado al de su hijo—, clavaré agujas en tus ojos lila.
Drizzt no pestañeó. En los seis años transcurridos desde que Vierna había dejado de adiestrarlo y lo había puesto al servicio de la familia, había aprendido lo suficiente acerca de la matrona Malicia como para interpretar todas las inflexiones de sus amenazas. Ella era su madre —si es que esto contaba para algo—, pero Drizzt no dudaba que Malicia disfrutaría si tenía que cumplir su promesa.
—Éste es diferente —afirmó Vierna— en algo más que en el color de sus ojos.
—Entonces, ¿en qué sentido? —preguntó Zaknafein, intentando mantener su curiosidad a un nivel estrictamente profesional.
Zak siempre había preferido a Vierna entre las tres hermanas, pero desde que se había convertido en gran sacerdotisa era demasiado entrometida.
Vierna demoró un poco el paso al ver a la distancia la entrada a la antecámara de la capilla.
—Resulta difícil precisarlo —admitió—. Drizzt es tanto o más inteligente que cualquier otro niño varón: podía levitar a los cinco años. Sin embargo, cuando se convirtió en príncipe paje, costó semanas de castigo enseñarle a mantener baja la mirada, como si un acto tan sencillo fuese en contra de su naturaleza.
Zaknafein hizo un alto y dejó que Vierna se adelantara. «¿Contra su naturaleza?», murmuró para sí mismo, mientras consideraba las implicaciones de los comentarios de Vierna. Quizás era antinatural para un drow, pero exactamente lo que Zaknafein esperaría de un hijo suyo.
Entró detrás de Vierna en la antecámara oscura. Malicia, como siempre, ocupaba su trono delante del ídolo araña; en cambio, todas las demás sillas habían sido colocadas contra las paredes, a pesar de que estaba presente toda la familia. Zak comprendió que se trataba de una reunión ceremoniosa, a la vista de que sólo la madre matrona tenía un asiento.
—Matrona Malicia —anunció Vierna, con su tono más reverente—, he traído a Zaknafein, tal como habéis ordenado.
Zak se apartó de Vierna, saludó a Malicia con una inclinación de cabeza, y concentró toda su atención en el menor de los Do’Urden, que permanecía con el torso desnudo junto a la matrona.
Malicia levantó una mano para silenciar a los presentes y le hizo una seña a Briza, que sostenía una piwafwi de la casa.
Una expresión de alegría iluminó las juveniles facciones de Drizzt mientras Briza, al son de las letanías estipuladas para esta ceremonia, le colocaba sobre los hombros la capa mágica, negra con bordados lila y rojos.
—Salud, Zaknafein Do’Urden —dijo Drizzt con entusiasmo, cosa que provocó miradas de asombro por parte de todos los presentes.
La matrona Malicia no le había otorgado el privilegio de hablar, ¡y él ni siquiera le había solicitado permiso!
—Soy Drizzt, segundo hijo de la casa Do’Urden. Ya no soy el príncipe paje. Ahora os puedo mirar, me refiero a los ojos y no a las botas. Me lo ha dicho mi madre.
La sonrisa de Drizzt desapareció al ver la furia reflejada en el rostro de la matrona Malicia.
Vierna se quedó de una pieza, con la boca abierta y los ojos muy abiertos en una mirada incrédula.
También Zak estaba asombrado, pero por otro motivo. Se llevó una mano a los labios para impedir una sonrisa que necesariamente habría dado paso a una sonora carcajada. Zak no podía recordar cuándo había visto por última vez un rojo tan intenso en el rostro de la matrona.
Briza, en su lugar habitual detrás de Malicia, manoseó su látigo, desconcertada hasta tal punto por las acciones de su hermano menor que no sabía qué hacer. Zak era consciente de que esto era algo fuera de lo común, porque la hija mayor de Malicia nunca vacilaba cuando se trataba de imponer un castigo.
Al lado de su madre, pero ahora a una distancia prudente, Drizzt guardó silencio y permaneció inmóvil, con los dientes clavados en el labio inferior. De todos modos, Zak podía ver que la sonrisa aún brillaba en los ojos del joven drow. La espontaneidad de Drizzt y la falta de respeto al rango habían sido algo más que un involuntario desliz de la lengua o la falta de experiencia.
El maestro de armas se adelantó para desviar la atención de la madre matrona.
—¿Segundo hijo? —preguntó, haciendo ver que estaba impresionado, tanto en beneficio del orgullo de Drizzt como para apaciguar y distraer a Malicia—. Entonces ha llegado la hora de tu entrenamiento.
Contra lo que se esperaba, Malicia se dejó apaciguar por las palabras del maestro de armas.
—Únicamente lo necesario, Zaknafein. Si Drizzt está llamado a reemplazar a Nalfein, su lugar en la Academia será Sorcere. Por lo tanto, la mayor parte de su preparación recaerá en Rizzen y en sus conocimientos de las artes mágicas, aunque sean limitados.
—¿Estáis segura de que la hechicería es su ramo, matrona? —se apresuró a preguntar Zak.
—Parece inteligente —contestó Malicia. Dirigió una mirada de reproche a Drizzt—. Al menos, en algunas ocasiones. Vierna me ha informado de sus progresos en el dominio de los poderes innatos. Nuestra casa necesita un nuevo hechicero.
Esta última afirmación de Malicia estaba en consonancia con su recuerdo del orgullo demostrado por la matrona Baenre por tener un hijo que era el archimago de la ciudad. Habían transcurrido dieciséis años desde su entrevista con la primera madre matrona de Menzoberranzan, y no había olvidado ni el más mínimo detalle de aquel encuentro.
—Sorcere parece ser su destino natural —añadió.
Zak sacó una moneda de la bolsa colgada de su cuello, la lanzó al aire, y la cogió al vuelo.
—¿Podemos hacer una prueba? —solicitó.
—Si os apetece —aceptó Malicia, sin sorprenderse de que Zak intentara convencerla de que cometía un error.
El maestro de armas otorgaba pocos méritos a la magia; prefería la espada y no los hechizos para resolver sus asuntos.
Zak se situó delante de Drizzt y le alcanzó la moneda.
—Lánzala —le ordenó.
Drizzt encogió los hombros, preocupado por descubrir el significado de la conversación entre su madre y el maestro de armas. Hasta entonces no había escuchado ninguna mención acerca de su futuro, ni de un lugar llamado Sorcere. Con cierta displicencia, deslizó la moneda sobre su dedo índice curvado, la lanzó al aire con un golpe del pulgar y la atrapó cuando caía sin ninguna dificultad. Después tendió la mano para devolverle la moneda a Zak al tiempo que lo miraba desconcertado, como si quisiera saber qué tenía de importante algo tan fácil.
En lugar de coger la moneda, el maestro de armas sacó otra de la bolsa colgada de su cuello y se la alcanzó.
—Inténtalo con las dos manos —dijo.
Drizzt alzó otra vez los hombros, y con un único movimiento lanzó y atrapó las monedas.
Zak volvió la mirada hacia la matrona Malicia. Cualquier drow podía atrapar dos monedas al vuelo, pero era la gracia de Drizzt lo que convertía en un placer ver cómo lo hacía. Sin dejar de mirar a la matrona con una expresión astuta, Zak sacó otras dos monedas.
—Apila dos en cada mano y lanza las cuatro a la vez —le indicó al joven drow. Las cuatro monedas volaron por el aire y las cuatro fueron recogidas. Drizzt no movió más que los brazos para recuperarlas.
—Dos manos —le comentó Zak a Malicia—. Éste es un guerrero. Pertenece a Melee-Magthere.
—He visto a muchos hechiceros hacer lo mismo —replicó Malicia, disgustada por la expresión satisfecha en el rostro del maestro de armas.
Zak había sido uno de los maridos de Malicia, y en muchas ocasiones desde aquel entonces lo había tomado como amante. Sus habilidades y su agilidad no se limitaban exclusivamente al uso de las armas. Pero junto con los placeres que Zaknafein había hecho disfrutar a Malicia, placeres que habían impulsado a ésta a perdonarle la vida más de una docena de veces, también le había traído un sinfín de problemas. Zak era el mejor maestro de armas de Menzoberranzan, un hecho que Malicia no podía dejar de lado, pero su desdén (incluso desprecio) por la reina araña había planteado graves dificultades a la casa Do’Urden.
Zak le alcanzó otras dos monedas a Drizzt, y el joven, que ahora disfrutaba con el juego, las puso en movimiento. Lanzó seis y recogió seis, separadas en dos grupos según la mano que las había arrojado.
—Dos manos —repitió Zak, entusiasmado.
La matrona Malicia le indicó que prosiguiera, incapaz de negar la gracia exhibida por su hijo menor.
—¿Te atreves a probar de nuevo? —le preguntó Zak a Drizzt.
Drizzt utilizó las manos de forma independiente, y en cuestión de segundos colocó las monedas sobre sus dedos índices, listas para lanzarlas. Zak lo detuvo y, sacando otras cuatro monedas, aumentó a cinco el número de monedas en cada pila. El maestro de armas hizo una pausa para estudiar la concentración del joven drow (y también para mantener sus manos sobre las monedas y asegurarse que el calor de su cuerpo les daría el brillo suficiente para que Drizzt pudiera seguir sus trayectorias con toda claridad).
—Cógelas todas, segundo hijo —le recomendó, muy serio—. Cógelas todas, o acabarás en Sorcere, la escuela de magia. ¡No es allí donde está tu destino!
Drizzt no entendió muy bien a qué se refería Zak, pero por el tono de voz del maestro de armas comprendió su importancia. Hizo un par de ejercicios respiratorios para facilitar su concentración, y después lanzó las monedas al aire. Siguió su vuelo y las clasificó de acuerdo con la mano que iba a recogerlas. Las dos primeras las cogió sin problemas, pero Drizzt vio que, por la trayectoria dispersa, no caerían en orden.
Al instante se puso en movimiento y dio una vuelta completa al tiempo que movía las manos a una velocidad de vértigo. Después se enderezó de pronto delante de Zak, con los puños apretados contra las caderas y una expresión severa en el rostro.
Zak y la matrona Malicia intercambiaron una mirada, sin entender muy bien qué había pasado.
Drizzt extendió los puños hacia Zak y los abrió poco a poco, con una sonrisa de confianza.
Cinco monedas en cada mano.
Zak soltó un silbido silencioso. A él, que era el maestro de armas de la casa, le había costado una docena de intentos dominar la maniobra para recoger diez monedas en el aire. Se acercó a la matrona Malicia.
—Dos manos —dijo por tercera vez—. Él es un guerrero, y yo me he quedado sin monedas.
—¿Cuántas más podría coger? —susurró Malicia, que no podía disimular su asombro.
—¿Cuántas podemos apilar? —replicó Zaknafein, con una sonrisa de triunfo.
La matrona Malicia soltó una carcajada y sacudió la cabeza. Había deseado que Drizzt reemplazara al desaparecido Nalfein como hechicero de la casa, pero su empecinado maestro de armas había conseguido, como siempre, hacerla cambiar de opinión.
—Muy bien, Zaknafein —dijo, en admisión de su derrota—. El segundo hijo es un guerrero.
Zak asintió y se volvió hacia Drizzt.
—Quizá no esté muy lejos el día en que se convierta en el maestro de armas de la casa Do’Urden —comentó la matrona Malicia.
Su sarcasmo detuvo a Zak, que le dirigió una mirada por encima del hombro.
—¿Es que podíamos esperar menos de él? —añadió Malicia, con su habitual falta de pudor.
Rizzen, el actual señor de la casa, rebulló avergonzado. Sabía como todos los demás —incluidos los esclavos de la casa Do’Urden— que Drizzt no era hijo suyo.
—¿Tres habitaciones? —preguntó Drizzt cuando entró acompañado por Zak a la gran sala de armas en el lado sur de la residencia de los Do’Urden.
Bolas multicolores de luz mágica aparecían instaladas a todo lo largo del techo de piedra, y el resplandor era suficiente para iluminar todo el espacio sin molestar a la vista. La sala sólo tenía tres puertas: una al este, que daba paso al cuarto comunicado con el balcón de la casa; otra en el lado sur, correspondiente a la última habitación del edificio, y la tercera era la que acababan de atravesar. Al ver cómo Zak se ocupaba de cerrar las diversas cerraduras colocadas en esta puerta, Drizzt comprendió que no tendría ocasión de utilizarla con mucha frecuencia.
—Una habitación —lo corrigió Zak.
—Pero hay otras dos puertas —insistió Drizzt, mientras inspeccionaba la sala—. Sin cerraduras.
—¡Ah! —exclamó Zak—, sus cerraduras están hechas con sentido común. —Drizzt comenzó a entender la situación—. Aquella puerta —añadió el maestro de armas, señalando hacia el sur— comunica con mis aposentos privados. Que nunca te sorprenda allí dentro. La otra da paso a la sala de tácticas, reservada para los tiempos de guerra. Cuando me convenzas de tu valía, si es que alguna vez lo consigues, quizá te invite a visitarla. Pero aún quedan por delante muchos años para que llegue ese día; hasta entonces, tendrás que considerar esta magnífica sala —Zak movió su brazo en un amplio gesto— como tu casa.
Drizzt contempló la sala sin mucho entusiasmo. Había tenido la esperanza de que esta clase de tratamiento hubiera quedado atrás con sus días de príncipe paje. En cambio, se veía otra vez llevado al pasado, incluso más allá de los seis años de servidumbre en la casa, a su primera década de vida encerrado en la capilla al cuidado de Vierna. Esta habitación era más pequeña que la capilla, y demasiado reducida para el gusto del joven drow. Su siguiente pregunta sonó como un gruñido.
—¿Dónde dormiré?
—Aquí —contestó Zak sin ambages.
—¿Dónde comeré?
—Aquí.
Drizzt entornó los párpados, y su rostro se encendió de furia.
—¿Dónde…? —comenzó a preguntar, decidido a rebatir la lógica del maestro de armas.
—Aquí —respondió Zak con el mismo tono mesurado y sonoro, antes de que Drizzt pudiera acabar su pregunta. El joven separó las piernas y cruzó los brazos.
—Puede resultar un poco engorroso.
—Más te vale que no sea así —replicó Zak.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —protestó Drizzt—. Me habéis apartado de mi madre…
—Le darás el tratamiento de matrona Malicia —le advirtió Zak—. Siempre la nombrarás como matrona Malicia.
—De mi madre…
La siguiente interrupción de Zak no fue oral: el maestro de armas lo tumbó de un puñetazo.
Drizzt volvió en sí al cabo de unos veinte minutos.
—Primera lección —señaló Zak, apoyado en una pared a unos pasos de distancia—. Por tu propio bien, siempre la nombrarás como matrona Malicia.
Drizzt se puso de costado e intentó levantarse sobre un codo, pero lo invadió el mareo en cuanto separó la cabeza de la alfombra negra. Zak lo cogió del brazo y lo levantó.
—No es tan fácil como coger monedas —comentó el maestro de armas.
—¿Qué?
—Parar un golpe.
—¿Qué golpe?
—Sólo di que sí, niño testarudo.
—¡Segundo hijo! —lo corrigió Drizzt, enfadado, mientras volvía a cruzarse de brazos en un gesto de desafío.
Zak cerró la mano en un puño, como una advertencia poco sutil que Drizzt no pasó por alto.
—¿Quieres echar otra siesta? —preguntó el maestro de armas.
—Los segundos hijos pueden ser niños —reconoció Drizzt, prudentemente.
Zak sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad. Esto prometía ser interesante.
—Quizás encuentres alguna cosa que te haga más llevadera tu estancia —dijo, mientras guiaba a Drizzt hacia una larga y espesa cortina con adornos de muchos colores, aunque la mayoría eran de tonos oscuros—. Pero sólo si puedes aprender a controlar esa lengua tan larga.
Zak apartó la cortina de un tirón, y dejó a la vista la más extraordinaria colección de armas que el joven drow (y probablemente muchos otros mayores) había visto en toda su vida. Alabardas, picas, lanzas, espadas, hachas, mazas, y una amplísima variedad de armas de las que ni siquiera conocía su existencia, aparecían ordenadas con mucho cuidado en los estantes del armero.
—Examínalas —le dijo Zak—. Sin prisa y a tu placer. Descubre cuáles se adaptan mejor a tus manos, sigue ciegamente los dictados de tu voluntad. Cuando acabes tu aprendizaje, todas serán para ti como un amigo de confianza.
Boquiabierto, Drizzt caminó a lo largo del armero, mientras veía su entorno y el futuro bajo otro prisma. Durante sus dieciséis años de vida, el aburrimiento había sido su peor enemigo. Ahora, por fin, había encontrado armas para luchar contra él.
Zak se dirigió hacia su habitación privada, consciente de que era mejor dejar a Drizzt a solas en aquel primer contacto con las armas.
Al llegar a la puerta, el maestro se detuvo y se volvió para mirar al joven Do’Urden. Drizzt había cogido una larga y pesada alabarda que casi lo doblaba en altura, y la movía lentamente en un arco. Pero a pesar de todos sus intentos por mantenerla controlada, el impulso de la albarda acabó por tumbarlo al suelo.
Zak escuchó el sonido de su propia risa, pero la carcajada sólo sirvió para recordarle la dura realidad de su tarea. Entrenaría a Drizzt, como había hecho con otro millar de jóvenes elfos oscuros antes que él, para convertirlo en un guerrero y prepararlo para los rigores de la Academia y los peligros de la vida en Menzoberranzan. Enseñaría a Drizzt a ser un asesino.
«¡Qué poco adecuado parece ese manto para su naturaleza!», pensó Zak.
Drizzt sonreía con demasiada facilidad; la idea de que pudiese hundir su espada en el corazón de otro ser vivo le repugnó. Ésa era la manera de proceder de los drows, una manera a la que Zak había sido incapaz de oponerse en sus cuatrocientos años de vida. Apartó la mirada de Drizzt, entretenido con las armas, entró en su habitación y cerró la puerta.
—¿Son todos así? —preguntó en voz alta en la soledad espartana de su cuarto—. ¿Tienen todos los niños drows la misma inocencia, la misma sonrisa pura y tan delicada que no puede sobrevivir a la fealdad de nuestro mundo?
Zak se dirigió hacia la pequeña mesa ubicada a un lado de la habitación, con la intención de levantar la cubierta del globo de cerámica que proporcionaba luz al cuarto. Al ver que no podía apartar de su mente la expresión de alegría de Drizzt ante el descubrimiento de las armas, cambió de idea y decidió acostarse.
—¿O acaso eres único, Drizzt Do’Urden? —susurró, dejándose caer sobre los almohadones del lecho—. Y, si eres tan diferente, entonces ¿cuál es la causa? ¿La sangre, mi sangre, que corre por tus venas como una maldición? ¿O los años que has pasado junto a tu nodriza?
Zak se cubrió los ojos con un brazo y buscó las respuestas a sus muchos interrogantes. Llegó a la conclusión de que Drizzt se apartaba de la norma, aunque no sabía si debía atribuirlo a Vierna o a sí mismo.
Al cabo de un rato se durmió, pero el sueño no le sirvió de consuelo. La misma pesadilla de siempre perturbó su descanso: un recuerdo que se negaba a desaparecer.
Zaknafein escuchó otra vez los gritos de los niños de la casa DeVir mientras los soldados de Do’Urden —soldados que él mismo había entrenado— los asesinaban.
—¡Éste es diferente! —gritó Zak, al tiempo que saltaba de la cama.
Con una mano temblorosa se enjugó el sudor frío que le empapaba el rostro.
«¡Éste es diferente!», se dijo.
Necesitaba creer que era verdad.