20
Aquel mundo extraño

Los catorce miembros de la patrulla se pusieron en marcha a través del laberinto de túneles y cavernas enormes que de pronto se abrían ante ellos. Sin hacer ruido gracias a sus botas mágicas y casi invisibles envueltos en sus piwafwis, se comunicaban exclusivamente por el código mudo. Durante gran parte del camino, la pendiente del suelo apenas si se notaba, aunque algunas veces el grupo tuvo que trepar por las chimeneas, conscientes de que cada paso y cada asidero los acercaban al objetivo. Cruzaron los límites de los territorios pertenecientes a los monstruos y a otras razas, pero los odiados enanos e incluso los duergars se mantuvieron ocultos con sana prudencia. A nadie en la Antípoda Oscura se le ocurriría interceptar a un grupo de incursores drows.

A finales de la primera semana, todos los drows podían notar las diferencias en el entorno. A un habitante de la superficie esta profundidad le habría parecido intolerable, pero los elfos oscuros se habían habituado a la opresión constante de millones de toneladas de rocas por encima de las cabezas. Cada vez que llegaban a una curva esperaban encontrar que el techo de piedra ya no existía y que se hallaban a cielo abierto.

La brisa le rozaba el cuerpo. No se trataba de los vientos cálidos y sulfurosos provenientes del magma de las profundidades de la tierra sino de un aire húmedo, perfumado con un centenar de aromas desconocidos para los drows. En la superficie reinaba la primavera —aunque los elfos oscuros, con su mundo sin estaciones, no sabían qué era—, y el aire soplaba cargado con los perfumes de los pimpollos y de las hojas nuevas de los árboles. Dominado por el efecto embriagador de aquellos aromas, Drizzt se veía obligado a recordarse a sí mismo una vez y otra que el lugar de destino era malvado y peligroso. Quizá, pensó, los aromas eran un cebo diabólico, una trampa para atrapar a una criatura inocente y arrebatarle la vida.

La sacerdotisa de Arach-Tinilith que acompañaba a la patrulla comenzó a caminar muy cerca de una de las paredes del túnel. Cada vez que encontraba una grieta apoyaba la cara contra la piedra.

—Esta servirá —anunció al cabo de un rato.

Lanzó un hechizo de visión y miró por segunda vez a través de la grieta que tenía el ancho de un dedo.

—¿Cómo vamos a pasar por allí? —le preguntó uno de los miembros de la patrulla a otro mediante el código mudo.

Dinin captó los gestos y acabó la conversación con una mirada de enfado.

—En la superficie es de día —afirmó la sacerdotisa—. Tendremos que esperar aquí.

—¿Durante cuánto tiempo? —quiso saber Dinin, consciente de que su tropa tenía los nervios a flor de piel ante la proximidad del objetivo.

—No lo sé —contestó la sacerdotisa—. Supongo que la mitad de un ciclo de Narbondel. Descarguemos las mochilas y aprovechemos para descansar mientras podamos.

Dinin habría preferido seguir, sólo para mantener a la patrulla ocupada, pero no se atrevió a opinar en contra de la sacerdotisa. De todos modos, la espera no resultó muy larga porque, al cabo de un par de horas, la sacerdotisa volvió a espiar por la grieta y anunció que había llegado el momento oportuno.

—Tú primero —le dijo Dinin a Drizzt.

El joven miró con incredulidad al hermano mayor, sin entender cómo podía pasar por aquella grieta tan estrecha.

—Ven —lo llamó la sacerdotisa, que ahora sostenía una esfera con muchos agujeros—. Pasa por delante de mí y continúa caminando.

Mientras Drizzt obedecía la instrucción, la sacerdotisa dio una orden a la esfera y la sostuvo por encima de la cabeza del joven. Unos copos negros, más negros que la piel de ébano de Drizzt, lo rociaron y notó una sacudida tremenda a lo largo de su columna vertebral.

Los demás mostraron expresiones de asombro al ver que el cuerpo de Drizzt se hacía tan delgado como un pelo y se transformaba en una imagen bidimensional, en una sombra de lo que era.

Drizzt no alcanzaba a comprender lo que ocurría, pero de pronto la grieta le pareció mucho más ancha. Se deslizó en su interior, descubrió que tenía capacidad de movimiento con sólo pensar en el gesto, y flotó a lo largo de las vueltas, revueltas y curvas del estrecho canal como una sombra sobre la rugosa superficie de la piedra. Después se encontró en el interior de una cueva alargada con una única salida en el extremo más alejado.

No había salido la luna, pero así y todo la oscuridad de la noche en la superficie le pareció extraordinariamente clara. Drizzt se sintió atraído hacia la boca de la cueva que comunicaba con el mundo exterior. Sus compañeros cruzaron la grieta uno tras otro y en último término apareció la sacerdotisa. Drizzt fue el primero en notar la misma sacudida anterior cuando su cuerpo recuperó las dimensiones normales. Al cabo de unos minutos, todos estaban muy ocupados en revisar las armas.

—Me quedaré aquí —le informó la sacerdotisa a Dinin—. Buena caza. La reina araña os mira.

Dinin advirtió una vez más a sus tropas de los peligros en la superficie, y a continuación se acercó a la salida de la cueva, un pequeño agujero en la cornisa de una montaña.

—¡Por la reina araña! —gritó Dinin, que inspiró profundamente y salió a cielo abierto, seguido por su patrulla.

¡Bajo las estrellas! Mientras los demás parecían nerviosos ante la presencia de aquellas luces, Drizzt no podía apartar la mirada de la cúpula negra perforada por innumerables puntos de luz que guiñaban. Bañado por la luz de las estrellas, sintió cómo se le henchía el corazón y ni siquiera oyó el alegre canto que cabalgaba en el viento nocturno, porque era el complemento natural al glorioso espectáculo.

Dinin escuchó el canto, y él sí tenía la experiencia necesaria para saber que era una de las extrañas letanías de los elfos de la superficie. Se puso en cuclillas, oteó el horizonte y divisó la luz de una hoguera solitaria en el fondo del valle arbolado. Ordenó a sus soldados que lo siguieran y comenzó el descenso.

Drizzt podía ver la ansiedad en los rostros de los compañeros, que contrastaba con la inexplicable serenidad que sentía. De inmediato sospechó que había algo erróneo en todo esto. En su corazón, Drizzt sabía desde el momento en que había salido de la cueva que éste no era el mundo perverso descrito con tanta minuciosidad por los maestros de la Academia. Le parecía extraño no tener un techo de piedra por encima de su cabeza, pero no lo inquietaba. Si las estrellas, que tan profundamente lo conmovían, eran un aviso de lo que podía traer el día siguiente, como había dicho el maestro Hatch’net, entonces la mañana no podía ser tan terrible.

Sólo el desconcierto atemperaba la sensación de libertad que experimentaba Drizzt: o bien era víctima de un espejismo, o los compañeros, incluido su hermano, tenían una visión completamente distinta del entorno.

La duda resultó otra pesada carga sobre los hombros del joven; estas sensaciones tan gratificantes ¿eran una muestra de debilidad o lo que de verdad sentía en el corazón?

—Son parecidos a las setas que crecen en Menzoberranzan —aseguró Dinin a la patrulla al ver que avanzaban con desconfianza entre los árboles de un bosquecillo—. Pero no son centinelas ni peligrosos.

De todos modos, los jóvenes elfos oscuros torcían el gesto y esgrimían las armas cada vez que una ardilla saltaba de una rama a otra o un pájaro invisible trinaba a lo lejos. Acostumbrados desde el nacimiento al silencio de su mundo, los mil y un sonidos de un bosque en primavera no podían menos que preocuparlos. Además, en la Antípoda Oscura todo ser vivo podía, y desde luego lo intentaría, atacar a cualquiera que invadiese su guarida. Hasta el canto de los grillos sonaba amenazador para los alertas oídos de los drows.

El curso de Dinin era certero, y muy pronto la canción de los elfos ahogó cualquier otro sonido y la luz de la hoguera se hizo visible entre las ramas. Los elfos de la superficie eran la raza más alerta de todas, y un humano —o incluso un sigiloso halfling— tenía muy pocas probabilidades de sorprenderlos.

Pero los incursores de esta noche eran drows, mucho más preparados para actuar con sigilo que el mejor de los ladrones de la superficie. Las pisadas no hacían ningún ruido, ni siquiera al pisar las hojas secas, y las armaduras, ajustadas perfectamente a los contornos de los esbeltos cuerpos, se acomodaban a los movimientos sin ningún chirrido. Inadvertidos, rodearon el perímetro del pequeño claro, donde un grupo de elfos cantaban y bailaban.

Boquiabierto ante el placer que le producía aquel espectáculo, Drizzt no prestó atención a las órdenes que su hermano transmitió en código mudo. Varios niños, que sólo se distinguían de los demás por el tamaño de sus cuerpos, bailaban en el corro, y se mostraban tan alegres y libres como los mayores. Todos parecían seres inocentes, llenos de vida y felicidad, y obviamente ligados por una amistad y un cariño inimaginables en Menzoberranzan. No tenían nada que ver con los personajes de las historias que el maestro Hatch’net les había contado, relatos poblados de seres viles y odiosos.

Drizzt presintió que los guerreros se movían, desplegándose para obtener la máxima ventaja, pero no apartó la mirada de aquel hermoso espectáculo. Dinin lo tocó en un hombro y le señaló la pequeña ballesta sujeta al cinturón; después se deslizó entre las sombras para situarse en posición a un lado del claro.

El joven quería detener a su hermano y a los demás, quería hacerlos esperar y que contemplaran a los elfos de la superficie a los que tanto se apresuraban a calificar de enemigos. Drizzt descubrió que no podía mover los pies y que la lengua era un peso muerto en la boca reseca. Miró a Dinin y sólo pudo confiar en que su hermano interpretara los jadeos como una muestra de entusiasmo por la batalla.

Entonces los agudos oídos de Drizzt escucharon el zumbido de una docena de ballestas. La canción de los elfos se interrumpió cuando varios de los miembros del grupo cayeron al suelo.

—¡No! —gritó Drizzt, desesperado, impulsado por una rabia tan intensa como inexplicable.

Su negativa sonó como otro grito de guerra más para los miembros de la patrulla, y, antes de que los elfos de la superficie tuviesen tiempo para reaccionar, Dinin y los demás ya se les habían echado encima.

También Drizzt penetró en el claro iluminado por el fuego, con las armas preparadas, aunque no sabía cuál iba a ser su próximo movimiento. Sólo deseaba detener la batalla, poner punto final a la terrible escena.

Muy confiados en la seguridad del bosque que era su hogar, los elfos ni siquiera iban armados. Los guerreros drows los atacaron sin piedad, repartiendo mandobles a diestro y siniestro, y con tanta saña que continuaban clavando sus espadas cuando la víctima ya había muerto.

Una aterrorizada mujer consiguió escapar del cerco mortal, y fue a dar delante mismo de Drizzt, que bajó sus cimitarras al tiempo que buscaba la forma de ayudarla.

Entonces la mujer se irguió casi de puntillas por la fuerza de una espada que la atravesó de lado a lado por la espalda. Drizzt observó inmovilizado por el horror cómo el guerrero drow empuñaba la espada con las dos manos y la hacía girar en el interior de la herida. La elfa miró fijamente a Drizzt en los instantes finales de su vida, implorando su piedad. Su voz sonó como un quejido por la sangre que brotó a borbotones de la boca.

Con una expresión exultante, el guerrero drow arrancó la espada del cuerpo sin vida y descargó un segundo golpe que decapitó a la mujer.

—¡Venganza! —gritó el drow, con los ojos alumbrados por una luz demoníaca que asombró a Drizzt.

El guerrero clavó su espada una vez más en el cuerpo inerte y a continuación corrió en busca de una nueva víctima.

Tan sólo un momento más tarde, otro elfo, esta vez una niña, escapó de la masacre y corrió hacia donde estaba Drizzt, sin dejar de gritar la misma palabra una y otra vez. El vocablo pertenecía al idioma de los elfos de la superficie, una lengua incomprensible para Drizzt, pero cuando miró su blanco rostro, cubierto de lágrimas, comprendió el significado de la palabra. La muchacha sólo tenía ojos para el cuerpo mutilado a sus pies; la angustia pesaba incluso más que su propio destino. El vocablo únicamente podía significar «madre».

Rabia, horror, angustia y una docena más de emociones sacudieron a Drizzt en aquel momento terrible. Quería verse libre de estos sentimientos, dejarse arrastrar por la furia asesina de los compañeros y aceptar la cruel realidad, para así librarse del acoso de su propia conciencia.

La muchacha elfa llegó junto a Drizzt pero ni siquiera advirtió su presencia, atenta sólo a la madre muerta. Drizzt levantó su cimitarra dispuesto a descargar el golpe mortal contra la desprotegida nuca, incapaz de distinguir entre la piedad y el asesinato.

—¡Sí, hermano! —vociferó Dinin.

Su voz dominó los aullidos, jadeos y exclamaciones de los compañeros, y sonó a los oídos de Drizzt como una acusación. El joven miró a Dinin y lo vio cubierto de sangre de pies a cabeza en medio de un montón de elfos muertos.

—¡Ahora conoces la gloria de ser un drow! —añadió Dinin, levantando un puño en señal de victoria—. ¡Hoy apaciguaremos a la reina araña!

Drizzt respondió con el mismo gesto, soltó un gruñido y se apartó un paso para descargar el golpe.

Casi lo hizo. Con la mente obnubilada por la confusión, Drizzt Do’Urden estuvo a punto de ser igual a todos los demás. Casi arrebató la vida de los ojos de la hermosa niña.

En el último momento, ella lo miró, y sus ojos resplandecieron como un espejo oscuro en el corazón de Drizzt. En aquel reflejo, en la imagen invertida de la furia que guiaba la mano, Drizzt Do’Urden se encontró a sí mismo.

Descargó la cimitarra en un poderoso arco con un ojo puesto en Dinin mientras la hoja pasaba por encima de la niña. Con el mismo movimiento, Drizzt empleó la otra mano para coger a la muchacha por la pechera de la túnica y tumbarla boca abajo en el suelo.

La elfa gritó, aterrorizada pero ilesa, y Drizzt vio que Dinin lo saludaba con el puño en alto antes de volverse de espaldas.

Drizzt tuvo que trabajar deprisa; la espantosa batalla estaba a punto de concluir. Movió las cimitarras sobre la espalda de la muchacha acurrucada para destrozarle la túnica aunque sin llegar a tocar la delicada piel. Después utilizó la sangre del cuerpo decapitado para completar el engaño; pensó que a la madre le habría complacido saber que su sacrificio había servido para salvar la vida de la hija.

—No te muevas —susurró al oído de la muchacha.

Drizzt sabía que no entendía su lengua, pero al menos intentó imprimir un tono de consuelo a su voz. Sólo podía confiar en que el engaño no fuese descubierto cuando un momento más tarde Dinin y los demás se reunieran con él.

—¡Bien hecho! —exclamó Dinin, tan entusiasmado que le temblaba todo el cuerpo, cuando llegó junto a su hermano—. ¡Hemos acabado con toda esta carroña y ni uno solo de nosotros ha resultado herido! ¡Las matronas de Menzoberranzan estarán orgullosas aunque no hayamos conseguido botín de esta pandilla de miserables! —Miró los cuerpos a los pies de Drizzt y palmeó el hombro de su hermano—. ¿Acaso creían que podían escapar? —rugió Dinin.

Drizzt hizo un esfuerzo supremo para contener el asco, pero Dinin estaba tan entusiasmado con el baño de sangre que difícilmente se habría dado cuenta.

—¡No contaban contigo! —añadió Dinin—. ¡Dos muertos para Drizzt!

—¡Uno! —protestó el guerrero que había matado a la mujer.

Drizzt apretó las empuñaduras de sus cimitarras y se armó de valor. Si el drow descubría el engaño, Drizzt lucharía por salvar la vida de la muchacha elfa. Mataría a los compañeros, incluso a su hermano, para salvar a la niña de ojos resplandecientes. Lucharía hasta que lo mataran. Así al menos no tendría que presenciar cómo la asesinaban. Por fortuna, el problema no llegó a plantearse.

—Drizzt mató a la niña —le explicó el guerrero a Dinin—, pero la mujer es mía. La atravesé con mi espada antes de que tu hermano tuviese siquiera tiempo de levantar sus cimitarras.

Fue un acto instintivo, un golpe inconsciente contra el mal que lo rodeaba. Drizzt no se dio cuenta de lo que había hecho hasta al cabo de un momento, cuando vio al presuntuoso drow tendido de espaldas, con las manos en el rostro, gimiendo de dolor. Sólo entonces Drizzt advirtió el escozor en la mano y vio los nudillos y la empuñadura de la cimitarra manchados con sangre.

—¿A qué viene esto? —preguntó Dinin.

Drizzt pensó deprisa y ni siquiera respondió a la pregunta. Miró más allá de Dinin, a la figura que se retorcía en el suelo, y volcó toda su rabia en un insulto que los demás podían aceptar y respetar.

—¡Si alguna vez vuelves a robarme una víctima —lo amenazó, con un tono de sinceridad casi auténtico—, reemplazaré la cabeza decapitada con la tuya!

Drizzt vio que, a pesar de sus esfuerzos por no moverse, la niña elfa había comenzado a estremecerse por los sollozos, y decidió no abusar de la suerte.

—Venga, vámonos —gruñó—. Dejemos este lugar. ¡El hedor de la superficie es como bilis en la boca!

Se alejó con paso enérgico, y los demás, riéndose, recogieron al compañero caído y lo siguieron.

—Por fin —susurró Dinin mientras observaba la marcha de su hermano—. ¡Por fin has aprendido lo que significa ser un guerrero drow!

En su ceguera, Dinin jamás comprendería la ironía de sus palabras.

—Todavía nos queda una cosa por hacer antes de regresar a casa —explicó la sacerdotisa al grupo cuando llegaron a la boca de la cueva. Sólo ella sabía cuál era el segundo objetivo de esta incursión—. Las matronas de Menzoberranzan quieren que seamos testigos del más tremendo horror del mundo exterior, para que podamos advertir a nuestra gente.

«¿Nuestra gente?», repitió para sí Drizzt, sarcástico.

Por lo que había podido ver, los incursores ya conocían cuál era el horror del mundo exterior: ¡ellos mismos!

—¡Allí! —gritó Dinin, señalando hacia el horizonte por el este.

La línea de luz prácticamente imperceptible marcó el contorno de las distantes montañas. Un habitante de la superficie no habría podido verla, pero los elfos oscuros la veían con toda claridad, y todos, incluido Drizzt, retrocedieron involuntariamente.

—Es hermoso —se atrevió a comentar Drizzt después de contemplar el espectáculo durante unos segundos.

Dinin le dirigió una mirada helada, pero no tanto como la de la sacerdotisa.

—Quitaos las capas, el equipo y las armaduras —ordenó la sacerdotisa—. Deprisa. Dejadlo todo en el interior de la cueva para que la luz no los afecte. —En cuanto cumplieron la orden, añadió con tono severo—: Observad.

El cielo mostró un tono violáceo y después rosa, y los elfos oscuros entornaron los párpados, incómodos. Drizzt quería negar la evidencia de la misma manera que había rechazado las palabras del maestro de historia referentes a los pobladores de la superficie.

Entonces ocurrió: el sol asomó por encima de las montañas orientales. El mundo exterior despertó a su calor, a la energía que daba la vida. Sus rayos atacaron los ojos de los elfos oscuros con la furia del fuego, atormentándolos con su poder.

—¡Mirad! —gritó la sacerdotisa—. ¡Contemplad el alcance del horror!

Uno tras otro, los guerreros corrieron a refugiarse en las sombras de la cueva, incapaces de soportar el terrible espectáculo, hasta que sólo Drizzt permaneció junto a la sacerdotisa expuesto a la luz del día. Desde luego, la luz lo asaeteaba con la misma intensidad que a los demás, pero al mismo tiempo lo reconfortaba. El joven aceptaba el sufrimiento, se exponía sin reparos para que el fuego le limpiara el alma.

—Ven —dijo la sacerdotisa finalmente, sin comprender el motivo de sus acciones—. Ya lo hemos visto. Ahora podemos regresar a nuestro hogar.

—¿Hogar? —preguntó Drizzt, en voz baja.

—¡Menzoberranzan! —gritó la sacerdotisa, convencida de que el varón había perdido el juicio—. Ven, antes de que el fuego del infierno consuma nuestra piel hasta los huesos. ¡Dejemos que nuestros primos de la superficie sufran con las llamas, un castigo justo para sus malvados corazones!

Drizzt soltó una carcajada amarga. ¿Un castigo justo? Deseaba poder arrancar del cielo mil soles como éste y colocarlos en cada capilla de Menzoberranzan, para que brillaran hasta el final de los tiempos.

Entonces ya no pudo soportar más el castigo de la luz. Entró en la cueva casi ciego. Vistió la armadura y recogió el equipo. La sacerdotisa tenía la esfera preparada, y Drizzt fue el primero en atravesar la pequeña grieta. Cuando todo el grupo se reunió otra vez en el túnel al otro lado, el joven ocupó su posición delante de la patrulla y la guió en el descenso por los senderos cada vez más oscuros, de regreso a la oscuridad de su existencia.