Dinin observó complacido que todos los peludos errantes, así como todos los demás miembros de la multitud de razas que componían Menzoberranzan, incluidos los drows, se apartaban de su paso a toda prisa. Esta vez el segundo hijo de la casa Do’Urden no estaba solo. Casi sesenta soldados de la casa marchaban detrás de él en perfecta formación. Más atrás, también en orden pero con mucho menos entusiasmo por la aventura, lo escoltaban un centenar de esclavos armados pertenecientes a razas inferiores: goblins, orcos y peludos.
Los espectadores no tenían ninguna duda acerca de lo que se preparaba. Una casa drow marchaba a la guerra. Éste no era un hecho habitual en Menzoberranzan aunque tampoco resultaba inesperado. Al menos una vez en cada década una casa decidía que su posición dentro de la jerarquía de la ciudad podía ser mejorada a través de la eliminación de otra casa. Resultaba un tanto arriesgado, porque había que liquidar rápida y discretamente a todos los nobles de la casa «víctima». Con uno solo que sobreviviera para presentar una acusación contra los autores, la casa atacante sería erradicada por medio del implacable sistema de «justicia» de Menzoberranzan.
En cambio, si la incursión se realizaba sin fallos, no habría lugar a acusaciones. Toda la ciudad, incluido el consejo regente integrado por las ocho madres matronas principales, aplaudirían en secreto a los atacantes por su coraje e inteligencia y nunca se diría nada más acerca del incidente.
Dinin efectuó un rodeo para no dejar un rastro directo entre la casa Do’Urden y la casa DeVir. Media hora más tarde, por segunda vez aquella noche, se acercó al extremo sur del huerto de setas y al grupo de estalagmitas que cercaban la casa DeVir. Sus soldados se desplegaron ansiosos, al tiempo que preparaban sus armas y estudiaban el objetivo de su ataque.
Los esclavos se movían con más lentitud. Anhelaban escapar, porque en el fondo de sus corazones sabían que morirían en esta batalla, pero no intentarían huir pues temían más la ira de los elfos oscuros que la propia muerte. Con todas las salidas de Menzoberranzan protegidas con la malvada magia drow, ¿adónde podían ir? Todos ellos habían presenciado los brutales castigos que los drows propinaban a los esclavos recapturados. A una orden de Dinin, tomaron sus posiciones alrededor del cerco de setas.
Dinin metió una mano en una bolsa grande y sacó una plancha de metal caliente. Movió el objeto, perfectamente visible en el espectro infrarrojo, para lanzar tres destellos de aviso a las brigadas de Nalfein y Rizzen. Después, con su arrogancia habitual, Dinin lo lanzó al aire antes de volver a cogerlo y guardarlo en las profundidades de su bolsa, que mantenía el calor. En obediencia a esta señal, la brigada drow colocó los dardos encantados en sus pequeñas ballestas de mano y apuntó a los blancos que tenían asignados.
Una de cada cinco setas era aulladora, pero los dardos contenían una sustancia mágica capaz de silenciar el rugido de un dragón.
«… dos…, tres», contó Dinin, marcando el tiempo con la mano dado que no se podía oír ningún sonido dentro de la esfera de silencio mágico que cubría a sus tropas. Imaginó el chasquido de la cuerda de su ballesta cuando lanzó el dardo contra la aulladora más próxima. Esta escena se repitió en todo el perímetro de la casa DeVir, a medida que los dardos encantados silenciaban sistemáticamente la primera línea de alarma.
Al otro lado de Menzoberranzan, la matrona Malicia, sus hijas y cuatro de las sacerdotisas comunes de la casa estaban reunidas en un impío círculo de ocho miembros. Rodeaban un ídolo de su malvada diosa, una gema tallada que reproducía a un drow con rostro de araña, e imploraban la ayuda de Lloth en su lucha. Malicia ocupaba la cabecera, reclinada en una silla de parto. Briza y Vierna se encontraban a su lado, y la primera le sujetaba una mano.
El grupo cantaba al unísono, al tiempo que fundía sus energías en un único hechizo ofensivo. Al cabo de unos momentos, cuando Vierna, ligada telepáticamente con Dinin, advirtió que el primer grupo de ataque se encontraba en posición, el círculo de los ocho de la casa Do’Urden envió las primeras ondas de energía mental contra la casa rival.
La matrona Ginafae, sus dos hijas y las cinco sacerdotisas principales de las tropas de la casa DeVir se acurrucaban en la oscuridad de la antesala de la capilla principal del edificio de cinco estalagmitas. Se habían reunido allí cada noche en solemne plegaria desde que la matrona Ginafae tuvo noticia de que había caído en desgracia con Lloth. Ginafae comprendía muy bien lo vulnerable que sería su casa hasta tanto no encontrara la manera de apaciguar a la reina araña. Había sesenta y ocho casas más en Menzoberranzan, y entre estas unas veinte que podían atreverse a atacar la casa DeVir aprovechándose de esta terrible desventaja. Las ocho sacerdotisas se mostraban muy nerviosas, como si sospecharan lo que podía ocurrir a lo largo de la noche.
Ginafae fue la primera en percibirlo: un estallido helado de percepciones confusas que la hicieron tartamudear en medio de su súplica de perdón. Las otras sacerdotisas de la casa DeVir la miraron inquietas al advertir las dificultades en el habla de la matrona, y esperaron su confirmación.
—Nos atacan —gimió Ginafae, sintiendo que la cabeza le estallaba de dolor ante el formidable ataque mental de los clérigos de la casa Do’Urden.
La segunda señal de Dinin puso en marcha a las tropas esclavas, que corrieron sigilosamente hacia la cerca y se abrieron paso entre las setas gigantes a golpes de espada. El segundo hijo de la casa Do’Urden observó complacido la fácil invasión del patio de la casa DeVir.
—Una guardia muy poco preparada —susurró sarcástico a las gárgolas, bañadas en un resplandor rojizo, que había en lo alto de las murallas.
Al principio de la noche las estatuas le habían parecido una guardia formidable; ahora, en cambio, no eran más que un montón de piedras inofensivas.
Dinin advirtió el creciente pero contenido entusiasmo de los soldados a su alrededor, que anhelaban entrar en combate. De vez en cuando se producía un relámpago mortal cuando alguno de los esclavos tropezaba con una runa protectora. El segundo hijo y los demás drows se reían del espectáculo. Las razas inferiores no tenían ningún valor para el ejército de la casa Do’Urden. El único propósito de traer a los goblins a la casa DeVir era que activaran las trampas letales y las defensas instaladas en el perímetro, para así permitir el paso seguro de los elfos oscuros, los verdaderos soldados.
La cerca estaba abierta, y ya no hacía falta actuar en secreto, pues los soldados de la casa DeVir habían salido al encuentro de los esclavos. No bien Dinin levantó una mano para transmitir la señal de ataque, sus sesenta guerreros se lanzaron a la lucha con los rostros retorcidos en una expresión salvaje, mientras blandían sus espadas dispuestos a matar a sus rivales en el acto.
Aun así, se detuvieron un momento para ejecutar el último acto de preparación antes de la matanza. Todos los drows, nobles y plebeyos, poseían ciertas dotes mágicas. Crear una esfera de oscuridad, similar a la que había utilizado Dinin contra los peludos unas horas antes, era algo muy sencillo hasta para el más vulgar de los elfos drows. En consecuencia, los sesenta soldados de Do’Urden se dedicaron a lanzar esferas de oscuridad por encima de la cerca de setas por todo el perímetro de la casa DeVir.
A pesar de todas sus precauciones y el sigilo de sus movimientos, la casa Do’Urden sabía que muchas miradas seguían el desarrollo del ataque. Los testigos no representaban una amenaza, pues por lo general no se molestaban en identificar a la casa atacante, pero las costumbres y las normas exigían un cierto secreto: eran las reglas de etiqueta de la guerra drow. En un instante, la casa DeVir se convirtió, para el resto de la ciudad, en una mancha negra en el paisaje de Menzoberranzan.
Rizzen se acercó por detrás de su hijo menor y se comunicó con él por medio del complicado lenguaje por señas de los drows.
—Bien hecho —transmitió—. Nalfein ha entrado por la parte de atrás.
—Obtendremos una fácil victoria —opinó el presuntuoso Dinin—, si mantenemos a raya a la matrona Ginafae y a sus clérigos.
—Confía en la matrona Malicia —respondió Rizzen, que palmeó el hombro de su hijo antes de seguir a sus tropas a través de la brecha abierta en la cerca de setas.
Por encima de las construcciones de la casa DeVir, Zaknafein descansaba muy cómodo en la corriente del sirviente aéreo de Briza, mientras contemplaba el desarrollo del drama. Desde esta ventajosa posición, Zak podía ver el interior del anillo de tinieblas y podía escuchar los sonidos contenidos en la esfera de silencio mágico. Las tropas de Dinin, los primeros en penetrar en la residencia, habían encontrado una fuerte resistencia en cada una de las puertas y ahora soportaban un duro castigo.
Nalfein y su brigada, las tropas de la casa Do’Urden más avezadas en las artes de la hechicería, cruzaron la cerca por la parte posterior del complejo. Rayos y bolas mágicas de ácido estallaban en el patio contra la base de la casa, sin hacer distinciones entre defensores y atacantes, que caían como moscas.
En el patio principal, Rizzen y Dinin comandaban a los mejores guerreros de la casa Do’Urden. Cuando todas las tropas se enzarzaron en combate, Zak advirtió que las bendiciones de Lloth eran para los agresores. Los soldados de la casa Do’Urden atacaban más rápido que sus enemigos y sus estocadas siempre eran certeras. En cuestión de minutos, se combatía entre los cinco pilares.
Zak estiró los brazos para librarlos del entumecimiento producido por el frío y puso en marcha su sirviente aéreo con una orden mental. Descendió en su lecho de aire, y lo abandonó de un salto cuando se encontró a un par de metros de la terraza de las habitaciones superiores del pilar central.
De inmediato, dos guardias, un hombre y una mujer, salieron a su encuentro; pero al no poder distinguir la forma real de lo que parecía ser una mancha gris, vacilaron. Su confusión duró demasiado. Nunca habían oído mencionar a Zaknafein Do’Urden e ignoraban que se enfrentaban a la muerte.
El látigo de Zak restalló en el aire como un relámpago y de un solo golpe cortó la garganta de la mujer, mientras que con la otra mano manejaba la espada para realizar con gran maestría una serie de paradas y ataques que hicieron perder el equilibrio al guardia. Zak acabó con los dos con un único y velocísimo movimiento. Tiró del látigo enrollado en la garganta de la mujer, que salió disparada de la terraza, al tiempo que con un puntapié en el rostro hacía seguir al hombre el mismo camino, hasta el suelo de la cueva.
Zak ya se encontraba en el interior, donde otro guardia cometió la temeridad de hacerle frente y acabó muerto en el acto.
El maestro de armas avanzó pegado a la curva pared de la torre, Para aprovechar al máximo el camuflaje de su cuerpo enfriado que se confundía con el color de la piedra. Los soldados de la casa DeVir corrían de un lado para otro en un vano intento de organizar la defensa contra la horda de intrusos que dominaban el nivel inferior de todas las estructuras y se habían hecho con el control de dos pilares.
Zak no les hizo caso. Se aisló mentalmente del estrépito de las armas de adamantita, los gritos de los comandantes y los alaridos de los que morían, para concentrarse en un sonido singular que lo guiaría hasta su destino: un cántico frenético.
Encontró un pasillo desierto adornado con tallas de arañas, que se adentraba hacia el centro de la estalactita. Como en la casa Do’Urden, este corredor acababa en unas grandes puertas dobles, con decoraciones donde predominaban las formas arácnidas.
—Este tiene que ser el lugar —murmuró cubriéndose la cabeza con la capucha.
Una araña gigante salió de pronto de su escondrijo al lado mismo del hombre.
Zak se zambulló por debajo del monstruo al tiempo que giraba sobre sí mismo para clavar su espada casi hasta la empuñadura en el vientre de la criatura. Un líquido pegajoso empapó al maestro de armas mientras la araña se debatía en los estertores de una muerte rápida.
—Sí, este debe de ser el lugar —susurró Zak, limpiándose el rostro, sucio con los pestilentes fluidos.
A continuación, arrastró al monstruo muerto hasta el cubículo que le había servido de escondrijo, y se acurrucó a su lado, con la esperanza de que nadie hubiese advertido la breve pelea.
Por el estrépito de las armas al chocar, Zak calculó que la lucha se desarrollaba muy cerca del piso en que se hallaba. Al parecer, las defensas de la casa DeVir resistían, y los invasores no conseguían avanzar.
—Ahora, Malicia —musitó Zak, confiando en que Briza, con la que estaba unido telepáticamente, captaría su agitación—. ¡Que no sea demasiado tarde!
En la antesala de los clérigos de la casa Do’Urden, Malicia y sus subordinadas mantenían su brutal ataque telepático contra los sacerdotes de la casa DeVir. Lloth escuchaba sus plegarias con más claridad que las de sus oponentes, y otorgaba a los clérigos de la casa Do’Urden hechizos más poderosos en su combate mental. Ya habían conseguido sin muchas dificultades poner a sus enemigos a la defensiva. Una de las sacerdotisas menores en el círculo de los ocho de DeVir había resultado aplastada por las ondas mentales de Briza, y su cadáver yacía en el suelo a un palmo de los pies de la matrona Ginafae.
No obstante, el ataque había perdido impulso y la batalla parecía equilibrada. La matrona Malicia, atenazada por los dolores del parto, no podía mantener la concentración, y, sin su voz, los hechizos del círculo sacrílego se debilitaban.
Al lado de su madre, la poderosa Briza sujetaba la mano de Malicia con tanta fuerza que le había cortado la circulación, y ahora aquélla aparecía a los ojos de los demás como el único punto frío en el cuerpo de la parturienta. Briza vigilaba las contracciones y el penacho de cabellos blancos del bebé, para calcular el tiempo que faltaba para el nacimiento. La técnica de trasladar el dolor del parto a un hechizo ofensivo era algo que sólo mencionaban las leyendas y nadie lo había puesto en práctica, aunque Briza sabía que el tiempo era el factor crítico.
Susurró al oído de su madre para ayudarla a pronunciar las palabras de la salmodia mortal.
La matrona Malicia reprimió sus gemidos para transformar la agonía de su dolor en potencia ofensiva.
—Dinnen douward ma brechen tol —rezó Briza.
—¡Dinnen douward… maaa… brechen tol! —repitió Malicia, esforzándose tanto por concentrarse en medio de su dolor que sus dientes hicieron un corte en su delgado labio inferior.
La cabeza del bebé se hizo un poco más visible, y esta vez no retrocedió.
Briza se estremeció casi sin poder recordar las palabras de la salmodia. Murmuró la última estrofa al oído de la matrona, con un poco de miedo por las consecuencias.
Malicia hizo acopio de todo su valor. Percibía el cosquilleo del hechizo con tanta claridad como el dolor del parto. Para sus hijas, que la contemplaban incrédulas de pie alrededor del ídolo, semejaba una mancha roja de furia hirviente, surcada por líneas de sudor tan brillantes como el vapor del agua.
—Abec —pronunció la matrona, consciente del aumento de la presión—. Abec.
Notó el desgarro ardiente de su piel, la súbita y resbaladiza descarga a medida que pasaba la cabeza del bebé, el repentino éxtasis del nacimiento.
—¡Abec di’n’a’BREG DOUWARD! —gritó Malicia, convirtiendo toda su agonía en una última explosión de poder mágico que derribó incluso a los clérigos de su propia casa.
Transportado en el empuje de la exultación de la matrona Malicia, el duomer cayó como un rayo en la capilla, destrozó el ídolo de Lloth, convirtió las puertas dobles en un montón de hierros retorcidos y lanzó por tierra a la matrona Ginafae y a sus subordinados.
Zak sacudió la cabeza incrédulo cuando las puertas de la capilla volaron por delante de su escondite.
—¡Vaya coz, Malicia! —exclamó, con una carcajada.
Sin perder un segundo se adelantó hasta la entrada de la capilla. Utilizando la infravisión, inspeccionó el recinto a oscuras y distinguió a los siete ocupantes vivos, con sus prendas convertidas en harapos, que intentaban levantarse. Movió una vez más la cabeza, admirado por el tremendo poder de la matrona Malicia, y se cubrió el rostro con la capucha.
Un chasquido de su látigo fue su única presentación mientras estrellaba una pequeña esfera de cerámica delante de sus pies. La esfera se hizo pedazos y dejó caer un perdigón que Briza había hechizado para este tipo de situaciones, un perdigón que resplandecía con la fuerza del sol.
Para los ojos habituados a la oscuridad y capacitados para ver el espectro infrarrojo, la súbita aparición de una luz tan intensa fue como una terrible quemadura. Los gritos de dolor de las sacerdotisas ayudaron a Zak en su sistemático recorrido por la habitación. El maestro de armas sonreía complacido detrás del velo de la capucha cada vez que su espada se hundía en la carne de los drows.
Escuchó las primeras palabras de un hechizo, al otro lado de la sala, y comprendió que uno de los DeVir se había recuperado lo suficiente para llegar a ser peligroso. Zak no necesitaba de sus ojos para orientarse, y de un latigazo le arrancó la lengua a la matrona Ginafae.
Briza colocó al recién nacido sobre el lomo del ídolo araña y empuñó la daga ceremonial. Hizo una pausa para admirar el trabajo del artista que había fabricado el puñal de los sacrificios. La empuñadura reproducía el cuerpo de una araña de ocho patas cubiertas de púas diminutas a modo de pelos y dispuestas en diagonal hacia abajo para servir de cuchillas. Briza levantó el arma por encima del pecho del bebé.
—Nombra al bebé —le rogó a su madre—. ¡La reina araña no aceptará el sacrificio hasta que el bebé tenga un nombre!
La matrona Malicia bamboleó la cabeza, intentando entender las palabras de su hija. La madre matrona había consumido toda su energía mental en el momento del hechizo y el nacimiento, y ahora apenas si conservaba algo de lucidez.
—¡Nombra al bebé! —gritó Briza, ansiosa por alimentar a su deidad hambrienta.
—Se aproxima el final —le comentó Dinin a su hermano cuando se encontraron en el vestíbulo inferior de uno de los pilares más pequeños de la casa DeVir—. Rizzen está a punto de conquistar esta torre, y al parecer Zaknafein ha completado su trabajo.
—Dos pelotones de la casa DeVir se han pasado a nuestro bando —respondió Nalfein.
—Han olido la derrota —afirmó Dinin, con una carcajada—. Les da lo mismo una casa que otra. Para los plebeyos no hay ninguna causa por la que valga la pena morir. Nuestra tarea está a punto de acabar.
—Demasiado rápido para que alguien se diera cuenta de algo —dijo Nalfein—. ¡Ahora Do’Urden, Daermon N’a’shezbaernon, es la casa novena de Menzoberranzan, y malditos sean los DeVir!
—¡Cuidado! —gritó de pronto Dinin, con los ojos muy abiertos en una fingida expresión de espanto mientras miraba por encima del hombro de su hermano.
Nalfein reaccionó en el acto y se volvió para hacer frente al peligro que lo acechaba por detrás, con lo cual dio la espalda al atacante real. En la misma fracción de segundo en que Nalfein advertía la traición, la espada de Dinin le cortó la espina dorsal. Dinin apoyó la cabeza en el hombro de su hermano y apretó su mejilla contra la de Nalfein, para observar cómo la chispa roja se apagaba en sus ojos.
—Demasiado rápido para que alguien se diera cuenta de algo —se burló Dinin, repitiendo las palabras de su hermano. Se apartó del cuerpo inerte, que cayó al suelo—. ¡Ahora Dinin es el hijo mayor de la casa Do’Urden, y maldito sea Nalfein!
—Drizzt —susurró la matrona Malicia—. ¡El nombre del niño es Drizzt!
Briza apretó la empuñadura de la daga y comenzó el ritual del sacrificio.
—Reina de las arañas, toma a este niño —recitó, y levantó el puñal, lista para descargar el golpe—. Te entregamos a Drizzt Do’Urden como una ofrenda por nuestra gloriosa vic…
—¡Espera! —gritó Maya desde un costado de la habitación. Su vínculo telepático se había interrumpido bruscamente y esto sólo podía significar una cosa—. Nalfein ha muerto —anunció—. El bebé ya no es el tercer hijo vivo.
Vierna dirigió una mirada de interrogación a su hermana. En el preciso momento en que Maya percibía la muerte de Nalfein, Vierna, conectada a Dinin, notaba una fuerte conmoción emocional. ¿Alegría? Vierna frunció los labios, y se preguntó si Dinin habría conseguido cometer el fratricidio.
Briza aún sostenía la daga con forma de araña sobre el pecho del bebé, dispuesta a sacrificarlo a Lloth.
—Prometimos a la reina araña el tercer hijo vivo —le advirtió Maya—. Y hemos cumplido.
—Pero no en sacrificio —protestó Briza.
—Si Lloth aceptó a Nalfein, entonces la promesa está satisfecha —manifestó Vierna, confundida—. Entregarle otro podría provocar la ira de la reina araña.
—¡Si no le damos lo que habíamos prometido podría resultar todavía peor! —insistió Briza.
—Entonces cumple con el cometido —dijo Maya.
Briza levantó otra vez la daga y volvió a iniciar el ritual.
—Aparta tu mano —le ordenó la matrona Malicia, que se irguió en su silla—. Lloth está satisfecha. La victoria es nuestra. Dad la bienvenida a vuestro hermano, el flamante miembro de la casa Do’Urden.
—Sólo es un varón —comentó Briza, disgustada, al tiempo que se apartaba del ídolo y del bebé.
—La próxima vez lo haremos mejor —repuso Malicia, con una risita.
En su fuero interno se preguntó si habría una próxima vez. Se acercaba al final de su quinto siglo de vida, y las elfas drows no eran muy prolíficas, ni aun las jóvenes. Malicia había concebido a Briza cuando tenía cien años, pero en las cuatro centurias transcurridas desde entonces sólo había tenido otros cinco hijos. Incluso este bebé, Drizzt, había llegado como una sorpresa, y Malicia no esperaba tener más hijos.
—Basta ya de discusiones —musitó Malicia para sí misma, exhausta—. Ya habrá tiempo de sobra…
Se hundió en su silla y se sumió en un profundo y placentero sueño para soñar con nuevas cotas de poder.
Zaknafein caminó a través del pilar central de la casa DeVir, con la capucha en una mano y su látigo y la espada sujetos otra vez al cinturón. De vez en cuando se escuchaba el ruido de una refriega, que concluía casi de inmediato. La casa Do’Urden había alcanzado la victoria, la casa décima había derrotado a la cuarta, y ahora sólo faltaba eliminar las pruebas y a los testigos. Un grupo de sacerdotisas menores se ocupaba de atender a los Do’Urden heridos y de reanimar a los cadáveres que no podían curar, para que los cuerpos pudiesen alejarse por sus propios medios del escenario del crimen. Cuando estuviesen de regreso en la casa Do’Urden, los muertos que no presentaran lesiones irreversibles serían resucitados y devueltos a sus ocupaciones.
Zak se alejó, estremecido por el espectáculo, mientras las sacerdotisas iban de habitación en habitación, seguidas por una fila de zombis Do’Urden cada vez más larga.
Si la presencia de esta tropa le resultaba desagradable, mucho peor era la que la seguía. Dos sacerdotisas Do’Urden guiaban a un pelotón por el edificio, con el objetivo de descubrir por medio de sus hechizos detectores los escondites de los DeVir supervivientes. Una de las sacerdotisas se detuvo en el vestíbulo a unos pocos pasos de Zak, y, con los ojos en blanco, se concentró en las vibraciones de su hechizo. Extendió un brazo ante ella y trazó una línea en el aire, como si sus dedos fuesen una macabra vara mágica a la búsqueda de carne drow.
—¡Allí! —exclamó la mujer, señalando una sección en la base de la pared.
Los soldados se lanzaron como una manada de lobos contra la puerta secreta y la derribaron en el acto. En el pequeño escondite se acurrucaban los niños de la casa DeVir. Debido a su condición de nobles no podían dejarlos vivos.
Zak caminó deprisa para no presenciar la escena, aunque pudo escuchar con toda claridad los gritos desesperados de los niños mientras los sanguinarios soldados de Do’Urden cumplían su macabro trabajo. El maestro de armas marchaba casi a la carrera cuando al dar la vuelta en un recodo se encontró de pronto con Dinin y Rizzen.
—Nalfein está muerto —declaró Rizzen, impasible.
Zak dirigió una mirada de sospecha al segundo hijo de la casa Do’Urden.
—Maté al soldado DeVir que cometió el crimen —le aseguró Dinin, sin disimular una sonrisa presuntuosa.
Zak tenía cuatrocientos años, y conocía muy bien las costumbres de su ambiciosa raza. Los hermanos habían estado en la retaguardia, siempre separados del enemigo por una hueste de soldados Do’Urden. Cuando al fin habían entrado en los edificios, casi todas las tropas supervivientes de los DeVir se habían pasado a la casa Do’Urden. El maestro de armas habría jurado que ninguno de los hermanos había llegado a presenciar combate alguno contra los DeVir.
—Todas nuestras tropas se han enterado de la masacre en la capilla —le comentó Rizzen a Zak—. Te has comportado con la misma perfección de siempre, tal como esperábamos de ti.
Zak dirigió una mirada de desprecio a su patrón y siguió su camino, que lo llevó a través de la puerta principal hasta más allá de la oscuridad mágica y al silencio de la tenebrosa alba de Menzoberranzan. Rizzen no era más que el último de una larga lista de compañeros de la matrona Malicia. Cuando ésta decidiese dar por acabada la relación, lo relegaría otra vez a las filas de los soldados plebeyos, despojado del nombre Do’Urden y de todos los derechos que lo acompañaban, o mandaría matarlo. Zak no le debía respeto.
El maestro de armas atravesó el cerco de setas y, tras buscar el punto de observación más alto a su alcance, se dejó caer al suelo. Al cabo de unos momentos contempló, asombrado, el desfile del ejército Do’Urden: el patrón y el hijo, los soldados y las sacerdotisas, y las dos docenas de zombis, que regresaban a su casa. Habían perdido a casi todos los esclavos, y no se habían preocupado por recuperarlos, pero la columna que abandonaba la arrasada casa DeVir era más numerosa que antes. Los esclavos perdidos habían sido reemplazados por partida doble con los esclavos de la familia DeVir, y cincuenta o más soldados plebeyos de la familia vencida se habían unido voluntariamente a los agresores, algo muy habitual entre los drows. Estos traidores serían sometidos a un interrogatorio mágico por las sacerdotisas Do’Urden para comprobar su sinceridad.
Zak sabía que todos superarían la prueba. Los elfos drows eran supervivientes, y no gente de principios. Los soldados recibirían una nueva identidad y serían mantenidos en el aislamiento de la casa Do’Urden durante unos meses, hasta que nadie recordara la caída de la casa DeVir.
El maestro de armas no los acompañó. En cambio, buscó un atajo entre las setas gigantes hasta llegar a un pequeño claro, donde se acostó sobre la roca cubierta de musgo para contemplar la eterna oscuridad del techo de la caverna… y la eterna oscuridad de su existencia.
Como intruso en la zona más poderosa de la gran ciudad, lo más sensato por su parte habría sido permanecer en silencio en aquel momento. Pensó en los posibles testigos, los elfos oscuros que habían presenciado la caída de la casa DeVir, y que habían disfrutado con el espectáculo. Enfrentado a semejante comportamiento y a la carnicería de esa noche, Zak no podía contener sus emociones. Su lamento se manifestó como un ruego a un dios desconocido.
—¿Qué clase de lugar es mi mundo? ¿En qué oscuro torbellino se ha encarnado mi espíritu? —susurró furioso, manifestando la repulsa que siempre había sentido en su interior—. A la luz, veo que mi piel es negra. En la oscuridad, resplandece blanca al calor de esta furia que no puedo rechazar.
»Ojalá tuviese el coraje de dejar este lugar o esta vida, o de enfrentarme abiertamente contra la maldad que es este mundo, el de mi gente. El coraje de buscar una existencia que no esté en contra de mis creencias, sino regida por aquello que tengo por verdadero.
»Zaknafein Do’Urden es mi nombre, y sin embargo no soy un drow, ni por nacimiento ni por adopción. Dejemos que descubran el ser que soy. Dejemos que descarguen sus vituperios sobre estos viejos hombros que ya no soportan la carga del desconsuelo de Menzoberranzan.
Sin hacer caso de las consecuencias, el maestro de armas se irguió en toda su estatura para lanzar su pregunta a los cuatro vientos.
—Menzoberranzan, ¿qué demonios eres? —gritó.
Después, cuando no llegó ninguna respuesta de la ciudad en silencio, Zak flexionó sus cansados músculos para eliminar los restos del frío mágico de Briza. Palmeó el látigo sujeto a su cinturón, y lo consoló recordar que el arma le había permitido cortarle la lengua a una madre matrona.