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Promesas de gloria

Has encontrado el rastro? —susurró Drizzt, en cuanto llegó al lado de la gran pantera. Palmeó a Guenhwyvar en el flanco y supo por la relajación de los músculos del felino que no había ningún peligro cerca.

»Entonces, se han ido —añadió el joven, con la mirada puesta en el largo pasillo desierto que tenía delante—. «Enanos malvados», los llamó mi hermano cuando encontramos las huellas junto al estanque. Malvados y estúpidos. —Envainando la cimitarra, se puso en cuclillas junto a la pantera y le apoyó un brazo en el lomo—. Sin embargo, son lo bastante listos como para eludir a nuestra patrulla.

El felino lo miró como si pudiese comprender cada una de sus palabras, y Drizzt frotó su mano con fuerza contra la cabeza de Guenhwyvar, su mejor amiga. Drizzt recordaba con toda claridad su entusiasmo cuando, un día de la semana anterior, Dinin había anunciado —para gran enfado de Masoj Hun’ett— que Guenhwyvar acompañaría al joven al frente de la patrulla.

«¡La pantera es mía!», le había recordado Masoj a Dinin.

«¡Y tú me perteneces!», había respondido Dinin, el jefe de la patrulla, sin dar lugar a más discusiones. Cada vez que la magia de la estatuilla lo permitía, Masoj llamaba a Guenhwyvar desde el plano astral y ordenaba a la pantera que se uniera a Drizzt, cosa que además de aumentar la seguridad del joven le permitía gozar de la compañía de la magnífica bestia.

Drizzt sabía por las manchas de calor en la pared que había rebasado los límites de la ruta que debía vigilar, y que ahora se encontraba bastante lejos de la patrulla. Confiando en que él y Guenhwyvar podían cuidar de sí mismos, y con los demás muy atrás, decidió descansar y disfrutar de la espera. Estos minutos de soledad le daban el tiempo que necesitaba para reflexionar sobre sus emociones en conflicto. Guenhwyvar, que parecía estar siempre de acuerdo, resultaba el público perfecto cuando pensaba en voz alta.

—Comienzo a preguntarme el valor de todo esto —le susurró al felino—. No pongo en duda la utilidad de estas misiones (esta misma semana, hemos derrotado a una docena de monstruos que podrían haber provocado grandes daños en la ciudad), pero ¿para qué?

Miró los grandes ojos de la pantera y encontró solidaridad en la mirada. El joven comprendió que de alguna manera Guenhwyvar entendía su dilema.

—Quizá todavía no sé quién soy —murmuró Drizzt—, o lo que es mi gente. Cada vez que encuentro una pista hacia la verdad, me conduce a una senda que no me atrevo a seguir, a conclusiones que no puedo aceptar.

—Tú eres un drow —respondió alguien detrás de la pareja.

Drizzt se volvió bruscamente y descubrió a Dinin, que, a unos pasos de distancia, lo miraba con gran preocupación.

—Los enanos han conseguido situarse fuera de nuestro alcance —dijo Drizzt, en un intento de desviar la atención de su hermano.

—¿Aún no has comprendido lo que significa ser un drow? —preguntó Dinin—. ¿Todavía no has llegado a entender el curso de nuestra historia y las promesas de nuestro futuro?

—Sé de nuestra historia lo que nos enseñaron en la Academia —contestó Drizzt—. Fueron las primeras lecciones que recibimos. En cambio, sé poco o nada del futuro y quisiera saber más cosas del lugar donde vivimos.

—Conoces a nuestros enemigos —lo animó Dinin.

—Sé que son innumerables —repuso Drizzt con un sonoro suspiro—. Llenan los rincones de la Antípoda Oscura, siempre atentos a que bajemos la guardia. No lo haremos, y nuestros enemigos caerán ante nuestras armas.

—Ah, pero los verdaderos enemigos no viven en las oscuras cavernas de nuestro mundo —señaló Dinin con una sonrisa taimada—. El suyo es un mundo extraño y malvado.

Drizzt comprendió a quién se refería su hermano aunque sospechaba que le ocultaba alguna cosa.

—Los elfos de la superficie —susurró Drizzt, y el nombre estimuló en su interior un cúmulo de emociones encontradas.

Desde que tenía uso de razón, le habían hablado de la maldad de sus primos, de cómo habían obligado a los drows a refugiarse en las entrañas del mundo. Ocupado en las tareas de cada día, Drizzt no había tenido tiempo para pensar mucho en ellos; pero cada vez que los recordaba, lo hacía para utilizar su nombre como una letanía contra todo aquello que odiaba en la vida. Si Drizzt podía culpar a los elfos de la superficie —tal como parecían hacer todos los demás drows— por las injusticias de la oscuridad drow, entonces le resultaba más fácil tener esperanzas en el futuro de su gente. Desde el punto de vista de la razón, Drizzt tenía que descartar las leyendas heroicas de la guerra entre los elfos como otra de la interminable serie de patrañas que le habían enseñado, pero en lo más íntimo se aferraba desesperadamente a aquellas historias. Miró a Dinin.

—Los elfos de la superficie —repitió el joven—, sean lo que sean.

Dinin festejó con una carcajada el implacable sarcasmo del hermano menor. Se había convertido en algo habitual.

—Son tal como te han enseñado —le aseguró a Drizzt—. No tienen ningún mérito y son más viles de lo que podemos llegar a imaginar; los verdugos de nuestro pueblo, que nos expulsaron de la superficie hace miles de años, que nos forzaron…

—Conozco los relatos —lo interrumpió Drizzt, alarmado por el volumen cada vez más alto de la voz del hermano. El joven echó un vistazo por encima del hombro—. Si hemos acabado nuestro recorrido, vamos a reunimos con los demás que nos esperan más cerca de la ciudad. Este lugar es demasiado peligroso y poco apropiado para charlar.

Se puso de pie y emprendió el camino de regreso escoltado por Guenhwyvar.

—No tanto como el lugar al que muy pronto te conduciré —replicó Dinin con la misma sonrisa taimada.

Drizzt se detuvo y lo miró, intrigado.

—Pienso que deberías saberlo —bromeó Dinin—. Hemos sido seleccionados por ser la mejor de todas las patrullas, y tú has tenido mucho que ver en ello.

—¿Elegidos para qué?

—Dentro de una quincena, saldremos de Menzoberranzan —explicó Dinin—. Nuestro viaje será muy largo y nos llevará a muchos kilómetros de la ciudad.

—¿Cuánto durará?

—Dos semanas, quizá tres —contestó Dinin—, pero valdrá la pena. Nosotros, mi joven hermano, seremos los que ejecutaremos parte de la venganza contra nuestros más odiados enemigos, los que asestaremos un golpe glorioso en nombre de la reina araña.

Drizzt pensó que había entendido correctamente aunque la idea le parecía demasiado atrevida como para ser cierta.

—¡Los elfos! —exclamó Dinin, radiante—. ¡Nos han elegido para una incursión en la superficie!

Drizzt no se mostró tan entusiasmado como el hermano, poco seguro de las implicaciones de la misión. Por fin tendría la oportunidad de ver a los elfos de la superficie y de enfrentarse a la verdad que anhelaba descubrir. No obstante, algo mucho más real para Drizzt —las desilusiones que había sufrido a lo largo de los años— moderaba su entusiasmo y le recordaba que, si bien la realidad de los elfos podía servir de excusa al mundo oscuro de su gente, también podía arrebatarle algo más importante. No sabía cuál sería el resultado.

—La superficie —murmuró Alton—. Mi hermana estuvo allí, en una incursión. Una experiencia maravillosa, según dijo. —Miró a Masoj, sin saber muy bien cómo interpretar la expresión afligida del joven Hun’ett—. Ahora tu patrulla hará el viaje. Te envidio.

—Yo no voy —declaró Masoj.

—¿Por qué? —exclamó Alton—. Ésta es una ocasión única. Menzoberranzan… para gran enfado de Lloth, estoy seguro… no ha hecho ni una sola incursión en la superficie desde hace dos décadas. Quizá transcurran otros veinte años antes de la próxima, y para aquel entonces tú no estarás en las patrullas.

Masoj miró a través de la pequeña ventana de la habitación de Alton en la casa Hun’ett, y observó el panorama.

—Además —continuó Alton en voz baja—, allá arriba, tan lejos de miradas curiosas, quizá tengas la oportunidad de acabar con dos Do’Urden. ¿Por qué no puedes ir?

—¿Has olvidado la disposición adoptada con tu voto favorable? —preguntó Masoj, que se volvió para enfrentarse a Alton con aire acusador—. ¡Hace veinte años los maestros de Sorcere decidieron que ningún mago podía acercarse a la superficie!

—Tienes razón —reconoció Alton, al recordar la reunión. Los años pasados en Sorcere le parecían muy lejanos a pesar de que sólo llevaba unas pocas semanas en la casa Hun’ett—. Llegamos a la conclusión de que la magia drow podía tener un comportamiento diferente…, inesperado, a cielo abierto —explicó—. En aquella incursión realizada hace veinte años…

—Conozco la historia —gruñó Masoj, y acabó la frase por Alton—: La bola de fuego lanzada por un mago superó sus dimensiones normales y mató a varios drows. Los maestros lo calificaron de efectos secundarios peligrosos, aunque creo que el mago aprovechó para liquidar a algunos de sus enemigos con la excusa de un accidente.

—Sí —asintió Alton—. Es lo que dijeron los rumores. De todos modos, ante la falta de pruebas… —Se interrumpió al ver que las palabras no consolaban a Masoj—. Ocurrió hace mucho tiempo —dijo, en un intento de darle un motivo de esperanza—. ¿No puedes presentar un recurso?

—No vale la pena —respondió Masoj—. Las cosas en Menzoberranzan se mueven con mucha lentitud. Incluso dudo que los maestros hayan comenzado a investigar aquel episodio.

—Una verdadera lástima —opinó Alton—. Habría sido una oportunidad magnífica.

—¡Basta ya! —le reprochó Masoj—. La matrona SiNafay no me ha ordenado matar a Drizzt Do’Urden o al hermano. Ya te han advertido que guardes tus deseos personales para ti mismo. Cuando la matrona dé la orden, no fracasaré. Las oportunidades pueden crearse.

—Hablas como si ya supieras cómo morirá Drizzt Do’Urden —dijo Alton.

Una sonrisa apareció en el rostro de Masoj mientras metía una mano en el bolsillo de su túnica y sacaba una figurilla de ónice, su esclavo mágico, que el tonto de Drizzt apreciaba de todo corazón.

—Claro que sí —contestó, arrojando la estatuilla de Guenhwyvar al aire para después cogerla y mostrársela a DeVir—. Lo sé.

Los miembros del grupo escogido no tardaron en comprender que no se trataba de una misión ordinaria. Durante la semana siguiente, no salieron a recorrer los túneles de Menzoberranzan. En cambio permanecieron encerrados, día y noche, en una de las barracas de Melee-Magthere. Prácticamente durante casi todas las horas que estaban despiertos, los incursores rodeaban una mesa oval en la sala de conferencias, escuchando los detalles de los planes para la próxima aventura, y, una y otra vez, el maestro Hatch’net, el profesor de historia, repetía las historias referentes a la maldad de los elfos.

Drizzt las escuchaba atentamente, y se obligaba a sí mismo a dejarse llevar por el efecto hipnótico de las afirmaciones de Hatch’net. Las historias debían ser auténticas porque, si no lo eran, él ya no tendría ningún punto de referencia para preservar sus principios.

Dinin se ocupaba de los preparativos tácticos. Les enseñaba mapas de los largos túneles que el grupo recorrería y explicaba cada detalle hasta que todos aprendieron de memoria la ruta que seguirían.

Estas clases también concitaban la atención de los guerreros —excepto la de Drizzt— y tenían que hacer grandes esfuerzos para no estallar en una ovación. A medida que la semana de preparativos llegaba a su fin, Drizzt observó que uno de los miembros de la patrulla no había asistido a ninguna de las clases. Al principio pensó que Masoj estudiaba su cometido en la incursión con los maestros de Sorcere. Sin embargo, al ver que se agotaba el tiempo y los planes de batalla eran suficientemente conocidos por todos, comprendió que Masoj no formaría parte de la expedición.

—¿Dónde está nuestro mago? —se atrevió a preguntar al final de una de las clases.

Dinin, disgustado por la interrupción, miró furioso a su hermano.

—Masoj no vendrá con nosotros —respondió, consciente de que los demás podrían ahora compartir la preocupación de Drizzt, cosa muy poco apropiada en estos momentos críticos.

—Sorcere ha dispuesto que ningún mago salga a la superficie —explicó el maestro Hatch’net—. Masoj Hun’ett esperará vuestro regreso en la ciudad. Desde luego es una gran pérdida para todos vosotros, porque Masoj ha demostrado su valía en numerosas ocasiones. De todos modos, no tenéis motivos para preocuparos: una sacerdotisa de Arach-Tinilith irá con vosotros.

—¿Y qué hay…? —comenzó a decir Drizzt por encima del murmullo de aprobación de los compañeros.

Dinin interrumpió al joven porque había adivinado cuál era su pregunta.

—El felino pertenece a Masoj —declaró, tajante—. La bestia no viene.

—Yo podría hablar con Masoj —ofreció Drizzt.

La severa mirada de Dinin respondió al ofrecimiento sin necesidad de palabras.

—Nuestras tácticas serán diferentes en la superficie —le explicó a todo el grupo, acallando los comentarios—. La superficie es un mundo de distancias sin ninguna relación con los rincones y recovecos de nuestros túneles. Una vez divisado el enemigo, nuestra tarea será rodearlo, acortar las distancias. —Miró directamente a su hermano—. No nos hace falta un explorador, y, en este tipo de combate, un felino belicoso puede ser más un trastorno que una ayuda.

Drizzt se tuvo que conformar con la respuesta. Discutir no habría servido de nada, aun cuando hubiese podido convencer a Masoj de que lo dejase llevar la pantera, cosa que sabía imposible. Se forzó a controlar sus deseos y prestó atención a las palabras de Dinin. Este iba a ser el mayor desafío de la vida de Drizzt, y el mayor peligro.

Durante los dos últimos días, cuando no hacían otra cosa que pensar en el plan de batalla, Drizzt descubrió que cada vez estaba más inquieto. El nerviosismo le hacía sudar las palmas, y su mirada permanecía atenta a todo.

A pesar de la desilusión por no poder llevar a Guenhwyvar, Drizzt no negaba la excitación que sentía. Ésta era la aventura que siempre había deseado, la posibilidad de conseguir la respuesta a las preguntas sobre las creencias de su gente. Allá, en la inmensidad de aquel mundo ajeno, vivían los elfos de la superficie, la pesadilla invisible que se había convertido en el enemigo común y, en consecuencia, el vínculo que unía a los drows. Drizzt descubriría la gloria de la batalla, conseguiría la venganza contra los enemigos más odiados por su raza. Hasta ahora, Drizzt había combatido por necesidad, en los gimnasios o contra los monstruos estúpidos que se aventuraban demasiado cerca de su hogar.

El joven sabía que este encuentro sería diferente. Esta vez sus estocadas y mandobles tendrían la fuerza de emociones más profundas, estarían guiadas por el honor de su gente, por el valor colectivo y la decisión de golpear a sus opresores. No podía creer otra cosa.

La noche anterior a la partida, Drizzt se acostó en el camastro y realizó algunos ejercicios con las cimitarras.

—Esta vez —le susurró a los aceros mientras se maravillaba de los intrincados movimientos incluso a tan poca velocidad—. ¡Esta vez vuestro tintineo será un canto a la justicia!

Colocó las cimitarras en el suelo junto a su lecho y se puso de costado dispuesto a dormir.

—Esta vez —musitó una vez más casi sin mover los labios y con un brillo de decisión en los ojos.

¿Sus proclamas eran ciertas o sólo una manifestación de esperanza? Drizzt había descartado la pregunta la primera vez que la formuló porque ya no podía plantearse más dudas. Había dejado de pensar en la posibilidad de una nueva desilusión. No era propio del corazón de un guerrero drow.

A Dinin, en cambio, que observaba a Drizzt desde las sombras del portal, le sonó como si el hermano menor intentara convencerse de la verdad de sus propias palabras.