17
Bienvenido al hogar

Drizzt se graduó —oficialmente— en la fecha fijada y con los más altos honores. Quizá la matrona Malicia había hecho los comentarios adecuados a los oídos de las más altas instancias, para quitar hierro a las indiscreciones de su hijo, pero Drizzt sospechaba que ninguno de los presentes en la ceremonia de graduación recordaba siquiera que se había marchado.

Atravesó el portón decorado de la casa Do’Urden, seguido por la mirada de los soldados, y caminó hasta situarse debajo del balcón.

—He vuelto a mi hogar —musitó—, si es que a esto se lo puede llamar así.

Después de lo sucedido en el cubil de las drarañas, Drizzt se preguntó si alguna vez podría volver a pensar en la casa Do’Urden como su hogar. La matrona Malicia lo esperaba, y él no se había atrevido a llegar tarde.

—Me alegra verte otra vez en casa —lo saludó Briza cuando lo vio levitar hasta la balaustrada.

Drizzt pasó con cautela a través de la arcada y avanzó hacia su hermana mayor, mientras intentaba hacerse una idea más concreta del entorno. Su hermana lo había denominado hogar, pero Drizzt encontraba tan extraña la casa Do’Urden como la Academia en el primer día de estudiante. Diez años no era un período largo en los siglos de vida de un elfo oscuro, pero en su caso era algo más que una década de ausencia lo que lo separaba de este lugar.

Maya se unió a ellos en el gran pasillo que conducía a la antesala de la capilla.

—Mis saludos, príncipe Drizzt —dijo, en un tono que el joven fue incapaz de descubrir si era sarcástico o no—. Nos hemos enterado de los honores que has conseguido en Melee-Magthere. Tus logros enorgullecen a la casa Do’Urden. —A pesar de sus palabras, esta vez Maya fue incapaz de contener una carcajada de desprecio cuando añadió—: Me alegra ver que no has acabado comido por una draraña.

La mirada de Drizzt borró la sonrisa de los labios de Maya.

Las dos hermanas intercambiaron una mirada de preocupación. Sabían el castigo impuesto por Vierna a su hermano menor, y también la amenaza de la matrona Malicia de convertirlo en draraña si no respondía a las expectativas puestas en él. Las dos acercaron las manos a sus látigos de cabezas de serpiente, atentas a la reacción del joven al que tenían por alocado y díscolo.

No eran la matrona Malicia o las hermanas de Drizzt las que ahora obligaban al joven a meditar cada paso que daba. Era consciente de su posición respecto a su madre y sabía qué debía hacer para apaciguarla. No obstante, había otro miembro de la familia que provocaba el desconcierto y la cólera de Drizzt. De todos sus parientes, sólo Zaknafein simulaba ser lo que no era. Mientras caminaba hacia la capilla, observó atentamente cada uno de los pasillos laterales, preguntándose si Zak aparecería en algún momento.

—¿Cuándo te unirás a la patrulla? —inquirió Maya.

La pregunta sacó a Drizzt de su ensimismamiento.

—Dentro de dos días —contestó Drizzt, ausente, sin dejar de vigilar los pasillos.

Llegó a la puerta de la antesala sin haber visto a Zak. Quizás el maestro de armas se encontraba en el interior junto a Malicia.

—Estamos al corriente de tus indiscreciones —declaró Briza bruscamente en un tono desabrido, en el momento en que sujetaba el picaporte.

El joven no se sorprendió ante el estallido. Comenzaba a prever estos cambios súbitos en la gran sacerdotisa de la reina araña.

—¿Por qué no te limitaste a disfrutar de los placeres de la ceremonia? —añadió Maya—. Hemos tenido suerte de que las damas y la matrona de la Academia estuviesen tan ocupadas en su propia satisfacción como para no advertir tus movimientos. ¡Habrías avergonzado a toda nuestra casa!

—Incluso podrías haber hecho que la matrona Malicia perdiera el favor de Lloth —se apresuró a señalar Briza.

«Ojalá hubiese sido así», pensó Drizzt.

De inmediato apartó la idea de su mente al recordar la capacidad de Briza para leer los pensamientos ajenos.

—Sólo podemos rogar para que tal desgracia no caiga sobre nosotras —le comentó Maya a su hermana con tono severo—. Los rumores de guerra son cada vez más insistentes.

—He aprendido cuál es mi sitio —afirmó Drizzt. Hizo una reverencia—. Os ruego vuestro perdón, hermanas, y sabed que la verdad del mundo drow aparece cada vez más clara ante mis inexpertos ojos. Nunca más haré nada que pueda desilusionar a la casa Do’Urden.

Tan contentas se mostraron las hermanas con la declaración que pasaron por alto la ambigüedad de las palabras de Drizzt. Poco dispuesto a abusar de su suerte, el joven pasó junto a ellas y cruzó la puerta. Observó con alivio que Zaknafein no estaba presente.

—¡Alabada sea la reina araña! —gritó Briza a sus espaldas.

Drizzt se detuvo y se dio media vuelta para enfrentarse a la mirada de su hermana.

—Como debe ser —murmuró, haciendo una nueva reverencia.

Oculto entre las sombras y desde unos metros de distancia, Zak había vigilado cada uno de los movimientos de Drizzt, en un intento por valorar los efectos que una década en la Academia habían tenido en el joven guerrero.

Advirtió que había desaparecido la sonrisa que habitualmente iluminaba sus facciones, y supuso que también debía de haber desaparecido la inocencia que había mantenido a su alumno como un ser aparte del resto de Menzoberranzan.

Zak se apoyó desconsolado contra la pared de un pasillo lateral. Había escuchado sólo retazos de la conversación mantenida delante de la puerta de la antesala. Sobre todo había escuchado con toda claridad la conformidad de Drizzt con las alabanzas a Lloth pronunciadas por Briza.

«¿Qué he hecho?», se preguntó el maestro de armas.

Se asomó un segundo para espiar por el pasillo principal, pero la puerta de la antesala estaba cerrada.

«Es cierto que cuando miro al drow… ¡al guerrero drow!… que era mi más apreciado tesoro, me avergüenzo de mi cobardía —se lamentó Zak—. ¿Qué ha perdido Drizzt que quizá yo podría haber salvado?»

Desenfundó la espada y pasó la yema de los dedos por el acero, afilado como una navaja.

«Habrías sido mucho mejor espada de haber probado la sangre de Drizzt Do’Urden —pensó—, para negarlo a este mundo, nuestro mundo, el sacrificio de su inocencia, para al menos librarlo de los interminables tormentos de la vida».

Tocó el suelo con la punta de la espada.

—Pero soy un cobarde —susurró—. He fracasado en el único acto que podría haber dado sentido a mi miserable existencia. Por lo que se ve, el segundo hijo de la casa Do’Urden vive, pero Drizzt Do’Urden, mi discípulo, murió hace mucho tiempo. —Zak volvió a mirar el sitio donde había estado Drizzt y de pronto su rostro se retorció en una mueca—. Sin embargo, el impostor vive.

¡Un guerrero drow!

La espada del maestro de armas cayó al suelo mientras Zak hundía la cabeza en las palmas de sus manos, el único escudo que Zaknafein Do’Urden había encontrado a lo largo de toda su vida.

Drizzt dedicó gran parte del día siguiente al descanso. Se encerró en su habitación para no tener que encontrarse con los otros miembros de la familia. Malicia lo había despachado sin dirigirle la palabra en su primer encuentro, pero Drizzt no quería enfrentarse otra vez con su madre. Tampoco tenía mucho que decirles a Briza y a Maya, preocupado porque tarde o temprano acabaran por captar las verdaderas connotaciones de sus respuestas blasfemas. Y sobre todo Drizzt no quería ver a Zaknafein, el maestro al que una vez había considerado como la salvación ante la terrible realidad del entorno, la única luz resplandeciente en la oscuridad que era Menzoberranzan.

Ésta también, creía Drizzt, había sido sólo una mentira.

En su segundo día en la casa, cuando Narbondel, el reloj de la ciudad, había comenzado su ciclo de luz, se abrió la puerta de la pequeña habitación de Drizzt y entró Briza.

—Una audiencia con la matrona Malicia —anunció, desabrida.

Un millar de pensamientos desfilaron por la mente de Drizzt mientras recogía las botas y seguía a la hermana mayor por los pasillos que conducían a la capilla. ¿Acaso Malicia y los demás habían descubierto la verdad de sus sentimientos hacia la malvada diosa? ¿Qué nuevos castigos le esperaban? Casi sin darse cuenta dirigió una mirada de desconfianza a las arañas esculpidas en el arco de la entrada a la capilla.

—Tendrías que sentirte más a gusto y relajado en este lugar —le reprochó Briza al ver su inquietud—. Es el lugar que encarna las mayores glorias de nuestra gente.

Drizzt bajó la mirada y no respondió.

Incluso tuvo mucho cuidado en no pensar en ninguna de las cáusticas respuestas que albergaba en el corazón.

Su desconcierto fue todavía mayor cuando entraron en la capilla, porque además de la presencia de Rizzen, Maya y Zaknafein junto al trono de la matrona Malicia, también se encontraban presentes Dinin y Vierna.

—De rodillas —ordenó Malicia.

Toda la familia obedeció la orden. La madre matrona se paseó lentamente entre ellos, y todos miraron al suelo en un gesto de reverencia, o quizás únicamente de sentido común, mientras pasaba la gran dama. Malicia se detuvo cuando llegó junto a Drizzt.

—Te desconcierta la presencia de Dinin y Vierna —dijo. Drizzt la miró—. ¿Todavía no comprendes la sutileza de los métodos para nuestra supervivencia?

—Creía que mis hermanos tenían que permanecer en la Academia —se disculpó Drizzt.

—Eso no nos daría ninguna ventaja —replicó Malicia.

—¿Acaso tener a una gran sacerdotisa y a un maestro en la Academia no da poder a la casa? —se atrevió a preguntar Drizzt.

—Efectivamente —contestó Malicia—, pero divide el poder. ¿Has oído los rumores que hablan de una guerra?

—He escuchado algunas insinuaciones al respecto —dijo Drizzt, con la mirada puesta en Vierna—, aunque nada más concreto.

—¿Insinuaciones? —bufó Malicia, enfadada porque su hijo no entendía la gravedad de la situación—. ¡Es mucho más de lo que oyen la mayoría de las casas antes de que caiga la espada! —Dio media vuelta y se dirigió a todo el grupo—. Los rumores son ciertos.

—¿Quién? —inquirió Briza—. ¿Qué casa conspira contra la casa Do’Urden?

—Ninguna inferior a la nuestra —contestó Dinin, aunque la pregunta no iba dirigida a él y tampoco tenía autorización para hablar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó la madre matrona, que dejó pasar la indiscreción.

Malicia comprendía el valor de Dinin y sabía que sus aportes a la discusión podían ser importantes.

—Somos la casa novena de la ciudad —razonó Dinin—, pero entre nosotros hay cuatro grandes sacerdotisas, dos de ellas antiguas maestras de Arach-Tinilith. —Miró a Zak—. También tenemos dos viejos maestros de Melee-Magthere, y a Drizzt, que mereció las más altas calificaciones de la escuela de guerreros. Nuestros soldados rondan los cuatrocientos, todos ellos expertos y fogueados en el combate. Muy pocas casas pueden decir lo mismo.

—Ve al grano —le pidió Briza, impaciente.

—Somos la casa novena —contestó Dinin, con una carcajada—. Pero muy pocas de las que hay por encima nuestro pueden derrotarnos…

—Y ninguna de las inferiores —acabó la matrona Malicia por él—. Tienes buen juicio, hijo mayor. He llegado a las mismas conclusiones.

—Una de las grandes casas teme a la casa Do’Urden —intervino Vierna—. Necesita eliminarnos para proteger su propia posición.

—Es lo que creo —afirmó Malicia—. Una práctica poco habitual, porque las guerras entre familias son iniciadas por las casas inferiores que buscan elevar su posición dentro de la jerarquía de la ciudad.

—Entonces debemos tener mucho cuidado —opinó Briza.

Drizzt escuchaba muy atento la conversación, intentando descubrir su sentido. Su mirada no se apartaba de Zaknafein, que permanecía impasible. ¿Qué pensaría el rudo maestro de armas de todo esto?, se preguntó el joven. ¿Lo entusiasmaba el comienzo de una nueva guerra? ¿Esperaba con ansias poder matar a más elfos oscuros?

Zak no daba ninguna muestra de sus pensamientos. Seguía arrodillado en silencio y, a juzgar por las apariencias, ni siquiera seguía la conversación.

—No puede ser Baenre —dijo Briza, en un tono que parecía buscar la confirmación de los demás—. No es posible que representemos una amenaza para ellos.

—Ojalá tengas razón —replicó Malicia muy seria al recordar con toda claridad su visita a la casa regente—. Lo más probable es que sea una de las casas débiles por encima de la nuestra, preocupada por la inseguridad de su posición. Todavía no he podido conseguir una información precisa contra ninguna en particular, así que debemos estar preparados para lo peor. Ésta es la razón por la que he ordenado el regreso de Vierna y Dinin.

—Si descubrimos quiénes son nuestros enemigos… —intervino Drizzt de pronto.

Todas las miradas se centraron en él. Ya era bastante grave que el hijo mayor hablara sin autorización, pero que el segundo hijo, recién salido de la Academia, hiciera lo mismo podía considerarse como una blasfemia.

Dispuesta a escuchar todas las opiniones, la matrona Malicia pasó por alto la falta.

—Continúa —ordenó.

—Si descubrimos cuál es la casa que intriga contra nosotros —prosiguió Drizzt—, ¿no podríamos denunciarlos?

—¿Con qué fin? —protestó Briza—. El hecho de conspirar no es un crimen en sí mismo. Tiene que haber una concreción material.

—¿Y si utilizamos la disuasión? —insistió Drizzt, sin hacer caso de las miradas incrédulas de todos los presentes, excepto Zak—. Si somos los más fuertes, entonces dejemos que se rindan sin necesidad de una guerra. Que la casa Do’Urden asuma el rango que se merece y que desaparezca el motivo de conflicto con la casa más débil.

Malicia sujetó a Drizzt por la pechera de su capa y lo levantó en el aire como si fuese un muñeco.

—¡Por esta vez perdonaré tus estupideces! —gruñó.

Abrió la mano y lo dejó caer al suelo mientras sus hermanos lo observaban con auténtico desprecio.

Una vez más, la expresión de Zak era distinta de la de los otros presentes en la antesala de la capilla. El maestro de armas acercó una mano a la boca para disimular una sonrisa. Quizás aún quedaba algo del Drizzt Do’Urden que había conocido. Quizá la Academia no había podido destruir el espíritu del joven guerrero.

Malicia se volvió hacia el resto de la familia, con una mirada iluminada por el fuego de la furia, la ambición y la codicia.

—¡Éste no es el momento de tener miedo! —gritó, señalando con uno de sus delgados dedos puesto a la altura del rostro—. ¡Éste es el momento de soñar! Somos la casa Do’Urden, Daermon N’a’shezbaernon, con un poder más allá de la comprensión de las grandes casas. Somos el arma secreta de esta guerra. ¡Tenemos todas las ventajas!

»¿Casa novena? —añadió con una risotada—. ¡Dentro de muy poco sólo habrá siete casas delante de nosotros!

—¿Qué hay de la patrulla? —quiso saber Briza—. ¿Dejaremos que el segundo hijo vaya solo, expuesto al peligro?

—La patrulla es el primer paso de nuestra ventaja —explicó la astuta matrona—. Drizzt cumplirá con el servicio, e incluidos en su grupo habrá al menos un representante de cuatro de las casas que están por encima de nosotros.

—Cualquiera de ellos podría atacarlo —opinó Briza.

—No —la tranquilizó Malicia—. Nuestros enemigos en la guerra en ciernes no se descubrirán con tanta claridad; todavía no. El asesino tendría que derrotar a dos Do’Urden para conseguir su propósito.

—¿Dos? —preguntó Vierna.

—Una vez más, Lloth nos ha dispensado su favor —explicó Malicia—. Dinin dirigirá la patrulla de Drizzt.

—Entonces Drizzt y yo podríamos convertirnos en los asesinos de este conflicto —exclamó Dinin, con el rostro encendido por el entusiasmo.

Estas palabras borraron la sonrisa de la madre matrona.

—No atacarás sin mi consentimiento —le advirtió en un tono tan helado que Dinin comprendió claramente las consecuencias si lo desobedecía—, como has hecho en el pasado.

Drizzt no pasó por alto la referencia a Nalfein, el hermano asesinado. ¡Su madre lo sabía! Malicia no había hecho nada para castigar al hijo asesino. Ahora le tocó a Drizzt llevar una mano al rostro para esconder una expresión de horror que sólo habría servido para crearle más problemas.

—Irás allí a aprender —añadió Malicia—, para proteger a tu hermano, de la misma manera que Drizzt te protegerá a ti. No podemos perder la ventaja por conseguir una sola muerte. —Una sonrisa malvada apareció en su ebúrneo rostro—. Pero si os enteráis de quién es vuestro enemigo…

—Si surge la oportunidad adecuada… —concluyó Briza, que había adivinado los malvados pensamientos de la madre, con una sonrisa cruel.

Malicia dirigió a la hija mayor una sonrisa de felicitación. ¡Briza podía ser una magnífica sucesora de su posición en la casa!

También Dinin exhibió una sonrisa lasciva. Nada complacía más al hijo mayor de la casa Do’Urden que la posibilidad de cometer un asesinato.

—Ha llegado el momento de ponerse en marcha —dijo Malicia—. Recordad que la mirada del enemigo está puesta en nosotros. Vigilan cada uno de nuestros movimientos y sólo esperan el momento de atacar.

Como siempre, Zak fue el primero en salir de la capilla, esta vez con más viveza en el paso. No era la perspectiva de librar otra batalla la que guiaba sus movimientos, aunque lo complacía la idea de poder matar a más sacerdotisas de Lloth. La esperanza había revivido en el pecho del maestro de armas al ver las muestras de ingenuidad de Drizzt, su interpretación errónea de la sociedad drow.

Drizzt observó la salida de Zak, convencido de que la elasticidad en el paso reflejaba sus ansias de muerte. El joven no sabía si seguir al maestro de armas y enfrentarse a él de una vez por todas o dejar pasar la ocasión y borrarlo de su mente como había hecho con la mayoría de las crueldades que lo rodeaban en este mundo. La matrona Malicia tomó la decisión por él cuando se interpuso en su camino y lo retuvo en la capilla.

—A ti sólo te diré esto —manifestó en cuanto salieron los demás—. Has escuchado la misión que he puesto en tus hombros. ¡No toleraré más fracasos!

Drizzt se encogió ante el poder de la voz.

—Protege a tu hermano —le advirtió—, o te entregaré a Lloth para que te castigue como crea conveniente.

Drizzt comprendió las implicaciones y, aunque no era necesario, la matrona se complació en deletreárselas.

—No disfrutarás de tu vida de draraña.

Un rayo recorrió las negras aguas de la superficie del lago subterráneo, y calcinó las cabezas de los trolls acuáticos. Los ruidos del combate resonaban en la caverna.

Drizzt tenía a uno de los monstruos —los llamados pellejudos— atrapado en una pequeña península y le impedía que pudiese regresar al agua. Normalmente, un solo drow enfrentado mano a mano a un troll acuático no tenía ninguna ventaja, pero como habían podido aprender los demás integrantes de la patrulla en las últimas semanas, Drizzt no tenía nada de normal.

El pellejudo avanzó, sin darse cuenta del peligro. Un velocísimo golpe de las cimitarras de Drizzt cortó los brazos de la criatura, y el joven se adelantó para rematarla, conocedor de los poderes regenerativos de los trolls.

Entonces otro pellejudo salió del agua, detrás de él.

Drizzt había esperado la maniobra y no dio ninguna señal de haber visto al segundo troll. Mantuvo la concentración en su adversario y continuó descargando golpes contra el inerme tronco del pellejudo.

En el momento en que el monstruo a sus espaldas se disponía a clavarle las garras, Drizzt se dejó caer de rodillas.

—¡Ahora! —gritó.

La pantera oculta, agazapada en las sombras en la base de la península, no vaciló. En un primer salto se puso en posición, y con el segundo voló por el aire, aterrizó sobre el desprevenido pellejudo y le arrancó la vida sin darle tiempo de responder al ataque.

Drizzt acabó de rematar a su troll y se volvió para admirar el trabajo de la pantera. Extendió una mano, y el enorme felino frotó el morro contra la palma.

«¡Qué bien hemos llegado a conocernos!», pensó el joven.

Se oyó el trueno de otro rayo, éste lo bastante cerca como para cegar a Drizzt durante unos segundos.

—¡Guenhwyvar! —gritó Masoj Hun’ett, autor del disparo—. ¡Vuelve aquí!

La pantera rozó la pierna de Drizzt mientras obedecía la orden. Cuando recuperó la visión, Drizzt se marchó en la dirección opuesta para no presenciar la reprimenda que Guenhwyvar siempre recibía cada vez que el felino y él trabajaban juntos.

Masoj observó la espalda del joven que se alejaba y deseó poder descargar un tercer rayo entre los omóplatos de Do’Urden. Sin embargo, el mago de la casa Hun’ett era consciente de la amenazadora presencia de Dinin Do’Urden, que desde un extremo vigilaba la escena con mucha atención.

—¡Aprende de una buena vez quién es tu amo! —le reprochó Masoj a Guenhwyvar.

Demasiado a menudo, la pantera abandonaba al mago para unirse al combate con Drizzt. Masoj sabía que el felino se adaptaba mejor a los movimientos del guerrero, pero también sabía lo vulnerable que era un mago mientras practicaba su arte. Deseaba tener a Guenhwyvar a su lado para que lo protegiera de los enemigos y también de los «amigos».

—¡Desaparece! —ordenó al tiempo que lanzaba el talismán al suelo.

En la distancia, Drizzt se enfrentó a otro pellejudo y lo mató en cuestión de minutos. Masoj sacudió la cabeza, admirado por la exhibición de esgrima. Cada día, Drizzt era más fuerte.

—No tardes mucho en dar la orden para que lo mate, matrona SiNafay —susurró Masoj.

El joven mago no sabía hasta cuándo podría estar en condiciones de realizar el trabajo. Masoj se preguntó si ya no sería demasiado tarde.

Drizzt se protegió los ojos mientras encendía una antorcha destinada a quemar al troll muerto. Sólo el fuego impedía que los pellejudos pudieran regenerarse, incluso en las tumbas.

El joven drow advirtió que los otros combates también habían acabado y vio las llamas de las antorchas a todo lo largo de la ribera del lago. Se preguntó cuántos de los doce elfos que formaban el grupo seguían con vida y pensó si en realidad tenía alguna importancia. Había muchos más dispuestos a reemplazarlos.

Drizzt sabía que el único compañero importante —Guenhwyvar— se encontraba seguro en el plano astral.

Escuchó el eco de la voz de Dinin que ordenaba a los esclavos goblins y otros buscar el tesoro de los trolls y recuperar todo aquello en poder de los pellejudos que pudiese ser de utilidad.

Cuando el fuego consumió el cuerpo del troll, Drizzt apagó la antorcha sumergiéndola en la negra agua y después esperó a que los ojos se habituaran una vez más a la oscuridad.

—Otro día —murmuró muy suavemente—, otro enemigo derrotado.

Disfrutaba con la excitación de formar parte de la patrulla, de la emoción del riesgo y del hecho de utilizar sus armas para acabar con auténticos monstruos.

De todos modos, ni siquiera allí podía escapar de la apatía que invadía su vida, de la resignación que marcaba cada paso. Porque, si bien en las batallas que libraba a diario contra los horrores de la Antípoda Oscura mataba por necesidad, Drizzt no había olvidado el encuentro en la capilla de la casa Do’Urden.

No tardaría en llegar el momento en el que sus cimitarras serían utilizadas para acabar con las vidas de otros elfos oscuros.

Zaknafein contempló Menzoberranzan desde el balcón de sus aposentos como hacía cada noche cuando la patrulla de Drizzt salía de la ciudad. El maestro de armas vivía dividido entre su deseo de escapar de la casa Do’Urden para combatir junto al joven, y la esperanza de que la patrulla regresara con la noticia de que Drizzt había muerto.

¿Conseguiría alguna vez encontrar la respuesta al dilema del joven Do’Urden? Zak sabía que no podía salir de la casa, pues la matrona Malicia lo vigilaba de cerca. Presentía la angustia del maestro por Drizzt y no estaba de acuerdo. Ella y Zak habían sido amantes en más de una ocasión, pero era la única cosa que compartían.

Zak recordó las peleas que había tenido con Malicia respecto a Vierna, otra de sus hijas, hacía siglos. Vierna era una hembra, con el destino sellado desde el momento de nacer, y Zak no había podido evitar su sumisión al culto de la reina araña.

¿Acaso Malicia lo creía capaz de influir en las acciones de un hijo varón? Al parecer era así, aunque Zak no tenía muy claro si los temores tenían justificación; él mismo era incapaz de valorar su influencia en Drizzt.

Miró el panorama de Menzoberranzan, y esperó en silencio el regreso de la patrulla, confiando en ver a Drizzt sano y salvo, pero también con el deseo íntimo de que las garras y los colmillos de algún monstruo hubiesen resuelto de una vez para siempre el dilema.