13
El precio de la victoria

Aquella noche, en el barracón, Drizzt y Kelnozz discutieron el duelo. Reinaba una oscuridad total y los demás estudiantes dormían profundamente en sus camastros, agotados tras la lucha del día y la tarea de servir a los alumnos mayores.

Kelnozz ya se esperaba esta discusión. Había adivinado la ingenuidad de Drizzt en el momento en que el joven le había preguntado por las reglas del encuentro. Un guerrero drow experimentado, y sobre todo un noble, jamás habría hecho esa pregunta, pues habría tenido muy claro que la única regla de su existencia era conseguir la victoria. A Kelnozz no le preocupaba mucho la reacción del joven Do’Urden; la venganza alimentada por el resentimiento no parecía ser uno de los rasgos de Drizzt.

—Me has engañado —afirmó Drizzt, que esperó durante un par de segundos un comentario del plebeyo de la casa Kenafin, antes de preguntar—: ¿Por qué?

El volumen de la voz de Drizzt provocó la alarma de Kelnozz, que miró inquieto a su alrededor. Se los suponía durmiendo. Si un maestro escuchaba la discusión los castigarían en el acto.

—¿A qué viene tanta queja? —le respondió Kelnozz con el código manual. El calor de sus dedos era como luces para la visión infrarroja de Drizzt—. Actué tal como debía, si bien creo que me precipité. Quizá, si tú hubieses derrotado a unos cuantos más, ahora podría estar por encima del tercero de la clase.

—Si hubiésemos luchado juntos, tal como acordamos, podrías haber ganado, o como mínimo acabado segundo —transmitió Drizzt, y los rápidos movimientos de sus dedos reflejaron su enojo.

—Digamos que segundo —replicó Kelnozz—. Desde el primer momento supe que no podría medirme contigo. Eres el mejor espadachín que he visto en toda mi vida.

—Los maestros no comparten tu opinión —protestó Drizzt en voz alta.

—Ser octavo tampoco está mal —susurró Kelnozz—. Berg’inyon ocupa el décimo puesto, y eso que es de la casa primera de Menzoberranzan. Tendrías que alegrarte por tener una posición que no provoca la envidia de tus compañeros. —Un ruido al otro lado de la puerta hizo que Kelnozz volviera otra vez al código manual—. Tener una calificación mejor sólo significa que hay más gente dispuesta a clavarme un puñal en la espalda.

Drizzt no hizo caso de las implicaciones contenidas en la réplica de Kelnozz. Se resistía a creer que hubiese en la Academia alguien capaz de semejante traición.

—A mi juicio, Berg’inyon fue el mejor participante del encuentro —señaló Drizzt—. ¡Te tenía acorralado y sólo te salvó mi ayuda!

—Por mi parte, Berg’inyon ya se puede ir a trabajar de cocinero en cualquier casa —murmuró Kelnozz en tono casi inaudible, porque el camastro del hijo de la casa Baenre estaba un par de metros más allá—. Él es décimo y yo, Kelnozz de Kenafin, ¡soy el tercero!

—Y yo el octavo —dijo Drizzt, con un tono de irritación poco habitual—, pero puedo derrotarte con el arma que quieras.

Kelnozz se encogió de hombros, y en el espectro infrarrojo su movimiento fue como un súbito relámpago.

—Esta vez no —transmitió—. Yo gané el duelo.

—¿Duelo? —exclamó Drizzt, atónito—. ¡Me engañaste, y nada más!

—¿Quién quedó de pie? —le recordó Kelnozz—. ¿A quién alumbró la luz azul de la varita del maestro?

—El honor exige unas reglas para el duelo —gruñó Drizzt.

—Existe una regla —replicó Kelnozz, bruscamente—: puedes hacer lo que quieras siempre que no te pillen. ¡Gané nuestro duelo, Drizzt Do’Urden, y tengo una calificación más alta! ¡Esto es lo único importante!

En el calor de la discusión, sus voces sonaron demasiado altas. Se abrió la puerta del barracón, y un maestro apareció en el umbral. Las luces azules del vestíbulo delinearon su silueta, y los dos estudiantes se apresuraron a cerrar los ojos… y la boca.

El tono del último comentario de Kelnozz inspiró a Drizzt algunas reflexiones prudentes. Comprendió que su amistad con Kelnozz había acabado, y que quizás él y Kelnozz nunca habían llegado a ser amigos.

—¿Lo has visto? —preguntó Alton, ansioso, sin dejar de tamborilear con los dedos sobre la mesilla de la habitación más alta de su torre. Alton había hecho que los estudiantes más jóvenes de Sorcere repararan los destrozos provocados por la bola de fuego lanzada por él mismo, pero todavía quedaban huellas en la piedra de las paredes.

—Sí —contestó Masoj—. Y también me he enterado de su habilidad con las armas.

—Octavo de su clase después del gran duelo —dijo Alton— es algo muy meritorio.

—Por lo que dicen, tiene todas las cualidades para ser el primero —comentó Masoj—. No tardará mucho en reclamar el título. Yo me andaría con mucho cuidado con él.

—¡No vivirá para conseguirlo! —prometió Alton—. La casa Do’Urden tiene depositadas grandes esperanzas en este mozo de ojos lila, y por lo tanto he decidido que Drizzt sea el primer objetivo de mi venganza. ¡Su muerte será un merecido castigo a la perfidia de la matrona Malicia!

Masoj comprendió en el acto que la afirmación del falso maestro acababa de plantear un problema y decidió cortarlo de raíz.

—No le harás ningún daño —le advirtió a Alton—. Ni se te ocurra acercarte a él.

—He esperado dos décadas… —comenzó a decir Alton, enfadado.

—Y puedes esperar unas cuantas más —lo interrumpió Masoj, sin contemplaciones—. Te recuerdo que aceptaste la oferta de la matrona SiNafay para entrar en la casa Hun’ett. Esto significa obediencia. La matrona SiNafay, nuestra madre matrona, ha puesto sobre mis hombros la responsabilidad de ocuparme de Drizzt Do’Urden, y pienso cumplir su voluntad.

Alton se apoyó en el respaldo de su silla y descansó sobre la palma de su mano lo que quedaba de su barbilla corroída por el ácido, mientras pensaba en las palabras de su socio secreto.

—La matrona SiNafay tiene planes que te darán la venganza que tanto anhelas —añadió Masoj—. Te lo advierto, Alton DeVir —dijo, recalcando el apellido para demostrar que no era un verdadero Hun’ett—, que si comienzas una guerra con la casa Do’Urden, o incluso si los pones a la defensiva con cualquier acto de violencia no aprobado por la matrona SiNafay, incurrirás en la ira de la casa Hun’ett. La matrona SiNafay te denunciará como un impostor asesino y conseguirá que el consejo regente te condene a todos los castigos posibles.

Alton no tenía medios para refutar la amenaza. Era un truhán, sin familia aparte de los Hun’ett que lo habían adoptado. Si SiNafay se volvía contra él, no encontraría nuevos aliados.

—¿Qué planes tiene SiNafay…, la matrona SiNafay…, para la casa Do’Urden? —preguntó, más tranquilo—. Dime cómo será mi venganza para que pueda soportar estos terribles años de espera.

Masoj sabía que su respuesta debía ser prudente. Su madre no le había prohibido discutir con Alton los planes para el futuro, pero si hubiese querido que el imprevisible DeVir los conociera, se los habría revelado ella misma.

—Digamos que el poder de la casa Do’Urden no ha dejado de aumentar hasta un punto en que se ha convertido en una amenaza muy real para todas las otras grandes casas —explicó Masoj, que disfrutaba con los entresijos previos a la guerra—. Como ejemplo tenemos la caída de la casa DeVir, ejecutada sin ningún fallo. Muchos nobles de Menzoberranzan descansarían más tranquilos si…

Se interrumpió, convencido de que tal vez ya había dicho más de la cuenta.

Por el brillo en los ojos de Alton, Masoj comprendió que el cebo había sido suficiente para comprar la paciencia de Alton.

La Academia deparó muchas desilusiones al joven Drizzt, sobre todo durante aquel primer año, cuando tantas de las oscuras realidades de la sociedad drow, realidades que Zaknafein sólo le había insinuado, se hacían cada vez más evidentes, aunque trataba de que lo afectaran lo menos posible. Analizaba las conferencias de los maestros donde se exaltaba el odio y la desconfianza sin sacarlas de su contexto, y después aplicaba la crítica según las pautas de su viejo tutor. La verdad le parecía algo demasiado ambiguo, demasiado difícil de definir. Por medio de estos análisis, Drizzt descubrió una constante: a lo largo de toda su vida, todos los numerosos actos de traición que había presenciado siempre habían sido cometidos por los elfos oscuros.

El entrenamiento físico de la Academia, las muchas horas diarias dedicadas a la práctica y estudio de técnicas de combate, era lo único que consolaba a Drizzt. En la sala de ejercicios, con las armas en las manos, se olvidaba de las preguntas que tanto lo inquietaban.

Aquí descollaba. Si Drizzt había ingresado en la Academia con un nivel de entrenamiento y experiencia superior al de sus compañeros, la diferencia se hizo cada vez mayor a medida que transcurrían los meses. Aprendió a ver más allá de las pautas de ataque y defensa que enseñaban los maestros y creó sus propios métodos, innovaciones que igualaban —y a veces superaban— las técnicas habituales.

Al principio, Dinin escuchaba orgulloso las alabanzas que sus colegas prodigaban a los progresos de su hermano menor. Las loas llegaron a tal extremo que el hijo mayor de la matrona Malicia comenzó a inquietarse. Dinin era el hijo mayor de la casa Do’Urden, un título que había conseguido después de asesinar a Nalfein. Drizzt, poseedor de todas las cualidades necesarias para convertirse en uno de los mejores guerreros de todo Menzoberranzan, era el segundo hijo de la casa, y quizás un aspirante a desbancar a Dinin.

También los compañeros de Drizzt vigilaban sus progresos en la materia… y con mucha frecuencia los tenían que soportar en carne propia. Miraban a Drizzt con profunda envidia y se preguntaban si alguna vez podrían llegar a tener la misma desenvoltura con las armas. El pragmatismo era uno de los rasgos más acentuados de los elfos oscuros. Estos jóvenes estudiantes habían observado durante años cómo los mayores de sus familias manipulaban los hechos y las situaciones para su propio provecho. Todos comprendían la ventaja de tener a Drizzt Do’Urden como aliado, y así, cuando al año siguiente se celebró el gran duelo, Drizzt se vio asediado por las peticiones de sus compañeros para luchar a su lado.

La petición más sorprendente fue la de Kelnozz de la casa Kenafin, que el año anterior había derrotado a Drizzt con un ataque a traición.

—¿Quieres que volvamos a unirnos para conseguir esta vez los primeros puestos de la clase? —preguntó el presuntuoso joven mientras acompañaba a Drizzt por el túnel que conducía hasta el escenario de la lucha.

En un momento dado lo adelantó y se enfrentó a Drizzt como si fuesen grandes amigos, con los antebrazos apoyados en las empuñaduras de sus espadas y una sonrisa en exceso alegre en el rostro.

Drizzt no encontraba respuesta a tanta desfachatez. Le volvió la espalda y se alejó, aunque sin dejar de vigilarlo por encima del hombro.

—¿Por qué te sorprendes tanto? —insistió Kelnozz, que corrió para volver a situarse a su lado.

—¿Cómo puedes imaginar que puedo desear formar pareja con un traidor? —exclamó Drizzt, enfadado—. ¡No he olvidado tu sucia treta!

—¡Pero si de eso se trata! —replicó Kelnozz—. ¡Ahora estás avisado! Sería muy estúpido de mi parte intentar engañarte otra vez.

—Entonces ¿cómo piensas vencerme? —preguntó Drizzt—. No puedes derrotarme en un combate limpio.

Sus palabras no eran una baladronada, sino un hecho evidente para cualquiera.

—El segundo puesto también es muy meritorio —reconoció Kelnozz.

Drizzt lo miró furioso. Sabía que Kelnozz no se conformaría con otra cosa que no fuese la victoria.

—Si nos vemos las caras durante el duelo —dijo con voz fría—, será como oponentes.

Le dio la espalda y se alejó, y esta vez Kelnozz no lo siguió.

Aquel día la suerte se mostró equitativa con Drizzt, porque su primer rival en el gran duelo, y su primera víctima, no fue otro que su antiguo compañero. Drizzt encontró a Kelnozz en el mismo pasillo que habían utilizado como punto defensivo en el ejercicio del año anterior y lo venció con la primera combinación de ataque. Drizzt tuvo que hacer un esfuerzo por contener su ímpetu y no golpear las costillas de Kelnozz con todas sus fuerzas.

Después Drizzt se perdió entre las sombras, y buscó su camino con mucho cuidado hasta que poco a poco disminuyó el número de participantes. Debido a su reputación, debía estar muy alerta, porque sus compañeros comprendían la ventaja que suponía eliminar a un adversario tan calificado al principio de la competición. Al actuar a solas, Drizzt tenía que observar muy bien el escenario de cada nueva batalla, para asegurarse de que su rival no contaba con ayudantes ocultos en las sombras.

Éste era el medio natural de Drizzt, el lugar donde se sentía más a gusto con los desafíos que le planteaba. Al cabo de dos horas, sólo quedaban en liza cinco competidores, y, tras otras dos de jugar al gato y al ratón, el número se redujo a dos: Drizzt y Berg’inyon Baenre.

Drizzt llegó a un sector despejado de la caverna y puso en práctica el plan preparado para la ocasión.

—¡Sal de tu escondrijo, Baenre! —gritó—. ¡Acabemos este desafío a la vista de todos y con honor!

Desde la pasarela, Dinin sacudió la cabeza sin dar crédito a la actitud y los gritos de Drizzt.

—Ha perdido toda la ventaja —comentó el maestro Hatch’net, que acompañaba al hijo mayor de la casa Do’Urden—. Gracias a ser el mejor espadachín tenía preocupado a Berg’inyon. Ahora tu hermano está al descubierto, y su rival conoce su posición.

—Ha sido un comportamiento estúpido —murmuró Dinin.

—El duelo se acabará dentro de muy poco —dijo Hatch’net cuando vio a Berg’inyon que avanzaba al abrigo de un montículo dispuesto a atacar por la espalda.

—¿Tienes miedo? —proclamó Drizzt—. Si es verdad que mereces el primer puesto, como siempre dices, entonces ven y enfréntate a mí. Demuestra el valor de tus palabras, Berg’inyon Baenre, o calla para siempre.

El ruido de la carga hizo que Drizzt se lanzara de cabeza al suelo para después rodar a un costado.

—¡Pelear no es un juego de niños! —gritó el hijo de la casa Baenre mientras atacaba, con los ojos resplandecientes por la ventaja que creía tener.

Entonces Berg’inyon tropezó en un alambre que había tendido Drizzt y cayó de bruces. Una fracción de segundo más tarde, tenía la punta de una de las cimitarras de Drizzt apoyada en la garganta.

—Es lo que me han enseñado —respondió Drizzt con voz grave.

—Y con esto un Do’Urden se convierte en el campeón —afirmó Hatch’net, que alumbró el rostro del perdedor con la luz azul de su varita. Sus siguientes palabras borraron la sonrisa de los labios de Dinin con un prudente recordatorio—: Los hijos mayores tendrían que saber guardarse de segundos hijos tan diestros.

Drizzt no dio mayor trascendencia a su victoria en el segundo año; sólo le interesaba desarrollar al máximo su capacidad de lucha. Prácticamente en todas las horas que le quedaban libres entre sus muchas otras obligaciones. Pero estas servidumbres se redujeron con el paso de los años —pues los trabajos más duros recaían sobre los estudiantes novatos—, y Drizzt dispuso cada vez de más y más tiempo para su entrenamiento privado. Gozaba con la danza de sus armas y la armonía de sus movimientos. Sus cimitarras se convirtieron en sus únicas amigas, en lo único en que podía confiar.

Volvió a ganar el gran duelo al tercer año, y también al siguiente, a pesar de las conspiraciones de muchos estudiantes en su contra. Los maestros comprendieron que no había nadie en el curso de Drizzt capaz de derrotarlo, y al año siguiente lo hicieron participar en el gran duelo de los alumnos de los últimos cursos. El triunfo fue para Drizzt.

La Academia, más que cualquier otra cosa en Menzoberranzan, tenía una estructura rígida, y, a pesar de que la capacidad de Drizzt desbordaba dicha estructura respecto a sus progresos con las armas, no podía reducir su tiempo de estudiante. Como guerrero, tendría que pasar diez años en la Academia, un plazo bastante corto comparado con los treinta exigidos en Sorcere para llegar a mago, o los cincuenta de las novicias en Arach-Tinilith. Los guerreros iniciaban su preparación a los veinte años, los magos debían esperar a cumplir los veinticinco, y las novicias hasta los cuarenta.

Los primeros cuatro años en Melee-Magthere se dedicaban al combate personal y el manejo de las armas. En este tema, los maestros no pudieron enseñarle a Drizzt nada que no hubiese aprendido ya con Zak.

En la etapa siguiente, de dos años, los jóvenes drows aprendían las tácticas de combate en grupo con otros guerreros, y a continuación dedicaban otros tres años a incorporar estas tácticas en sus enfrentamientos junto a magos y sacerdotisas… y en contra de éstos.

El último año de la Academia completaba la educación de los guerreros. Durante los primeros seis meses en Sorcere, aprendían los rudimentos de la magia, y los últimos seis, el preludio de la graduación, los pasaban bajo la tutela de las sacerdotisas de Arach-Tinilith.

Sólo había una cosa invariable a lo largo de estos diez años: la repetición constante de los preceptos tan queridos por la reina araña, del cúmulo de mentiras que mantenían a los drows sometidos a un estado de caos controlado.

Para Drizzt, la Academia se convirtió en un desafío personal, un aula privada dentro del tejido impenetrable elaborado por sus cimitarras. En el interior de aquellas paredes de adamantita formadas por sus hojas, Drizzt descubrió que podía hacer caso omiso de las muchas injusticias que se cometían a su alrededor, y mantenerse aislado de las palabras ponzoñosas que le habrían envenenado el corazón. La Academia era un lugar dominado por la codicia y la traición, un campo de cultivo para el ansia de poder que marcaba la vida de todos los drows.

Drizzt se prometió a sí mismo que no se dejaría corromper.

Aun así, a medida que pasaban los años y las batallas se hacían cada vez más brutales, Drizzt se encontró más de una vez en las garras de situaciones que no podía ignorar con tanta facilidad.